Capítulo 3

Hacía una mañana fría y luminosa cuando Monk entró en Copenhagen Place para seguir llamando a las puertas de los vecinos de Zenia Gadney y ver qué podía averiguar acerca de ella. Orme estaba peinando la zona más próxima al río en busca de alguien que la hubiese visto allí, no solo la noche de su muerte sino quizás en otras ocasiones. ¿Qué estaba haciendo en el embarcadero de Limehouse una noche de invierno? Sin duda hacía frío, y el lugar no solo estaba expuesto al viento del río, sino que quedaba a la vista de cualquier gabarra que pasara. ¿Ejercer la prostitución para ganar un par de chelines con alguien que resultó ser un loco? Tan repugnante idea encogió el estómago a Monk, que además se enojó ante la desesperación que había empujado a aquella situación tanto al hombre como a la mujer.

Se cruzó con un grupo de estibadores que marchaban penosamente hacia los muelles. El carro de un verdulero pasó en sentido contrario, cargado de zanahorias, otras hortalizas y unas cuantas manzanas maduras.

Llamó a la puerta del número doce, junto a la casa de Zenia Gadney, y nadie contestó. Probó en la siguiente, donde lo despachó con tono de eficiencia una mujer con un delantal largo, sucio y mojado en los bordes por haber estado fregando el suelo. En aquel momento se disponía a proseguir su tarea en la entrada y le dijo con contundencia que apartara los pies. No, ni sabía quién era Zenia Gadney ni quería saberlo.

Monk volvió sobre sus pasos y probó suerte en la otra casa contigua a la de Zenia, donde encontró a una anciana sentada en una habitación atestada de adornos y recuerdos. Llevaba un rato mirando a la calle por la ventana y Monk se había percatado de su curiosidad. Se presentó. La anciana se llamaba Betsy Scalford. Vivía sola y estuvo muy contenta de que un hombre tan joven deseara hablar con ella y, todavía mejor, escucharla rememorar el pasado y referir el sinfín de cosas raras o extraordinarias que había visto a lo largo de su vida.

Le ofreció una taza de té que Monk aceptó porque así tendría una excusa para demorarse al menos media hora. También serviría para que ella se sintiera a sus anchas al tener la sensación de llevar las riendas.

—Gracias —dijo Monk en señal de apreciación cuando la señora Scalford dejó la bandeja en la mesa y le sirvió el té.

—No hay de qué. Seguro que le vendrá bien —contestó ella, asintiendo enérgicamente. Era una mujer delgada y adusta, y los hombros huesudos la hacían parecer más alta de lo que era—. No me suena haberle visto antes —dijo. Lo miró de arriba abajo, examinando su rostro, el inmaculado cuello blanco de su camisa, la hechura de su traje.

Monk siempre había gastado más de lo necesario en ropa. Cuando recobró la consciencia después del accidente que sufriera una década atrás, despojado de memoria, tuvo que aprenderlo todo sobre sí mismo partiendo de cero, no solo su nombre, sino su carácter a ojos de los demás. Se había consternado al constatar la vanidad que demostraban las facturas de su sastre. Al principio, la necesidad lo había obligado a recortar drásticamente esos gastos. Ahora que era jefe de la Policía Fluvial del Támesis en Wapping, se los volvía a permitir. Sonrió al ver la mirada de aprobación de la anciana al reparar en sus bien lustradas botas.

—Es la primera vez que vengo por aquí —dijo Monk, contestando a su pregunta—. Estoy en la Policía Fluvial, no en la Metropolitana.

—El río no se desborda hasta aquí —dijo la señora Scalford, con una chispa de humor bailando en sus ojos.

—A veces lo que ocurre en él, sí —replicó Monk—. Y también las corrientes de desastre que arrastra consigo. Me da la impresión de que es usted una mujer muy observadora. Necesito información.

—¿Y piensa que no tengo nada mejor que hacer que sentarme aquí a mirar por la ventana? —repuso la anciana. Se sentó delante de él—. Lleva razón. Antes no era así, claro. Hubo un tiempo en que siempre andaba atareada. Ahora ya no. Pregunte cuanto quiera, joven. Aunque de todos modos pondré mucho cuidado en lo que le diga. No quiero que me acusen de ser una cotilla.

—¿Conoce a la mujer que vive aquí al lado, en el número catorce?

—Sé muy bien dónde está el número catorce —dijo la anciana con cierta aspereza—. Todavía no he perdido el juicio. Se refiere a la señora Gadney. Una mujer bastante agradable. Viuda, me parece. ¿Por qué lo pregunta?

Monk decidió no contárselo de inmediato. Quizá la impresión sería tan fuerte que ya no podría sonsacarle nada más.

—¿La conoce? —comenzó—. Dígame, ¿cómo es?

—¿Por qué no va a preguntárselo en persona? —preguntó la anciana. Su voz no reflejó crítica, solo incomprensión y una acuciante curiosidad.

Monk tenía preparada su respuesta.

—No conseguimos encontrarla. Según parece, está desaparecida.

—¿Desaparecida? —La señora Scalford enarcó sus cejas blancas—. No ha ido a ninguna parte desde que llegó aquí hace quince años. ¿Adónde iba a ir? No tiene a nadie.

Monk notó que se ponía tenso.

—¿Cómo se gana la vida, señora Scalford? ¿A qué se dedica? ¿Trabaja en una tienda o en una fábrica?

—No. Lo sé porque pasa casi todos los días en casa. No sé qué hace, pero no mendiga ni pide favores. —Dijo esto último levantando un poco la barbilla, como si se identificara con el orgullo que denotaba aquella actitud—. Y que yo sepa, no tiene deudas con nadie —agregó, asintiendo con la cabeza.

Monk miró a la anciana con más detenimiento, sosteniendo la mirada de sus pálidos ojos azules sin pestañear. ¿Cabía pensar que aquella mujer ignorase que Zenia Gadney había sido prostituta? Era mucho más probable que estuviera velando por la reputación de una vecina, posiblemente una mujer más joven que de un modo u otro le recordaba a la que ella había sido treinta años antes.

¿Cómo podía dirigir la atención de la señora Scalford sin que se distanciara de él?

—Digno de admiración —dijo Monk seriamente—. ¿Sabe si tiene parientes?

Formuló la pregunta como si aún estuviera viva a propósito.

La señora Scalford reflexionó unos instantes, bebiendo sorbos de té.

—Tenía un hombre —dijo finalmente—. Venía a menudo hasta hace un par de meses. No sé si era un hermano, o quizás el hermano de su difunto esposo, o qué. A lo mejor cuidaba de ella.

—Pero ¿dejó de venir hace un par de meses? —insistió Monk. Sin darse cuenta, se echó un poco para adelante en el asiento.

—¿No se lo acabo de decir? —inquirió la anciana.

—¿Sabe por qué?

—Ya se lo he dicho, joven. No la conozco tanto como para que me cuente sus asuntos. Yo solo veo a la gente que va y viene por la calle. Habré hablado con ella media docena de veces, como mucho. Buenos días, buenas tardes, esas cosas. La veo pasar y sé cómo se siente porque sé descifrar la expresión de la gente.

—¿Y cómo se sentía ella, señora Scalford?

—Normalmente, ni bien ni mal —contestó la anciana, dando un suspiro—. Como la mayoría, me imagino. Algunos días lucía una sonrisa encantadora. Me da que había sido muy guapa de joven. Ahora se la ve un poco cansada. Supongo que nos pasa a todos.

Con un ademán inconsciente, se llevó una mano a la cabeza y acarició sus cabellos blancos.

—¿Y los dos últimos meses? —preguntó Monk.

—¿Se refiere a partir de que él dejó de venir? Triste. Estaba terriblemente triste, la pobre. La he visto pasar con la cabeza gacha y arrastrando los pies como si estuviese abatida.

—¿Es posible que ese hombre estuviese muy unido a ella? ¿Un hermano, tal vez? —preguntó Monk.

La señora Scalford lo miró entornando los ojos.

—¿Por qué quiere saber todo esto? ¿Anda detrás de algo? ¿Qué relación guarda ella con la Policía Fluvial? ¿Es que no hay crímenes en el río o qué?

—Se la da por desaparecida, señora Scalford —dijo Monk con gravedad—. Y hemos encontrado el cuerpo de una mujer que pensamos que podría ser ella.

Se puso pálida y tensó los hombros como si no osara respirar.

—Lo siento —se disculpó Monk. Lo dijo en serio—. Quizá nos equivoquemos.

Sacó del bolsillo interior de su chaqueta el retrato que había dibujado el agente, lo desdobló y se lo pasó.

La señora Scalford lo cogió y lo sostuvo con sus manos nudosas, que le temblaban un poco.

—Es ella —dijo con voz ronca—. ¡Pobre criatura! ¿Qué pudo haber hecho para merecer que la destriparan? —Bajó más la voz—. Porque se refiera a ella, ¿no? A la que destriparon en el embarcadero.

—Sí, me temo que sí. ¿Es Zenia Gadney?

—Sí… es ella. —Levantó la vista hacia Monk—. Van a atrapar al que lo hizo y lo ahorcarán, ¿verdad?

Fue una exigencia más que una pregunta. Estaba temblando, y su taza de té tintineaba en el plato.

—Con su ayuda —contestó Monk, cogiéndole la taza para dejarla sobre la mesa—. Cuénteme más sobre ese hombre que la visitaba y que dejó de venir hace dos meses. Descríbamelo. Y no me diga que no lo recuerda. Me consta que sí. Apuesto a que podría describirme a mí si alguien viniera y se lo pidiera.

La anciana le dedicó una sonrisa triste.

—Claro que podría. Por aquí no se ve a muchos hombres con sus trazas.

Su voz reflejaba aprobación, y Monk entrevió a la muchacha que había sido medio siglo atrás.

—Pues cuénteme —la instó Monk.

La señora Scalford dio un profundo suspiro.

—Supongo que más vale que lo haga. Conste que no estoy segura, pero creo que era una de esas fulanas que solo tienen un cliente y que o bien se cansó de ella, o bien murió. —Señaló la ventana con el mentón—. A partir de entonces la veía pasar por aquí de tanto en tanto, y yo me de decía: «pobrecita, poco vas a encontrar con semejante aspecto». Solo a desesperados. Los hombres solo ligan con fulanas de esa edad si no tienen suficiente dinero para pagar a otra más joven.

Meneó la cabeza lentamente, con una tristeza tan profunda que Monk supo a ciencia cierta que la señora Scalford se estaba viendo a sí misma tal como podría haber sido.

—¿Puede describirme a ese hombre, el que dejó de venir? —preguntó Monk otra vez.

La anciana devolvió su atención al presente y lo miró de arriba abajo, meditabunda.

—Casi de su estatura, diría yo, pero más huesudo. Como más desgarbado. El pelo cano le raleaba en la coronilla. Afeitado. Bien vestido, como un caballero pero corriente. Apostaría a que no paga a su sastre tanto como usted.

—Gracias —dijo Monk secamente—. ¿Algo más? ¿Un abrigo? ¿Un paraguas, quizá?

—No. Abrigo en invierno, no en octubre, cuando vino por última vez. Nunca le vi llevar paraguas. En una ocasión lo vi de cerca. Un rostro agradable, más bien… amable. Parecía apenado cuando le sonrió a ella.

—¿Entró en su casa?

—Pues claro. ¿Qué esperaba? ¿Que iban a hacer lo que fuera que hicieran en plena calle?

—Podrían haber ido a alguna otra parte —señaló Monk.

—No, entró en su casa.

—¿Cuánto rato estuvo dentro?

—Media hora, quizá más.

—Pero ¿lo vio?

—Claro que lo vi. Si no, no podría decírselo, ¿no? ¿Es que de pronto se ha ablandado? ¡Búsquelo! No merecía que la acuchillaran de esa manera.

Tragó saliva con dificultad, esforzándose por sobreponerse al enojo y conservar la dignidad que tan cuidadosamente había cultivado.

—Lo que quiero decir, señora Scalford, es que vino a plena luz del día, y que usted pudo ver quién entraba y salía de una casa varias puertas más arriba, en la acera de enfrente…

—Tengo buena vista. —Reflexionó unos instantes—. Por la tarde, solía ser. Curioso, ahora que lo pienso. ¿Por qué no vendría cuando había anochecido?

—No lo sé —contestó Monk—, pero lo averiguaré.

Poco más podía contarle la anciana. Le dio las gracias y siguió recorriendo la calle.

Casi enfrente del número catorce Monk habló con el señor Clawson, que regentaba una ferretería.

—No tengo ni idea —dijo Clawson indignado cuando Monk le preguntó si había visto a Zenia Gadney con algún hombre que no fuera el que ya sabía que la visitaba regularmente hasta un par de meses antes—. Quizá por aquí no nos sobre el dinero, pero somos gente respetable —agregó, sorbiéndose la nariz y limpiándose las manos en el delantal.

Monk se preguntó si merecía la pena intentar convencer al señor Clawson de que no había dado a entender que Zenia Gadney ejerciera fuera de su casa, y decidió que sería un esfuerzo en vano.

—Pues si hacía la calle, tendría que ir a algún sitio con sus acompañantes —dijo Monk con cierta brusquedad.

—¡Yo no sé qué hacía o dejaba de hacer! —Clawson se había enojado—. La tenía por viuda. Siempre parecía un poco… como triste. Se esforzaba en disimular, la pobre, pero me parece que las cosas le iban mal.

—¿Entró aquí alguna vez, señor Clawson?

Monk recorrió con la vista los estantes repletos de artículos de costura, cacharros de cocina, betunes y toda clase de polvos para usos diversos, además de cajas de clavos, tornillos y tachuelas. También había hileras de cajones de madera que contenían rapé y potentes remedios para toda suerte de dolencias. Se fijó en uno con clavos para el dolor de muelas, otro con menta poleo para la indigestión. Había varios sin más rótulo que unas letras que representaban palabras más largas, píldoras para el hígado y los riñones, ungüentos para el picor, la tiña y las quemaduras. Y, por supuesto, las consabidas papelinas de opio, la cura para casi todos los males, de los calambres al insomnio.

Clawson siguió su mirada. Pareció incomodarse.

—De vez en cuando —dijo—. Para dolores de cabeza y cosas por el estilo. A veces no se encontraba bien. Le pasa a mucha gente.

—¿Algo en concreto? —preguntó Monk.

—No.

Monk supo que le mentía; la cuestión era por qué. No había nada de malo en que vendiera aquellos remedios. Casi todas las tiendas de barrio los vendían.

—Señor Clawson, será mejor que me cuente las cosas que sepa sobre ella en lugar de obligarme a sonsacárselas una por una.

—¿Tiene alguna queja de ella? —preguntó Clawson. Era un hombre menudo. Levantó la vista hacia Monk, pestañeando a través de unas gafas de montura negra, pero en ese preciso momento parecía enojado y dispuesto a defender a una mujer a la que conocía de las impertinentes preguntas de un extraño.

—En absoluto —contestó Monk con seriedad—. Todo lo contrario. Tememos que alguien le haya hecho daño, de modo que debemos saber quién pudo ser.

Clawson endureció su expresión.

—Daño… ¿A santo de qué? Nunca hizo nada malo. ¿Por qué quieren investigar eso? ¿No tienen algún crimen más grave que resolver? Solo era una pobre mujer de mediana edad, que iba tirando tan bien como podía. No se metía con nadie. No vagaba por las calles vestida con ropa vulgar ni molestaba a los hombres que iban a lo suyo. Déjela en paz.

—¿Sabe dónde está ahora, señor Clawson? —preguntó Monk con gravedad.

—No, no lo sé. Y tampoco se lo diría, si lo supiera —repuso Clawson con una actitud desafiante—. No le hace daño a nadie.

Monk insistió.

—Si lo tengo bien entendido, solía tener un amigo que la visitaba regularmente hasta hace un par de meses. Cuando él dejó de venir, ¿la señora Gadney comenzó a verse apurada y tuvo que salir a buscarse la vida, aunque siendo siempre muy discreta?

—¿Y qué? —inquirió Clawson—. Hay cientos de mujeres como ella. Hacen un favor de vez en cuando para llegar a fin de mes. Y de repente, un tipo refinado como usted, con su ropa de pijo y sus botas lustrosas, se presenta aquí haciendo preguntas. No sé dónde está, y no pienso decir más.

—¿Se ha enterado de que ayer encontraron un cadáver en el embarcadero?

La respuesta de Clawson fue inmediata.

—Seguro que ella no sabía nada sobre eso. Y yo tampoco.

—Me lo figuro —contestó Monk, entristecido por la noticia que iba a dar a aquel hombrecillo tan dispuesto a defender a una mujer a la que apenas conocía—. El caso es que si la señora Gadney no está en su casa y no la encontramos sana y salva, tendremos que pensar que ese cuerpo era el suyo.

Clawson palideció y se agarró al mostrador para mantenerse firme. Miró fijamente a Monk, incapaz de articular palabra.

—Lo lamento —dijo Monk sinceramente—. Tal vez ahora comprenda por qué necesito saber más acerca de ella. Debo encontrar a quien le hizo eso y, para serle franco, señor Clawson, tengo muchas ganas de atraparlo. Cuanto más sé sobre ella, más ganas tengo de arrestarlo.

Clawson cerró los ojos. Todavía tenía blancos los nudillos.

—Era una mujer más bien callada que de vez en cuando entraba a comprar una papelina de opio para el dolor de cabeza, y para dejar que pasaran los días porque estaba muy sola —dijo—. Cuando su único… cliente… dejó de venir, no le quedó a quien recurrir. Que saliera a ganarse unos cuantos chelines o a buscar un poco de consuelo no era motivo para que la destriparan. ¡Encuentre al animal que lo hizo y hágale lo mismo! Por aquí hay unos cuantos tipos que estarán encantados de echarle una mano.

Abrió los ojos y fulminó a Monk con la mirada.

—Lo encontraré —prometió Monk en un arrebato, dejando a un lado lo demás—. Por cierto, no la destriparon mientras estaba viva. No se enteró de nada.

—¿Cómo lo sabe?

Clawson quería saberlo con certeza, no que le ofrecieran un vacuo consuelo.

—Es lo que dijo el forense. Algo relacionado con la sangre.

Clawson asintió lentamente, contento de poder creerlo.

—Bien. —Asintió de nuevo—. Bien.

Monk se marchó y terminó sus pesquisas en el tramo que quedaba de calle, entrando en un par de comercios en los callejones cercanos. Al final de la jornada estaba cansado y hambriento, y no había averiguado nada más que pudiera serle de utilidad.

Mientras aguardaba el transbordador en el embarcadero de Limehouse repasó mentalmente lo ocurrido. ¿Era eso lo que la había matado? ¿La inexperiencia y la desesperación causadas por la muerte repentina de su solitario protector? ¿Había muerto, o simplemente la había abandonado? ¿O una crisis en su casa le había impedido seguir manteniendo a una querida? Trágicamente, era lo más probable.

La alternativa era que su muerte hubiese tenido algo que ver con el hombre que al parecer cuidaba de ella. ¿Quién era? Nadie le había dado una descripción que sirviera para identificarlo entre los miles de hombres de mediana edad y aspecto respetable que vivían en Londres o incluso más lejos. ¿Cabía pensar que la visitaba tan raramente porque vivía a considerable distancia y aprovechaba sus viajes de negocios a Londres? Bien podía venir desde Manchester, Liverpool o Birmingham.

—Más vale que encontremos a ese hombre que la conocía —dijo Orme la mañana siguiente cuando se reunieron en el muelle de Wapping New Stairs. Tras la pleamar, las aguas del río fluían deprisa. El viento volvía a refrescar y era un tanto cortante. Era lo habitual cuando soplaba del este, desde el mar abierto.

Monk se levantó el cuello del abrigo.

—Haré lo posible por encontrarlo. Pudo venir desde cualquier parte.

—Coche de punto —sugirió Orme—. A juzgar por lo que dice, diría que no era de aquí. No vendría en ómnibus. ¿Quiere que lo ayude? No tengo ninguna pista en Narrow Street. O todos están ciegos, o ella nunca fue allí, salvo con una amiga en un par de ocasiones. Por lo general iba sola.

—No. A usted se le dará mejor hablar con los vecinos que viven entre el embarcadero de Limehouse y Kidney Stairs —contestó Monk—. Alguien tuvo que verla, y sin duda también lo vieron a él. Se fijarían en cualquier forastero. Solo tenemos que refrescarles la memoria.

—Están aterrados —repuso Orme con gravedad—. Los diarios no colaboran, que digamos. Han metido tanto miedo a la gente que todo el mundo anda buscando un monstruo, a un loco de atar, a una fiera.

—Solo lo es por dentro —dijo Monk, negando con la cabeza—. Lo más probable es que tenga un aspecto normal y corriente. ¿Cuánto tardará la gente en entenderlo? Esa pobre mujer seguramente pensó que era un hombre perfectamente común, quizás un poco torpe.

—Menudo oficio. —Orme tenía la vista perdida en el agua—. Sabe Dios a cuántas de ellas maltratan o asesinan.

—Menos de las que mueren de enfermedad —le aseguró Monk, pensando en todas las que Hester había atendido en su clínica de Portpool Lane.

—Comenzaré a investigar —prometió Orme, abrochándose el abrigo. Tras un amago de saludo, dio media vuelta y se alejó por el muelle, encorvado contra el viento, y luego bajó la escalinata y subió a bordo de la lancha.

Monk tardó dos días en seguir la pista del hombre que había visitado a Zenia Gadney cada mes. Comenzó preguntando a todos los conductores de coches de punto del lugar, pero no supieron o no quisieron colaborar. No se fijaban en los rostros de sus pasajeros, y el principio del mes de octubre quedaba muy lejos. Al parecer, el hombre al que Monk buscaba paraba coches al azar, unas veces en Commercial Road East, otras en West India Dock Road, o incluso más al este, en Burdett Road. Fue una tarea concienzuda y que le llevó mucho tiempo, pero finalmente restringió sus pesquisas a media docena de personas que fue descartando una por una.

Al final le quedó Joel Lambourn, vecino de Lower Park Street, en Greenwich.

En lugar de abordarlo en su casa, Monk decidió hacer averiguaciones en la comisaría local y así enfrentarse a él armado cuando menos con cierto grado de información.

El cabo de guardia levantó la vista hacia él cuando entró. Su cara redonda era educadamente inexpresiva.

—Buenos días, señor. ¿Qué se le ofrece?

—Buenos días, cabo —contestó Monk, procediendo a presentarse—. Estoy investigando un suceso en el que quizás esté implicado un tal señor Joel Lambourn, que vive en su zona.

Vio que el rostro del cabo se arrugaba, mostrando de súbito un agudo pesar.

—No estoy seguro de poder ayudarlo, señor —dijo el cabo con fría formalidad—. En realidad no sé nada al respecto. Perdone que sea tan protocolario, pero ¿puedo ver algo que demuestre su identidad? No puedo dar información sin conocimiento de causa —agregó, sin molestarse en disimular su hostilidad.

Desconcertado, Monk sacó sus credenciales para demostrar quién era.

—Gracias, señor. —La frialdad se mantuvo—. ¿En qué cree que podría ayudarle, señor Monk? —preguntó, omitiendo expresamente la cortesía del rango.

—¿Conoce al señor Lambourn?

—Doctor Lambourn, señor —le corrigió el cabo con presteza—. Sí, lo conocía. Hablaba con él de vez en cuando.

—¿En serio? ¿Y ahora ya no?

Monk estaba perplejo.

—Puesto que murió, Dios lo tenga en su gloria, no, ya no —le espetó el cabo.

—Lo siento. —Monk se sintió patoso. No tenía por qué saberlo, aunque quizá debería haberlo adivinado—. ¿Falleció hace un par de meses?

El cabo se irritó.

—¿Me está diciendo que no lo sabía?

Saltaba a la vista que le resultaba increíble.

—No, no lo sabía —contestó Monk—. Estoy investigando el asesinato de una mujer cuyo cuerpo fue hallado en el embarcadero de Limehouse hace cuatro días. Es probable que el doctor Lambourn la conociera. Tenía la esperanza de que pudiera contarme más cosas sobre ella.

El cabo se sobresaltó.

—¿Se refiere a la pobre criatura a la que destripó un carnicero sanguinario? Con el debido respeto, señor, está equivocado. El doctor Lambourn era un caballero discreto y muy respetable. Jamás le haría daño a nadie. Ni conocería a una mujer que se dedicara a ese oficio.

Monk quiso señalar que en público las personas eran distintas de como a veces eran en la oscuridad y el resguardo de los barrios pobres, lejos de donde vivían. No obstante, el semblante del cabo le dijo que no estaría abierto a semejante insinuación sobre Lambourn.

—¿Qué clase de médico era? —preguntó en cambio—. Es decir, ¿a qué tipo de pacientes atendía?

—No atendía a pacientes —contestó el cabo—. Era un estudioso, investigaba sobre enfermedades y medicamentos.

—¿Sabe qué clase de enfermedades? —insistió Monk, sin saber si aquello tenía la menor importancia. Pero por el momento el doctor Lambourn era la única persona que parecía haber conocido a Zenia Gadney, teniendo un trato más íntimo que el de la mera vecindad.

—No —contestó el cabo—. Pero hacía muchas preguntas sobre medicinas, en concreto sobre el opio, el láudano y cosas parecidas. ¿Por qué? ¿Eso qué relación guarda con la pobre mujer a la que encontraron en Limehouse?

—En realidad no lo sé, salvo que a veces tomaba opio para el dolor de cabeza y otras dolencias.

—Como media Inglaterra —repuso el cabo con sorna—. Dolor de cabeza, dolor de estómago, el bebé que llora porque le salen los dientes, viejos con reúma.

—Sí, me figuro que es así —concedió Monk—. ¿Qué estudiaba el doctor Lambourn para que preguntara acerca del opio y los medicamentos que lo contienen? ¿Qué clase de preguntas hacía? ¿Lo sabe usted?

—No, en absoluto. Era un caballero muy discreto, siempre con una palabra amable para todo el mundo. Sin ánimo de ofender, señor Monk, pero tienen que haberle informado mal. El doctor Lambourn era un hombre de lo más decente.

Monk consideró la posibilidad de discutírselo, pero mientras no dispusiera de más datos no sacaría nada en claro. Dio las gracias al cabo y salió a la calle. Cabía que Lambourn pagara a Zenia Gadney lo suficiente para su sustento, pero ahora no podía decirle nada y tampoco era posible que fuese responsable de su muerte, dado que al parecer había muerto dos meses antes. Aun así, Monk quería saber más acerca de él, aunque solo fuese por lo que pudiera esclarecer sobre la vida de Zenia Gadney.

—¡Señor! —dijo el cabo bruscamente desde la puerta de la comisaría. Monk se volvió.

—¿Sí?

—No moleste a la señora Lambourn, señor. Lo pasó muy mal en su momento. Deje a la pobre viuda en paz.

Hubo algo en la expresión del cabo que turbó a Monk, un enojo que parecía fuera de lugar.

—¿De qué murió? —preguntó.

El cabo se miró las manos.

—Se quitó la vida, señor. Se abrió las venas de las muñecas. Déjela en paz… señor.

Fue una amenaza, cuando menos en la medida en que se atrevió.