Capítulo 9
Oliver Rathbone llegó a casa tras una ambivalente conclusión del juicio en el que había actuado, consiguiendo una victoria parcial. Su cliente había sido condenado por un cargo menor y, en consecuencia, sentenciado a una pena considerablemente leve. En su opinión, era lo que merecía. Aquel hombre era culpable de un cargo mayor por más que concurrieran circunstancias atenuantes. Rathbone quizás hubiera podido conseguir un resultado mejor para él, pero no habría sido justo.
Cenó solo y sin disfrutar. Antes de casarse, el silencio del apartamento donde vivía nunca le había molestado. En vez de soledad, le proporcionaba una suerte de paz.
Por fin se había enfrentado a que no deseaba el regreso de Margaret, y cobrar consciencia de ello le dejaba un regusto amargo. Ya no se sentían a gusto estando juntos, y su trato ni siquiera era amable. Lo que Rathbone deseaba era que todo hubiese sido diferente.
¿Había carecido de ternura o comprensión? Él no lo había visto así. Había defendido sinceramente a Arthur Ballinger, poniendo en ello toda su destreza. Lo habían declarado culpable porque era culpable. Al final el propio Ballinger lo había admitido.
Aquel recuerdo le hizo rememorar las fotografías de nuevo. Se le hizo un nudo en el estómago y tuvo la sensación de que una sombra se cernía sobre él. Tal vez la noche fuese más fría de lo que había imaginado. El fuego ardía en la chimenea, pero Rathbone no percibía su calor.
Se estaba preguntando si merecería la pena pedir a un criado que trajera carbón para avivar el fuego cuando lo asaltó un pensamiento mucho más trascendente. ¿Tenía que quedarse en aquella casa? Era un hogar pensado para dos personas como mínimo. La idea fue como una penetrante puñalada más. ¿Había deseado tener hijos? ¿Se había planteado siquiera que lo natural sería tenerlos?
Gracias a Dios que no habían tenido ninguno. Semejante pérdida habría sido mucho más difícil de soportar. ¿O tal vez habría sido imposible? Margaret no se habría llevado a su hijo con ella. Aparte de otras consideraciones, la ley no permitía que una mujer se llevara el hijo de su esposo sin más.
¿Qué habría dicho o hecho él? ¿Habría permanecido en su casa por el bien del niño, y habrían vivido bajo el mismo techo, regidos por una gélida cortesía? ¡Qué manera de abortar toda felicidad!
¿O acaso Margaret hubiera sido distinta con un hijo? ¿La maternidad la habría distanciado de la generación anterior, haciendo que volviera su fiero instinto de protección hacia su familia presente y futura?
Todavía lo estaba considerando cuando Ardmore entró y le dijo que Monk estaba en el vestíbulo.
Rathbone tuvo una grata sorpresa al oírlo, a pesar de que ya eran más de las diez.
—Hágale pasar, Ardmore. Y traiga el oporto, tenga la bondad. No creo que quiera brandy. ¿Quizás un poco de queso?
—Por supuesto, sir Oliver.
Ardmore salió con una sonrisa mal disimulada.
Monk entró instantes después y cerró la puerta. Mostraba un aire cansado e inusualmente adusto. La lluvia le había mojado el pelo y, a juzgar por el modo en que miró el fuego, tenía frío.
Rathbone vio cómo se desvanecía su momentánea alegría. Indicó a Monk el sillón del otro lado de la chimenea y se sentó delante de él.
—¿Algo va mal? —preguntó.
Monk se arrellanó en el asiento.
—Hoy he arrestado a una mujer. Me ha pedido que la ayude a conseguir un buen abogado que la represente. En concreto, me ha pedido que fueras tú.
A Rathbone le picó la curiosidad.
—Si la has detenido, supongo que la consideras culpable… ¿De qué, exactamente?
Monk endureció su expresión.
—De matar y luego destripar a la mujer cuyo cuerpo encontramos hace un par de semanas en el embarcadero de Limehouse.
Rathbone se quedó helado. Miró fijamente a Monk por si no le estaba hablando en serio. Nada en su semblante indicaba la menor frivolidad. De hecho, reflejaba una pena que descartaba tal posibilidad. Rathbone se enderezó un poco y entrelazó las manos.
—Creo que será mejor que me lo cuentes con más detalle, y comenzando desde el principio, por favor.
Monk le refirió el hallazgo del cadáver junto al embarcadero, describiéndolo someramente. Aun así, a Rathbone se le revolvieron las entrañas. Se alegró cuando Ardmore trajo el oporto, y Monk también aceptó gustoso una copa. La fragante calidez de aquel vino era reconfortante, aunque nada pudiera apartar de su mente las imágenes del amanecer invernal sobre el río y el espantoso hallazgo.
—¿La identificasteis? —preguntó Rathbone, pendiente del rostro de Monk.
—Una prostituta de poca monta de unos cuarenta años, con un único cliente —contestó Monk—. Al parecer era lo bastante generoso para que pudiera sobrevivir solo con esos ingresos. Llevaba una vida discreta, muy modesta, en Copenhagen Place, que está en Limehouse, justo después del puente Britannia.
—Parece más una amante que una prostituta —comentó Rathbone—. ¿Es a la esposa a quien has detenido?
Era la conclusión más obvia.
—A la viuda —precisó Monk.
Rathbone se quedó perplejo.
—¿La muerta mató al marido?
—¿Por qué demonios iba a hacer tal cosa? Su muerte la dejó en la indigencia —señaló Monk.
—¿Una riña? —sugirió Rathbone—. ¿Que le hicieran una oferta mejor pero él se negara a dejar de verla? ¿Murió por causas naturales?
—No: suicidio, según parece.
Rathbone se inclinó un poco hacia delante, cada vez más interesado.
—¿Según parece? ¿Es que lo dudas? ¿Crees que lo mató su esposa?
—No, ella lo adoraba, y ahora también se encuentra sin medios de subsistencia, aparte de lo que le haya dejado en herencia. Todavía no estoy seguro de cuánto podrá ser, pero lo más probable es que no sea una suma considerable. —Se interrumpió—. En realidad es bastante más complicado que eso. No tengo ni idea de qué le tenía reservado el futuro. Había caído en desgracia en los círculos de su profesión. Sus perspectivas tal vez no fueran tan buenas como antes. Por otra parte, según su esposa, estaba decidido a defenderse.
Rathbone estaba intrigado. La historia rebosaba pasión, violencia y una absoluta inconsistencia.
—Monk, aquí falta algo, algún dato crucial que te resistes a darme. Deja de hacer teatro y cuéntamelo todo —exigió.
—El hombre en cuestión era el doctor Joel Lambourn —contestó Monk.
Rathbone se quedó anonadado. Sabía de quién se trataba. Había sido un hombre muy respetado. En más de una ocasión había declarado ante el tribunal a propósito de pruebas de carácter médico. Rathbone rememoró su imagen: serio, comedido al hablar pero con una autoridad que ni siquiera el más riguroso turno de repreguntas lograba poner en duda.
—¿El Joel Lambourn que me figuro? —dijo con repentina y profunda tristeza.
—No me consta que haya dos —contestó Monk—. Es su esposa Dinah quien parece haber matado a Zenia Gadney en venganza por la parte que esta tuvo en el suicidio de Lambourn. Dinah está convencida de que la investigación de Lambourn era absolutamente correcta, que no había cometido ningún error profesional. Además… —Se calló en seco, con el rostro crispado por la angustia—. Sería mejor que fueras a verla en persona en lugar de escuchar cómo te cuento lo que ella sostiene y las inconsistencias de su historia.
Rathbone se apoyó contra el respaldo del sillón, reflexionando, teniendo muy presente que Monk lo observaba, así como la urgencia de sus sentimientos.
—¿Por qué has estado tan dispuesto a venir a estas horas de la noche en vez de ir a mi bufete mañana? —preguntó meditabundo—. ¿Qué es lo que tanto te intriga? ¿Te mueve la compasión por una viuda traicionada y afligida que ahora está a la espera de un juicio y, seguramente, del verdugo? ¿Es guapa? ¿Valiente? Y conste que no son preguntas vanas. ¡Por Dios, cuéntame la verdad!
—Sí, es guapa —dijo Monk, con una sonrisa sardónica—, pero supongo que la verdad es que no estoy seguro de que sea culpable. Las pruebas contra ella son bastante consistentes, y por el momento no he encontrado a ningún otro sospechoso, ni siquiera un indicio. En los archivos no figura otro crimen como este, resuelto o sin resolver. Desde luego Limehouse es una zona peligrosa, pero Zenia Gadney llevaba años viviendo allí sin que le ocurriera nada malo.
—¿Años?
—Quince o dieciséis, como mínimo.
—¿Mantenida por Joel Lambourn? —preguntó Rathbone con vivo interés—. Eso supone mucho dinero. ¿La esposa estaba al corriente? Es decir, está claro que piensas que al final lo sabía, pero ¿cuándo lo descubrió?
Tal vez el caso no fuese tan común, o tan sórdido, como parecía de entrada.
—Su historia carece de consistencia —contestó Monk—. Al principio lo negó, luego dijo que estaba enterada pero que no sabía el nombre ni la dirección de la mujer.
Rathbone enarcó las cejas.
—¿Y no deseaba averiguarlo? ¡Qué mujer tan poco curiosa! La mayoría de las mujeres querría saberlo, cuando menos para saber quién es su rival.
—No puede hablarse de rival en el sentido habitual —dijo Monk—. Dinah Lambourn es guapa, a su manera. Pero lo que resulta más atractivo en ella es que se sale de lo corriente, tiene mucho carácter, sentimiento y una notable dignidad. Zenia Gadney era agradable, pero tan común como una patata hervida.
—El alimento básico de la mayoría —señaló Rathbone secamente—. ¿Tuvo hijos el matrimonio?
—Dos hijas. Por ahora siguen en su casa con el ama de llaves.
Rathbone suspiró. Más víctimas de la tragedia.
—Supongo que puedo ir a hablar con esta mujer y ver qué explicación da. ¿Ella qué dice?
Monk se mordió el labio.
—Me parece que dejaré que sea ella misma quien te lo diga.
—¿Tan malo es? —preguntó Rathbone.
—Peor —respondió Monk. Se bebió lo que le quedaba de oporto—. Peor en cuanto a lo que le ocurrió a Lambourn, y peor en cuanto a quién mató a Zenia Gadney y por qué. —Monk se levantó—. Pero al menos escúchala, Oliver, saca tus propias conclusiones. No te bases en las mías.
Rathbone también se puso de pie.
—Me vendría bien un desafío, siempre y cuando no sea un absurdo.
—Quizá sea absurdo —contestó Monk—. Sin duda podría serlo.
La mañana siguiente hacía frío. El invierno se acercaba.
Rathbone oyó el ruido metálico de la puerta al cerrarse, hierro contra piedra, y miró a la mujer que estaba sola en la celda delante de él. En el centro había una mesa con una silla a cada lado; aparte de eso, nada más.
—Soy Oliver Rathbone —se presentó—. El señor Monk me dijo que deseaba verme.
La miró con agudizada curiosidad. Monk le había dicho que era guapa, pero eso no bastaba para expresar el grado de individualidad de su rostro y su porte. Era alta, poco más o menos de la estatura de Rathbone, y el modo en que se conducía, incluso en tan sórdido lugar, le otorgaba una notable dignidad, tal como sostuviera Monk. No era verdaderamente bella en un sentido clásico, quizá su rostro tuviese demasiado carácter, sus labios quizá fuesen demasiado carnosos, pero poseía un encanto, una fuerza, incluso un peculiar equilibrio que resultaban inusualmente agradables a la vista.
—Dinah Lambourn —contestó ella—. Gracias por venir tan pronto. Me temo que tengo un problema muy grave y necesito que alguien hable en mi nombre.
Rathbone le indicó que tomara asiento y, cuando Dinah se hubo sentado, hizo lo propio en la otra silla de respaldo duro.
—Monk me contó parte de lo que ha sucedido —comenzó—. Antes de investigar más por mi cuenta o de oír lo que la policía tenga que decir, quisiera que usted misma me lo refiriera. Conocía de nombre a su marido, así como su fama de gran profesional. Incluso tuve ocasión de oírle testificar, y no logré hacerle flaquear. —Esbozó una sonrisa para que Dinah entendiera que se trataba de un recuerdo agradable—. No es preciso que me hable sobre los antecedentes. Comience por lo que sabía sobre Zenia Gadney y cómo lo averiguó, y quizá también por las últimas semanas de la vida de su marido, en los aspectos que considere relevantes.
Dinah asintió lentamente, como asimilando la información y decidiendo cómo referir su relato.
—Son muy relevantes —dijo en voz baja—. De hecho, constituyen el meollo del asunto. El gobierno tiene previsto aprobar una ley para regular el etiquetado y la venta de opio, que en la actualidad puede conseguirse en casi todas partes. Puedes comprarlo en decenas de pequeños comercios de cualquier calle principal. Está presente en la composición de un montón de sustancias medicinales, y en las cantidades que el fabricante decida emplear. Ninguna etiqueta advierte al usuario sobre su potencia o los demás componentes de la fórmula, como tampoco indica qué dosis es apropiada o peligrosa.
Se calló, escrutando el semblante de Rathbone para asegurarse de que la estuviera siguiendo.
—¿Cuál era la participación de su marido en este asunto? —preguntó Rathbone.
—Reunir datos pertinentes para garantizar que se aprobara el proyecto de ley. Hay una dura oposición a esa ley, respaldada por quienes amasan fortunas vendiendo opio con la permisividad vigente —contestó Dinah.
—Entiendo. Continúe, por favor.
Dinah respiró profundamente.
—Joel trabajó muy duro para reunir datos y cifras, para verificarlos y comprobarlos una y otra vez, visitando a personas y escuchando sus relatos. Cuanto más descubría, peor panorama iba desvelando. A veces llegaba a casa al borde del llanto tras haber oído historias sobre la muerte de bebés. No era un hombre sentimental, pero tantas muertes innecesarias lo consternaban profundamente. —El recuerdo afloraba al semblante de Dinah—. Ninguna era por malicia, sino por total ignorancia sobre lo que estaban usando. Solo eran gente corriente: asustados, doloridos, tal vez agotados y sin saber más que hacer, desesperados por hallar cualquier remedio que mitigara el dolor; el propio o el de algún ser amado.
Rathbone comenzó a ver el bosquejo de algo mucho más importante de lo que había imaginado y se sintió absurdamente privilegiado por el mero hecho de su propio bienestar.
—¿Presentó un informe al gobierno? —dedujo. Era de esperar que sí, aun dejando aparte lo que Monk le había contado, pero debía poner mucho cuidado en no sacar conclusiones precipitadas ni en poner palabras en boca de la señora Lambourn.
—Sí. Y lo rechazaron.
Saltaba a la vista que todavía le costaba aceptarlo. Monk había juzgado con acierto la lealtad de Dinah Lambourn a su marido.
—¿Con qué argumentos? —preguntó Rathbone.
—Adujeron incompetencia, un sesgo exagerado fruto de sus opiniones. —Se le quebró la voz y le costó repetir lo dicho—. Ellos se negaron a dar por válidos sus datos. Joel decía que era porque no concordaban con sus intereses económicos.
—¿Con «ellos» se refiere al gobierno? —aclaró Rathbone. Se daba cuenta de que Dinah creía a pies juntillas lo que estaba diciendo, aunque, en efecto, daba la impresión de adolecer de cierto sesgo.
Dinah reparó en la inflexión de su tono de voz. Tensó los labios de manera casi imperceptible.
—Me refiero a la comisión gubernamental cuyo jefe es Sinden Bawtry y de la que es miembro mi cuñado, Barclay Herne. —Ahora ya no disimulaba su amargura—. Hay un poderoso grupo de presión en el gobierno que opina que haría que el opio resultara inaccesible a buena parte de la población pobre, y que eso sería sumamente discriminatorio. Y, por supuesto, medir las cantidades y etiquetar debidamente costaría un montón de dinero. Reduciría el beneficio de cada botella o paquete vendido. Hay grandes fortunas que se sustentan en eso. Todo es parte del legado de las Guerras del Opio.
Se inclinó hacia delante muy seria, apoyando las manos en la desvencijada mesa.
—Hay muchas cosas de las que no hablamos, sir Oliver, cosas dolorosas que mucha gente hace lo posible por mantener ocultas. A nadie le gusta tener que admitir que algunas cosas que ha hecho su país son ignominiosas y no tienen excusa. Joel eran tan patriota como el que más, pero no negaba la verdad, por más horrible que fuera.
Rathbone se estaba comenzando a impacientar.
—¿Qué relación guarda todo esto con la muerte de Zenia Gadney, señora Lambourn?
Dinah se estremeció.
—Joel fue hallado muerto dos meses… dos meses antes de que mataran a la señora Gadney. —Tragó saliva como si estuviera atragantada—. Lo encontraron sentado en lo alto de One Tree Hill, en Greenwich Park. Había tomado una dosis bastante potente de opio y… —De nuevo le costó seguir hablando—. Tenía las muñecas cortadas para que se desangrara. Dijeron que se trataba de un suicidio debido a su fracaso profesional con el informe que había rechazado el gobierno. Fueron muy críticos con sus aptitudes.
Ahora hablaba más deprisa, como si quisiera decirlo todo de golpe y acabar con aquello cuanto antes.
—Dijeron que era excesivamente emotivo e incompetente. Que confundía las tragedias personales con la genuina evaluación de los datos. Hicieron que pareciera tonto, un mero aficionado. —Parpadeaba para contener el llanto, pero las lágrimas le resbalaban por las mejillas—. Le hizo mucho daño, ¡pero no era un suicida! Me consta que usted pensará que lo digo y lo creo porque lo amaba, pero es la verdad. Estaba decidido a presentarles batalla para demostrar que estaba en lo cierto. Le preocupaba tanto el asunto que nunca se habría dado por vencido.
»En los últimos días antes de su muerte, lo encontraba trabajando en su estudio a las tres o las cuatro de la madrugada, pálido de agotamiento. Le decía que viniera a acostarse, se lo suplicaba, pero decía que después de lo que había tenido que oír, sus pesadillas eran peores que cualquier fatiga que pudiera sentir. Sir Oliver, Joel jamás se habría quitado la vida. Lo vería como una traición a quienes le habían encomendado ayudar.
Rathbone detestaba tener que preguntárselo, pero no podía defenderla sin saber la verdad, y hubiera lo que hubiese en el pasado, fuese o no cierto el asunto del opio, su trabajo consistía en defenderla. Sería mejor hacerla sufrir ahora que ante el tribunal, pues entonces el daño sería público y, casi con toda seguridad, irreversible.
—En tal caso, solo puedo estar de acuerdo —dijo Rathbone con amabilidad—. El asunto del rechazo del informe no fue razón suficiente para que se quitara la vida. Lo cual me obliga a preguntar qué otro motivo pudo tener. Es posible que la acusación convenga con usted en que estaba dispuesto a presentar batalla al gobierno, pero sacará a la luz su relación con Zenia Gadney. Tal vez ella lo amenazara con ponerla al descubierto…
—Qué ridiculez —dijo Dinah bruscamente—. Si no lo había hecho en quince años, ¿por qué iba a hacerlo? Además, si él moría se quedaría sin ingresos, viéndose obligada a buscarse la vida en las calles. Para una mujer de su edad, eso resulta difícil y, tal como se ha constatado, peligroso.
—Argüirán que no era consciente de ello —repuso Rathbone, observándole el rostro.
Su respuesta fue instantánea.
—Era una mujer del montón, ¡pero no era idiota! Vivía en Limehouse. Conocía a sus vecinos, compraba allí, caminaba por las calles cuando tenía que ir a algún sitio —dijo con cierta sorna—. ¿Realmente piensa que no sabía lo peligroso que era?
—Pues entonces no supo ver que el doctor Lambourn preferiría quitarse la vida antes que pagarle más dinero —contestó.
Dinah lo miró con desdén.
—¿Hacía más de quince años que lo conocía y no sabía eso? —Antes de que Rathbone pudiera señalar la inconsistencia de su argumento, prosiguió apresuradamente—. Claro que no lo sabía; porque no era verdad. Joel jamás se habría matado por dinero, y no creo que ella fuese tan avariciosa o tan estúpida como para haberlo amenazado. Percibir una cantidad de dinero que necesitas es mucho mejor que estar sin blanca. Y eso es tan válido para Zenia Gadney como para cualquier otra persona. ¡Era cuarentona! ¿Dónde diablos iba a encontrar otro hombre que la mantuviera sin pedirle nada a cambio?
—¿Nada? —cuestionó Rathbone, un tanto sorprendido ante aquella aseveración. ¿Era lo que Dinah creía realmente? ¿Cabía tal posibilidad?
Dinah se ruborizó y bajó la vista.
—Una visita al mes —dijo en voz baja—. Me consta que la acusación no se lo creerá, pero aunque no se lo crea, la lógica sigue sosteniéndose. Fuera lo que fuese lo que él pidiera o lo que ella le diera, siempre sería más fácil que vagar por las calles de Limehouse a la caza de clientes ocasionales.
Rathbone meditó unos instantes.
—Tal vez sugieran que era usted quien le estaba haciendo chantaje a él para que dejara de ver a Zenia…
—¿Amenazándolo con qué? —dijo con una curiosa chispa de humor—. ¿Con humillarme haciendo pública su aventura? No sea ridículo.
Rathbone correspondió a su sonrisa, si bien a su pesar. Admiraba su valentía.
—Pues ¿por qué se mató, señora Lambourn?
—No lo hizo. —La luz volvió a desvanecerse de su semblante para dejar paso a la aflicción—. Lo mataron porque iba a luchar para que su informe fuese aceptado por la gente aunque lo rechazara el gobierno. Hicieron que pareciera un suicidio para desacreditarlo de una vez para siempre.
Sonaba a histeria, una alocada ficción para salvarse de la vergüenza y el rechazo que suponía el suicidio de Lambourn. No obstante, Rathbone no descartó la idea de antemano.
—¿Homicidio? —preguntó.
—¿Cuántas personas se han ahogado ya en el oscuro mar del comercio del opio? —preguntó ella a su vez—. ¿Caídos en las Guerras del Opio, asesinados en el período subsiguiente de comercio y piratería, muertos por sobredosis? ¿Cuántas fortunas amasadas o perdidas?
—¿Y quién mató a Zenia Gadney? —prosiguió Rathbone, aunque de repente más serio, aguardando su respuesta—. ¿Realmente fue mera coincidencia?
—Me parece muy improbable, por no decir imposible —dijo Dinah. El miedo que sentía se palpaba en la habitación.
Rathbone la miró con una inmensa tristeza. Entendía que Monk le hubiese pedido que fuera a verla y aceptara el caso.
—Quise hacer todo lo posible por limpiar su nombre —prosiguió Dinah—, pero todos sus papeles desaparecieron. Alguien se los llevó para destruirlos. Todavía estoy mirando si hay algún otro médico que tenga el coraje y los recursos necesarios para retomar el asunto.
—¿Aun creyendo que lo asesinaron para silenciarlo?
—Tenía razón —respondió simplemente.
Rathbone volvió sobre la pregunta anterior.
—¿Quién mató a Zenia? —dijo.
—Lo hicieron ellos —contestó Dinah—. Los mismos que mataron a Joel.
—¿Por qué? ¿Qué sabía ella? ¿Guardaba una copia del informe?
Si tal copia existiera, no sería un lugar descabellado para esconderla.
—A lo mejor sí —dijo Dinah, como si no se le hubiese ocurrido hasta entonces.
Rathbone tenía que hacerle ver que la acusación haría pedazos aquella respuesta.
—Si estuviera en lo cierto, ¿por qué no limitarse a robar en su casa? —preguntó—. De ese modo no llamarían tanto la atención. O si ella la había escondido y se negaba a decirles dónde, ¿por qué no darle una paliza, o incluso matarla, pero de una manera menos grotesca? Este asesinato es tan atroz que ha sacudido a la opinión pública de todo Londres. La gente está aterrorizada. Aparece en todos los periódicos y está en boca de todos. Esto no tiene sentido.
Dinah se llevó las manos a la cara en un gesto de cansancio rayano en el agotamiento.
—Tiene todo el sentido del mundo, sir Oliver. Tal como ha señalado, todo Londres es presa del terror. Cuando las pruebas me relacionen con el crimen, y conmigo a Joel, si no logro demostrar mi inocencia moriré en la horca, y Joel quedará deshonrado para siempre. Su informe ya no representará un peligro y la propuesta de ley morirá discretamente, permaneciendo en el olvido durante años, hasta que alguien sea capaz de resucitarla. ¿Qué valor tienen la vida de Zenia o la mía, comparadas con los millones de libras en opio o con el decoroso entierro de los pecados de las Guerras del Opio?
Rathbone no sabía a qué atenerse. Cuanto más la escuchaba, más creíble parecía la posibilidad de que, como mínimo, el informe de Lambourn hubiese sido eliminado porque no decía lo que quienes lo habían encargado esperaban que dijera.
Ahora bien, ¿cabía concebir que ese fracaso hubiese conducido primero al asesinato de Lambourn y luego al de Zenia para silenciar a Dinah? Sin duda alguna, la riqueza que había en juego bastaba para incitar al asesinato. ¿En verdad existía semejante conspiración?
¿O estaba dejando que le tomaran el pelo porque Dinah era una mujer guapa y su lealtad a su marido le había dado de pleno en el único lugar vulnerable de su propia herida? ¿Estaba perdiendo el sentido de la perspectiva?
¿Acaso Dinah Lambourn estaba arriesgando su vida para salvar la reputación de su marido? ¿O estaba loca de celos y había matado a Zenia empujada por la envidia, y ahora mentía más que hablaba para intentar librarse de la soga?
A decir verdad, no tenía la menor idea.
Deseaba creerla. O, siendo más sincero, deseaba creer que una mujer fuese capaz de demostrar semejante lealtad por su marido. Tanta que, incluso después de su muerte y de quince años de relaciones con otra mujer, siguiese luchando por él, por el recuerdo que de él conservaba y por todo aquello que habían compartido.
Sus sentimientos heridos nada significaban para ella. No había dicho ni una sola palabra contra él, como tampoco contra Zenia Gadney.
Saltaba a la vista que se debatía presa de una extrema emoción, aunque no hacerlo así podría indicar una negativa a reconocer la realidad. Se enfrentaba a la horca si la hallaban culpable. Habida cuenta de cómo había muerto Zenia Gadney y del escándalo popular, no habría lugar para la clemencia.
¿Era posible que él mismo estuviera tan divorciado de la realidad?
—Llevaré su caso, señora Lambourn. No puedo garantizarle que tengamos éxito, solo puedo prometerle que haré cuanto pueda para defenderla —dijo con gravedad.
¿Qué demonios acababa de hacer?