Capítulo 17

Monk se quedó muy impresionado con lo que Gladstone le había contado. Tal vez antes de su amnesia había estado enterado, al menos en parte, del vergonzante papel que desempeñó Gran Bretaña en las Guerras del Opio, pero no del alcance de su codicia. Tanta violencia y duplicidad lo horrorizaban. Era de una suprema arrogancia suponer que cualquier país tenía derecho a entrar de contrabando una sustancia tan venenosa como el opio en otro país menos avanzado técnicamente y, por virtud de su superioridad militar, conquistarlo. Para colmo, habían exigido reparaciones por lo que había sido el resultado de su propia ferocidad.

Si Gran Bretaña hubiese sido la víctima, no el atacante, habría ardido de indignación. Habría condenado a los invasores y estado sedienta de venganza.

Pero era su propio pueblo quien había sido el bárbaro, el pueblo que Monk creía civilizado, transmisor de la esencia del honor, de creencias mejores que las de otras razas que tenían un menor sentido de lo correcto y leyes menos justas.

Estaba sentado a la luz de la chimenea de su casa, con los cuadros que tan bien conocía en las paredes de la sala, los libros que había leído y amado en los estantes. Arriba, Scuff dormía en su habitación. En voz baja refirió a Hester lo que le había contado el primer ministro.

Finalmente se levantó y encendió las lámparas para ver el rostro de Hester mientras lo escuchaba. Reparó en la tristeza y la pesadumbre que reflejaba mientras él le explicaba algunos detalles, sin incluirlos todos. ¿Se sentía tan avergonzada como él? No se mostraba tan sorprendida como Monk había esperado.

—¿Lo sabías?

Monk no pudo evitar preguntárselo. ¿Por qué no discutía con él, por qué no intentaba negarlo, al menos en parte?

—No —contestó Hester en voz baja—. Pero sé lo que son la ignorancia y la estupidez. Al principio procuré no creerlo o buscar excusas y motivos por los que las cosas no fueran lo que parecían. Al final tuve que aceptar que casi todo era cierto, por más que se le restara importancia. Las personas mienten para ocultar sus errores, y luego cometen otros peores para encubrir sus mentiras.

Hester lo miró con preocupación y una extraña ternura, como si quisiera protegerlo.

—Antes solía pensar que quienes ostentaban el poder eran diferentes, pero en su mayoría no lo son —prosiguió Hester—. A nadie le gusta reconocer que su pueblo pueda ser tan codicioso y cruel como cualquier extranjero. Nos devanamos los sesos para elaborar un motivo que justifique que las cosas no sean lo que parecen, pero solo engañamos a quienes desean ser engañados.

—Tal vez lo sabía y lo he olvidado —dijo Monk, rememorando su esfuerzo por saber más sobre sí mismo, para encajar las piezas que definían la clase de hombre que había sido, tanto las buenas como las malas. Entonces se topó con muchas cosas que hubiese preferido negar, buscar otras explicaciones distintas a las más evidentes. Al final había sido incapaz de ignorar algunas de ellas, pequeñas crueldades innecesarias, y aprendió a enfrentarse a ellas y a lamentarlas. Hacerlo le proporcionó el consuelo de no seguir huyendo. La honestidad fue la clave de su curación.

Como si le leyera el pensamiento, o quizá rememorando y siguiendo el mismo camino, Hester le sonrió. Fue un instante de mutua comprensión asombrosamente dulce. Al compartir aquel dolor, este se diluyó en algo más profundo y sereno.

Monk alargó el brazo y la acarició con ternura, y la mano de Hester se cerró sobre la suya.

El silencio concluyó con toda naturalidad.

—¿Piensas que durante su investigación Lambourn descubrió algo, aparte de los daños que causa el consumo no regulado de opio? —preguntó Hester—. ¿Algo que no tenga nada que ver y que sea mucho más peligroso?

Monk había cavilado sobre esa posibilidad.

—No entiendo por qué se da tanta importancia a su informe si solo contiene datos sobre el mal uso del opio, los fallecimientos de niños y tal vez sobre los adictos —contestó Monk—. Se podría retrasar la aprobación del proyecto de Ley de Farmacia un año o dos, pero otras personas hallarían la misma información. Y hay otros medicamentos que también deberían regularse. Los importadores de opio tendrán que jugar más limpio; los boticarios tendrán que poner más cuidado, medir y etiquetar correctamente. Muchos pequeños comercios tendrán que dejar de venderlo. Miles de personas perderán unos cuantos peniques cada semana. ¿Acaso alguno de ellos asesinaría a Lambourn por este motivo? Y menos aún, ¿asesinaría a Zenia Gadney de una manera tan espantosa por un proyecto de ley presentado al Parlamento?

—No —contestó Hester muy seria—. Hemos pasado algo por alto. Hay alguien que tiene mucho más que perder que un pequeño beneficio.

—¿Quién? —preguntó Monk—. Las fortunas del opio ya fueron amasadas en su día, y nadie ha visto arruinada su reputación a causa de ello.

—No lo sé —dijo Hester.

—Gladstone dio a entender que podía arruinar a algunas personas si se dieran a conocer más detalles —sugirió Monk, buscando una respuesta que tuviera sentido—. ¿Existe alguna atrocidad capaz de arruinar una reputación si Lambourn la hubiese sacado a relucir?

Hester meneó un poco la cabeza en un contenido ademán negativo.

—¿Por qué iba a hacerlo? No precisaba entrar en detalles sobre el contrabando o la violencia para demostrar que los medicamentos patentados que contienen opio matan a los usuarios porque desconocen la dosificación. Las personas se vuelven dependientes porque no están debidamente etiquetados. ¿No es eso lo que querían?

—¿Y si descubrió algo más de manera fortuita? —Los pensamientos bullían en su mente. Su propia ignorancia lo consternaba—. Alguien pudo mentir para ocultarlo porque no soportaba la idea de semejante vergüenza nacional. La humillación resulta amargamente dolorosa de sobrellevar. Hay personas que preferirían morir antes que ser avergonzadas; en realidad, muchas.

—Me consta —dijo Hester en voz muy baja.

Monk escrutó su semblante, el repentino pesar que traslucía, y recordó demasiado tarde que el padre de Hester se había suicidado a fin de no verse humillado a causa de la deuda que había contraído porque Joscelyn Grey lo había estafado. Aquel fue el primer caso que llevó en su nueva vida, que había comenzado después de la amnesia. Era el caso que lo condujo a conocer a Hester, y ni siquiera había pensado en él mientras hablaba de suicidio y humillación. No daba crédito a su propia torpeza.

—Hester…

¿Qué podía decir? La vergüenza le congestionó el semblante.

Hester sonrió, con lágrimas en los ojos.

—No estaba pensando en él —dijo con gentileza—. Fue poco prudente, confió en un hombre malvado y yo no estuve allí para ayudarlo. Estaba demasiado atareada en Crimea, obedeciendo a mi egocéntrica conciencia. La vergüenza nacional es distinta. —Apartó la vista de Monk, bajándola a su regazo—. Puede resultar muy fácil decir que todo es por nuestro país, y luego hacer cosas monstruosas para ocultar otras atrocidades. Resulta muy fácil creerse esa excusa. No sé cuál es la respuesta. Mañana iré otra vez a ver a Winfarthing, y quizás a alguna otra persona que sepa más acerca de las Guerras del Opio y el modo en que combatimos.

—No creo que debas… —comenzó Monk, pero vio la firme determinación de sus ojos y dejó la frase sin terminar. Hester lo haría sin que importara lo que él dijera, tal como se había ido a Crimea sin la aprobación de sus padres o tal como había salido a las calles para montar la clínica sin la suya. Todo resultaría más cómodo si cuidara más de su propio bienestar o del de Monk, o al menos de su seguridad. Pero entonces la infelicidad aparecería de otras maneras, aumentando constantemente mientras se negara a sí misma y aquello en lo que creía.

—¡Al menos ten mucho cuidado! —dijo Monk—. ¡Piensa en Scuff!

Hester titubeó y se ruborizó un poco. Tomó aire como si fuera a replicar, pero se mordió el labio.

—Lo haré —prometió.

Hester comenzó por ir de nuevo a ver a Winfarthing. Se vio obligada a aguardar casi una hora hasta que terminó de atender a sus pacientes, y luego le dedicó plena atención. Como de costumbre, su despacho estaba atestado de libros y papeles. Un gato muy pequeño estaba hecho un ovillo encima del montón esparcido más a conciencia, como si lo hubiese convertido a propósito en una cama. No se movió cuando Hester se sentó en la silla más cercana.

Winfarthing no pareció reparar en ello. Se lo veía cansado y descontento. Tenía parte del pelo de punta debido a su hábito de rascarse la cabeza.

—No tengo nada que sirva —dijo Winfarthing sin darle tiempo a preguntar—. De lo contrario, ya te lo habría dicho.

Hester le refirió lo que habían descubierto acerca de Dinah y Zenia Gadney.

—¡Santo cielo! —exclamó asombrado, con el rostro arrugado en una expresión de profunda lástima—. Haría cualquier cosa que estuviera en mi mano, pero ¿qué puedo hacer? Si no la mató ella, ¿quién lo hizo? —Torció el gesto con desagrado—. No siento demasiado amor por los políticos, y tampoco mucho respeto, pero me cuesta creer que alguno de ellos asesinara a Lambourn a sangre fría tan solo para retrasar la Ley de Farmacia. Tarde o temprano se aprobará; probablemente será pronto, hagan lo que hagan. ¿Realmente se puede ganar tanto dinero en uno o dos años para que valga la pena quitarle la vida a un hombre? Por no mencionar su alma…

—No, creo que no —contestó Hester—. Tiene que haber algo más, mucho más.

Winfarthing la miró con curiosidad.

—¿El qué? ¿Algo que Lambourn sabía y que habría hecho constar en su informe?

—¿No le parece plausible?

De pronto Hester estaba insegura, buscando respuestas a ciegas. No quería que Dinah fuese culpable ni que Joel Lambourn hubiese sido un profesional incompetente y un suicida. ¿Era eso y no la razón lo que la movía? Vio reflejada esa idea con toda claridad en el rostro de Winfarthing y notó que se ruborizaba.

—El suicidio de Lambourn no tiene sentido —dijo Hester a la defensiva—. Las pruebas materiales no lo sustentan.

Winfarthing pasó por alto su argumento. De todos modos, quizá ya no tuviera importancia.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Winfarthing en cambio—. ¿En algo que descubrió sobre la venta de opio en la actualidad? ¿En el contrabando? En Gran Bretaña a nadie le importa que la East India Company saque bienes de contrabando de las costas de China. —Sacudió la cabeza como desechando la idea—. China podría estar en Marte, en lo que atañe a la mayoría de nosotros; con excepción del té, la seda y la porcelana, por supuesto. Ahora bien, lo que suceda allí no significa nada para el hombre de la calle. ¿Latrocinio? Desde cualquier punto de vista moral, se trata de un robo: corrupción, violencia y el envenenamiento de media nación, simplemente porque tenemos los medios y el deseo de hacerlo y, para postre, resulta sumamente lucrativo.

—No lo sé —repitió Hester, un poco más desesperada—. Tiene que haber algo que nos importe. Podemos masacrar a extranjeros y hallar el modo de justificarlo ante nosotros mismos, pero no podemos robar a los nuestros y, desde luego, no podemos traicionarlos.

—¿Acaso lo hemos hecho, Hester? —preguntó Winfarthing en voz baja—. ¿Qué te induce a pensar que Lambourn descubrió algo en ese sentido? ¿Sobre quién? Todos sabemos que introdujimos opio en China para pagar por los lujos que les compramos; la seda, la porcelana y, sobre todo, el té. Somos adictos al té. Ellos solo aceptaban cobrar en plata, y nosotros no tenemos plata. De modo que los volvimos adictos al opio y se lo cobramos en plata, para así poder seguir comerciando con ellos. La gran diferencia es que importamos el té legalmente y que no nos hace ningún daño. Mientras que el opio que nosotros pasamos de contrabando a China está haciendo estragos, poco a poco, entre la población. Pasan por las cavernas del alma, inconmensurables para el hombre, para luego hundirse en un mar tenebroso. ¡Basta con leer a Coleridge o a De Quincey!

Hester había estado pensando en ello un buen rato, sin saber exactamente qué preguntar ni qué respuesta andaba buscando. La única certidumbre era que Winfarthing le merecía toda su confianza.

—«Un mar tenebroso» —repitió Hester—. Suena a encarcelamiento, a ahogo. ¿Cuán mala es la verdadera dependencia del opio?

Winfarthing la miró con los ojos entornados, súbitamente concentrado.

—¿Por qué lo preguntas? ¿Por qué precisamente ahora?

—Nosotros no lo fumamos como hacen los chinos, lo comemos, lo ingerimos en medicamentos que contienen otras sustancias —contestó Hester lentamente—. Es el único alivio que tenemos para los dolores agudos.

—Eso ya lo sé, jovencita. ¿Qué me quieres decir?

—Conocí a una mujer en la zona portuaria. Dirige una clínica para marineros y estibadores. Me mostró una jeringuilla provista de una aguja hueca que puede inyectarse directamente en el torrente sanguíneo, si se quiere. Erradica el dolor más deprisa y por completo. Menos opio y más efecto.

Winfarthing asintió despacio.

—Y más dependencia —gruñó—. Por supuesto. Ten cuidado, Hester. Ten mucho cuidado. La adicción al opio es maligna. Llevas razón, es un mar en el que pueden ahogarse miles de hombres a la vez y, sin embargo, cada uno se ahogará solo. Primero se toma para el dolor, luego para llegar al día siguiente y, finalmente, para evitar la demencia. Las buenas personas lo administran a terceros para aliviar padecimientos insoportables, las malas para suscitar una pasión de la que muy pocos escapan.

—¿Quién dispone de esas agujas? —preguntó Hester.

—No lo sé. ¿Lo sabes tú?

—No. Ni siquiera sé si existen muchas o pocas. Tampoco sé si esto guarda relación con la muerte del doctor Lambourn. Según parece, nadie sabe lo que contenía su informe…

Winfarthing irguió su corpachón en el asiento y abrió mucho los ojos.

—¿Crees que tiene que ver con esto? ¿No con la Ley de Farmacia o las Guerras del Opio, sino con que alguien está causando una enfermedad que solo ellos pueden curar?

—No lo sé —contestó Hester otra vez—. ¡Pero las Guerras del Opio son tan horribles que cabe pensar cualquier cosa!

—Querida mía, las personas no oyen lo que no quieren oír —dijo Winfarthing con amabilidad—. Te llamarán mentirosa, te acusarán de traicionar a tu país, aunque solo des a entender tales cosas. Defenderán a los autores de esa ignominia porque para nosotros no es fácil admitir que nos han engañado. Nadie renuncia de buen grado a la falsa ilusión de la propia valía. Incluso hay quien prefiere morir.

—¿O matar? —repuso Hester enseguida—. ¿Silenciar la voz que pone en duda sus creencias? La idea de castigar al blasfemo es muy antigua, ¿no es cierto? Podría ser una justificación muy convincente.

—Si hubiesen lapidado a alguien, podría aceptarlo —dijo Winfarthing, meneando la cabeza—. Cortar las muñecas a un hombre y hacer que parezca un suicidio no es un acto de ira justificada, Hester. Es un asesinato a sangre fría, el tipo de cosa que un hombre hace para proteger sus propios intereses, no los de terceros.

Hester se quedó callada, imaginando a Joel Lambourn a solas en la oscuridad de One Tree Hill.

—Para hacer lo que le hicieron a Zenia Gadney hay que ser un hombre sin un ápice de humanidad —prosiguió Winfarthing—. Y hacerlo a fin de condenar a otra persona no puede justificarlo ni un loco. Tienes razón, no se trata del proyecto de Ley de Farmacia ni de las Guerras del Opio.

—Pues entonces tiene que ser por interés personal para proteger una fortuna amasada, y que sigue creciendo, con el negocio del opio —respondió Hester, negándose a darse por vencida.

—¿Protegerla de qué? —preguntó Winfarthing—. La Ley de Farmacia exigirá mediciones, etiquetados y…

—Pero Lambourn está muerto —señaló Hester—. Y no se cortó las venas. No había ningún cuchillo, ninguna botella o vial para el opio que ingirió.

—Inconsistencias —reconoció Winfarthing—. O falta de cuidado por parte de la policía. ¿Es posible, no probable pero sí posible, que una tercera persona robara el cuchillo?

—¿Por qué intenta explicarlo de ese modo? —lo acusó Hester enojada. Estaba confusa y a la defensiva, como si una verdad terrible se le estuviera escapando de las manos, dejando en su lugar mentiras aún más horribles—. ¿Piensa que era un fracasado y un suicida? —inquirió—. ¿O intenta impedir que remueva asuntos embarazosos, a costa de la vida de Dinah Lambourn?

Una acusada tristeza ensombreció el semblante de Winfarthing, y Hester se dio cuenta de que lo había herido en sus sentimientos.

—Lo siento —se disculpó—. He sido injusta. Ojalá no lo hubiese dicho. Me siento impotente. Sé que hay algo que está muy mal, y tengo muy poco tiempo para entenderlo.

Winfarthing quitó importancia a su acusación con un ademán.

—No has cambiado, ¿verdad? No has aprendido. —Bajó un poco la voz y su rostro mostró una inmensa ternura—. Me alegro. Hay personas que nunca deberían crecer; al menos por dentro. Pero ten cuidado, jovencita. Si realmente vas bien encaminada, se tratará de algo muy feo y muy peligroso. —Se inclinó hacia el escritorio y cogió una pluma y un trozo de papel. Apuntó un nombre y una dirección y se lo pasó a Hester.

»Este hombre hizo un trabajo parecido y ayudó a Lambourn. Hizo un montón de preguntas sobre el opio, su uso y los peligros que entraña. Trabaja entre los pobres, ganándose la vida como buenamente puede. Quizá sea difícil dar con él. Es imprevisible, contento un día, desdichado al siguiente, pero es un buen hombre. Vigila a quién preguntas por él.

Hester cogió el papel y le echó un vistazo. Alvar Doulting. El nombre no le sonaba.

—Gracias —dijo, metiéndolo en el bolso—. Veré si logro encontrarlo.

Hester tardó buena parte del día siguiente en encontrar a Alvar Doulting, que estaba trabajando en una habitación aneja a un almacén del muelle de St. Saviour’s Dock. Tenía media docena de pacientes, en su mayoría aquejados de magulladuras graves y de huesos rotos o aplastados. Tras una brevísima presentación, poco más que una alusión a Crimea, Hester se puso a ayudarlo.

Era un joven muy serio y pálido, quizá debido al agotamiento y al repentino cambio del tiempo. Su rostro enjuto transmitía a la vez fuerza y sensibilidad, y en ese momento lo ensombrecían una barba incipiente y profundas arrugas de cansancio. Llevaba ropa andrajosa, varias prendas superpuestas para combatir el frío e incluso una bufanda de lana en lugar de corbata.

Le bastó con observar a Hester un momento para darse cuenta de que tenía experiencia en el tratamiento de heridas y que no la afectaban la pobreza y la suciedad corporal de los pacientes. Hester solo reparaba en el dolor y en los peligros de las hemorragias y la gangrena, y, en aquella época del año, también el shock y el frío.

Trabajaban con retales, vendas improvisadas con trozos de tela, tablillas de cualquier material que fuera lo bastante duro, brandy barato que tanto servía para beberlo y mitigar el dolor como para limpiar las heridas antes de coserlas con hilo de tripa. Doulting tenía muy poco opio y solo lo utilizaba en los casos peores.

Pasaron más de dos horas hasta que pudieron conversar a solas.

Se sentaron en un minúsculo despacho atestado de libros y montones de papeles que, a primera vista, parecían datos sobre los pacientes que seguramente no se atrevía a confiar a su memoria por estar demasiado cansado o atareado. Hester recordó que ella solía hacer lo mismo. Doulting le ofreció un té que aceptó agradecida.

—Gracias por la ayuda —dijo Doulting, pasándole un humeante tazón de hojalata.

Con un gesto apenas esbozado que quizá Doulting ni vio, Hester dio a entender que no había nada que agradecer. No perdió tiempo con preámbulos.

—Estoy intentando salvar de la horca a la viuda de Joel Lambourn —dijo sin rodeos—. Creo que no mató a nadie, pero no sé quién lo hizo. Si supiera el motivo, quizá me sería más fácil averiguarlo.

Doulting ocupaba una banqueta improvisada. Levantó la vista hacia ella con una mirada de impotencia y una pena tan profunda que ni siquiera intentó expresar con palabras.

—No podrá —dijo simplemente—. Está librando una batalla que nadie ganará. Destrozamos a los chinos y ahora nos destrozamos a nosotros mismos. —Rio con amargura—. Una cucharada de opio para aquietar al bebé que llora, aliviar el dolor de barriga, dormir un poco. Un buen trago para aplacar el sufrimiento de un soldado herido, de un hombre con la pierna rota o con piedras en el riñón.

Torció el gesto.

—Una pipa llena para el hombre cuya vida es una monótona pesadez y que preferiría estar muerto antes que renunciar a su evasión. —Bajó la voz—. Y en unos pocos casos, una aguja y el contenido de un vial en una vena, y, durante un rato, el infierno se convierte en el paraíso, solo un rato, y luego necesitas más.

Pestañeó.

—La sangre y los beneficios que lo envuelven la ahogarían. Créame, me consta. Perdí mi hogar, mi consulta y a la mujer con quien iba a casarme.

Hester sintió que el miedo la acechaba, como si las sombras fueran más oscuras a su alrededor y, sin embargo, esa sensación reavivaba su fortaleza, aunque tal vez solo se tratara de una mera ilusión. Había hallado algo real, no más negaciones.

—¿Qué descubrió Joel Lambourn para que mereciera la pena matarlo a fin de ocultarlo? —preguntó.

—No lo sé —contestó Doulting—. Lo único que me refirió fue el número de niños que morían innecesariamente porque los envases no estaban etiquetados. Sus madres les dan jarabe para los retortijones, medicinas para la dentición, remedios contra el cólico y la diarrea que no dicen en qué dosis ni con qué frecuencia deben administrarse. Las cifras son espantosas, y los medicamentos, marcas registradas que todos conocemos y en las que creemos poder confiar.

—¿Qué más? —insistió Hester, entre dos sorbos de té. Era demasiado fuerte y, desde luego, no estaba recién hecho, pero al menos estaba caliente. Le recordó sus tiempos en el ejército con una mezcla de desazón y nostalgia.

—Si había algo más, no me lo contó —le aseguró Doulting—. Sabía que alguien le estaba poniendo palos en las ruedas para hacerle parecer incompetente. Era meticuloso. Todo estaba documentado. —Tenía el semblante muy pálido, como si lo abrumaran la amargura y la culpa. De vez en cuando hacía una mueca de dolor, como si él también tuviera que librar su propia batalla contra el sufrimiento—. Intenté recoger datos por mi cuenta y le di todo lo que tenía. Hice preguntas, tomé notas. Algunas historias le partirían el corazón.

—¿Dónde están sus notas?

—Incendiaron mi despacho y se perdieron todos mis papeles y archivos. Incluso mis instrumentos, mis escalpelos y agujas, todas mis medicinas; todo fue destruido. Tuve que comenzar de nuevo en un lugar diferente, pidiendo prestado lo que pude.

Hester tenía frío, un frío que nacía en su interior.

—¿Sabe quién lo hizo?

—¿Nombres? No. En cuanto a la intención, no estoy seguro, pero iba más allá del mero obstaculizar el informe que regularía la venta de opio. Medirlo y etiquetarlo todo tendrá un coste, y la nueva ley exigirá que los medicamentos solo los vendan personas cualificadas para decir lo que son, pero poco más. Hay quienes consideran que se limita la libertad de los pobres para comprar el único alivio contra el dolor que conocemos, pero no será así. Lo que en realidad les preocupa es su propia libertad para venderlo a los desesperados tan a menudo y con tanta facilidad como sea posible.

—¿Esa creencia equivocada en una solución al dolor puede empujar a una persona a cometer un asesinato como el de Zenia Gadney?

—No —reconoció Doulting—. Y no me pregunte quién es porque Lambourn no me lo dijo. Aunque estoy seguro de que lo sabía. Eso también constaba en sus notas. No me contó gran cosa. Dijo que era más seguro no saberlo.

—Pero ¿era alguien de Londres? —insistió Hester.

Doulting asintió, con el rostro transido por el sufrimiento de otras personas y su incapacidad para llegar más allá de la superficie del mismo.

—Asesinar a Lambourn, destripar a la pobre Zenia Gadney y hacer que ahorcaran a Dinah Lambourn por ello no supondría aumentar la carga que pesa sobre sus almas. Tal vez no exista nada que lo consiga.

Hester creyó que Doulting le estaba diciendo la verdad tal como se la habían referido o como la había adivinado entre líneas. El miedo le asomaba al rostro, y los escasos instrumentos y medicinas daban fe de ello. Ahora bien, ¿acaso Lambourn tenía pruebas de que alguien provocara una adicción para cebarse en ella? Y en caso de que fuese así, ¿era siquiera un delito? Un pecado, sin duda, pero no penado por la ley. ¿Habría utilizado esas pruebas Lambourn? Hacerlo no habría favorecido su causa por regular la venta.

¿No se trataba de un asunto completamente al margen que, en todo caso, debería haber abordado en otro momento? ¿Quién le haría caso? La gente no querría oír que aquellos en quienes confiaba fueran capaces de semejante brutalidad y codicia, semejante desprecio por la aniquilación del prójimo. ¿Acaso le creerían, o dirían que si una persona decidía descender a los infiernos tenía derecho a hacerlo a su manera? Resultaba mucho más fácil y seguro condenar al portador de tales noticias, borrar las palabras en lugar de los espantosos e indelebles actos.

—Si estaba recopilando información sobre las enfermedades y los fallecimientos causados por la ignorancia en cuanto a la dosificación, ¿cómo se explica que se topara con la profunda adicción que provocan esas inyecciones? —preguntó Hester—. Investigaba los casos de madres agobiadas que habían perdido algún hijo: personas corrientes que nunca se habían alejado más que unos pocos kilómetros de su casa.

Doulting parecía hastiado.

—No lo sé. No sé adónde fue ni con quién más habló. Es probable que lo descubriera por casualidad al interrogar a soldados veteranos. No dijo nada al respecto.

—¿Soldados veteranos? —inquirió Hester enseguida.

Doulting esbozó una sonrisa que le confirió una expresión extraordinariamente apesadumbrada.

—De la guerra de Crimea y de las Guerras del Opio: hombres con heridas que siempre les dolerán. Toman opio para aliviar el dolor de viejas heridas, para dormir pese a las pesadillas que les trae el recuerdo. Algunos lo toman para mitigar la fiebre y los calambres de la malaria, el paludismo y otras dolencias que ni siquiera saben cómo se llaman.

Hester se sintió estúpida por no haber caído en la cuenta. Se había centrado en la preocupación de Lambourn por la mortandad infantil. Tal vez había hablado de aquello para no atraer la atención sobre otras cosas que había encontrado y que le constaba que no serían bien recibidas.

—No podrá utilizarlo como prueba para salvar a Dinah Lambourn —dijo Doulting en voz baja, sin un atisbo de esperanza en la mirada—. No admitiremos sus daños porque lo vendimos a una nación entera. Robamos, saqueamos, asesinamos a civiles, envenenamos a los hombres, mujeres y niños de una nación demasiado atrasada militarmente para oponer resistencia, y nosotros fuimos los bárbaros: todos nosotros. Los que lo hicieron, los que lo permitieron y quienes ahora preferimos no reconocerlo. —Dio un ligero suspiro—. Es mucho más fácil decir que era inocuo y que quienes sostienen lo contrario son traidores; los silenciamos y seguimos hacia delante. Si lo reconocemos, tenemos que pagar una reparación y, por consiguiente, devolver las ganancias. ¿Se imagina a alguien haciéndolo?

Hester no supo qué contestar.

—¡Sigue habiendo tiempo para descubrir quién es! —dijo, no a modo de respuesta sino de admisión—. Alguien mató a Joel Lambourn por ello, y luego a Zenia Gadney.

—¿Y de qué servirá que muramos intentando demostrarlo? —preguntó Doulting.

—Lo único que quiero ahora mismo es salvar a Dinah de la horca —repuso Hester.

—¿Y cree que saber lo que Lambourn descubrió la ayudará?

Doulting sonrió, pero su mirada era incrédula.

—¡Sí! Es posible —insistió Hester—. Al menos hará que el jurado se dé cuenta de que se trata de algo que va más allá de los celos. Dinah vivió sabiendo de la existencia de Zenia Gadney durante quince años. ¿Qué sentido podía tener matarla cuando Lambourn ya había muerto?

—No tengo la menor idea. —Se encogió de hombros—. Las personas que matan de esa manera, ¿están siempre en su sano juicio? —preguntó con amabilidad, como para amortiguar el golpe.

Hester no supo contestarle. Aparte de todo lo demás, era espantosamente consciente de que también estaba la cuestión del dinero de Lambourn, así como la posibilidad de que Zenia Gadney hubiese decidido demostrar que era ella, y no Dinah, la viuda legítima. ¿Lo habría hecho? Lambourn había cuidado de ella cuando no estaba obligado a hacerlo, y no solo en lo económico sino también en lo personal. Nunca se había limitado a enviarle el dinero, la visitaba y hablaba con ella. Después de todo eso, ¿habría intentado desheredar a sus hijas?

¿O era que Dinah no estaba dispuesta a correr aquel riesgo? La acusación lo usaría como argumento, y sería creída. Zenia había muerto de una manera tan espantosa que resultaría muy difícil conseguir que no pareciera la víctima.

—¿Dónde puedo encontrar a los soldados con los que habló? —preguntó Hester—. Podría buscarlos yo misma, pero no tengo tiempo que perder.

—Le escribiré lo que sé —propuso Doulting—. Luego tengo que seguir trabajando.

Hester se terminó el té y dejó el tazón en uno de los pocos claros que había entre los papeles de la mesa.

—Gracias.