Capítulo 21
Mientras Rathbone interrogaba a Runcorn en el tribunal y Monk intentaba por todos los medios averiguar más cosas sobre Barclay Herne y Sinden Bawtry, Hester fue discretamente a ver al doctor Winfarthing otra vez. Todavía no había decidido oponerse a la advertencia de Monk de que tuviera cuidado, pero le constaba que si Monk la acompañaba en la búsqueda del médico al que Agatha Nisbet había aludido, era muy probable que no consiguiera convencerlo de que hablara con ella.
Como siempre, Winfarthing se alegró de verla, pero después de saludarla con su habitual afecto, se retrepó en el asiento y su aprensión fue tan patente que Hester no pudo obviarla.
—Supongo que has venido a verme a propósito de esa pobre mujer, Dinah Lambourn —dijo sombríamente.
—Nos queda poco tiempo hasta que pronuncien el veredicto —contestó Hester—. Usted conocía a Joel Lambourn. ¿Trabajó con él?
Winfarthing gruñó.
—¿Qué es lo que quieres de mí, jovencita? Si tuviera alguna prueba de que no se suicidó, ¿no crees que ya lo habría dicho en su momento?
—Por supuesto. Pero ahora las cosas han cambiado. ¿Qué sabe sobre opio y jeringuillas?
Winfarthing abrió mucho los ojos y soltó el aire lentamente.
—¿Es eso lo que tienes en mente? ¿Qué se tropezó con alguien que vendía jeringuillas y opio lo bastante puro para inyectarlo directamente en la sangre? Eso puede matar a una persona si no se hace con extremo rigor. En el mejor de los casos, lo más probable es que la vuelvas adicta salvo si solo se lo administras durante unos pocos días.
—Ya lo sé —dijo Hester—. En la guerra de Secesión, algunos médicos usaban morfina para ayudar a los heridos graves. Creían que no era tan adictiva. Se equivocaron, pero lo hicieron por una buena razón. Ahora bien, ¿y si alguien lo estuviera haciendo por dinero o, peor aún, por poder?
Winfarthing asintió muy despacio.
—¡Por Dios Todopoderoso, muchacha! ¿Estás segura? Sería de una maldad monstruosa. ¿Alguna vez has visto las consecuencias que la adicción al opio tiene para un hombre? ¿Has visto el síndrome de abstinencia si no consigue la dosis necesaria? —preguntó, con el rostro transido de sufrimiento al recordarlo.
—No, no he podido compararlo con los síntomas más obvios del dolor —contestó Hester.
—Dolor no falta, desde luego —le dijo Winfarthing—. Y náuseas, vómitos, diarrea, ataques de pánico, depresión, ansiedad, insomnio, temblores, escalofríos, carne de gallina, dolores de cabeza, calambres, pérdida del apetito… y también otras cosas, si estás realmente enganchado.
Hester notó que se le tensaba el cuerpo, como si se hallara ante una amenaza contra su integridad.
—¿Por cuánto tiempo? —preguntó con voz ronca.
—Depende —contestó Winfarthing, observándola con lástima—. De dos días a dos meses.
Hester se pasó la mano por la cara.
—¿Cómo vamos a atraparlo? ¡Ni siquiera es ilegal!
—¿Crees que no lo sé? —dijo Winfarthing cansinamente—. Pero el vendedor saca pingües beneficios. Una vez que estás enganchado al opio pagarás con todo lo que tengas o harás cualquier cosa que te digan con tal de que te sigan suministrando. El estar dispuesto a hacer cualquier cosa es el problema más grave. Si llevas razón y eso es lo que descubrió Lambourn, te enfrentas a un hombre muy malvado.
Hester frunció el ceño.
—Pero ¿por qué mataron a Lambourn? —preguntó—. ¿Qué perjuicio podía causarles? No es contrario a la ley y sin duda Lambourn lo sabía.
Winfarthing permaneció absolutamente inmóvil, mirándola fijamente como si nunca la hubiese visto con más claridad.
—¿Qué ocurre? —preguntó Hester.
—¿Lambourn vio a alguien con síndrome de abstinencia? —preguntó Winfarthing.
—No lo sé… —De pronto entendió lo que Winfarthing estaba pensando—. ¿Quiere decir que eso constaba en su informe? Una descripción de la adicción al opio causada por la jeringuilla y del síndrome de abstinencia… y la solicitud de que ese asunto se incluyera en la ley. ¡Podría convertirlo en ilegal!
—Exactamente. Tiene que ser posible redactar un proyecto de ley que permita el uso restringido y dosificado en medicamentos etiquetados que se tomen por vía oral, tal como se viene haciendo hasta ahora —corroboró Winfarthing—, pero que al mismo tiempo declare ilegal suministrarlo o tomarlo mediante una aguja, salvo que se haga por prescripción médica y, aun así, bajo una estricta supervisión. Eso convertiría a nuestro hombre en un criminal. Lo cambia todo.
—¿Y cómo podemos presentar esto ante el tribunal para absolver a Dinah Lambourn? —preguntó Hester con apremio—. ¡Solo tenemos unos días! ¿Usted prestaría declaración?
—Por supuesto que sí, pero necesitamos algo más que mi testimonio, jovencita. Necesitaremos al médico del que te habló tu enfermera Nisbet. ¿Quién es? ¿Lo conoces?
—No… aunque tengo una sospecha. Pero no sé cómo convencerlo para que testifique. A lo mejor… si…
Se interrumpió, demasiado insegura para dar a entender que tenía alguna esperanza.
—Hazlo —insistió Winfarthing—. Voy contigo. Santo cielo, haré lo que sea preciso con tal de poner fin a esto. Si hubieras visto a un hombre con síndrome abstinencia, si lo hubieras oído gritar y hacer arcadas mientras lo destrozan los calambres, harías lo mismo.
—Ver a Dinah ahorcada por un crimen que no cometió es suficiente para mí —contestó Hester—. Pero nadie se lo cree. Hay que darle sentido… y esto lo hará. Me encargaré de que Oliver Rathbone lo llame a testificar. Ahora debo ir a ver a Agatha Nisbet para que me diga dónde encontrar a ese médico.
—¿Quieres que te acompañe? —se ofreció Winfarthing, preocupado.
Hester lo meditó un momento. Sería más seguro y más cómodo si la acompañara, pero, no obstante, también le constaba que Agatha se mostraría más renuente a colaborar.
—No, gracias. Creo que es mejor que vaya sola.
Winfarthing la miró con el ceño fruncido.
—Es una locura. Debería insistir.
—No, no debería. Sabe tan bien como yo que hay que hacerlo, y ella se negará si usted viene.
Winfarthing hizo una mueca y se apoyó contra el respaldo.
—Ten cuidado —advirtió—. Si se aviene, dame tu palabra de que harás que ella te acompañe. De lo contrario, voy contigo, digas lo que digas.
—Le doy mi palabra —prometió Hester.
De pronto, Winfarthing le dedicó una sonrisa radiante.
—¡Nos veremos en el tribunal!
Dos horas más tarde Hester estaba en el atestado despacho de Agony Nisbet.
—No —dijo Agatha rotundamente—. No voy a hacerle eso.
Hester le sostuvo la mirada, sin dejarse amedrentar por la ira que brillaba en los ojos de Agatha.
—¿Qué le da derecho a tomar esta decisión por él? Usted me dijo que antes era un buen hombre, y que lo cambió el traficante de opio que le vendió la jeringuilla. Dele la oportunidad de ser ese buen hombre otra vez. Si no la aprovecha, no podremos hacer nada. Lambourn quedará como un suicida, ahorcarán a Dinah y nadie parará los pies a los traficantes de opio ni castigará a los que descubramos.
Agatha no contestó.
Hester aguardó.
—No intentaré obligarlo —dijo Agatha por fin—. Usted no ha visto a un adicto con síndrome de abstinencia, pues de lo contrario no me lo pediría. Usted nunca haría pasar por eso a nadie, y mucho menos a alguien que le importara… A un amigo.
—Tal vez no —concedió Hester—, pero tampoco tomaría la decisión en su lugar.
—Será el hombre que le proporciona el opio que necesita —señaló Agatha—. Sin él sufrirá el síndrome de abstinencia durante meses; quizá para siempre, de manera intermitente.
—¿Usted no puede conseguirle el opio que necesita?
—Apenas consigo el suficiente para los heridos. ¿Quiere que le dé el suyo? ¿Sabe cuánto hace falta para que un adicto lleve una vida más o menos normal?
—No. ¿Acaso eso cambia las cosas?
—¡Es una bruja dura de pelar! —dijo Agatha entre dientes.
—Soy enfermera —puntualizó Hester—. Y eso significa que soy realista… igual que usted.
Agatha dio un resoplido, se quedó callada un momento y luego estiró sus enormes hombros.
—¡Pues entonces vamos! Por lo que dice, ¡no tiene tiempo que perder!
Hester se relajó y por fin le sonrió. Luego se volvió hacia la puerta.
En cuanto vio a Agatha, Alvar Doulting supo la razón de su presencia. Negó con la cabeza, retrocediendo hacia la habitación como si arrimarse a las estanterías del fondo fuese una manera de escapar.
Agatha se detuvo y su huesuda mano agarró con tanta fuerza a Hester que le hizo un moratón en el brazo. Tuvo que morderse el labio para no chillar.
—No tienes por qué hacerlo —dijo Agatha a Doulting.
—Si no lo hace, ahorcarán a Dinah Lambourn —terció Hester—. Y el informe de Joel Lambourn nunca saldrá a la luz. En concreto la parte sobre el opio inyectable. Hagamos lo que hagamos, siempre habrá personas adictas, pero si lo declaran ilegal, habrá menos. Ha llegado la hora de decidir qué quiere hacer… o ser.
—¡No tienes por qué! —insistió Agatha. Estaba pálida y tenía la voz tomada. Sus dedos eran como un cepo en el brazo de Hester.
Doulting miraba de una a la otra mientras los segundos pasaban. Parecía vencido, como si ya no tuviera fuerzas para luchar. Tal vez supiera que no le quedaba nada que ganar, excepto el último retazo del hombre que era antes.
—No me lo impidas, Agatha —dijo en voz baja—. Si hallo el coraje suficiente, lo haré.
—¿Testificará que le explicó a Joel Lambourn la adicción que provoca tomar opio por vía intravenosa y que lo incluyó en su informe? —preguntó Hester a las claras—. ¿Y contará al tribunal qué efectos causa en quienes caen en sus redes?
Doulting la miró y asintió muy despacio.
Hester no supo si atreverse a creerlo.
—Gracias —susurró—. Avisaré a sir Oliver Rathbone.
Doulting se dejó caer de nuevo en la butaca, volviéndose hacia Agatha.
—Te conseguiré el suficiente —prometió Agatha con aspereza—. Vámonos. Ya no pintamos nada aquí. —Volvió a mirar a Doulting—. Regresaré pronto.
Rathbone estaba sentado en la cocina de Monk delante de una taza de té humeante que aún no había tocado. Había pastelitos enfriándose en una rejilla, dulces listos para la Navidad, que era al día siguiente.
—¿Estás seguro? —insistió Rathbone, mirando primero a Monk y luego a Runcorn—. ¿Es un testimonio absolutamente irrefutable?
Hester asintió con la cabeza.
—Sí. El doctor Winfarthing hablará primero, y luego Alvar Doulting. Confirmarán que Joel Lambourn fue a ver a Winfarthing, quien le habló de la venta de opio y agujas, y luego Doulting dirá al tribunal que Lambourn fue a verlo, y repetirá lo que le contó. Lambourn lo incluyó en su informe. Por eso lo asesinaron. Si lo declaraban ilegal, los vendedores perderían una fortuna. De ahí que mereciera la pena matar a Lambourn y a Zenia Gadney.
—Y ahorcar a Dinah Lambourn —agregó Runcorn con gravedad.
—Siendo así, ¿quién asesinó a Lambourn? —preguntó Monk.
—El vendedor de opio lo bastante puro para ser inyectado sin provocar la muerte y las agujas para hacerlo —dijo Hester en voz baja—. O alguien a sueldo. Moralmente, es él.
—¿Quién? ¿Barclay Herne? —preguntó Rathbone, mirando uno tras otro a los presentes.
Esta vez fue Monk quien contestó.
—Es posible, pero por lo que sabemos carece de la fortuna que semejante comercio le reportaría. Aparte de la brutalidad, es demasiado peligroso para hacerlo por una pequeña recompensa.
—Entonces, ¿quién? ¿Sinden Bawtry? Dios mío, eso sería terrible —exclamó Rathbone ante la enormidad de aquel supuesto—. Corre la voz de que va a ocupar un puesto muy importante en el gabinete. Si va a ser así, no es de extrañar que Joel Lambourn quisiera desenmascararlo cuanto antes. Podría ostentar el poder suficiente para impedir que eso se incluyera en la Ley de Farmacia. —Respiró profundamente. Seguía haciendo caso omiso de su taza de té.
—Pero Bawtry estaba cenando con Gladstone aquella noche. Es un hecho incuestionable. Y se encontraba a varios kilómetros, en la otra margen del río.
—¿Herne? —preguntó Rathbone sin convicción—. ¿Haciéndolo por él? ¿Por una recompensa posterior?
Rathbone no se imaginaba a Herne con la presencia de ánimo o el coraje suficiente para hacer algo tan peligroso y que exigía una codicia tan apasionada como despiadada, a no ser que él también fuese adicto. Recordó la confianza en sí mismo de que hizo gala cuando se conocieron y la tez pálida y el nerviosismo que lo dominaba cuando lo visitó el domingo sin previo aviso.
—No podemos permitirnos una equivocación. Si digo algo tengo que estar en lo cierto y ser capaz de demostrarlo; al menos como una probabilidad, aunque no sea segura —concluyó.
Runcorn se mordió el labio.
—No será fácil. El juez quizá no sepa qué está defendiendo, pero le han advertido de que hay algo importante en juego. Quizá piense que se trata de la reputación de Inglaterra, de algo tan impersonal como envenenar a media China con opio para fumar, pero me atrevería a decir que su futuro depende de que no salga a relucir.
—Yo estoy absolutamente convencido —corroboró Rathbone. Se volvió hacia Hester—. ¿Estás segura de Agatha Nisbet se presentará? ¿Y qué me dices de Doulting? Cuando llegue el momento puede que se haya drogado hasta perder el sentido, o que esté muerto en un callejón.
Todos miraron a Hester, con el cuerpo y el rostro tensos.
—No lo sé —admitió—. Solo podemos esperar que acudan.
—No tenemos mucho que perder —dijo Rathbone a todos ellos—. Tal como están las cosas, hallarán culpable a Dinah. No tengo a otra persona a la que llamar al estrado. Ya me mintió una vez, y no estoy seguro de si tenía la menor idea sobre lo que Lambourn descubrió. Dudo que su fe en él sea suficiente.
Rathbone miró a Hester.
—¿Crees en esa tal Agatha Nisbet?
Hester no vaciló.
—Sí. Pero no será tan fácil con Alvar Doulting. Si se encuentra bien, Agatha lo traerá, pero no lo obligará. Tendrás que alargar el juicio al menos un día más. Eso la ayudará a infundirle valor y asegurarse de que tenga fuerzas suficientes.
—No tengo a nadie más —les dijo Rathbone.
—Pues tendrás que llamar a Dinah —dijo Hester, un tanto dubitativa y con la voz un poco ronca—. Inmediatamente después de Navidad.
Cuanto más sabía Rathbone sobre lo que Hester había averiguado y las futuras revelaciones que amenazaban con salir a la luz, más convencido estaba de que tanto Coniston como Pendock sabían que existía un escándalo sobre el que los habían advertido que mantuvieran en secreto, incluso a expensas de no agotar la última posibilidad de que Dinah Lambourn fuera inocente. ¿Quién más era adicto a aquel veneno? ¿Qué fortunas dependían de su venta?
Miró a Monk. Corrían un riesgo. Todos tenían plena conciencia de ello.
—Hablaré con Dinah —dijo Rathbone. No había tenido tiempo de hablar con ella desde que se había destapado que en realidad nunca había sido la esposa de Lambourn. Solo podía pensar en ella como si lo fuera—. Pero tenemos que presentar una alternativa mejor que el borroso bosquejo de un vendedor de opio de quien no sabemos ni el nombre.
Monk miró a Hester y luego a Rathbone.
—Lo sé. Seguiremos intentando averiguar quién está detrás. Pero necesitamos tiempo. ¿Puedes alargar el juicio un día más?
Rathbone deseaba decir que sí, pero abrigaba sus dudas. Si no lo lograba y el tribunal se percataba de su creciente desesperación, haciendo preguntas cuyas respuestas ya conocían, Coniston objetaría que estaba desperdiciando el tiempo del tribunal y Pendock aceptaría sus protestas con toda la razón.
Y más importante todavía, el jurado sabría que no le quedaban argumentos de defensa, pues de lo contrario los habría utilizado.
Tendrían motivos sobrados para intentar cerrar el caso el viernes a fin de no ensombrecer el resto de las fiestas navideñas.
Hester fruncía el ceño, había reparado en la indecisión de sus ojos.
—Llama al doctor Winfarthing el viernes, después de Dinah —propuso.
—¿Te inspira confianza? —preguntó Rathbone.
Hester encogió ligeramente los hombros.
—¿Se te ocurre alguien mejor?
—Ya no me siento capaz de pensar —reconoció Rathbone—. ¿Estás segura de que no dirá algo condenatorio, aunque sea sin querer?
—Casi —respondió Hester.
—¿Y esa mujer, Nisbet?
Al oír la aspereza de su voz se dio cuenta del enorme miedo que le daba que, llevado por su propia sensación de pérdida y desilusión, fuera a fallarle a Dinah, que lo pagaría con su vida.
Hester sonrió.
—Las certidumbres no existen. No es la primera vez que nos encontramos en una situación como esta. Jugamos las mejores cartas que tenemos. Nunca tenemos la seguridad de ganar. Así es como son las cosas.
Rathbone sabía que Hester llevaba razón; simplemente era menos valiente que antes, estaba menos seguro de las demás cosas que importaban. O quizás, en el fondo, estuviera menos seguro de sí mismo.
Rathbone tomó de nuevo el transbordador para cruzar el río, disfrutando contra toda lógica del viento frío y cortante en el rostro, incluso de la incomodidad de las aguas picadas. Aquel día parecía que hubiera más tráfico del acostumbrado en el Pool de Londres: grandes buques anclados aguardando a descargar, procedentes de los puertos de medio mundo, gabarras bajando mercancías por los canales desde tierra adentro o internándose en ellos desde el puerto, transbordadores zigzagueando de un lado a otro, incluso una patrullera de la policía dirigiéndose hacia St. Saviour’s Dock. La impresión general era que todos trabajaran con más ahínco, que anduvieran presurosos por las calles, cargados de paquetes, deseándose felices fiestas, preparándose para la inminente Navidad.
En la margen norte bajó de la barca y pagó el pasaje. Luego caminó a paso vivo hasta Commercial Road, donde tomó un coche de punto que lo llevó de regreso al Old Bailey y a la prisión donde estaba internada Dinah Lambourn.
Antes de enfrentarse a ella se detuvo en una tranquila posada y dio cuenta de un abundante almuerzo compuesto de pudin de riñones y carne, una crujiente tajada de panceta, ostras y media botella de buen vino tinto. Estaba demasiado preocupado para apreciar los sabores y aromas, pero la comida le hizo entrar en calor y redobló su determinación. Buena parte de esta la alimentaba el enojo consigo mismo por saberse tan cerca de la derrota.
Había reflexionado sobre qué le diría y, mientras recorría los últimos doscientos metros, tomó una decisión definitiva. En la prisión dio al carcelero toda la información necesaria, identificándose por enésima vez, como si no lo conocieran.
Lo condujeron hasta la celda de piedra que tan bien conocía, donde aguardó a solas hasta que le llevaron a Dinah. Se la veía más delgada e incluso más pálida que la última vez, como si supiera que la batalla había terminado y que la había perdido. Rathbone sintió la culpa del fracaso como una profunda herida en el vientre.
—Por favor, siéntese, señora Lambourn —le pidió Rathbone, y mientras ella tomaba asiento en la silla enfrentada a él, también él se sentó. Se dio cuenta, observando su torpeza, de que el miedo la tenía atenazada.
»Acabo de hablar con el señor Monk —le dijo—. Él y el señor Runcorn han descubierto muchas cosas sobre el doctor Lambourn, todas ellas relacionadas con lo que usted me ha contado. Sin embargo, solo puedo darle un poco de esperanza porque aún no tenemos pruebas que se sostengan ante el tribunal. Llamar a esas personas será un riesgo muy grande, y tengo que estar seguro de que usted lo comprende.
—¿Han encontrado a alguien?
Su rostro reflejó una repentina, insensata e infinitamente dolorosa chispa de esperanza, y los ojos le brillaron con viveza.
Rathbone tragó saliva con dificultad.
—Personas a quienes tal vez no crean, señora Lambourn. Una es un médico que, según me han dicho, es una especie de renegado. La otra es una supuesta enfermera que dirige una clínica improvisada para estibadores en la zona de Rotherhithe. Sostiene que el doctor Lambourn consultó con ella cuando recababa información sobre el uso y los peligros del opio. Por ahora no tenemos con qué corroborar lo que dice, y no es exactamente una persona reputada. Sin embargo explicó esas cosas al doctor Lambourn y, como consecuencia, él buscó a otras personas que le contaron lo mismo.
Dinah estaba confundida.
—¿Relacionadas con el opio? No lo entiendo.
—No, no solo con el opio. Esa es la clave. Lo que dice guarda relación con el nuevo invento de una aguja hueca y una jeringuilla que permiten inyectar el opio puro directamente en la sangre. Es mucho más eficaz para aliviar el dolor, pero también para provocar una adicción al opio que tiene unos efectos terribles. —Hizo una mueca—. Un breve cielo, comprado a cambio de una vida infernal.
—¿Y eso qué tiene que ver con Joel? —preguntó Dinah—. ¿O con la muerte de la pobre Zenia? El informe de Joel solo aludía a la necesidad de etiquetar la cantidad de opio y las dosis correctas de las medicinas patentadas.
—Ya lo sé —dijo Rathbone amablemente—. Creo que descubrió lo de las jeringuillas y sus efectos por casualidad y que lo incluyó en su informe. De ser así, quizá se habría incluido en la Ley de Farmacia y, por consiguiente, venderlo de esta manera pasaría a ser ilegal.
—Si es tan terrible como dice, tienen que declararlo ilegal —dijo Dinah despacio, comprendiendo horrorizada el alcance del asunto.
Rathbone asintió.
—Destruyeron el informe, pero, por si se lo había contado a alguien, como a usted, por ejemplo, tenían que desacreditarlo.
Dinah abrió mucho los ojos.
—Lo mataron para que no pudiera explicarlo —dijo en un ronco suspiro.
—Sí —confirmó Rathbone.
—¿Y la pobre Zenia?
—Probablemente fuese como usted dijo, para librarse de usted y de cualquier cosa que él pudiera haberle contado.
—¿Quién es el médico al que ha mencionado? —preguntó Dinah.
—¿El doctor Winfarthing? No lo conozco. La señora Monk dice que el doctor Lambourn fue a consultar el asunto con él. Mi principal motivo para interrogarlo es mantener la atención del tribunal hasta que Monk convenza a Agatha Nisbet de que vaya a testificar. Y eso puede llevar un día entero. En realidad necesito llamar a alguien el viernes por la mañana, el día siguiente a la Navidad y el Boxing Day, para poder hablar con Winfarthing y advertirle, como es de justicia, que intentarán desacreditarlo en el estrado de los testigos.
—¿Y es posible que no testifique? —preguntó Dinah con voz temblorosa.
—Aparte de ser injusto, quizá no nos convenga que testifique antes de que yo haya tenido ocasión de saber qué dirá exactamente y, posiblemente, qué es lo que no debo preguntar. No olvide que el señor Coniston tendrá la oportunidad de interrogarlo después de mí. Me parece que, habiendo visto cómo actúa, le consta que hará pasar un mal rato a Winfarthing o a cualquier otro testigo de la defensa. Hará cuanto esté en su mano para destruir su credibilidad, incluso su reputación, si es preciso.
Rathbone bajó la voz, procurando ser tan amable como podía.
—No es solo su vida o su libertad lo que depende del resultado de este caso. Si usted no es culpable, tiene que serlo otra persona.
—No sé quién es. —Las lágrimas le asomaron a los ojos y los cerró—. ¿No cree que si lo supiera se lo diría?
—Sí, por supuesto que sí —dijo Rathbone en voz baja—. Pero ahora lo que tengo que hacer es que el jurado vea que existe esa persona. Y usted debe decidir si quiere que lo haga. Puede resultar muy desagradable. Y antes de llamar a Winfarthing al estrado, tengo que llenar la mañana del viernes con alguna otra cosa. Pues de lo contrario el juez dará por concluida la defensa y entonces ya será demasiado tarde. Seguro que desea que el veredicto se pronuncie antes del fin de semana. Si la llamo a usted… Usted es lo único que me queda, aparte de sus hijas. Créame, Coniston las crucificará con tal de impedir que la verdad salga a relucir. Me parece que piensa sinceramente que usted es culpable, y actuará sin contemplaciones con sus hijas.
—Testificaré —dijo Dinah, interrumpiendo cualquier otra cosa que Rathbone fuera a añadir, aunque en realidad no había nada más. Desde el principio sabía lo que le diría Dinah.
—¿Es consciente de que Coniston intentará hacerle lo mismo a usted? —preguntó Rathbone.
—Por supuesto. Me describirá como una mujer histérica que se aferra al recuerdo de un hombre que no se casó conmigo, e insistirá en que tenía miedo de perder su dinero para seguir adelante y criar a mis hijas ilegítimas. —Sonrió forzadamente, mostrando una máscara de valentía muy dolorosa de ver—. Dudo que sea peor que enfrentarse al verdugo dentro de tres semanas.
Rathbone tomó aire para replicar, pero acto seguido decidió que sería insultante ofrecerle falsas promesas. Bajó la vista a la superficie maltrecha de la mesa y luego volvió a mirarla a ella.
—Me consta que usted no mató a Zenia Gadney y que hizo que pareciera que podría haberlo hecho para que la llevaran a juicio de modo que pudiera intentar salvar el honor y la reputación de Joel. Es posible que perdamos, pero todavía no nos han derrotado.
—¿En serio? —susurró Dinah.
—En serio. El viernes la llamaré como mi primer testigo, y la mantendré en el estrado hasta que Winfarthing se presente.
—¿Lo hará? —preguntó Dinah.
—Sí.
Fue una promesa precipitada. Rathbone esperó poder cumplirla. Se levantó.
—Ahora debo irme a casa a pensar qué les preguntaré a usted y a Winfarthing.
Dinah levantó la vista hacia él.
—¿Y la señorita Nisbet? —preguntó.
—Ay, eso es diferente —dijo Rathbone—. Sé muy bien lo que le preguntaré.
Tal vez fuera exagerar un poco, pero lo que le preocupaba era que Agatha Nisbet se personara en el juzgado, no lo que le iba a preguntar. Solo le quedaba confiar en que Hester la convenciera. Sabía que Monk y Runcorn seguirían trabajando en el asesinato y buscando sin tregua a quien hubiese subido a One Tree Hill con Lambourn para dejar que se desangrara allí arriba.
Tanto Hester como Monk habían hecho lo posible para evitar que la tensión del juicio afectara a Scuff, pero el chiquillo era demasiado perspicaz para que tuvieran éxito. La mañana de Navidad fue luminosa y fría, al menos al principio, aunque luego el cielo se encapotó, anunciando una nevada.
Hester se levantó muy temprano, mucho antes del alba, para meter el pavo en el horno y colgar guirnaldas de cintas y acebo por toda la casa.
Finalmente, ella y Monk habían decidido regalar un reloj a Scuff, el mejor que pudieron permitirse, con sus iniciales y la fecha grabados en el reverso. Aparte de esto había otros detalles, como bolsitas de caramelos, dulce de leche casero y sus frutos secos favoritos. Monk le había comprado un par de calcetines de lana que abrigaban mucho y Hester había cortado cuidadosamente una de las corbatas de Monk para hacer una de la talla apropiada para el delgado cuello de Scuff. Y, por descontado, también había elegido un libro para él, uno que disfrutaría enormemente leyendo.
Hacia las ocho de la mañana, cuando por fin ya era de día, oyó que la puerta de la cocina se abría y vio que Scuff se asomaba con evidente nerviosismo. Entonces vio el acebo y las cintas y abrió mucho los ojos.
—¿Es Navidad? —preguntó casi sin aliento.
—En efecto —contestó Hester, sonriendo de oreja a oreja—. ¡Feliz Navidad!
Dejó la cuchara con la que había estado revolviendo las gachas y fue hacia él. Se planteó si debía pedirle permiso para darle un beso, pero pensó que si lo hacía le daría la oportunidad de rehusar aunque lo deseara, de modo que le dio un estrecho abrazo y le dio un beso en la mejilla.
—¡Feliz Navidad, Scuff! —dijo otra vez.
—Feliz Navidad, Hester —contestó Scuff, y se puso rojo por el atrevimiento de llamarla por su nombre.
Hester hizo como que no se daba cuenta, procurando disimular su sonrisa.
—¿Te apetece desayunar? —preguntó—. Primero hay gachas, pero no comas mucho porque luego hay huevos con panceta. Y, por supuesto, pavo asado para cenar.
Scuff inhaló profundamente.
—¿Uno de verdad?
—Pues claro. Vamos a celebrar una Navidad de verdad —le dijo Hester.
Scuff tragó saliva.
—Tengo un regalo para ti. ¿Lo quieres ahora?
No paraba quieto en la silla, como si le costara refrenar el impulso de levantarse otra vez. Hester no fue capaz de decirle que no. Scuff tenía los ojos brillantes y las mejillas encendidas. Hacerle esperar sería cruel.
—Me encantaría verlo enseguida —contestó.
Scuff se deslizó al suelo y salió corriendo al recibidor, y Hester oyó sus pasos en la escalera. Al cabo de un momento estaba de vuelta con un paquetito en la mano, envuelto con un trozo de tela. Mirándola sin perder detalle, se lo dio.
Hester, un tanto ansiosa, lo cogió y desenvolvió, preguntándose qué contendría. Era un pequeño colgante de plata con una única perla y una cadena muy fina. En aquel momento fue la joya más bella que había visto en su vida. Y le aterró pensar de dónde la habría sacado.
Levantó la vista y miró a Scuff a los ojos.
—¿Te gusta? —preguntó Scuff casi entre dientes.
Hester tenía un nudo en la garganta y tuvo que tragar saliva antes de contestar.
—Claro que me gusta. Es precioso. ¿Cómo no iba a gustarme?
¿Debía preguntarle cómo lo había conseguido? ¿Pensaría que no confiaba en él?
Scuff se relajó y su rostro reflejó un inmenso alivio.
—Lo conseguí de un alcantarillero —dijo orgullosamente—. Le hacía mandados y dejó que me lo quedara.
De repente pareció avergonzarse y apartó los ojos.
—Le dije que era para mi madre. ¿Hice bien?
Ahora fue Hester quien se sonrojó.
—Hiciste muy bien —le dijo Hester mientras se rodeaba el cuello con la cadena y abrochaba el cierre. Vio que los ojos de Scuff brillaban de placer.
»En realidad no podría ser mejor —agregó Hester—. Tenemos un par de cosas para ti, cuando William baje.
—Yo también tengo algo para él —dijo Scuff, tranquilizándola.
—No lo dudo —contestó Hester—. ¿Listo para las gachas? Hoy nos espera un día muy atareado.
—¿Cuánto dura la Navidad? —preguntó Scuff, sentándose a la mesa.
—Todo el día. En realidad, hasta medianoche —contestó Hester—. Entonces comienza el Boxing Day, que también es festivo.
—Bien, me gusta la Navidad —dijo Scuff con satisfacción.