Capítulo 15
Monk había recibido una nota de Rathbone la tarde anterior, pidiéndole que fuera a verle a su bufete a las ocho en punto de modo que tuvieran tiempo de hablar antes de que se reanudara el juicio. Por consiguiente, Monk se levantó a las seis. Tomó el desayuno con Hester. Hablaron muy poco porque ambos eran conscientes de la creciente complicación del caso. A las siete ya estaba en el río, sentado en el transbordador que lo llevaba desde Princess Stairs hasta Wapping. El hombro lastimado en el asalto callejero le seguía doliendo. Desde entonces, tanto él como Runcorn eran más precavidos.
Aquella reunión con Rathbone no le apetecía lo más mínimo. Una reyerta en un muelle, en la que había muerto un hombre, lo había mantenido ocupado buena parte del día anterior, y en el poco tiempo de que dispuso por la tarde no había hecho progreso alguno. Sabía que Hester ya había hablado con Rathbone sobre la enfermera Agatha Nisbet, pero aquello solo servía para confirmar que Joel Lambourn había estado investigando los medicamentos patentados que contenían opio, tal como ya sabían.
La riqueza que generaba su comercio y las vergonzosas atrocidades durante las Guerras del Opio, ¿realmente guardaban relación con un caso que cada vez tenía más visos de ser una tragedia doméstica?
Rathbone tal vez esperara que Monk hubiese descubierto algo nuevo, pero no había sido así.
Orme proseguía con sus interrogatorios en Limehouse, sobre todo en la zona cercana al embarcadero, pero nadie había visto nada que les fuera de utilidad. Una persona admitió haber visto a tres hombres con una borrachera tremenda, pero no estaba segura de que hubiese sido el día de autos. Otra había visto a dos mujeres camino del muelle en la fecha correcta y a una hora que podría encajar con los hechos, pero no a un hombre. Monk cargaba con el peso de tan infructuosa investigación.
Cuando el transbordador llegó a la escalinata de Wapping, pagó al barquero y saltó a tierra. La marea estaba baja, y los peldaños de piedra, mojados. Tuvo que subir con cuidado para no resbalar. Una magulladura o, aún peor, un remojón en el gélido río serían muy mal comienzo para una jornada que prometía ser complicada.
Llegó a lo alto y cruzó el muelle a grandes zancadas. El viento arreciaba, procedente del mar, con el flujo de la marea entrante. Olía a sal y a pescado, y de vez en cuando traía el mal olor de las aguas residuales. Aun así, el río era mejor que las calles de la ciudad, pues había terminado por amar la vitalidad que flotaba en el aire. Allí el cielo era amplio. Ningún edificio limitaba la vista y siempre había luz, por más borrascoso que fuese el tiempo. Incluso por la noche, con el resplandor amarillo de los faroles marcaban la posición de los barcos.
No tenía tiempo para pasar primero por la comisaría. Fue directamente hacia High Street para tomar un coche de punto.
Encontró a Rathbone tenso pero rebosante de energía. Recibió a Monk en la estancia que este conocía tan bien. Había un pequeño fuego encendido en la chimenea pese a que Rathbone pasaría la mayor parte del día en los tribunales.
—Pasa. Siéntate —dijo Rathbone, indicando una de las butacas de cuero—. Monk, necesito tu ayuda. De pronto ha surgido algo urgente. Ayer dio testimonio la hermana de Lambourn, y su declaración fue bastante condenatoria para Dinah y también para Lambourn. Me parece que es mucho más leal a su marido que a su hermano.
—Su marido está vivo —señaló Monk, no sin cierto cinismo.
Rathbone endureció su expresión, pero no hizo comentarios al respecto.
—Sinden Bawtry estuvo en la sala por segunda vez.
—¿Velando por los intereses del gobierno en el proyecto de Ley de Farmacia? —preguntó Monk.
—Es posible. En cualquier caso, por su reputación. El juez se pronuncia en mi contra en cuanto tiene ocasión, llegando incluso a excederse. Tengo la sensación de que ha recibido instrucciones. —Seguía caminando de un lado a otro, demasiado inquieto para sentarse—. Monk, de pronto he caído en la cuenta de lo que está sucediendo. ¡No sé cómo he podido estar tan ciego! Bueno, en realidad, sí. Pero ahora eso carece de importancia.
Fue de la butaca de Monk a la puerta, dio media vuelta y regresó.
—¡Dinah mintió cuando dijo que había asistido a la soirée, precisamente para que la arrestaras y luego suplicarte que me pidieras que la defendiera! —dijo, observando atentamente el semblante de Monk.
Monk no daba crédito a sus oídos. El pesar por la separación de Margaret le había afectado más de lo que él y Hester se temían.
—¿Me estás diciendo que Dinah Lambourn se implicó en un asesinato obsceno con el único fin de tener la oportunidad de que la defendieras? —preguntó, incapaz de borrar la incredulidad de su rostro—. ¿Por qué, santo cielo? ¿No se las podía haber arreglado para conseguir que alguien os presentara?
—¡No quería conocerme, tonto! —dijo Rathbone con un deje de amargo sentido del humor—. Lo que quería era llevar la muerte de Joel ante un tribunal. Vio la oportunidad en el asesinato de Zenia Gadney y la aprovechó. Está dispuesta a correr el riesgo de que la condenen a muerte con tal de limpiar el nombre de su marido y restituirle la reputación que ganó por su diligencia y honorabilidad.
Monk lo entendió cuando vio la luz que irradiaba el rostro de Rathbone, la ternura y la pena de sus ojos. Tenía el cuerpo tenso, y estaba más delgado que unos pocos meses atrás, antes de que se cerrara el caso Ballinger. Pero aquella mañana se mostraba rebosante de energía; tenía una causa por la que luchar.
Monk no sabía si Rathbone estaba en lo cierto o no, pero no quiso desalentarlo. Como mínimo le serviría para aliviar el dolor de su herida.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó Monk, temiendo que la respuesta fuese tan vaga o tan desesperada que resultara imposible satisfacerla.
—Dinah dijo que Lambourn mantenía a Zenia porque era la viuda de un amigo suyo —contestó Rathbone—. Dinah lo supo prácticamente desde el principio. Los pagos se anotaban en el libro de contabilidad de la casa bajo las iniciales ZG el veintiuno de cada mes. Si logramos demostrar que es verdad, desaparece su principal motivo.
A Monk le cayó el alma a los pies.
—Oliver, eso sería lo que él le dijo a ella, o quizás a Dinah se le haya ocurrido una excusa muy inteligente para explicar su conducta. Es…
—¡Puede ser una prueba! —interrumpió Rathbone con vehemencia—. Averigua de dónde procedía Zenia. Busca en los archivos. Encuentra al marido —prosiguió Rathbone, encendido de entusiasmo—. Establece su relación con Joel Lambourn. A lo mejor estudiaron juntos, o ejercieron juntos como médicos. En algún momento sus caminos se cruzaron y forjaron una amistad tan íntima que Lambourn mantuvo a su viuda toda su vida. Incluso la visitaba una vez al mes, indefectiblemente. Semejante lealtad se sale de lo común. Habrá alguna manera de seguirle el rastro.
Monk no dijo nada.
—¡Descúbrelo! —insistió Rathbone con más aspereza.
—¿Tú te lo crees? —preguntó Monk, deseoso de que no fuera así.
Rathbone vaciló un momento demasiado largo y fue consciente de ello.
—En esencia, sí —contestó con un asomo de sonrisa, como burlándose de sí mismo—. Me consta que oculta algo, pero no sé qué. Lo que sí creo es que se implicó deliberadamente al mentir sobre dónde estaba para ser llevada a juicio, con la esperanza de que el suicidio de Joel tuviera que examinarse de nuevo y así tener ocasión de demostrar que fue un asesinato, porque su trabajo era absolutamente válido y alguien no quiere que vea la luz.
Monk se puso de pie.
—Siendo así, reabriré mi investigación —dijo en voz baja—. Y haré que Runcorn reabra la suya.
Rathbone sonrió y miró a Monk con alivio y esperanza.
—Gracias.
Monk fue directamente a ver a Runcorn. Tuvo que efectuar un largo trayecto hacia el este y cruzar de nuevo el río, expuesto a un viento cargado de aguanieve. Quizá nevaría en Navidad.
Encontró a Runcorn en la puerta, justo cuando estaba saliendo.
Runcorn vio su expresión y, sin mediar palabra, dio media vuelta y subió la escalera hasta su despacho, haciendo una seña a Monk para que lo siguiera. En cuanto cerró la puerta, Monk le refirió lo que Rathbone le había contado. Runcorn no lo interrumpió hasta que hubo terminado.
Luego asintió. No preguntó a Monk si se lo creía.
—Más vale que veamos si alguien sabe de dónde salió Zenia —dijo, con sentido práctico—. El problema reside en que preguntemos a demasiada gente. No nos conviene que llegue a oídos de los enemigos de Lambourn que seguimos investigando.
Por un momento Monk supuso que Runcorn estaba pensando en su propia seguridad, pero un vistazo a su rostro y el recordar cómo había mirado a Melisande a la luz de la chimenea lo llevaron a avergonzarse de haber tenido semejante idea.
—¿Alguien le ha dicho algo? —preguntó Monk. Tendría que habérselo figurado, después del asalto en la calle, a lo que había que sumar que Rathbone hubiese reparado en la presencia de Sinden Bawtry en la sala y su convicción de que Pendock estaba obstruyendo su labor deliberadamente.
Runcorn se encogió de hombros.
—Indirectamente —contestó, restándole importancia, aunque Monk percibió cierta aspereza en su voz—. No fue tanto una advertencia como el darme las gracias anticipadamente por actuar con discreción.
Monk se preguntó si debía decir a Runcorn que entendería que no quisiera seguir adelante con la investigación. Su carrera podía estar en peligro. Recordó lo mucho que le importaba en el pasado, cuando su principal objetivo era ascender en el escalafón.
—Tendremos que ir con cuidado. —La voz de Runcorn irrumpió en sus pensamientos—. Investigar a Zenia, no a Lambourn. Habría sido más fácil seguir la pista de la carrera de Lambourn para ver qué amigos tuvo y cuál de ellos falleció hace quince años, pero de eso se enterarían enseguida. Zenia no es un nombre frecuente. Sería mucho más complicado si se llamara Mary o Betty. —Torció el gesto—. Me pregunto si Gadney es su nombre de soltera o de casada. ¿Usted lo sabe?
—Comprobaremos si el apellido Gadney figura en el registro de decesos de quince años atrás —contestó Monk, con renovado entusiasmo. Estaría bien trabajar de nuevo con Runcorn, tal como le constaba que lo habían hecho al principio de sus respectivas carreras. Runcorn lo recordaría. Ojalá también pudiera hacerlo él. Tal vez lo asaltaran recuerdos fugaces, parecidos a los que solía tener en los primeros meses de amnesia, súbitos sobresaltos cuando algo le resultaba familiar y, por un instante, podía verlo con absoluta claridad. No obstante, los recuerdos de aquella época con Runcorn serían buenos, no alarmantes, no inconexos como lo habían sido otros que le empapaban el cuerpo en sudor por miedo a descubrirse culpable.
—Pues pongámonos manos a la obra —dijo Runcorn, al tiempo que cogía su chaqueta de nuevo—. Es posible que nos lleve bastante tiempo. ¿Cuántos días más nos quedan, según Rathbone?
—Una semana, quizá —contestó Monk—. Lo alargará tanto como pueda.
Holgaba decir que una vez dictada la sentencia sería imposible reabrir el caso. Las pruebas ya no servirían para influir en un jurado. Solo un error de procedimiento o de algún nuevo dato tan incontestable que nadie pudiera negarlo serviría para anular la decisión del tribunal. El tiempo era su otro enemigo, junto con los intereses creados.
El registro civil obligatorio de nacimientos, fallecimientos y matrimonios había comenzado a funcionar en 1838, veintinueve años atrás. Pero al principio había habido omisiones, y siempre cabía la posibilidad de que un suceso no hubiese ocurrido en el cuarto de siglo o en el condado que ellos suponían. Las personas se equivocaban, leían mal un nombre o un número, tomando un 5 por un 8 o incluso por un 3, y eso lo alteraba todo. Y, por descontado, había quien mentía, especialmente acerca de su edad.
Salieron del despacho de Runcorn en Greenwich y cruzaron el río una vez más. Mientras estuvieron acurrucados en el transbordador, les acribillaron el rostro las bolitas de hielo del aguanieve que el viento empujaba hacia el oeste.
Bajaron a tierra en Wapping y tomaron un coche de punto. Circularon sumidos en un confortable silencio. No había necesidad alguna de conversar. Cada cual estaba absorto en sus propios pensamientos sobre el caso y en lo mucho que había en juego. Una frase de vez en cuando bastaba para que se entendieran.
Los condujeron a los inmensos y silenciosos archivos, y Monk se puso a buscar el fallecimiento de un Gadney, aunque ninguno de los dos sabía su nombre de pila ni el año de su deceso. Comenzó desde quince años atrás en adelante.
Runcorn hizo lo propio desde el mismo año hacia atrás.
Buscaron hasta que ambos tuvieron la vista nublada y la boca seca. Interrumpieron la tarea para ir en busca de algo que les quitara el sabor a polvo y papel que flotaba en el aire.
—Nada —dijo Runcorn, sin lograr disimular su decepción.
—Tenemos que pensar otra vez —admitió Monk, devolviendo a su sitio el último libro que había consultado—. Hagámoslo en una taberna con un almuerzo decente. La boca me sabe a tinta.
—Quizá Gadney fuese su apellido de soltera, no el de su marido —dijo Monk un cuarto de hora más tarde, mientras comían gruesas rebanadas de pan con queso Caerphilly y encurtidos. Ambos estaban tan sedientos que se bebieron una jarra de sidra y pidieron una segunda—. La llamaban señora Gadney, pero eso no significa que forzosamente fuese su nombre de casada.
—Si es así, el marido podía tener cualquier apellido. —Runcorn se limpió las migas de los labios—. ¿Mencionó alguien un acento? Por favor, ¡no me diga que irlandesa! No tenemos tiempo para ponernos a buscar tan lejos. Ni siquiera sabríamos por qué condado empezar.
—Nadie lo mencionó. —Monk cogió un trozo de tarta de manzana cocida en su punto, con los trozos de fruta tiernos pero enteros—. Y creo que lo habrían hecho. En cualquier caso, su nacimiento no constará en el registro civil. Tendríamos que consultar los archivos parroquiales. Además, ¿de qué nos serviría? No nos ayudará saber dónde nació.
—Tal vez sí —repuso Runcorn—. Las mujeres suelen casarse donde se han criado más que donde viven sus maridos.
Llevaba razón. Antaño Monk habría discutido para luego insistir en que no serviría de nada. Ahora lo interpretó por lo que era, una manera de alentarlos a continuar. Apuró la jarra de sidra.
—Usted siga buscando cualquier cosa con Gadney, un matrimonio en el que el novio o la novia se llamaran así. Yo empezaré a rastrear la carrera de Lambourn. A ver si alguien recuerda quiénes eran sus amigos hace quince años. Es posible que alguien recuerde el apellido Gadney.
Runcorn frunció el ceño.
—Se enterarán —advirtió—. ¿Cuánto piensa que tardarán en informar a Bawtry o a un subordinado suyo? —Su rostro traslucía inquietud—. Iré con usted. Dos siempre seremos más rápidos que uno.
Monk negó con la cabeza.
—Busque la boda. Si Bawtry o cualquier otra persona cuestiona lo que estaré haciendo, tengo un motivo. O se me puede ocurrir alguno.
—¿Como cuál? —preguntó Runcorn. Su semblante reflejaba el riesgo que ambos corrían, y del que Monk intentaba protegerlo.
Monk reflexionó un momento.
—Como que quiero asegurarme de que el caso contra Dinah Lambourn no presente fisuras. —Sonrió con cierta ironía—. No me importa mentirles.
—¡No se deje atrapar! —respondió Runcorn sin el menor asomo de humor en los ojos, solo preocupación.
—Nos reuniremos de nuevo aquí a las seis —dijo Monk, y se levantó.
—¿Y si descubro algo? —preguntó Runcorn enseguida.
—No podré hacer nada porque no sé dónde estaré —contestó Monk—. Aguárdeme.
Runcorn no discutió, pero también se levantó, y salieron juntos a la tarde borrascosa.
Las horas siguientes fueron agotadoras e infructuosas para Monk. Preguntó a personas con quienes había estudiado Lambourn, procurando ser discreto y refrenando su impaciencia con dificultad. Resultó complicado dar con ellas, y luego le decían que estaban demasiado atareadas para atenderlo. Tal vez los violentara comentar la vida de alguien que había tenido un final tan trágico, pero Monk no lograba quitarse de encima la sospecha de que los habían advertido de que caerían en desgracia ante sus superiores si pecaban de indiscretos. En el futuro podían encontrar cerradas sin motivo aparente las puertas que hasta entonces habían tenido abiertas.
Habló con profesores que habían enseñado a Lambourn, con otros médicos que se habían licenciado el mismo año que él, y a cada paso que daba se acrecentaba el riesgo de atraer más atención sobre sus pesquisas. Además no quería que Runcorn tuviera que aguardar mucho rato. Tenía un vago recuerdo de que en el pasado lo había hecho esperar bastante a menudo.
Encontró a Runcorn sentado a la misma mesa del rincón en la taberna donde habían almorzado, tamborileando impaciente con los dedos. Monk sabía que no llegaba tarde, pero aun así sacó el reloj del bolsillo y le echó un vistazo para asegurarse. Se sentó enfrente de Runcorn.
Runcorn fruncía el ceño, un tanto turbado.
—No le va a gustar —dijo en voz baja.
Monk notó que se le tensaban los músculos y que le faltaba el aire.
—¿Ha descubierto algo? —preguntó, con la boca seca y la voz tomada. Tuvo que toser.
Runcorn no prolongó la espera.
—Matrimonio, no deceso.
Monk se quedó pasmado.
—¿Entonces el marido vive?
—Ya no. —Runcorn respiró profundamente—. Zenia Gadney estaba casada con… con Joel Lambourn.
—¿Qué?
A Monk se le heló la sangre en las venas. Sin duda lo había oído mal. No era una broma pesada ni malintencionada. No había un ápice de humor en la mirada de Runcorn.
—Y aún es peor —prosiguió Runcorn con gravedad—. La boda fue unos cinco años antes de que apareciera casado con Dinah.
—¿Por qué es peor? —Monk no quería oír la respuesta.
—He buscado a conciencia, créame. Todo lo he revisado dos veces —dijo Runcorn con abatimiento—. No hubo divorcio.
—Así pues… ¿La boda con Dinah no fue legal? ¡Maldita sea! —Monk se tapó la cara con las manos. Aquello era lo último que deseaba oír—. ¿Cree que Dinah lo descubrió? —preguntó, levantando lentamente la vista para mirar a Runcorn a los ojos.
—En el registro no consta el matrimonio entre Joel Lambourn y Dinah —le dijo Runcorn—. En mi opinión, lo ha sabido siempre.
—Ahí la tenemos —dijo Monk en voz baja—. Esa es la mentira que Rathbone percibía. Le constaba que Dinah no le estaba diciendo toda la verdad. Lambourn mantenía a su esposa, ni por asomo visitaba a una prostituta. Dinah lo sabía. No tenía motivos para estar celosa.
Runcorn estaba consternado.
—Tenía todos los motivos para desear que Zenia Gadney muriera —dijo, mordiéndose el labio.
Monk cayó en la cuenta en cuanto Runcorn terminó la frase.
—¿Zenia Gadney era la legítima heredera de lo que Lambourn poseyera? Seguía siendo su esposa. Dinah es la amante, y las hijas son ilegítimas. ¡Menudo embrollo! A lo mejor Dinah fue a Copenhagen Place para poner al día los pagos —sugirió Monk, agarrándose a un clavo ardiendo.
—Un poco tarde, ¿no le parece? —respondió Runcorn secamente—. Zenia ya había comenzado a hacer la calle.
—¿Lo hizo? —cuestionó Monk—. Solo lo suponemos porque la asesinaron en la calle y nadie había visto a Lambourn en algún tiempo. Los vecinos supusieron que estaba sin dinero, que se retrasaba más de lo normal en el pago de algunas facturas y que hacía trabajillos de costura. Pero eso lo había hecho siempre.
»Dinah quedó deshecha cuando Lambourn murió —prosiguió Monk—. Sin duda tenía en mente muchas otras cosas más apremiantes que comprobar que Zenia Gadney estuviera bien. Y seguramente no dispondría de mucho dinero hasta que se autenticara el testamento; tal vez lo justo para alimentar a sus hijas. Sus hijas tendrían prioridad, mucha más que Zenia Gadney.
—Tenemos que conocer el caudal de la herencia —dijo Runcorn apesadumbrado—. Usted está autorizado a preguntarlo.
Monk asintió.
—Voy a preguntar bastantes cosas. Por ejemplo, en qué medida conocía Amity Herne a su hermano y por qué mintió en el estrado diciendo que Zenia era una prostituta a la que Lambourn recurría porque Dinah se negaba a satisfacer sus necesidades.
—Quizá sepa mucho más de lo que pretende —dijo Runcorn con desagrado—. Como el hecho de que Dinah no heredará y que Zenia lo haría si estuviera viva. Pero como no lo está, ¡la propia Amity Herne es la más próxima en parentesco!
Monk lo miró de hito en hito.
—¡Ni siquiera sé si esto mejora o empeora las cosas! —dijo con voz ronca.
—Depende de la herencia —respondió Runcorn con expresión adusta, sosteniéndole la mirada—. Tanto del caudal real como del que Dinah o Amity supusieran.
—Herne es un hombre acaudalado —señaló Monk.
—¿Cuándo se es suficientemente rico? —preguntó Runcorn—. Para algunas personas eso no existe. No matas porque estés desesperado, matas porque quieres más de lo que tienes. —Se levantó despacio—. Le traeré una jarra. Debería comer algo. La empanada de cerdo está muy buena.
—Gracias —dijo Monk con profunda gratitud—. Muchas gracias.
Runcorn le sonrió un instante antes de ir hasta la barra con sus jarras relucientes y los lustrados tiradores para servir cerveza de barril.
—Sí, señor —dijo con gravedad el abogado al día siguiente, respondiendo a la solicitud de Monk—. Una suma muy considerable. No se la puedo decir con exactitud, pero el doctor Lambourn era muy sensato y prudente. Siempre vivió con arreglo a sus medios.
—¿A quién legó la herencia, señor Bredenstoke? —preguntó Monk.
El semblante de Bredenstoke no se inmutó y sus ojos azules no pestañearon.
—A sus hijas naturales, señor: Marianne y Adah.
—¿Toda?
—Salvo unos pequeños legados, sí, señor.
—¿No a su esposa?
—No, señor. Ella solo percibe lo necesario para cuidar de sus hijas.
Monk sintió un inesperado alivio.
—Gracias.