Capítulo 23

Por la mañana, mucho antes de que se reanudara el juicio, Rathbone volvió a abrir la caja fuerte y sacó una de las copias que Ballinger había hecho de la fotografía de Hadley Pendock. Era bastante pequeña, solo de siete centímetros por diez, una muestra para que cualquiera viera lo que figuraba en el original. Aun así, los rostros se identificaban con claridad.

Rathbone se la metió en un bolsillo entre dos hojas de papel de carta, salió de casa y tomó un coche de punto para dirigirse al Old Bailey. Tenía que llegar temprano. Mientras circulaba por las calles grises de aquella mañana gélida se negó a pensar lo que debía hacer, cómo lo diría o cómo reaccionaría Pendock. La decisión estaba tomada, y no era que fuese buena, solo que la alternativa era intolerable.

Llegó al tribunal incluso antes que el ujier y tuvo que aguardar a que este llegara, sorprendido de ver a Rathbone allí tan pronto.

—¿Va todo bien, sir Oliver? —preguntó preocupado. Sin duda sabía cómo estaba yendo el caso. Su rostro reflejaba pesadumbre.

—Sí, gracias, Rogers —contestó Rathbone sombríamente—. Tengo que hablar con su señoría antes de la sesión de hoy. Es de suma importancia, y quizá me lleve una media hora. Mis disculpas por las molestias que le estoy causando.

—No es ninguna molestia, sir Oliver —dijo Rogers enseguida—. Es un caso desdichado. Quizá no debería darme pena la señora Lambourn, pero me la da.

—Eso le honra, Rogers —contestó Rathbone, esbozando una sonrisa—. ¿Puedo esperar aquí?

—Sí, por supuesto, señor. En cuanto vea a su señoría le diré que está aquí y que es urgente.

—Gracias.

ranscurrieron otros veinticinco minutos hasta que Pendock apareció en el amplio vestíbulo y vio a Rathbone. Su expresión era adusta, y estaba claro que no le complacía lo más mínimo lo que se temía que iba a ser una entrevista desagradable.

—¿Qué sucede? —preguntó en cuanto ambos estuvieron en su despacho con la puerta cerrada—. No puedo permitirle más libertades, Rathbone. Ya ha agotado la indulgencia del tribunal. Lo siento. Esta vez está en el bando perdedor. Acéptelo, hombre. No lo… alargue más, por el bien de todos, incluso el de la acusada.

Rathbone tomó asiento con parsimonia, dando a entender que no daba por zanjado el asunto. Reparó en el parpadeo de irritación del semblante de Pendock.

—Esto no habrá terminado, señoría, hasta que se hayan escuchado todos los testimonios y el jurado emita un veredicto —contestó Rathbone. Tomó aire y lo soltó muy despacio.

»Debido a ciertas circunstancias —prosiguió Rathbone— completamente ajenas a mi deseo, acabo de heredar una colección de fotografías que guardo a buen recaudo, fuera de mi casa.

Aquello no tardaría en ser verdad.

—¡Por el amor de Dios, Rathbone, me trae sin cuidado lo que haya heredado! —dijo Pendock con incredulidad—. ¿Qué demonios le ocurre? ¿Está enfermo?

Rathbone se llevó la mano al bolsillo y sacó las hojas de papel con la fotografía dentro. Una vez que se la mostrara a Pendock, igual que César, habría cruzado el Rubicón, la línea que separaba un lado del otro; e igual que César, habría declarado la guerra a su propio pueblo.

Pendock hizo ademán de ir a levantarse con la intención de poner fin a la reunión.

Rathbone quitó la hoja de papel y dejó la fotografía a la vista.

Pendock le echó un vistazo. Tal vez no la viera claramente. Torció el gesto con repugnancia.

—¡Dios Todopoderoso! ¡Qué obscenidad! —Levantó los ojos—. ¿Qué le hace pensar que podría desear ver semejante inmundicia?

—No se me habría ocurrido hasta el viernes —contestó Rathbone, con voz temblorosa pese al gran esfuerzo que hacía por dominarla—, cuando vi el rostro del mismo joven en esa fotografía de ahí.

Dirigió la mirada hacia el retrato familiar con marco de plata que había encima de la mesa.

Pendock siguió su mirada y se puso rojo como un tomate. Cogió la fotografía de Rathbone y la acercó al marco para compararlas. Entonces perdió todo el color, quedando su tez tan gris como las cenizas de una chimenea por la mañana. Dio un traspié hacia atrás y se desplomó en su sillón.

Rathbone no se había sentido peor en toda su vida, peor que cuando se enfrentó a Ballinger en su celda o que cuando lo halló asesinado poco después; peor que cuando Margaret lo había abandonado; pues aquello lo estaba provocando él adrede y podría haber optado por no hacerlo.

Pendock levantó la cabeza y miró a Rathbone con el mismo desprecio con el que había mirado la copia fotográfica cuando no sabía quién era la persona que aparecía en ella.

—¡No hallaré no culpable a Dinah Lambourn! —dijo despacio, con la voz ronca y la garganta seca—. Le… le pagaré lo que quiera, ¡pero no burlaré la ley!

—¡Maldita sea! —le gritó Rathbone, casi poniéndose de pie—. ¡No quiero su puñetero dinero! Y tampoco comprar un veredicto orquestado. No lo he querido en toda mi vida y no lo quiero ahora. Solo quiero que presida este juicio con ecuanimidad. Quiero que permita que mis testigos presten declaración y que el jurado oiga lo que tienen que decir. Luego le daré el original de la fotografía y todas las copias, y usted podrá hacer con ellos lo que quiera. Que hable o no con su hijo es decisión suya, y que Dios le asista.

Se inclinó sobre la mesa hacia Pendock.

—Estaba dispuesto a darme dinero para evitar que su hijo pagara por la violación de niños, por más que le resulte repugnante. ¿Tanto le repele conceder a Dinah Lambourn al menos la justicia de una vista imparcial? Ella también es hija de alguien, hay personas que la aman. Y aunque no las hubiera, ¿acaso lo merecería menos?

—Es el instinto… natural —farfulló Pendock—. Esta calumnia perjudicará al gobierno, a buenos hombres. No podemos cambiar la ley y coartar la libertad de que otras personas tomen lo que sea para aliviar su dolor, ni siquiera por el bien de las pocas que abusan del opio.

—Amo mi libertad tanto como cualquiera —contestó Rathbone—. Pero no a costa de los más débiles y vulnerables, ni de aquellos que se aprovechan en beneficio propio. ¿Ama usted a su hijo más que a la justicia?

Pendock se tapó la cara con las manos.

—Lo parece, ¿verdad? —susurró—. No. Creo que no. Pero… —Abrió los ojos lentamente, y de pronto su rostro fue el de un anciano—. Traiga a sus testigos, Rathbone.

Veinte minutos después Rathbone estaba de pie en el entarimado ante el estrado de los testigos, que estaba ocupado por la mujer más corpulenta que recordaba haber visto en su vida. No era obesa, pero, con su estatura en torno al metro ochenta y en lo alto del estrado, parecía descollar sobre todos los presentes. Era tan ancha de hombros como un estibador, tenía el pecho voluminoso y los brazos musculosos. Gracias al cielo iba vestida sobriamente, aunque su expresión transmitía fiereza, como si desafiara al ritual y a los representantes de la ley a que la intimidaran.

Rathbone sabía lo que Agatha Nisbet iba a decir, no solo por lo que le había referido Hester, sino porque había hablado con ella. Estaba al tanto de su pasión por aliviar el sufrimiento de quienes no tenían otro lugar al que acudir, de sus conocimientos sobre la adicción al opio y su síndrome de abstinencia, así como de la compasión que le inspiraba Alvar Doulting, a quien conoció antes de que sucumbiera. Hester le había advertido de que Agatha podría ser difícil de manejar. Rathbone estaba convencido de que Hester se había quedado corta. Aun así, acababa de usar los medios que más temía para forzar aquella oportunidad, y no se iba a echar para atrás.

El tribunal aguardaba, el público de la galería se calló, los miembros del jurado estaban sorprendidos de que aún quedara algo por oír. Coniston estaba más que sorprendido. Parecía confundido. Obviamente, Pendock no había tratado de explicarle lo ocurrido. ¿Cómo iba a hacerlo?

Rathbone carraspeó. Tenía que ganar. El precio ya estaba siendo demasiado alto.

—Señorita Nisbet —comenzó—, tengo entendido que dirige una clínica de beneficencia en la margen sur del río para tratar a obreros de los muelles y a marineros que sufren heridas o enfermedades a causa de la naturaleza de su trabajo. ¿Estoy en lo cierto?

—Sí, señor —contestó Agatha. Su voz era inesperadamente dulce para ser una mujer tan corpulenta. A nadie le habría sorprendido que sonara como la de un barítono.

—¿Utiliza opio para aliviarles el dolor? —preguntó Rathbone, allanando el terreno hacia la conexión con Lambourn.

—Sí, claro que lo hago. No hay otra cosa mejor. Algunos padecen dolores horribles —contestó Agatha—. Rómpase media docena de huesos y sabrá lo que es el dolor. Que le aplasten un brazo o una pierna y todavía lo sabrá mejor.

—Iba a decir que me lo puedo imaginar —dijo Rathbone con amabilidad—, pero sería mentira. No tengo la menor idea, cosa que agradezco profundamente.

Vaciló un momento para permitir que el jurado se pusiera en la misma situación, enfrentándose a un dolor que no cabía ni en sus pesadillas, y así se hicieran una idea sobre lo que aquella mujer veía a diario.

—De modo que utiliza grandes cantidades de opio. Sin duda sabe dónde comprarlo, ¿y quizá también algo sobre el comercio del opio en general? —Lo entonó como si fuese una pregunta más que una aseveración—. Y, por supuesto, ¿sobre sus efectos en las personas cuando ya se han curado?

Coniston hacía patente su desconcierto, pero hasta entonces no lo había interrumpido. Seguramente lo haría en cualquier momento.

—Por descontado —le contestó Agatha.

—En este contexto, ¿fue a verla el doctor Lambourn durante las últimas semanas de su vida? Eso sería hace tres o cuatro meses.

—Sí. Me preguntó sobre la calidad del opio y si sabía cómo administrarlo sin riesgo de pasarme con las dosis —dijo Agatha.

Coniston ya no pudo aguantar más. Se puso de pie.

—Señoría, ¿esto nos va a conducir a algún argumento relevante? Supongo que mi distinguido colega no está intentando desacreditar el trabajo que está haciendo esta mujer para aliviar el sufrimiento de unos hombres heridos, solo porque quizá carezca de formación médica. Si esto es, en efecto, lo que Lambourn intentaba hacer, ¡no es de extrañar que el gobierno considerase mejor suprimir el informe!

Hubo murmullos de aprobación en la galería.

Pendock se mostró indeciso. Miraba alternativamente a Coniston y a Rathbone.

Rathbone intervino.

—No, señoría. Mi intención es la contraria. Solo trato de establecer las aptitudes y la dedicación de la señorita Nisbet, sus conocimientos sobre el mercado del opio y, por consiguiente, que era normal que el doctor Lambourn quisiera consultarla, quizá con cierta profundidad.

—Proceda —dijo Pendock aliviado.

Coniston se sentó, aún más desconcertado.

Rathbone se volvió de nuevo hacia Agatha Nisbet.

—Señorita Nisbet, me parece que no es necesario que el tribunal conozca todos los detalles de sus conversaciones con el doctor Lambourn en relación con la adquisición y la disponibilidad de opio, como tampoco sobre los medios que usted use para conocer su calidad. Aceptaré que es usted una experta, y solicitaré a su señoría si el tribunal aceptará el testimonio de su éxito en el tratamiento del dolor como prueba suficiente. —Se volvió hacia Pendock—. ¿Señoría?

—La aceptaremos —contestó Pendock—. Le ruego que avance en el objetivo que le haya hecho llamar a la testigo en relación con la muerte de Zenia Gadney.

Coniston se relajó y apoyó la espalda contra el respaldo de su asiento.

—Gracias, señoría —dijo Rathbone gentilmente. Levantó la vista hacia Agatha otra vez—. Cuando el doctor Lambourn fue a verla, ¿sobre qué estaba interesado y esperaba que usted lo informara, señorita Nisbet?

—Sobre el opio. En concreto le interesaba saber quién lo cortaba y con qué, de modo que dejara de ser puro —contestó Agatha—. Así que le conté lo que sé sobre su comercio. Me escuchó de principio a fin, pobre diablo. —La expresión de su rostro, ensombrecido por una oscura y compleja emoción, resultaba indescifrable—. Le expliqué todo lo que sabía.

—¿Sobre el transporte de opio y su entrada en el puerto de Londres? —prosiguió Rathbone.

—Eso fue lo primero que quiso saber —contestó Agatha.

—¿Y después?

—¡Señoría! —protestó Coniston.

—Siéntese, señor Coniston —ordenó Pendock—. Debemos permitir que la defensa llegue a un punto de cierta relevancia, y supongo que no tardará en llegar.

Coniston se quedó anonadado. Saltaba a la vista que había contado con que Pendock lo respaldara, pero, al menos por el momento, estuvo dispuesto a aguardar.

Rathbone comenzó de nuevo.

—Me figuro que le explicaría algo más que los meros pormenores del transporte —dijo a Agatha—. Eso no parece que guarde relación alguna con la muerte de Zenia Gadney, así como tampoco con su muerte, según parece por suicidio.

—Claro que no —dijo Agatha muy indignada—. Le hablé del nuevo método para administrar opio de alta calidad con una aguja. Actúa más deprisa y con más contundencia contra el dolor. El problema es que luego resulta mucho más difícil dejar de tomarlo. Cuanto más tiempo lo tomas, más cuesta. Semanas o incluso más, y hay personas que nunca pueden parar. Entonces eres dueño de sus vidas. Venderían a su propia madre por una dosis.

Esta vez Coniston no vaciló. Ya estaba de pie y avanzaba a grandes zancadas hacia el entarimado antes incluso de comenzar a hablar.

—¡Señoría! Ya hemos establecido que es posible que la ignorancia o la torpeza pueden conducir a un mal uso del opio, y probablemente de cualquier otro medicamento, y su señoría ha dictaminado que sacarlo a relucir aquí, en este juicio que no tiene nada que ver con el opio salvo muy de refilón, es irrelevante. Supone una pérdida de tiempo, asustará a la opinión pública innecesariamente y bien podría resultar difamatorio para médicos que no están presentes para defenderse a sí mismos, su honor y su reputación.

Pendock tenía la tez cenicienta, y todo el mundo podía ver cuánto le costaba el esfuerzo que hacía para dominarse.

—Pienso que debemos permitir que la señorita Nisbet nos cuente qué preocupaba tanto al doctor Lambourn, si es que en efecto lo sabe —contestó—. Le advertiré de que no deben mencionarse nombres, excepto si tiene pruebas de lo que diga. Esto debería bastar para disipar su inquietud a propósito de posibles calumnias. —Se volvió hacia Rathbone—. Por favor, continúe, sir Oliver, pero llegue a alguna cuestión relevante tan pronto como pueda, preferiblemente antes del almuerzo.

—Gracias, señoría. —Rathbone le dedicó una gentil inclinación de cabeza. Antes de que Coniston hubiese regresado a su sitio, confundido y enojado, pidió a Agatha Nisbet que prosiguiera.

—Me hizo un montón de preguntas sobre la adicción —dijo Agatha en voz baja—. Sobre cómo superarla. Le dije que para la mayoría era imposible.

Ahora el silencio en la sala era absoluto, como si todo hombre y mujer estuviera conteniendo el aliento, temeroso de moverse por si el menor ruido fuese a distorsionar una palabra.

Había llegado la hora. Rathbone vaciló, respiró profunda y lentamente, y luego hizo la pregunta, con la voz un poco ronca.

—¿Y él cómo reaccionó, señorita Nisbet?

—Se quedó hecho polvo —dijo Agatha llanamente—. Me pidió si le mostraría alguna prueba, de modo que supiera de qué estábamos hablando, y así poder incluirlo en su informe para el gobierno.

—¿Le dijo por qué quería incluirlo en su informe?

—¡Claro que no, pero no soy idiota! Quería que el gobierno hiciera una ley para que fuese delito vender a la gente esa clase de opio, con las agujas para inyectarlo en la sangre. Quería que solo los médicos que realmente supieran lo que hacían pudieran administrárselo a los pacientes. —Miró a Rathbone con una rabia tan intensa que las palabras parecían insuficientes para expresarla. Parpadeó varias veces—. Quería ver por sí mismo lo que realmente le hace a una persona… Quería saberlo todo.

—¿Y usted se avino a hacerlo? —preguntó Rathbone en voz baja.

—Faltaría más —contestó Agatha en tono mordaz, aunque su voz reflejaba pesadumbre, y Rathbone se sintió culpable por lo que se disponía a hacer. Pero no tenía elección. No solo estaba dando el último y más desesperado paso en defensa de Dinah Lambourn, sino que le constaba que aquel era el motivo por el que había muerto Joel Lambourn y que, sin lugar a dudas, era lo correcto. Sería un auténtico horror aguardar a que con el tiempo se destrozara la vida a miles, decenas de miles de personas. El sufrimiento de una sola era un precio demasiado bajo para eludir la cuestión.

Coniston estaba de pie.

—Señoría, la señorita Nisbet quizá sea una mujer de gran valía, y no es mi intención menospreciar su entrega y su esfuerzo, pero todo su testimonio sigue siendo de oídas. Supongo que no será adicta al opio. Si lo es, parece arreglárselas de maravilla para disimularlo. Sería frívolo dar a entender que le sienta bien, pero lo que sí digo es que es una mera observadora y, por añadidura, sin la debida formación profesional. Si tenemos que creer todo esto sobre el opio, también será preciso el testimonio de médicos que lo corroboren, no el de la señorita Nisbet, pese a su gran labor humanitaria.

Pendock miró a Rathbone con una expresión inquisitiva y una mirada de pánico en los ojos hundidos.

Rathbone se volvió hacia el estrado.

—¿A quién fue a ver con el doctor Lambourn, señorita Nisbet?

—Al doctor Alvar Doulting —contestó Agatha con voz ronca—. Lo conozco desde hace años. Lo conocí cuando era uno de los mejores médicos que haya visto en mi vida.

—¿Y ahora ya no lo es? —preguntó Rathbone.

La mirada de Agatha fue de amargura y pesar.

—Hay días en los que está bien. Hoy lo estará, seguramente.

—¿Está enfermo? —preguntó Rathbone.

Coniston volvió a ponerse de pie.

—Señoría, si el testigo no va a venir por motivos de salud o de otra índole —señaló en tono cáustico—, ¿cuál es el propósito de este testimonio de oídas?

—Está viniendo, señoría —dijo Rathbone, rezando para que fuera verdad. Se suponía que Hester iba a llevarlo al tribunal, con ayuda de Monk si era preciso.

Coniston miró a su alrededor como si buscara al médico. Encogió ligeramente los hombros.

—¿En serio?

Rathbone estaba desesperado. Ni Monk ni Hester habían entrado en la sala para indicarle que Doulting ya hubiese llegado. Si Rathbone lo llamaba y Doulting no se presentaba, Coniston exigiría que comenzaran con los alegatos y Pendock no tendría excusa alguna para oponerse.

—Todavía me quedan algunas preguntas que hacer a la señorita Nisbet —dijo Rathbone, pensando apresuradamente cómo alargar el interrogatorio un poco más. En realidad había muy poca cosa que Agatha Nisbet pudiera decir sin que resultara patente, incluso para el jurado, que Rathbone estaba ganando tiempo.

—Señoría. —El hastío de Coniston solo era ligeramente exagerado—. El tribunal ya está siendo bastante indulgente con la acusada al permitir que este médico testifique. Si ni siquiera puede presentarse…

Pendock tomó las riendas de la situación. Dio un discreto golpe con el martillo.

—Se levanta la sesión durante una hora para permitir que todo el mundo se serene, quizá tomando un vaso de agua.

Se levantó rígidamente, como si le dolieran las articulaciones, y salió de la sala.

En cuanto se hubo marchado, Coniston fue en busca de Rathbone. Tenía el semblante muy pálido y era la primera vez que Rathbone lo veía así, con el cuello duro un poco torcido.

—¿Podemos hablar? —preguntó Coniston con apremio.

—Dudo que haya mucho que decir —contestó Rathbone.

Coniston movió la mano como si fuera a coger a Rathbone del brazo, pero cambió de opinión y la dejó caer otra vez.

—Por favor. Este asunto es muy grave. No estoy seguro de que usted entienda el alcance de sus consecuencias.

—Y yo no lo estoy de que vaya a suponer diferencia alguna —le dijo Rathbone con franqueza.

—De todos modos, no me vendría mal tomar una copa —repuso Coniston—. Estoy confuso, y creo que usted también. ¿Qué le ha hecho a Pendock? ¡Parece un muerto viviente!

—Eso no le incumbe —respondió Rathbone con un asomo de sonrisa para que sus palabras no fueran hirientes aunque las hubiese dicho en serio—. Si él quiere contárselo, es asunto suyo.

Salieron al vestíbulo y Coniston se paró de golpe, mirando fijamente a Rathbone. Por primera vez se dio cuenta de que realmente algo había cambiado, quizá para siempre, y que ya no controlaba la situación.

Rathbone pasó delante, salió del juzgado y bajó la escalinata hasta la calle. Fueron a la taberna más cercana y decente que encontraron y pidieron brandy, a pesar de que era media mañana.

—Está jugando con fuego —dijo Coniston en voz muy baja después de tomar el primer sorbo de su copa, dejando que el aguardiente le calentara la garganta—. ¿Sabe qué clase de restricciones iba a defender Lambourn y quién se convertiría en delincuente si se aprobaran?

—¡No! —contestó Rathbone, también en voz baja—. Pero estoy empezando a tener claro que usted sí.

Coniston se mostró adusto.

—Sabe que no puede preguntármelo, Rathbone. El secreto profesional me impide revelar lo que se me haya confiado.

—Eso depende en buena medida de quién lo haya hecho —señaló Rathbone—. Y de si oculta la verdad sobre la muerte de Lambourn y, por consiguiente, protege a quien asesinó y evisceró a Zenia Gadney.

—Ni por asomo —respondió Coniston, abriendo mucho los ojos—. Me conoce lo suficiente para pensar algo semejante.

—¿Está seguro? —preguntó Rathbone, buscando los ojos de Coniston y sosteniéndole la mirada—. ¿Qué me dice del asesinato de Dinah Lambourn? Y eso es lo que será si permitimos deliberadamente que la ahorquen por un crimen que no cometió. Creo que usted ve con tanta claridad como yo que en este pleito hay mucho más que meros celos entre dos mujeres que se conocen desde hace casi veinte años.

Coniston permaneció callado un momento y tomó otro sorbo de brandy. La mano que sostenía la copa presentaba los nudillos blancos.

—La muerte de Lambourn fue el catalizador —dijo finalmente—. De pronto su dinero estaba en juego, la vida que llevaba Dinah con sus hijas podía cambiar drásticamente.

—Tonterías —repuso Rathbone—. La vida de Dinah terminó con la muerte de Lambourn porque ella lo amaba. Fue asesinado debido a su propuesta para añadir restricciones a la venta de opio, encaminadas a combatir la adicción que provoca inyectarlo. Dinah está dispuesta a arriesgarse a que la ahorquen para limpiar su nombre de la deshonra que supone el suicidio y restablecer su reputación como profesional, y tal vez incluso para que alguien termine su trabajo, simplemente porque Lambourn creía en él. Y eso a pesar de que ella no sabía, y sigue sin saber, en qué consistía realmente.

—¡Por el amor de Dios, Rathbone! —exclamó Coniston—. Se enfrenta al verdugo porque la evidencia dice que es culpable. Mintió a Monk y fue descubierta. Según los testimonios que usted ha presentado, si Lambourn no se quitó la vida, incluso es posible que también lo matara ella. Solo contamos con su palabra y la de su cuñada para sustentar que estuviera enterada de la existencia de Zenia Gadney. Sigue siendo más que razonable decir que no se enteró hasta después de la muerte de Lambourn, y esa es la conexión. —Sonrió con amarga ironía—. Quizás usted mismo haya demostrado que es culpable de ambos asesinatos. Suponiendo que el de Lambourn lo fuera.

Rathbone se quedó mirando fijamente a Coniston. Lo conocía desde hacía años, aunque no muy bien. En ese momento se dio cuenta de lo poco que sabía. Buena familia; excelente educación; buena carrera, cada vez mejor. Matrimonio afortunado aunque posiblemente aburrido, tres hijas y un hijo. Pero nada sabía sobre el hombre en sí mismo, sus esperanzas o sus sueños. ¿Qué lo ofendía, qué le hacía reír? ¿Qué temía, aparte de la pobreza y el fracaso? ¿Tenía miedo de cometer un error y condenar a una persona inocente, o solo de que se supiera? ¿Alguna vez se sentía solo? ¿Dudaba de lo mejor de sí mismo o temía lo peor? ¿Había amado a alguien que resultó ser la persona equivocada, tal como le había sucedido a Rathbone?

No tenía ni idea.

—¿Le importa saber la verdad? —dijo Rathbone en voz baja.

Coniston se inclinó sobre la mesa con el rostro tenso, los rasgos súbitamente tirantes a causa de su apremio.

—¡Por supuesto que sí! Y lo que más me importa es que no traicionemos las leyes y las libertades de nuestro país, la tolerancia debida a que cada individuo tenga derecho a tomar los medicamentos que decida y del modo que decida. Informar es una cosa, y la apoyo por completo, pero ilegalizar el opio y convertir en delincuentes a quienes lo venden es harina de otro costal. No puede demostrar nada con el testimonio de esa tal Nisbet. Lo único que hace es asustar a la gente que más ayuda necesita.

—Quizá seamos capaces de llevar a cabo lo que dicte la Ley de Farmacia, tanto si se restringe la venta de opio como si no. Esa decisión no nos corresponde —arguyó Rathbone—. Pero podemos y debemos influir en lo que suceda en el Old Bailey esta semana. Más vale que decida de qué lado está, Coniston, porque no podrá nadar y guardar la ropa por mucho más tiempo. ¿Está seguro, más allá de toda duda razonable, de que lo que dice esa mujer no es verdad y de que no guarda relación alguna con el motivo por el que mataron a Lambourn?

Coniston pestañeó.

—¿Qué está diciendo? ¿Que un vendedor de opio puro mató a Lambourn y después a Zenia Gadney?

—¿Está seguro de que no fue así? —Rathbone inhaló profundamente y soltó el aire despacio. El corazón le palpitaba en el pecho con tanta violencia que sin duda le hacía temblar todo el cuerpo—. ¡Usted sabe quién es!, ¿verdad?

Fue una afirmación, no una pregunta; de hecho, casi una acusación.

—No mató a Lambourn ni a Zenia Gadney —dijo Coniston en voz tan baja que Rathbone apenas lo oyó—. ¿Realmente piensa que no me habría cerciorado?

—¿Lo hizo? ¿Le consta, Coniston, o es lo que cree? —preguntó Rathbone. ¿Volvía a escurrírsele todo de las manos, ahora que lo tenía agarrado, como arena entre los dedos?

—Me consta —contestó Coniston—. Concédame al menos eso. Él cree que la reacción de Lambourn a lo que le dijo Agatha Nisbet fue histérica y completamente desproporcionada. Quería que se suprimiera esa parte de su informe. No es culpable de esto. Lambourn era un fanático y se suicidó. Su esposa no pudo soportarlo y eligió esta espantosa y demencial intentona para forzar la mano del gobierno.

La mirada le vaciló un instante, de un modo casi imperceptible.

—¿Qué? —inquirió Rathbone.

—Traiga a su testigo. —La voz de Coniston fue un susurro, prácticamente ahogado en su garganta. Suspiró—. Juegue su baza. Supongo que de todos modos lo hará. Pero queda advertido: si se las arregla para arruinarle la vida a un hombre inocente, me encargaré personalmente de que pague por ello con su carrera. Me importa un bledo lo inteligente que sea.

—¿Inocente de qué? ¿De asesinar a Lambourn y a Zenia Gadney, o solo de vender a la gente un billete de ida al infierno?

—¡Déjese de piruetas y demuestre alguna cosa! —contestó Coniston.

—Descuide. —Rathbone se terminó el brandy—. Pero no lo olvide: basta con una duda razonable. —Dejó el vaso vacío en la mesa y se puso de pie. Se dirigió hacia la calle sin volver la vista atrás.

De regreso en el juzgado, Rathbone no vio rastro de Hester ni de Monk en los pasillos. La tensión le agarrotó los músculos.

El juicio se reanudó con Agatha Nisbet de nuevo en el estrado. Los miembros del jurado estaban pálidos y descontentos, pero ninguno de ellos apartó la mirada o la atención de ella.

—Señorita Nisbet, nos ha descrito uno de los sufrimientos más terribles que cualquiera de nosotros hubiera oído jamás —comenzó Rathbone—. ¿Describió estas mismas cosas al doctor Lambourn?

—Sí —contestó Agatha simplemente—. Lo cogí y se las mostré.

—¿Y cómo reaccionó el doctor Lambourn? —preguntó Rathbone, levantando la vista hacia Agatha otra vez.

—Se quedó muy angustiado —contestó ella—. Parecía que tuviera las fiebres palúdicas. Al principio solo le repugnó, como le pasaría a cualquiera, y luego, a medida que fue viendo más cosas, la cara se le puso grisácea y tuve miedo de que fuera a darle una apoplejía o un ataque de corazón. Incluso fui a buscarle una copa de brandy.

—¿Y eso lo reanimó? —preguntó Rathbone.

—No mucho. Parecía que hubiese visto la muerte de frente. Me figuro que así fue, solo que aún faltaban unos días para que lo encontraran con las muñecas cortadas, pobre hombre.

Su lenguaje era rudo, pero la compasión que transmitía su rostro, incluso la pena, era demasiado intensa para subestimarla o ignorarla.

Rathbone corrió un riesgo adrede, pero el tiempo apremiaba.

—¿Le pareció que tuviera tendencias suicidas?

—¿El doctor? —dijo incrédula—. ¡No diga tonterías! Estaba empeñado en ponerle fin, costara lo que costase. Nunca pensó que pudiera costarle la vida. Y mucho menos la de su esposa.

—¿Se refiere a Zenia Gadney?

—No había oído hablar de ella hasta ahora. Me refería a Dinah. Y si piensa que ella lo mató, está más loco que quienes están encerrados en Bedlam, encadenados a las paredes, aullando a la luna.

Rathbone contuvo la risa casi histérica que le provocó aquella respuesta.

—Nunca he pensado tal cosa, señorita Nisbet. Como tampoco pienso que matara a la señora Gadney. Creo que Dinah Lambourn adivinó parte de esto. Luego, cuando asesinaron a Zenia Gadney, permitió que la acusaran, e incluso reforzó su apariencia de culpable, diciendo una mentira que sabía que no tardaría en ser descubierta.

Vaciló solo un instante.

—Esto es lo que hizo, arriesgando su propia vida, para que este tribunal tuviera ocasión de esclarecer y sacar a la luz la verdad. Le agradezco, señorita Nisbet, el coraje que ha demostrado viniendo aquí para hablarnos de unos horrores que sin duda hubiera preferido con mucho no tener que revivir. Por favor, aguarde en el estrado por si el señor Coniston tiene algo que preguntarle.

Regresó a su asiento, preguntándose qué haría Coniston, y si Pendock lo respaldaría en caso de que protestara.

Coniston se levantó despacio. Caminó hasta el centro del entarimado con más garbo del habitual en él. Rathbone no lo conocía suficientemente para estar seguro de si ello se debía a un exceso de confianza o si se trataba de una manera de ganar tiempo por carecer de ella.

En cuanto Coniston habló, tuvo claro que se trataba de lo segundo. Toda su anterior certidumbre se había desvanecido, pero, no obstante, llevaba una buena máscara. El jurado no se percataría.

—Señorita Nisbet —comenzó Coniston gentilmente—, ha visto cosas muy chocantes y atroces. Merece usted mi respeto, dado que está claro que han despertado su compasión y su voluntad de ayudar y atender a quienes enferman por la causa que sea. —Dio dos o tres pasos hacia la izquierda y regresó—. En todo este horror, ¿llegó a ver el rostro de algún hombre responsable de la venta de opio y de esas agujas para inyectarlo en la sangre? ¿Está segura de que lo reconocería si lo viera en un contexto distinto del de su comercio?

Rathbone reparó en la expresión confundida del semblante de Agatha. Se puso de pie.

—Señoría, la señorita Nisbet no ha declarado que lo reconocería, ni siquiera que supiera su nombre. Lo único que ha dicho es que el doctor Lambourn reaccionó con suma aflicción al oír su relato y que se comportó como si supiera de quién se trataba.

—Tiene razón, sir Oliver —confirmó Pendock. Se volvió hacia Coniston—. Tal vez sería más sencillo, señor Coniston, si se limitara a preguntar a la testigo si cree que reconocería a ese hombre si lo viera aquí o en algún otro lugar.

Coniston apretó los dientes pero obedeció.

Agatha contestó sin rodeos.

—Que yo sepa, no lo he visto nunca. Pero… —se interrumpió bruscamente.

—¿Pero…? —preguntó Coniston enseguida.

—Pero eso no sirve de nada —contestó Agatha, resultando obvio que mentía.

Coniston tomó aire para hacerle otra pregunta, pero en el último momento cambió de parecer.

—Gracias, señorita Nisbet —dijo. Dio media vuelta y se dirigió hacia su mesa—. ¡Oh! Solo una cosa más, ¿el doctor Lambourn le dijo que sabía quién era ese hombre, o que lo conociera, que fuera a desafiarlo, a arruinarle la vida, a encargarse de que lo encarcelaran? ¿Algo por el estilo?

Se trataba de una apuesta, e incluso el jurado pareció ser consciente de ello. El silencio era absoluto.

Rathbone se levantó de nuevo.

—Señoría, ¿tal vez una pregunta a la vez resultaría más clara, tanto para la señorita Nisbet como para el jurado?

—En efecto —concedió Pendock—. Señor Coniston, tenga la bondad.

Coniston se sonrojó, y apretó tanto la mandíbula que los músculos le sobresalieron.

—Señoría —dijo con un ligerísimo matiz de sarcasmo en su aquiescencia—. Señorita Nisbet, ¿el doctor Lambourn le dijo que conocía a ese hombre que según usted vende opio para enriquecerse?

—No, señor, pero se puso tan pálido como si fuera a desmayarse —contestó Agatha.

—¿Pudo ser debido a la reacción natural de un hombre honrado ante tan abominable crimen y sufrimiento?

—Claro que pudo serlo —dijo Agatha con sequedad.

—¿Dijo que tuviera el deseo o la capacidad de arruinar la vida de ese hombre? Por ejemplo, ¿enviándolo a prisión? —prosiguió Coniston.

—Fui a buscarle un brandy. No dijo gran cosa, aparte de darme las gracias.

—Entiendo. ¿En algún momento le dijo que fuera a enfrentarse a ese hombre, a acusarlo o hacerle responder por su espantoso comercio? ¿Le dijo el nombre de ese hombre?

—No.

—Gracias, señorita Nisbet. No tengo más preguntas.

Rathbone estaba de pie una vez más.

—Con la venia, señoría, ¿puedo repreguntar?

—Por supuesto —le dijo Pendock.

Rathbone levantó la vista hacia Agatha.

—Señorita Nisbet, ¿se formó usted la opinión de que el doctor Lambourn se quedó profundamente consternado por lo que usted le contó?

—Claro que lo estaba —dijo Agatha con mordacidad.

—¿Debido al sufrimiento, al crimen que implicaba?

—Creo que fue porque tenía una idea de quién era el responsable —contestó Agatha despacio y con toda claridad—. Pero no me lo dijo.

Se produjo un inmediato rumor de asombro y espanto en la sala. Rathbone se volvió hacia la galería y, justo en ese momento, se abrió la puerta y Hester entró. Sus ojos se encontraron y Hester asintió discretamente. El alivio invadió a Rathbone como una oleada de calor. Se volvió hacia el juez, todavía con una sonrisa en los labios.

—Quisiera llamar al doctor Alvar Doulting al estrado, señoría.

Pendock echó un vistazo al reloj de la pared de enfrente.

—Muy bien. Proceda.

Alvar Doulting recorrió el pasillo entre los asientos de la galería hasta el entarimado. Subió los peldaños del estrado de los testigos con cierta dificultad. Cuando llegó arriba y se puso de cara a Rathbone, todo lo que Agatha Nisbet había dicho sobre un infierno en vida devino súbitamente real para Rathbone. Doulting parecía un hombre que viviera en una pesadilla. Tenía la piel cenicienta y reluciente de sudor. A pesar de que se aferraba a la barandilla, temblaba violentamente. Tenía un tic en un músculo de la cara y estaba tan demacrado que los huesos del cráneo daban la impresión de tirar de la piel.

Rathbone sintió una desgarradora culpabilidad por haberlo obligado a acudir al juzgado.

Doulting prestó juramento, dando su nombre y sus cualificaciones profesionales, que eran impresionantes. Quedó claro que antaño fue un gran médico en ciernes. El hombre que ahora tenían delante resultaba aún más espantoso por esta razón.

Basándose en lo que Agatha Nisbet le había dicho, Rathbone comenzó su interrogatorio, apremiado por la sensación de que Doulting quizá no resistiría mucho tiempo en condiciones de poder declarar. Si la diarrea, los vómitos o los calambres que Winfarthing le había descrito como síntomas de la abstinencia lo acometían, sería incapaz de continuar, por más vital que su testimonio fuese para el caso. Y, sin embargo, se sentía cruel haciéndolo.

—Gracias, doctor Doulting —dijo Rathbone con absoluta sinceridad—. Agradezco que haya venido y, dado que obviamente no se encuentra usted bien, seré tan breve como pueda. ¿Habló con el doctor Lambourn poco antes de su muerte a primeros de octubre?

—Sí, en efecto —contestó Doulting. Su voz era firme pese al deterioro físico.

—¿Le preguntó acerca de la venta y el uso de opio, en el curso de su investigación para una posible Ley de Farmacia que preparaba el Parlamento?

—Sí.

—¿Qué le contó usted, si es que lo hizo, aparte de los peligros que entraña el abuso de esa sustancia o el que no esté debidamente etiquetada?

Doulting agarró la barandilla con más fuerza y respiró profundamente.

—Le expliqué el alivio que el opio supone para el dolor agudo cuando se inyecta directamente en el torrente sanguíneo utilizando el invento reciente de una aguja hueca acoplada a una jeringuilla. También le conté lo mucho más adictivo que resulta cuando se administra así, de modo que en cuestión de días es prácticamente imposible que una persona sea capaz de prescindir de él. Se adueña de su vida. El infierno que conlleva no tomarlo es casi tan malo como el dolor que en su momento alivió.

Rathbone estaba obligado a hacer la pregunta siguiente, por más que detestara hacerla.

—¿Y usted por qué lo sabe, doctor Doulting?

—Porque soy adicto —contestó Doulting—. Me lo dieron con la mejor intención, cuando me rompí la pelvis en un accidente. El dolor era casi insoportable. Me dieron opio durante cierto tiempo, hasta que los huesos se soldaron. Ahora que prácticamente he olvidado ese dolor, desearía no haber tomado opio, no saber nada sobre él. Me da miedo el infierno del síndrome de abstinencia y solo soporto sobrevivir por el consuelo que me traerá la próxima dosis de opio.

—¿Dónde lo obtiene? —preguntó Rathbone.

—Se lo compro a un hombre que me lo vende lo bastante puro para que me lo pueda inyectar.

—¿Es caro?

—Sí.

—¿Cómo hace para pagarlo?

—He perdido todo lo que tenía; mi casa, mi familia, mi consulta. Ahora tengo que encargarme de venderlo a otros que también se han convertido en sus esclavos. A veces pienso que sería mejor estar muerto. —Lo dijo sin un ápice de melodrama, sin la más mínima autocompasión—. Desde luego sería mejor para los demás, y quizá también lo sería para mí.

Rathbone deseó contestar reconfortándolo, aunque solo fuese reconociendo su dignidad, pero aquel no era el lugar para hacerlo.

—¿Sabe el nombre de ese hombre, doctor Doulting? —preguntó.

—No. Si lo supiera se lo habría dicho.

—¿En serio? ¿Qué sucedería con su suministro, entonces?

—Se interrumpiría, tal como me figuro que sucederá ahora que he testificado aquí. En realidad ya no me importa.

Rathbone bajó la mirada.

—Nada de lo que yo diga mitigará su dolor. Lo mejor que puedo ofrecerle es mi agradecimiento por venir a declarar ante este tribunal, habida cuenta del coste que tendrá para usted. Le ruego que aguarde por si el señor Coniston quiere hacerle alguna pregunta.

Coniston se levantó lentamente.

—Doctor Doulting, ¿espera que aceptemos este espantoso relato fundamentándonos solo en su palabra? Según usted mismo acaba de admitir, se ha convertido en el criado de ese hombre y hará cualquier cosa con tal de conseguir su dosis de opio.

Doulting lo miró con hastiado desdén.

—Si duda de mi palabra, vaya a los callejones de los bajos fondos donde se cobijan los perdidos y los moribundos. Encontrará a otras personas que le dirán lo mismo. ¡Por el amor de Dios, fíjese en mí! Antes del opio era tan respetable como usted y mi vida era tan confortable como la suya. Tenía categoría y posición, un hogar y una profesión. Tenía salud. Por las noches dormía en mi propia cama y me levantaba con ganas de comenzar el nuevo día. Ahora lo único que quiero es redimirme y morir.

Una oleada de compasión recorrió la sala en forma de suspiros y murmullos, y resultó tan palpable que el propio Coniston se vio incapaz de continuar. Levantó la vista hacia Doulting y luego miró a Rathbone. Alguien de la galería le gritó que se sentara.

Pendock hizo sonar el martillo.

—¡Orden! —dijo, levantando la voz—. Orden en la sala. Gracias, señor Coniston. ¿Eso es todo?

—Sí, señoría, gracias.

Pendock miró a Rathbone.

Sir Oliver, mañana podrá hacer su alegato. Se levanta la sesión.

Al caer la noche, Rathbone, Monk, Hester y Runcorn se sentaron a la mesa de la cocina para cenar algo, beber té y planear el último día del juicio. El aguanieve azotaba las ventanas y el horno convertía la estancia en una isla de calor.

—Es posible que tenga pruebas suficientes para lograr un veredicto fundamentado en una duda razonable —dijo Rathbone con tristeza—. Supongo que eso es mejor que lo que esperaba conseguir hace un par de días. Pero quiero demostrar su inocencia. Si no conseguimos algo mejor, su vida seguirá siendo una ruina.

—Y no habrá limpiado el nombre de Lambourn —señaló Monk.

Hester contemplaba los platos del aparador, pero era evidente que miraba más allá, hacia un lugar que solo ella veía.

—¿Piensas que Lambourn sabía quién era? —preguntó, meneando un poco la cabeza y mirando a Rathbone—. Tenía que saberlo, ¿verdad? O, como mínimo, quienquiera que sea ese hombre, creía que Lambourn lo sabía. Sin duda es la razón por la que lo asesinaron. Si hubiese entregado ese informe y el gobierno lo hubiese leído, concretamente el señor Gladstone, vender opio quizás habría pasado a ser ilegal. Eso significa que es alguien a quien conocía.

Rathbone lo meditó unos instantes.

—Tendría sentido —opinó Runcorn—. Si lo mató alguien a quien conocía, se explicaría que saliera a reunirse a solas con él aunque fuera de noche. Quizás incluso subió a One Tree Hill por su cuenta.

—Si subió de noche a la colina con él, conociéndolo y sabiendo qué hacía, ¡Lambourn sería un idiota! —dijo Monk ferozmente. Se pasó las manos por el pelo—. Perdón —se disculpó—. Hay algo que estamos pasando por alto. En realidad bien pudo subir a la colina con alguien a quien conocía. No había huellas de cascos de caballo ni marcas de neumáticos en el sendero o en la hierba, y nadie pudo subirlo a cuestas sin ayuda. Incluso entre dos habría sido difícil. No tendría sentido.

Rathbone asintió.

—Siempre hemos dado por sentado que subió por voluntad propia, pero solo. —Se volvió hacia Runcorn—. ¿Había otras huellas aparte de las suyas?

—Las del hombre que lo encontró y, para cuando yo llegué, las de otros policías y las del médico forense —contestó Runcorn—. Tal vez estuvieran las de otra persona, pero no las habría visto. Y para serle franco, entonces yo también creí que se trataba de un suicidio. No pensé en otras alternativas. Tendría que haberlo hecho —agregó, culpándose de un descuido irresponsable.

Rathbone miró a Monk y vio lástima en su semblante. Aquello habría sido inimaginable tan solo un par de años antes, pero tuvo el tacto suficiente para no ofrecer un falso consuelo.

Fue Hester quien habló.

—En realidad sabemos que no fueron Herne ni Bawtry en persona porque hay muchas personas que pueden jurar haberlos visto en otro lugar. De modo que si uno de ellos era quien vendía el opio, tuvieron que contar con un tercero que sería el autor material del asesinato de Lambourn. Sin embargo, no pueden dar cuenta de su paradero cuando Zenia Gadney fue asesinada. No se les ocurriría buscar una coartada porque, como nadie más lo sabía, no existía conexión.

—¿Pagaron a alguien para que matara a Lambourn? —preguntó Rathbone—. ¿A Zenia? ¿Es concebible? ¿Y luego la mataron para que no pudiera traicionarlos o hacerles chantaje?

—¿Por qué esperar dos meses? —preguntó Monk.

—Quizá no intentó chantajearlos hasta entonces —sugirió Rathbone.

—O quizá no sean ni Herne ni Bawtry —terció Runcorn—. ¿Qué nos queda si es alguien totalmente distinto?

Monk suspiró.

—Veamos quién tiene que ser. —Fue contando con los dedos los distintos puntos, uno por uno—. Alguien a quien Lambourn conocía y que tenía el poder necesario para lograr que se rechazara su informe y tildarlo de incompetente. —Pasó al segundo dedo—. Alguien capaz de conseguir opio de gran pureza para venderlo. —Se tocó el tercer dedo—. Alguien que estaba enterado de su relación con Zenia Gadney, y que estaba en posición de hacer que pareciera que Dinah la había matado.

—Uno más —agregó Hester.

—¿Cuál?

—Alguien que conocía a una mujer que pudiera hacerse pasar por Dinah en la tienda de Copenhagen Street. Tal vez llevara peluca para imitar el peinado de Dinah, pero tuvo que ser una mujer —contestó.

—Salvo que fuera la propia Dinah —apostilló Monk. Los miró a todos para ver qué pensaban.

De pronto Rathbone tuvo una idea. Levantó la vista de golpe.

—Creo… creo que ya lo tengo. —Sus palabras sonaron absurdas, no valientes o desesperadas—. Mañana quiero a Bawtry en el juzgado, y también a Herne y a su esposa. Creo que sé cómo jugársela en el estrado.

—¿Crees? —dijo Monk en voz baja.

—Sí… Eso creo. ¿Tienes una idea mejor?

Monk volvió a pasarse las manos por el pelo.

—No.

Miró a Runcorn.

—Haremos lo que quiera —prometió Runcorn—. Dios nos asista.

—Gracias —contestó Rathbone casi en un susurro, preguntándose si estaba en lo cierto y si lo conseguiría.