El día de la peluca
Cuando su madre estaba muriéndose en el hospital de Walley, Anita volvió a casa para cuidar de ella, aunque ya no trabajaba como enfermera. Un día la paró por el pasillo una mujer baja, de hombros y caderas anchos, con el pelo corto y canoso.
—Me he enterado de que estabas aquí, Anita —dijo aquella mujer con una risa que parecía agresiva y desconcertada a la vez—. ¡No te quedes tan pasmada!
Era Margot, a quien Anita no había visto durante más de treinta años.
—Quiero que vengas a mi casa —dijo Margot—. Date un respiro. Ven pronto.
Anita se tomó un día libre y fue a verla. Margot y su esposo habían construido una casa nueva que daba al puerto, en un lugar donde antes no había más que matorrales bajos y senderos secretos de niños. Estaba hecha de ladrillo gris y era larga y baja. Pero lo suficientemente alta, sugirió Anita, lo suficientemente alta para fastidiar la excelente panorámica de las bonitas casas de más de cien años que hay al otro lado de la calle.
—Cretinos —dijo Margot—. Presentaron una demanda contra nosotros. Fueron al Comité.
Pero el marido de Margot ya había inclinado al Comité a su favor.
Al marido de Margot le había ido bien. Anita ya se había enterado. Poseía una flota de autobuses que llevaba a los niños a la escuela y a las personas mayores a ver las flores en Niágara y las hojas de otoño en Haliburton. A veces llevaban clubes de solteros y personas que estaban de vacaciones en viajes más aventureros: a Nashville o a Las Vegas.
Margot le fue enseñando la casa. La cocina estaba hecha en color almendra —Anita se equivocó al llamarlo crema—, con un ribete azul verdoso y amarillo pálido. Margot dijo que todo aquel aire natural de la madera era anticuado. No entraron en la sala de estar, con su alfombra rosa, sus sillas de seda a rayas y metros y metros de cortinas color verde pálido, con mucha caída, y decoradas con figuras. La admiraron desde el umbral, exquisita, oscura, intacta. La habitación principal y su baño estaban decorados en blanco y oro y rojo amapola. Había un jacuzzi y una sauna.
—A mí me habría gustado algo menos brillante —dijo Margot—. Pero no se puede pedir a un hombre que duerma con colores pasteles.
Anita le preguntó si había pensado alguna vez en trabajar.
Margot echó hacia atrás la cabeza y dio un bufido entre risas.
—¿Bromeas? De todos modos tengo un trabajo. Espera a ver los gigantes que tengo que alimentar. Además, esta casa no funciona exactamente con un motor mágico.
Sacó una jarra de sangría de la nevera y la puso sobre una bandeja, con dos vasos a juego.
—¿Te gusta esto? Estupendo. Nos sentaremos y beberemos fuera.
Margot llevaba unos pantalones cortos de flores verdes y una camiseta a juego. Tenía las piernas gruesas y desfiguradas con venas hinchadas, la carne de la parte superior de sus brazos estaba abultada, su piel era morena, manchada de lunares, curtida por tanto sol.
—¿Cómo es que estás delgada todavía? —le preguntó divertida. Dio un capirotazo al pelo de Anita—. ¿Cómo es que no tienes canas? ¿Con ayuda química? Estás muy guapa.
Lo dice sin envidia, como si hablase con alguien más joven que ella, todavía no probada, e inexperta.
Parecía que todo su cuidado, toda su vanidad, fuese a parar a la casa.
Margot y Anita crecieron en granjas de Ashfield Township. Anita vivía en una especie de cobertizo, expuesto a las corrientes de aire, de una casa de ladrillo en la que no se había empapelado ni puesto linóleo nuevo en veinte años; pero en el salón había una estufa que se podía encender, y ella se sentaba allí en paz y tranquilidad para hacer sus deberes. Margot a menudo hacía sus deberes sentada en la cama que tenía que compartir con dos hermanas menores. Anita raramente iba a casa de Margot, por lo llena que estaba, por la confusión que había y por el terrible genio del padre de Margot. Una vez fue allí cuando estaban preparando patos para llevar al mercado. Había plumas flotando por todas partes. Había plumas en la jarra de la leche y un horrible olor a plumas quemándose en la estufa. La sangre estaba encharcada en el hule de la mesa y goteaba sobre el suelo.
Margot raramente iba a casa de Anita, porque, sin decirlo exactamente, la madre de Anita desaprobaba la amistad. Cuando la madre de Anita miraba a Margot, parecía estar sumándolo todo: la sangre y las plumas, el tubo de la estufa que pasaba por todo el techo de la cocina, el padre de Margot diciendo a gritos que iba a zurrar a alguien en el culo.
Pero ellas se encontraban cada mañana, luchando con la cabeza baja contra la nieve que soplaba del lago Huron, o caminando todo lo aprisa que podían antes del amanecer a través de un mundo de campos blancos, pantanos helados, cielo rosa, estrellas evanescentes y un frío horroroso. Más allá del hielo del lago podían ver una cinta de agua abierta, de color azul oscuro o azul verdoso, según la luz. Apretados contra el pecho llevaban las libretas, los libros de texto, los deberes. Llevaban las faldas, las blusas y los jerséis que habían sido adquiridos con dificultad —en el caso de Margot había habido subterfugios y golpes— y que se mantenían decentes a base de mucho esfuerzo. Llevaban el escudo de la escuela de segunda enseñanza de Walley, a la que se dirigían, y se saludaban con alivio. Se habían levantado en habitaciones oscuras y frías, con las ventanas blancas de escarcha, y se habían puesto la ropa interior debajo de los camisones, mientras en la cocina se oían los golpes de las tapas de las estufas, se cerraban los reguladores del tiro y las hermanas iban corriendo a vestirse abajo. Margot y su madre se turnaban para salir al establo a ordeñar las vacas y bajar el heno con la horca. El padre les hacía trabajar mucho a todas y Margot decía que pensarían que estaba enfermo si no azotaba a alguien antes del desayuno. Anita podía considerarse afortunada por tener hermanos que hacían el trabajo del establo y un padre que por lo general no pegaba a nadie. Pero con todo, ella sentía, esas mañanas, como si hubiera emergido de aguas oscuras y profundas.
—Piensa en el café —se decían la una a la otra, luchando por llegar a la tienda de la carretera, un refugio destartalado. Té fuerte, una infusión oscura al estilo campesino, era lo que bebían en sus casas.
Teresa Gault abría la tienda antes de las ocho para dejarlas entrar. Apretadas contra la puerta, veían encenderse los fluorescentes, chorros azules que salían de los extremos de los tubos, que vacilaban, casi se apagaban y luego resplandecían en blanco. Teresa llegaba sonriendo como una azafata, dando un rodeo a la caja registradora, con una bata acolchada de satén de un rojo cereza que se apretaba al cuello, como si eso pudiera protegerla del viento helado cuando abriese la puerta. Sus cejas eran alas negras hechas con un lápiz, y utilizaba otro lápiz —uno rojo— para perfilar la boca. El arco de su labio superior parecía recortado con tijeras.
Qué alivio, qué gusto daba entonces entrar, ir hacia la luz, oler la estufa de petróleo, poner los libros sobre el mostrador, sacar las manos de los guantes y quitarse el dolor frotándose los dedos. Después se inclinaban hacia adelante y se frotaban las piernas, el palmo aproximadamente que llevaban desnudo y que estaba entumecido y en peligro de congelación. No llevaban medias, porque no estaba de moda. Llevaban calcetines a la altura del tobillo dentro de las botas (los zapatos de cordones los dejaban en la escuela). Las faldas eran largas —era el invierno de 1948 - 1949—, pero quedaba todavía un trozo crucial de pierna sin proteger. Algunas chicas del campo llevaban medias debajo de los calcetines. Algunas incluso llevaban pantalones de esquiar que se abultaban debajo de las faldas. Margot y Anita no lo harían nunca. Se arriesgarían a congelarse antes que exponerse a que se rieran de ellas por unos artilugios tan rústicos.
Teresa les llevaba tazas de café, de café negro y caliente, muy dulce y muy fuerte. Se maravillaba de la valentía de ambas. Les tocaba las mejillas o las manos con un dedo, daba un pequeño grito y le entraba un escalofrío.
—¡Como el hielo! ¡Como el hielo!
Para ella era increíble que alguien pudiera salir al exterior en el invierno canadiense, y mucho menos caminar un kilómetro y medio. Lo que ellas hacían cada día para ir a la escuela las hacía heroicas y singulares a sus ojos, y algo extravagantes.
Especialmente porque eran chicas. Quería saber si aquel frío interfería en sus períodos.
—¿No congelará los huevos? —fue lo que dijo realmente.
Margot y Anita se lo imaginaban y después insistían en prevenirse la una a la otra de que no se les congelaran los huevos. Teresa no era vulgar…, solo era extranjera. Reuel la había conocido y se había casado con ella en el extranjero, en Alsacia-Lorena, y después de que volviera a casa ella le siguió en el barco con todas las demás esposas de guerra. Era Reuel quien conducía el autobús de la escuela aquel año en que Margot y Anita tenían diecisiete y estaban en el duodécimo curso. Su recorrido comenzaba allí, en la tienda y en la gasolinera que los Gaults habían comprado en la carretera de Kincardine, a la vista del lago.
Teresa les hablaba de sus dos abortos. El primero se produjo en Walley, antes de que se trasladasen allí y antes de tener coche. Reuel la cogió rápidamente en brazos y la llevó al hospital. (Pensar que Reuel la llevara en brazos causaba una conmoción tan agradable en el cuerpo de Anita que para experimentarla estaba casi dispuesta a aguantar la agonía que Teresa decía haber sufrido.) La segunda vez sucedió allí en la tienda. Reuel, que estaba trabajando en el garaje, no podía oír sus débiles gritos, tirada en el suelo sobre la sangre. Un cliente entró y la encontró. «Gracias a Dios», dijo Teresa, por Reuel más que por sí misma. Reuel nunca se lo habría perdonado. Sus párpados aleteaban y bajaba devotamente la mirada cuando se refería a Reuel y a su vida íntima juntos.
Mientras Teresa hablaba, Reuel entraba y salía de la tienda. Salía y ponía en marcha el motor, luego dejaba que se calentase el autobús y volvía a entrar en la vivienda, sin dar señales de reparar en ninguna de ellas, y sin ni siquiera responder a Teresa, que se interrumpía para preguntarle si había olvidado los cigarrillos, o si quería más café, o que quizá debería coger unos guantes más gruesos. Se sacudía la nieve de las botas de una manera que era más un anuncio de su presencia que una muestra de preocupación por los suelos. Su cuerpo alto, al dar zancadas, formaba un abanico de aire frío detrás de él y el faldón de su abrigo de piel con capucha generalmente conseguía tirar algo al suelo: cajas de golosinas o latas de maíz colocadas de manera caprichosa por Teresa. No se volvía para mirar.
Teresa decía que tenía veintiocho años, la misma edad que Reuel. Todo el mundo creía que era mayor, que tenía hasta diez años más. Margot y Anita la examinaron de cerca y decidieron que parecía quemada. Algo en su piel, especialmente en la raya del cabello y alrededor de la boca y de los ojos, hacía pensar en un pastel que se había dejado en el horno demasiado tiempo, de modo que no estaba chamuscado, sino marrón oscuro alrededor de los bordes. Tenía el pelo fino, como si estuviera afectado por la misma sequedad o fiebre, y era demasiado negro…, ellas estaban seguras de que era teñido. Era baja y de huesos pequeños, con unas muñecas y unos pies diminutos, pero su cuerpo parecía abombado por debajo de la cintura, como si nunca se hubiera recuperado de aquellos breves y calamitosos embarazos. Su olor era como el de algo dulce cociéndose: mermelada aromática.
Preguntaba cualquier cosa, del mismo modo que contaba cualquier cosa. Preguntó a Margot y a Anita si ya salían con chicos.
—Oh, ¿por qué no? ¿No os dejan vuestros padres? Yo atraía a los chicos cuando tenía catorce años, pero mi padre no me dejaba. Llegaban y silbaban debajo de mi ventana y él los ahuyentaba. Deberíais depilaros las cejas. Las dos. Eso os haría estar más guapas. A los chicos les gusta una chica cuando se arregla. Eso es algo que yo nunca olvido. Cuando estaba en el barco cruzando el océano Atlántico con las demás esposas, me pasé todo el tiempo preparándome para mi esposo. Algunas de aquellas mujeres solo se sentaban y jugaban a las cartas. ¡Yo no! Yo me lavaba el pelo, me ponía un aceite de belleza para suavizar la piel y frotaba y frotaba con una piedra para hacer desaparecer las zonas ásperas de mis pies. Me he olvidado de cómo las llamáis…, las zonas ásperas de la piel de los pies… Y me pintaba las uñas, me depilaba las cejas ¡y me arreglaba como si fuera un premio! Para cuando mi esposo se encontrara conmigo en Halifax. Mientras, todas aquéllas se sentaban, jugaban a las cartas y explicaban chismes, se contaban chismes las unas de las otras.
Ellas habían oído una historia distinta del segundo aborto de Teresa. Habían oído que sucedió porque Reuel le dijo que estaba harto de ella y que quería que volviera a Europa, y en su desesperación ella se había arrojado contra una mesa y había perdido al niño.
Reuel se detenía en carreteras secundarias y en las puertas de las granjas para recoger a los estudiantes que estaban esperándolo, golpeando el suelo con los pies para mantenerse calientes o peleándose en los bancos de nieve. Margot y Anita eran las únicas chicas de su edad que iban aquel año en el autobús. La mayoría eran chicos de los cursos noveno y décimo. Podían haber sido difíciles de manejar, pero Reuel los dominaba incluso mientras subían los escalones.
—Ya basta. Rápido. Arriba, si tenéis que subir.
Y si comenzaba alguna riña en el autobús, cualquier griterío, arrebatiña o pelea, o incluso cualquier movimiento de asiento a asiento o demasiadas risas y charlas en voz alta, Reuelles llamaba la atención: «¡Portaos bien si no queréis caminar! ¡Sí, el de ahí…, tú!». Una vez hizo bajar a un chico por fumar, a kilómetros de distancia de Walley. El propio Reuel fumaba todo el rato. Tenía una tapa de bote de mayonesa en el tablero de instrumentos como cenicero. Nadie le desafiaba, nunca, por nada de lo que hiciese. Su genio era bien conocido. Se creía que, por naturaleza, tenía que ver con su pelo rojo.
La gente decía que era pelirrojo, pero Margot y Anita observaron que solo su bigote y el pelo de encima de sus orejas era rojo. El resto, el cabello que le disminuía en las sienes, pero que era grueso y ondulado en el resto, especialmente en la parte posterior, que era la zona que ellas veían más a menudo…, el resto era de un color tostado parecido a la piel de un zorro que una mañana vieron cruzar la carretera blanca. Y el pelo de sus espesas cejas, el vello de sus brazos y del dorso de su mano, era todavía más descolorido, aunque brillaba con cualquier luz. ¿Cómo había conservado su fuego el bigote? Ellas hablaban de eso. Discutían con detalle, fríamente, todo lo relacionado con su persona. ¿Era guapo o no lo era? Tenía la piel arrebolada y manchada de los pelirrojos, una frente alta y brillante, ojos de color claro que parecían feroces pero indiferentes. Decidieron que no era guapo. En realidad, tenía un aspecto peculiar.
Pero cuando Anita estaba cerca de él tenía una sensación de controlada desesperación por toda la superficie de la piel. Era algo parecido al comienzo lejano de un estornudo. Esa sensación era mucho peor cuando tenía que bajarse del autobús y él estaba de pie junto al escalón. El nerviosismo le pasaba rápidamente de adelante a atrás al pasar junto a él. Nunca habló de esto con Margot, cuyo desprecio por los hombres le parecía más firme que el suyo propio. La madre de Margot temía tanto que el padre le hiciera el amor como los niños temían sus bofetadas y patadas, y una vez durmió toda la noche en el granero, con el cerrojo echado, para evitarlo. Margot llamaba «tener plan» a hacer el amor. Hablaba en términos despectivos del «plan» de Teresa con Reuel. Pero a Anita se le había ocurrido que aquel desprecio de Margot, su hosquedad y desdén, podían ser algo que los hombres encontrasen atractivo. Margot podía ser atractiva de una manera que ella no lo era. Nada tenía que ver con la belleza. Anita pensaba que ella era más bonita, aunque estaba claro que Teresa no daría muchos puntos a ninguna de las dos. Tenía que ver con una languidez descarada que Margot mostraba a veces al moverse, con la seria anchura de sus caderas, la curva de su vientre, ya de mujer, y una mirada que le pasaba por los grandes ojos castaños; una mirada desafiante e indefensa a la vez, que no casaba con nada de lo que Anita le había oído decir.
Cuando llegaban a Walley, el día había comenzado. Ya no se veía ninguna estrella, ni un rastro de rosa en el cielo. La ciudad, con sus edificios, calles y rutinas interponiéndose, se levantaba como una barricada contra el mundo tempestuoso o todavía helado en el que se habían despertado. Por supuesto, sus casas eran también barricadas, y también lo era la tienda, pero éstas no eran nada comparadas con la ciudad. En cuanto se adentraban una manzana en la ciudad, era como si el campo no existiese. Los grandes montones de nieve en las carreteras y el viento que se precipitaba y aullaba a través de los árboles, eso no existía. En la ciudad una tenía que comportarse como si siempre hubiera estado en ella. Los estudiantes de la ciudad, que en ese momento atestaban las calles de los alrededores de la escuela de segunda enseñanza, llevaban vidas de privilegio y comodidad. Se levantaban a las ocho en casas con dormitorios y cuartos de baño con calefacción. (Ese no era siempre el caso, pero Margot y Anita así lo creían.) Tenían tendencia a no saber tu nombre, pero esperaban que tú supieras el suyo, y tú lo sabías.
La escuela era como una fortaleza, con sus ventanas estrechas y sus defensas decorativas de ladrillo rojo oscuro, con su largo tramo de escalera y sus puertas amedrentadoras, y las palabras latinas escritas en piedra: Scientia Atque Probitas. Cuando cruzaban aquellas puertas, aproximadamente a las nueve menos cuarto, habían hecho todo el camino desde casa, y la casa y todas las etapas del viaje parecían inverosímiles. Los efectos del café se habían disipado. Las sorprendían nerviosos bostezos bajo las duras luces del salón de actos. Por delante se extendían las exigencias del día: latín, inglés, geometría, química, historia, francés, geografía, gimnasia. Los timbres sonaban diez minutos antes de la hora, lo que las libraba brevemente. Hacia arriba, hacia abajo, agarrando libros y tinteros, hacían su angustiado camino, bajo las luces colgantes y las fotografías de la realeza y de educadores muertos. Los paneles de madera, barnizados cada verano, tenían el mismo brillo despiadado que las gafas del director. La humillación era inminente. Les dolía el estómago y les amenazaba con gruñir según avanzaba la mañana. Temían el sudor bajo los brazos y la sangre en las faldas. Temblaban cuando iban a las clases de inglés o de geometría, no porque fuesen mal en esas clases —el hecho es que iban bastante bien en casi todo—, sino por el peligro de que se les pidiera que se levantaran y leyeran algo, recitasen un poema de memoria o escribieran la solución de un problema en la pizarra, delante de la clase. «Delante de la clase…», ésas eran unas palabras espantosas para ellas.
Luego, tres veces por semana, tenían gimnasia; un problema especial para Margot, que no había podido conseguir de su padre el dinero para comprarse un equipo. Tenía que decir que se lo había dejado en casa, o pedir uno prestado a alguna chica que hubiera sido excusada. Pero cuando conseguía ponerse uno era capaz de desentumecerse y correr por el gimnasio, pasándoselo bien, gritando para que le pasaran la pelota de baloncesto, mientras que Anita se ponía rígida a causa de la timidez y dejaba que la pelota le diera en la cabeza.
Había momentos mejores. A mediodía iban caminando hasta el centro y miraban los escaparates de un precioso almacén alfombrado que solo vendía trajes de novia y de noche. Anita planeaba una boda en primavera, con damas de honor vestidas de seda rosa y verde y sobrefaldas de organza blanca. La boda de Margot iba a celebrarse en otoño, con las damas de honor vestidas de terciopelo color melocotón. En Woolworth’s miraban los lápices de labios y los pendientes. Entraban corriendo en la perfumería y se rociaban con colonia de muestra. Si tenían algún dinero para comprar algo que necesitaran sus madres, se gastaban parte del cambio en colas de cereza o arropia. Nunca podían ser profundamente infelices, porque estaban seguras de que algo notable iba a sucederles. Llegarían a ser heroínas; seguramente, alguna clase de amor y poder las estaba esperando.
Teresa, cuando volvían, las recibía con café, o con chocolate caliente y nata. Buscaba en un paquete de galletas de la tienda y les daba bollos de malvavisco espolvoreados de coco coloreado. Les echaba una ojeada a los libros y les preguntaba qué deberes tenían. Mencionaran lo que mencionasen, ella también lo había estudiado. En todas las clases había sido una estrella.
—Inglés… ¡Unas notas excelentes en inglés! Pero yo no sabía entonces que me enamoraría y que vendría a Canadá. ¡Canadá! ¡Yo creo que solo los osos polares viven en Canadá!
Reuel no entraba. Estaba con el autobús o con algo del garaje. Su humor era normalmente bastante bueno cuando subían al autobús. «¡Arriba todo el mundo! —gritaba—. ¡Abróchense los cinturones! ¡Ajústense las máscaras de oxígeno! ¡Recen sus oraciones! ¡Nos dirigimos hacia la carretera!» Luego canturreaba en medio del ruido del autobús, mientras se alejaban de la ciudad. Más cerca de casa su buen humor desaparecía y recuperaba el de por la mañana, con su frialdad y desprecio no explícito. Era posible que dijera «Ya hemos llegado, señoritas…, el final de un día perfecto» mientras bajaban del autobús. O podía no decir palabra. Pero, dentro, Teresa tenía mucha cháchara. Aquellos días de escuela de los que hablaba llevaban a aventuras de la época de guerra: un soldado alemán escondido en el jardín, a quien ella le había llevado un poco de sopa de col; luego los primeros estadounidenses que vio, estadounidenses negros, que llegaban en tanques y creaban una impresión absurda y maravillosa de que los tanques y los hombres estaban unidos de alguna manera. Luego de su vestido de novia de la época de la guerra, hecho con un mantel de encaje de su madre. Rosas rosas prendidas de su pelo. Desgraciadamente, el vestido había sido convertido en trapos para utilizar en el garaje. ¿Cómo podía saberlo Reuel?
A veces Teresa estaba muy metida en conversar con un cliente. Entonces no había invitación ni bebidas calientes; todo lo que recibían era un ademán con la mano, como si estuviese pasando por delante de ellas en un carruaje de ceremonia. Escuchaban trozos de las mismas historias. La del soldado alemán, la de los negros estadounidenses, la de otro alemán a quien destrozó una bomba y cuya pierna, dentro de la bota, acabó en la puerta de la iglesia, donde se quedó, y todo el mundo pasaba por allí para verla. Las novias del barco. El asombro de Teresa por el mucho tiempo que llevaba llegar desde Halifax hasta allí en tren. Los abortos.
La oyeron decir que Reuel tenía miedo de tener otro hijo, por ella.
—De modo que ahora siempre utiliza preservativos.
Había gente que decía que ya no entraba en aquella tienda, porque uno nunca sabía qué iba a tener que oír, ni cuándo iba a salir de ella.
Siempre, excepto cuando hacía muy mal tiempo, Margot y Anita se quedaban un rato en el lugar en el que tenían que separarse. Alargaban un poco más el día hablando. Cualquier asunto servía. ¿Estaba mejor el profesor de geografía con o sin bigote? ¿Teresa y Reuel seguían teniendo su plan en realidad, como Teresa daba a entender? Hablaban con tanta facilidad y tan continuamente que parecía que hablaban de todo. Pero había cosas que no revelaban.
Anita mantenía en secreto dos ambiciones suyas, que a nadie revelaba. Una de ellas —ser arqueóloga— era demasiado rara, y la otra —ser modelo— demasiado presuntuosa. Margot contaba su ambición, que era ser enfermera. No se necesitaba dinero para serlo —no como para ir a la universidad—, y cuando te graduabas, podías ir a cualquier parte en busca de trabajo. A Nueva York, a Hawai…, podías ir tan lejos como quisieras.
Lo que Margot no explicaba realmente, pensaba Anita, era cómo debía ser en realidad en su casa, con su padre. Según ella, era como una película cómica. Su padre fuera de sí, un cómico desventurado, corriendo en una persecución vana —de la veloz y burlona Margot—; golpeando puertas y cerrándolas con llave —el granero—, gritándole terribles amenazas y blandiendo por encima de su cabeza cualquier arma que pudiera coger…: una silla, un hacha pequeña o un trozo de leña. Tropezaba con sus propios pies y confundía sus propias acusaciones. Y no importaba lo que hiciera, Margot se reía. Se reía, le despreciaba, se le anticipaba. Nunca, ella nunca vertía ni una lágrima, ni gritaba aterrorizada. No como su madre. Eso decía ella.
Después de graduarse como enfermera, Anita se fue a trabajar a Yukon. Allí conoció a un médico y se casó con él. Ese debería de haber sido el final de su historia, un final feliz, también, según se consideraban las cosas en Walley. Pero se divorció y se mudó. Volvió a trabajar, ahorró dinero y fue a la Universidad de Columbia Británica, donde estudió antropología. Cuando volvió a casa para cuidar de su madre, acababa de terminar su tesis doctoral. No tenía hijos.
—Entonces, ¿qué vas a hacer ahora que ya has terminado? —le preguntó Margot.
Las personas que aprobaban el rumbo que había tomado Anita en la vida normalmente le decían eso. A menudo una mujer mayor decía: «¡Bravo por ti!» u «Ojalá hubiera tenido el valor de hacer eso cuando todavía era lo suficientemente joven para que importase». La aprobación procedía a veces de sectores inverosímiles. No se encontraba en todas partes, por supuesto. La madre de Anita no lo veía así y ésa era la causa por la que, durante muchos años, Anita no había vuelto a casa. Incluso en su actual estado de hundimiento y alucinación su madre la había reconocido y había reunido fuerzas para murmurar:
—Vacía.
Anita se inclinó un poco más.
—La «vida» —dijo su madre—. «Vacía.»
Pero otra vez, cuando Anita hubo curado sus llagas, dijo:
—Encantada. Encantada de tener… «una hija».
Margot no parecía aprobar ni desaprobar. Parecía perpleja, de un modo indolente. Anita empezó a hablarle de las cosas que podría hacer, pero siempre les interrumpían. Los hijos de Margot habían llegado con amigos. Los hijos eran altos, con los cabellos de un rojo variable. Dos de ellos estaban en el instituto y uno había vuelto de la facultad. Había otro incluso mayor, que estaba casado y vivía en el Oeste. Margot era abuela. Sus hijos mantenían con ella conversaciones a gritos sobre el paradero de sus ropas y sobre la comida, cerveza y bebidas sin alcohol que había en casa, y también sobre qué coches iban a salir, adónde y a qué horas. Todos fueron a bañarse en la piscina junto a la casa y Margot gritó:
—¡Que nadie se atreva a entrar en esa piscina si lleva puesto un bronceador!
Uno de los hijos le respondió:
—Nadie se ha puesto —con una gran demostración de cansancio y de paciencia.
—Bueno, pues alguien se lo puso ayer y se metió con él en la piscina —le respondió Margot—. De modo que supongo que fue alguien que entró sin ser visto y que venía de la playa, ¿eh?
Su hija Debbie llegó a casa de su clase de baile y les mostró el vestido que iba a usar cuando la escuela de danza pusiera en escena un programa en el centro comercial. Ella tenía que personificar a una libélula. Tenía diez años, era morena de pelo y rechoncha, como Margot.
—Una libélula bastante corpulenta —dijo Margot, recostándose en la hamaca. Su hija no despertaba en ella la energía batalladora que despertaban sus hijos. Debbie probó un sorbo de sangría y Margot le dijo que se fuera.
—Vete a buscar algo para beber en la nevera —le dijo—. Escucha, esta es una visita mía, ¿de acuerdo? ¿Por qué no vas a llamar por teléfono a Rosalie?
Debbie se fue arrastrando una queja automática.
—Me gustaría que no fuese limonada rosa. ¿Por qué haces siempre limonada rosa?
Margot se levantó y cerró las puertas correderas que daban a la cocina.
—Paz —dijo—. Bebe. Dentro de un rato prepararé unos bocadillos.
La primavera en esa parte de Ontario llega de pronto. El hielo se rompe en pedazos que se desprenden y se abren paso a empellones por los ríos y por la orilla del lago; se desliza por debajo de la línea de flotación en el estanque y vuelve verde el agua. La nieve se funde y los ríos se desbordan, y sin que te des cuenta llega un día en el que la gente se abre el abrigo y mete la bufanda y los guantes en los bolsillos. Hay todavía nieve en los bosques cuando salen los jejenes y aparece el trigo de primavera.
Teresa no prefería la primavera al invierno. El lago era demasiado grande, los campos demasiado anchos y el tráfico iba demasiado deprisa por la carretera. Las mañanas se habían hecho suaves, Margot y Anita no necesitaban el cobijo de la tienda. Estaban cansadas de Teresa. Anita leyó en una revista que el café le quitaba el color a la piel. Hablaban de si los abortos podían causar cambios químicos en el cerebro. Se quedaban fuera de la tienda, preguntándose si deberían entrar, solo por educación. Teresa iba hasta la puerta y las saludaba con la mano, apareciendo de súbito. Ellas le devolvían el saludo con un ligero movimiento de la mano del modo en que Reuel devolvía el saludo cada mañana…, levantando una mano del volante en el último momento antes de entrar en la carretera.
Una tarde, Reuel estaba cantando en el autobús después de haber dejado a los demás pasajeros.
—Se enteró de que el mundo era redondo-o —cantaba—. Y de que podía encontrar un la-ra-la.
Cantaba una palabra del segundo verso tan bajito que no podían captarla. Lo hacía adrede, para tomarles el pelo. Luego volvió a cantarla, en voz alta y clara para que no hubiera error.
Se enteró de que el mundo era redondo-o,
y de que podía encontrar un rabo-o.
No se miraron la una a la otra ni dijeron palabra hasta que estuvieron caminando carretera abajo. Entonces Margot dijo:
—Vaya un descaro que tiene, cantando esa canción delante de nosotras. Vaya «descaro» —dijo, escupiendo la palabra como si fuera el gusano de una manzana.
Pero al día siguiente, poco antes de que el autobús llegara al final de su recorrido, Margot empezó a canturrear. Invitó a Anita a que se le uniera, dándole golpes en el costado y haciéndole señas con los ojos. Canturrearon la melodía de la canción de Reuel, y luego empezaron a poner palabras en la melodía, apagando una palabra y cantando claramente la siguiente, hasta que finalmente reunieron el coraje de cantar los dos versos, suave y dulcemente, como si fuera «Jesús me ama».
Se enteró de que el mundo era redondo-o
y de que podía encontrar un rabo-o.
Reuel no dijo una palabra. Ni las miró. Bajó del autobús antes que ellas y no las esperó a la puerta. No obstante, menos de una hora antes, en el camino de la escuela, había estado genial. Uno de los otros conductores había mirado a Margot y a Anita y había dicho: «Vaya carga que llevas», y Reuel le había dicho: «Los ojos al frente, Buster», moviéndose de manera que el otro conductor no pudiera observar cómo subían al autobús.
A la mañana siguiente, antes de dejar atrás la tienda, les dio una conferencia.
—Supongo que hoy llevaré en mi autobús a un par de damas, no como ayer. Que una chica diga ciertas cosas no es lo mismo que las diga un hombre. Lo mismo ocurre con una mujer que se emborracha. Si una chica se emborracha o dice marranadas, uno enseguida sabe que tiene problemas. Pensad en esto.
Anita se preguntaba si habían hecho el tonto. ¿Habían ido demasiado lejos? Lo habían hecho enfadar y quizá lo habían disgustado, habían hecho que estuviera harto de ellas, del mismo modo que estaba harto de Teresa. Ella se sentía avergonzada y arrepentida, y al mismo tiempo pensaba que Reuel no era justo. Le hizo una mueca a Margot para indicárselo, bajando las comisuras de la boca. Pero Margot no se dio por enterada. Iba dando golpecitos con las puntas de los dedos juntas, mirando recatada y cínicamente la parte posterior de la cabeza de Reuel.
Anita se despertó por la noche con un dolor increíble. Al principio pensó que la había despertado alguna calamidad, como un árbol caído sobre la casa, o llamas que subían a través del entablado de madera del suelo. Eso sucedió poco antes del final del curso escolar. Se había encontrado mal la noche anterior, pero toda la familia se había quejado de lo mismo y le había echado la culpa al olor a pintura y a aguarrás. La madre de Anita estaba pintando el linóleo, como hacía cada año por esas fechas.
Anita había gritado de dolor antes de despertarse totalmente, de modo que todo el mundo se había despertado. Su padre no creía oportuno telefonear al médico antes del amanecer, pero su madre lo llamó de todos modos. El médico dijo que llevasen a Anita a Walley, al hospital. Allí la operó y le quitó un apéndice perforado, que en unas cuantas horas podía haberla matado. Estuvo muy enferma durante algunos días después de la operación y tuvo que quedarse casi tres semanas en el hospital. Hasta los últimos días no pudo recibir más visitas que las de su madre.
Aquello fue un drama para la familia. El padre de Anita no tenía dinero para pagar la operación y la estancia en el hospital; tendría que vender una cosecha de arces. A su madre se le atribuyó, con razón, el mérito de haber salvado la vida de Anita, y mientras vivió lo mencionó, añadiendo a menudo que lo hizo contraviniendo las órdenes de su marido. (En realidad fue solo en contra de su consejo.) En un frenesí de independencia y amor propio empezó a conducir el coche, algo que no había hecho durante años. Visitaba a Anita cada tarde y le llevaba noticias de casa. Había acabado de pintar el linóleo con un dibujo en blanco y amarillo hecho con una esponja sobre un fondo verde oscuro. Daba la impresión de ser un prado distante sembrado de florecillas. El supervisor de la leche la había felicitado el día que se quedó a cenar. Un ternero tardío había nacido al otro lado del arroyo y nadie podía imaginarse cómo había llegado la vaca hasta allí. La madreselva del seto estaba en flor, así que le llevó un ramo y requisó un jarrón a las enfermeras. Anita nunca había visto antes su sociabilidad excitada de aquel modo por alguien de la familia.
Anita era feliz, a pesar de la debilidad y del dolor persistente. Se había producido tanta conmoción para evitar que muriese… Incluso la venta de los arces la había complacido, la había hecho sentirse única y apreciada como un tesoro. La gente era amable y no le pedía nada, y ella tomó posesión de aquella amabilidad y la extendió a todo lo que la rodeaba. Perdonaba a todas las personas en las que podía pensar: al director con sus relucientes gafas, a los chicos del autobús que olían mal, al injusto Reuel y a la charlatana Teresa y a las chicas ricas con jerséis de lana de oveja y a su propia familia y al padre de Margot, que debía de sufrir con su comportamiento violento. No se cansaba de mirar todo el día las delgadas y amarillentas cortinas de la ventana, ni las ramas y el tronco de un árbol que podía ver. Era un fresno, con severas líneas de aspecto aterciopelado en la corteza y hojas de fino aspecto que estaban perdiendo su fragilidad y su nítido verde primaveral, y que se hacían más gruesas y más oscuras al alcanzar la madurez del verano. Le parecía que todo lo que se hacía o crecía en el mundo merecía felicitaciones.
Luego pensó que aquella disposición de ánimo podía deberse a las pastillas que le daban para el dolor. Pero quizá no totalmente.
La habían puesto en una habitación individual a causa de lo mal que se encontraba. (Su padre dijo a su madre que preguntase cuánto más les costaría aquello, pero su madre no creía que se lo fueran a cobrar, puesto que ellos no lo habían pedido.) Las enfermeras le llevaban revistas que ella miraba, pero no podía leerlas por estar demasiado deslumbrada y cómodamente distraída. No se daba cuenta de si el tiempo pasaba rápido o despacio, y no le importaba. A veces soñaba o se imaginaba que Reuel la visitaba. Él le demostraba una sombría ternura, una muda pasión. Él la quería pero renunciaba a ella, y le acariciaba el cabello.
Un par de días antes de su regreso a casa, su madre llegó con la cara brillante por el calor del verano, que por entonces caía sobre ellos, y por algún otro acontecimiento. Se quedó al pie de la cama de Anita y dijo:
—Siempre he sabido que tú pensabas que yo no era justa.
Para entonces Anita sentía que su felicidad tenía fugas. La habían visitado sus hermanos, que dieron golpes contra la cama; su padre, que pareció sorprendido de que ella esperase que le diera un beso, y su tía, que dijo que después de una operación como aquella una persona se ponía siempre gorda. En ese momento el rostro de su madre, la voz de su madre, llegaba empujándola como un puño a través de la niebla.
Su madre hablaba de Margot. Anita lo supo inmediatamente por una contracción de la boca.
—Siempre has pensado que yo no era justa con tu amiga Margot. Nunca fui melindrosa con esa chica y tú creías que yo no era justa. Sé que lo pensabas. Y ahora sale. Resulta que yo no estaba tan equivocada después de todo. Pude verlo en ella desde que era pequeña. Yo podía ver lo que tú no veías. Que tenía una vena oculta y que estaba obsesionada por el sexo.
Su madre pronunciaba cada frase por separado, en voz alta e imprudente. Anita no la miraba a los ojos. Miraba el pequeño lunar marrón debajo de una ventana de la nariz. Parecía cada vez más repugnante.
Su madre se serenó un poco y dijo que el último día de clase Reuel había llevado a Margot a Kincardine en el autobús de la escuela al final del recorrido. Desde que Anita se puso enferma habían estado solos en el autobús al principio y al final del recorrido. Todo lo que hicieron en Kincardine, decían ellos, fue comer patatas fritas. ¡Qué descaro! Utilizar un autobús escolar para sus viajecitos y su mala conducta. Volvieron aquella noche, pero Margot no fue a casa. No había vuelto a casa todavía. Su padre había ido a la tienda y había golpeado los surtidores de gasolina y los había roto, esparciendo cristales hasta la carretera. Telefoneó a la policía por lo de Margot, y Reuel les telefoneó por lo de los surtidores de gasolina. La policía era amiga de Reuel y en ese momento el padre de Margot se veía obligado a mantener la paz. Margot seguía en la tienda, supuestamente para evitar una paliza.
—Eso es todo, pues —dijo Anita—. Maldito y estúpido chismorreo.
—Pues no. Pues no. Y no maldigas, señorita.
Su madre dijo que había mantenido a Anita en la ignorancia. Todo aquello había sucedido y ella no le había dicho nada. Le había concedido a Margot el beneficio de la duda. Pero ahora no había duda. La noticia era que Teresa había intentado envenenarse. Se había repuesto. La tienda estaba cerrada. Teresa seguía viviendo allí, pero Reuel se había llevado a Margot con él y estaban viviendo allí, en Walley. En un cuarto interior en alguna parte, en casa de unos amigos de Reuel. Estaban viviendo juntos. Reuel salía para ir a trabajar al garaje cada día, así que se podía decir que estaba viviendo con las dos. ¿Se le permitiría que llevara el autobús de la escuela en el futuro? No era probable. Todo el mundo decía que Margot debía de estar embarazada. Lejía fue lo que tomó Teresa.
—Y Margot nunca confió en ti —dijo la madre de Anita—. No te ha enviado ninguna nota ni nada en todo el tiempo que has estado aquí. Y se supone que es tu amiga.
Anita tenía la sensación de que su madre estaba enfadada con ella no solo por haber sido amiga de Margot, una chica que se había deshonrado, sino también por otra razón. Tenía la sensación de que su madre veía lo mismo que ella podía ver: Anita inepta, no considerada, pasada por alto, no solo por Margot, sino por la vida. ¿No sentía su madre una furiosa decepción de que no fuese Anita la elegida, la envuelta en el drama, la convertida en mujer y arrastrada inexorablemente por ese oleaje de la vida? Nunca admitiría una cosa así. Y Anita no podía admitir que sentía un gran fracaso. Era una niña, una ignorante, traicionada por Margot, que había resultado saber mucho. Dijo de mal humor:
—Estoy cansada de hablar.
Fingió que se dormía, para que su madre tuviera que marcharse.
Luego se quedó despierta. Se quedó despierta toda la noche. La enfermera que fue a la mañana siguiente dijo:
—Bueno, ¡no tienes aspecto de ser lo peor de la tierra! ¿Te está molestando ese corte? ¿Quieres que vea si puedes volver a tomar pastillas?
—Estoy harta de estar aquí —dijo Anita.
—¿De veras? Bueno, solo te queda un día más y podrás volver a casa.
—No quiero decir de estar en el hospital —dijo Anita—. Quiero decir aquí. Quiero irme a vivir a otra parte.
La enfermera no pareció sorprenderse.
—¿Has llegado al duodécimo curso? —le preguntó—. Bueno, pues puedes hacer formación profesional. Hazte enfermera. El único gasto es comprar el equipo, porque quizá tengas que trabajar gratis mientras te están enseñando. Luego puedes irte y encontrar trabajo en cualquier sitio. Puedes ir a cualquier lugar del mundo.
Eso era lo que Margot le había dicho. Y entonces Anita era quien iba a convertirse en enfermera, no Margot. Se decidió aquel día. Pero le parecía que era secundario. Habría preferido ser la elegida. Habría preferido haber sido atrapada por un hombre y su deseo y por el destino que él hubiese planeado para ella. Habría preferido ser materia de escándalo.
—¿Quieres saber? —dijo Margot—, ¿quieres saber cómo conseguí esta casa en realidad? Quiero decir…, no fui detrás de ella hasta que vi que podíamos pagarla. Pero ya sabes que con los hombres… siempre hay algo más que puede pasar delante. Dediqué mi tiempo a vivir en casuchas. Vivimos en una casa en la que solo había aquello…, ¿sabes, aquel material que se pone debajo del revestimiento de los suelos? ¿Aquel material marrón y peludo que parece la piel arrancada de alguna bestia? Solo con mirarlo puedes sentir cosas que se arrastran sobre ti. De todos modos, siempre estaba mareada. Estaba embarazada de Joe. Esto estaba detrás de donde está el Toyota, solo que entonces el Toyota no estaba. Reuel conocía al propietario. Desde luego, nos lo dejaron barato.
Pero llegó un día, dijo Margot. Llegó un día, hacía aproximadamente cinco años. Debbie todavía no iba a la escuela. Era junio. Reuel iba a salir el fin de semana, de pesca, al norte de Ontario. Río French arriba, en el norte de Ontario. Margot había recibido una llamada telefónica de la que no habló a nadie.
—¿Es la señora Gault?
Margot dijo que sí.
—¿Es la señora de Reuel Gault?
—Sí —dijo Margot, y la voz (era la voz de una mujer, o quizá la de una chica joven, embozada y riéndose sofocadamente) le preguntó si quería saber dónde podía encontrar a su marido aquel fin de semana—. Dígamelo —dijo Margot.
—¿Por qué no mira en Georgian Pines?
—Bien —dijo Margot—. ¿Dónde está eso?
—Oh, es un camping —dijo la voz—. Es un lugar realmente bonito. ¿No lo conoce? Está en Wasaga Beach. Compruébelo.
Estaba a unos ciento sesenta kilómetros en coche. Margot hizo los preparativos para el domingo. Tenía que conseguir una canguro para Debbie. No podía contar con la canguro habitual, Lana, porque se iba a hacer un viaje de fin de semana a Toronto, con los miembros de la banda de la escuela de segunda enseñanza. Pudo conseguir una amiga de Lana que no era miembro de la banda. Esto le encantó, porque tenía miedo de encontrar a Reuel con la madre de Lana, Dorothy Slote. Dorothy Slote le llevaba los libros a Reuel. Estaba divorciada y era tan conocida en Walley por sus numerosos asuntos amorosos que los chicos de la escuela de segunda enseñanza le gritaban desde los coches, por la calle: «Dorothy Slot está caliente para ser montada». A veces se referían a ella como Dorothy Slut.[10] Margot lo sentía por Lana, por eso había empezado a contratarla para que cuidara de Debbie. Lana no iba a ser tan guapa como su madre, y era tímida y no demasiado inteligente. Margot siempre le hacía un pequeño obsequio por Navidad.
El sábado por la tarde Margot fue en coche hasta Kincardine. Salió solo por un par de horas, de modo que dejó que Joe y su novia llevasen a Debbie a la playa. En Kincardine alquiló otro coche: una camioneta, dio la casualidad, un viejo y estropeado cacharro azul como los que llevaban los hippies. También compró unos cuantos vestidos baratos y una peluca bastante cara, que parecía real. Los dejó en la camioneta, aparcada detrás del supermercado. El domingo por la mañana fue con su coche hasta allí, lo dejó en el aparcamiento, se metió en la camioneta, se cambió de ropa, se puso la peluca, se maquilló un poco más. Luego siguió dirigiéndose al norte.
La peluca era de un bonito color castaño claro, rizada por la parte de arriba y de pelo largo y liso por detrás. La ropa consistía en unos pantalones ajustados de dril de algodón rosa y una camiseta a rayas blancas y rosas. Margot estaba entonces más delgada, aunque no realmente delgada. También se puso sandalias de búfalo, pendientes largos y una gafas de sol rosas y grandes. Una obra de ingeniería.
—No me dejé nada —dijo Margot—. Me pinté los ojos a lo Cleopatra. Creo que ni mis propios hijos me habrían reconocido. En lo que me equivoqué fue en los pantalones, que eran demasiado ajustados y daban demasiado calor. Entre los pantalones y la peluca, casi me matan. Porque hacía un día de un calor abrasador. Y me era muy difícil aparcar la camioneta, porque nunca antes había conducido una. Por lo demás, ningún problema.
Fue por la carretera 21 arriba, la Bluewater, con la ventanilla bajada para que le diera la brisa del lago, con el pelo largo flotando y la radio puesta en una emisora de rock, para conseguir la debida disposición de ánimo. ¿La disposición de ánimo para qué? No tenía ni idea. Se fumó un cigarrillo tras otro, en un intento de calmar su nerviosismo. Los hombres que iban solos en los coches le tocaban el claxon. Por supuesto, la carretera iba llena; por supuesto Wasaga Beach estaba abarrotada en un domingo de junio caluroso y soleado como aquél. Por los alrededores de la playa el tráfico avanzaba muy lentamente, y el olor de las patatas fritas y de las barbacoas del mediodía pesaba como una manta. Le llevó un rato encontrar el camping, pero lo encontró, pagó la cuota del día y entró. Fue dando vueltas y vueltas por el aparcamiento, intentando ver el coche de Reuel. No lo vio. Luego se le ocurrió que el aparcamiento debía de ser solo para visitantes del día. Encontró una plaza libre y aparcó.
Entonces tuvo que explorar todo el terreno, a pie. Primero anduvo por toda la zona del camping. Caravanas, tiendas, gente sentada fuera de las caravanas y de las tiendas bebiendo cerveza, jugando a las cartas y haciendo barbacoas, más o menos lo que harían en casa. Había un campo de juegos central, con columpios y toboganes llenos, niños lanzando discos y bebés en la arena. Un puesto de refrescos, en el que Margot se tomó una Coca-Cola. Estaba demasiado nerviosa para comer algo. Le parecía extraño estar en un lugar para familias y no formar parte de ninguna.
Nadie le silbó ni le hizo el menor comentario. Había muchas chicas de cabello largo presumiendo más que ella. Y había que admitir que lo que ellas tenían estaba en mejores condiciones para ser enseñado.
Anduvo por los caminos arenosos debajo de los pinos, lejos de las caravanas. Llegó a una parte del camping que parecía un antiguo lugar de veraneo, que probablemente estaba allí mucho antes de que alguien pensara en caravanas. La sombra de los grandes pinos fue un alivio para ella. El suelo estaba marrón por las agujas; la tierra dura se había convertido en un manto blando y peludo. Había cabañas dobles y cabañas individuales, pintadas de color verde oscuro. Junto a ellas, mesas de picnic. Chimeneas de piedra. Cubos de plantas en plena floración. Era bonito.
Había coches aparcados junto a algunas de las cabañas, pero el de Reuel no estaba allí. No vio a nadie por allí, quizá las personas que se alojaban en las cabañas eran de las que bajaban a la playa. Al otro lado de la carretera había un sitio con un banco, una fuente y un cubo de basura. Se sentó en el banco a descansar.
Y salió él. Reuel. Salió de la cabaña justo al otro lado de donde ella estaba sentada. Justo delante de sus narices. Llevaba puesto su traje de baño y tenía un par de toallas colgadas al hombro. Caminaba de modo indolente y arrastraba los pies. Un michelín rebosaba por encima de la cintura del traje de baño. «¡Ponte derecho, al menos!», tenía ganas de gritarle Margot. ¿Se arrastraba de aquel modo porque se sentía furtivo y avergonzado? ¿O solo agotado por el feliz ejercicio? ¿O hacía tiempo que caminaba arrastrándose y ella no se había dado cuenta? Su cuerpo fuerte y grande se estaba convirtiendo en algo parecido a las natillas.
Se metió en el coche aparcado junto a la cabaña, y ella supo que estaba buscando sus cigarrillos. Lo supo porque en el mismo momento ella estaba revolviendo en su bolso en busca de los suyos. «Si esto fuese una película —pensó—, si esto fuese solo una película, él cruzaría la carretera con una linterna, deseando vivamente ayudar a la perdida y bonita chica. Sin reconocerla, mientras la audiencia contenía su aliento. Luego empezaría a reconocerla y sentiría horror…, incredulidad y horror. Mientras ella, la esposa, permanecería sentada, fría y satisfecha, aspirando profundamente su cigarrillo.» Pero nada de aquello sucedió, desde luego, nada de eso sucedió; él ni siquiera miró al otro lado de la carretera. Ella se quedó sentada, sudando con sus pantalones de dril de algodón, y las manos le temblaban tanto que tuvo que tirar el cigarrillo.
El coche no era el de él. ¿Qué clase de coche llevaba Dorothy Slut?
Quizá estuviera con otra persona, alguien completamente desconocido para Margot, con una extraña. Alguna extraña que se imaginaba que lo conocía tan bien como su mujer.
No, no. Una desconocida no. Una extraña no. Ni mucho menos una extraña. La puerta de la cabaña volvió a abrirse y allí estaba Lana Slote. Lana, que se suponía que estaba en Toronto con la banda. No podía hacer de canguro de Debbie. Lana, por quien Margot siempre había sentido pena y con quien había sido tan amable porque pensaba que la chica era algo solitaria, o desgraciada. Porque pensaba que se notaba que Lana había sido criada mayormente por los abuelos. Lana parecía anticuada, prematuramente seria sin ser inteligente, y con una salud no demasiado buena, como si le fuese permitido vivir de bebidas sin alcohol, cereales con azúcar y gachas de maíz enlatado, patatas fritas y macarrones con queso que aquella gente mayor preparaba para cenar. Cogía resfriados malos que se complicaban con el asma, su cutis era apagado y pálido. Pero tenía una fornida y atractiva figura, bien desarrollada por delante y por detrás, y mejillas de ardilla cuando sonreía, y un cabello sedoso, liso y rubio natural. Era tan dócil que incluso Debbie podía dominarla, y los chicos pensaban que era un hazmerreír.
Lana llevaba un traje de baño que su abuela habría podido escoger para ella. Una blusa fruncida por encima de sus pechos pequeños y juntos, y una falda floreada. Sus piernas eran achaparradas y no estaban bronceadas. Se quedó allí en el escalón, como si tuviera miedo de salir, miedo de aparecer con traje de baño, o simplemente miedo de aparecer. Reuel tuvo que acercarse y darle un pequeño y amoroso azote para que se moviera. Con numerosas y prolongadas palmaditas colocó una de las toallas alrededor de los hombros de ella. Puso su mejilla sobre su lisa y rubia cabeza y luego restregó la nariz por su pelo, sin duda para oler su fragancia de bebé. Margot lo observó todo.
Se fueron, bajaron por el camino hacia la playa, guardando la distancia respetablemente. Padre e hija.
Margot se dio cuenta entonces de que el coche era alquilado. De un sitio de Walkerton. «Qué curioso —pensó—, si hubiese sido alquilado en Kincardine…», en el mismo sitio donde ella había alquilado la camioneta. Ella quería dejarle una nota bajo el limpiaparabrisas, pero no tenía en qué escribir. Tenía una pluma, pero no tenía papel. Sin embargo, sobre la hierba junto al cubo de la basura descubrió una bolsa de Kentucky Fried Chiken. Solo tenía una mancha de grasa. La rasgó en pedazos y sobre los pedazos escribió, con letras de imprenta, estos mensajes:
SERÁ MEJOR QUE TE ANDES CON CUIDADO,
O PODRÍAS TERMINAR EN LA CÁRCEL.
LA BRIGADA DEL VICIO TE COGERÁ
SI NO TE ANDAS CON CUIDADO.
LOS PERVERTIDOS NO PROSPERAN.
DE TAL MADRE, TAL HIJA.
SERÁ MEJOR QUE LA ECHES AL RÍO FRENCH,
NO HA CRECIDO DEL TODO.
VERGÜENZA.
VERGÜENZA.
Escribió otra que decía BESTIA GORDA E INMUNDA CON TU IMBÉCIL CON CARA DE NIÑA, pero la rompió; no le gustaba el tono. Era histérico. Enganchó las notas donde estaba segura de que las encontrarían: debajo del limpiaparabrisas, en la rendija de la puerta, sujeta con piedras sobre la mesa de picnic. Luego se fue corriendo, con el corazón latiéndole a toda velocidad. Condujo tan mal, al principio, que casi mata un perro antes de salir del aparcamiento. No confiaba en sí misma como para ir por la carretera principal, de modo que cogió carreteras secundarias, caminos de gravilla, y se fue repitiendo que debía ir más despacio. Ella deseaba ir deprisa. Deseaba marcharse. Se sentía a punto de estallar, de estallar y de hacerse pedazos. ¿Era buena o era horrible la manera en que se sentía? No lo sabía. Sentía como si le hubieran cortado las amarras, nada le importaba, se sentía tan ligera como una hoja de hierba.
Pero acabó en Kincardine. Se cambió de ropa, se quitó la peluca y se limpió frotando el maquillaje de los ojos. Puso la ropa y la peluca en el cubo de la basura del supermercado —no sin pensar que era una lástima— y volvió a la camioneta. Quería ir al hotel para beber algo, pero tuvo miedo de que pudiera repercutir en su conducción. Y tenía miedo de lo que pudiera hacer si algún hombre la veía beber sola y se acercaba a ella con cualquier comentario. Aunque solo dijera: «¡Qué día tan caluroso!», ella podría gritarle, podría intentar arañarle la cara.
El hogar. Los hijos. Pagar a la canguro. Una amiga de Lana. ¿Podría ser ella quien había telefoneado? Ir a buscar comida preparada para cenar. Pizza… Kentucky Fried Chicken no, ya no podrá volver a pensar en él sin acordarse. Luego se quedó hasta tarde, esperando. Tomó unas copas. Algunas ideas le estallaban continuamente en la cabeza. Abogado. Divorcio. Castigo. Le golpeaban como un gong y luego se desvanecían sin darle la menor idea de cómo proceder. ¿Qué debería hacer primero, qué debería hacer a continuación, cómo debería seguir su vida? Todos los niños tenían compromisos de una u otra clase, los chicos tenían trabajos de verano, a Debbie iban a operarla del oído. No se los podía llevar, tendría que hacerlo todo ella sola, frente al chismorreo de todo el mundo…, del que ya había tenido suficiente con anterioridad. Ella y Reuel estaban también invitados a una gran fiesta de cumpleaños el fin de semana siguiente; tenía que comprar el regalo. Un hombre iba a ir a revisar los desagües.
Reuel tardaba tanto en llegar a casa que empezó a temer que hubiese sufrido un accidente. Habría tenido que dar la vuelta por Orangeville para dejar a Lana en casa de su tía. Hizo creer que era un profesor de la escuela de segunda enseñanza que llevaba a un miembro de la banda. (Al profesor de verdad, mientras tanto, le habían dicho que la tía de Lana estaba enferma y que Lana había ido a Orangeville para cuidarla.) El estómago de Reuel no estaba bien, naturalmente, después de aquellas notas. Se sentó a la mesa de la cocina, mascando pastillas y bebiendo leche. Margot hizo café para estar sobria para el combate.
Reuel dijo que todo era inocente. Una excursión para la chica. Como Margot, se había compadecido de ella. Inocente.
Margot se rió de eso. Se reía, contándolo.
—Yo le dije: «¡Inocente! ¡Ya conozco a tu inocente! ¿Con quién crees que estás hablando?», le pregunté «¿con Teresa?». Y él dijo: «¿Quién?». No exactamente. Por un instante se quedó en blanco, antes de recordar. Dijo: «¿Quién?».
Margot pensó entonces: «¿Qué castigo? ¿Por quién?». Pensó que probablemente se casaría con aquella chica, que seguramente tendrían hijos y que muy pronto no habría dinero ni para empezar.
Antes de irse a la cama, a una hora intempestiva de la mañana, ella había obtenido la promesa de la casa.
—Porque llega un momento con los hombres en que realmente no quieren pelear. Prefieren emplear subterfugios. Lo puse contra las cuerdas y conseguí todo lo que quería. Si más tarde rechazaba algo, todo lo que yo tenía que decir era: «¡El día de la peluca!». Se lo conté todo, lo de la peluca, la camioneta, dónde me senté y todo lo demás. Yo lo diría delante de los niños o de cualquiera y nadie sabría de qué hablaba. ¡Pero él sí lo sabría! Reuel lo sabría. ¡El día de la peluca! Todavía lo digo de vez en cuando, siempre que creo que es apropiado.
Pescó un trozo de naranja de su vaso, lo chupó y luego lo masticó.
—He puesto un poco de otra cosa en esto además del vino —dijo—. He puesto también un poco de vodka. ¿Lo notas? —Estiró los brazos y las piernas al sol—. Siempre que creo que es… apropiado.
Anita pensó que Margot podía haber dejado la vanidad, pero que probablemente no habría renunciado al sexo. Margot era capaz de ver el sexo sin cuerpos hermosos o sin sentimientos cariñosos. Una paliza saludable.
Y Reuel, ¿a qué había renunciado él? Lo que hiciese, no lo haría hasta estar preparado. Con eso, precisamente, tenía que vérselas toda la dura negociación de Margot: con que Reuel estuviera preparado o no. Eso era algo que él nunca se sentiría obligado a contarle. «De modo que una mujer como Margot puede ser engañada todavía —eso era lo que Anita pensaba, con un placer momentáneo, con una perfidia absolutamente cómoda— por un hombre como Reuel.»
—Ahora tú —le dijo Margot con una gran satisfacción—. Yo te he contado algo. Ahora cuéntame tú. Dime por qué decidiste dejar a tu marido.
Anita le contó lo que había sucedido en un restaurante de Columbia Británica. Anita y su esposo, de vacaciones, fueron a un restaurante de la carretera, y Anita vio allí a un hombre que le recordaba a un hombre del que había estado enamorada —no, quizá sería mejor que dijera encaprichada— durante años y años. El hombre del restaurante tenía un rostro grueso, de tez pálida, con una expresión desdeñosa y evasiva, que podía haber sido una copia gris del rostro del hombre a quien había amado, y su cuerpo, de piernas largas, podía haber sido una copia del cuerpo de aquel hombre si hubiese estado tocado por el letargo. Anita apenas era capaz de moverse cuando llegó el momento de dejar el restaurante. Comprendió esa expresión; sentía que se iba de mala gana, que iba rompiendo vínculos y ataduras. Todo el camino de subida hasta la carretera de la isla, entre las hileras oscuras y cerradas de altos pinos y abetos, y en el transbordador, hasta Prince Rupert, sintió un absurdo dolor de separación. Decidió que si podía sentir un dolor así, si podía sentir más por un fantasma de lo que nunca podría sentir en su matrimonio, era mejor que se marchase.
Y así se lo dijo a Margot. Fue más difícil que eso, desde luego, y no tan claro.
—Entonces, ¿te fuiste y encontraste a ese otro hombre? —le preguntó Margot.
—No. Era unilateral. No podía.
—¿Otra persona entonces?
—Y otra, y otra —dijo Anita sonriendo. La otra noche, cuando estaba sentada junto a la cama de su madre, esperando para ponerle una inyección, había pensado en hombres, poniendo los nombres uno a continuación del otro como para pasar el rato, del mismo modo en que uno nombraría los grandes ríos del mundo, o las capitales, o los hijos de la reina Victoria. Sentía pesar por algunos de ellos, pero no arrepentimiento. Afecto, de hecho, que emanaba de la metódica enumeración. Una satisfacción que se acumulaba.
—Bueno, esa es una manera —dijo Margot firmemente—. Pero a mí me parece rara. Así es. Quiero decir… que no puedo verle la utilidad, si no te casas con ellos. —Hizo una pausa—. ¿Sabes lo que hago a veces? —Se levantó rápidamente y fue hasta las puertas correderas. Escuchó, luego abrió la puerta y metió la cabeza. Volvió y se sentó—. Solo estoy comprobando que Debbie no se esté llenando los oídos —dijo—. Los chicos, puedes decir cualquier cosa terriblemente personal delante de ellos y daría lo mismo que hablases en hindú, porque nunca escuchan. Pero las chicas sí. Debbie escucha…
»Te contaré lo que hago —dijo—. Voy a ver a Teresa.
—¿Está todavía allí? —preguntó Anita muy sorprendida—. ¿Está Teresa todavía en la tienda?
—¿Qué tienda? —preguntó Margot—. ¡Oh, no! No, no. La tienda ha desaparecido, la gasolinera ha desaparecido. Fueron derribadas hace años. Teresa está en el County Home. Tienen ahora allí lo que llaman el ala de psiquiatría. Lo raro es que trabajó allí durante años, llevando bandejas, limpiando y haciendo esto y aquello para ellos. Luego comenzó a tener ella misma temporadas raras. De modo que ahora a veces está como trabajando allí y a veces solo está allí, si entiendes lo que quiero decir. Cuando se trastorna, nunca da el menor problema. Solo está bastante confusa. Y charla, charla, charla, charla. Como siempre, solo que más. Todo lo que se le ocurre hacer es hablar, hablar, hablar y arreglarse. Si vas a verla, siempre quiere que le lleves algún aceite de baño, perfume o maquillaje. La última vez que fui le llevé un poco de eso que aclara el pelo. Pensé que era arriesgarse, porque era algo complicado para que ella lo utilizara. Pero leyó las indicaciones y lo hizo bien. No le quedó mal. Lo que quiero decir con lo de confusa es que se imagina que está en el barco. En el barco con las esposas de la guerra. Que las lleva a todas a Canadá.
—Las esposas de la guerra —dijo Anita. Las vio coronadas con plumas blancas, impetuosas e inmaculadas. Pensaba en gorras militares.
Ella no necesitaba verla, durante años no tuvo ni el menor deseo de verla. Un hombre te arruina la vida durante un tiempo incontrolable y después, un día, no hay nada, solo un agujero donde él estaba, es inexplicable.
—¿Sabes lo que me acaba de venir a la mente en este instante? —le dijo Margot—. El aspecto que tenía la tienda por las mañanas. Y nosotras llegando, medio congeladas.
Luego añadió con voz apagada y desconfiada:
—Acostumbraba venir y dar golpes a la puerta. Ahí fuera. Ahí fuera, cuando Reuel estaba conmigo en la habitación. Era horrible. No sé. No sé…, ¿crees que era amor?
Desde allí arriba, en el porche, los dos largos brazos del rompeolas parecen cerillas flotantes. Las torres, las pirámides y las cintas transportadoras de la mina de sal parecen juguetes grandes y sólidos. El lago brilla como si fuese oropel. Todo parece brillante, distinto e inofensivo. Hechizado.
—Todos estamos en el barco —dice Margot—. Ella cree que todos estamos en el barco. Pero es a ella a quien Reuel va a ir a buscar a Halifax, afortunada ella.
Margot y Anita han llegado hasta aquí. Todavía no están dispuestas a dejar de hablar. Son totalmente felices.