Fotografías del hielo
Tres semanas antes de morir —ahogado en un accidente de barca en un lago cuyo nombre nadie le había oído mencionar—, Austin Cobbett se quedó absorto ante un triple espejo en Crawford’s, una tienda de ropa masculina de Logan, mirándose, con una camisa deportiva color burdeos y un par de pantalones a cuadros escoceses, color crema, marrón y vino tinto. Ambos inarrugables.
—Escúcheme —le decía Jerry Crawford—. Con la camisa más oscura y los pantalones más claros no se puede equivocar. Es juvenil.
Austin se carcajeó.
—¿Ha oído alguna vez la expresión «mona vestida de seda»?
—Refiriéndose a las damas —dijo Jerry—. De todos modos, ahora ha cambiado todo. Ya no hay ropa para hombres mayores, ni ropa para mujeres mayores. La moda es para todo el mundo.
Cuando Austin se acostumbró a lo que llevaba puesto, Jerry intentó convencerle de que se comprase un pañuelo de colores complementarios y un jersey color crema. Austin necesitaba taparse todo lo que pudiera. Desde que muriera su mujer, hacía casi un año, y consiguieran por fin un nuevo pastor para la Iglesia unificada —Austin, que tenía más de setenta años, estaba oficialmente retirado, pero había seguido pendiente y haciendo las veces de pastor mientras discutían si contrataban a otro hombre y cuánto le pagarían—, había perdido peso, sus músculos se habían encogido, y estaba adquiriendo la figura barriguda y derrumbada de un viejo. Tenía muy marcadas las venas del cuello, la nariz se le había hecho más larga y las mejillas le colgaban. Era un correoso gallo viejo…, correoso y fuerte, y lo bastante animoso para prepararse para un segundo matrimonio.
—Tendremos que acortar los pantalones —dijo Jerry—. Nos dará tiempo, ¿verdad? ¿Cuándo será el feliz día?
Austin iba a casarse en Hawai, donde su esposa, su futura esposa, vivía. Había fijado la fecha hacía un par de semanas.
Phil Stadelman del Toronto Dominion Bank entró y no reconoció a Austin por detrás, aunque Austin había sido su anterior pastor. Nunca le había visto con ropa como aquella.
Phil contó su chiste sobre el sida y la gente de Newfoundland… Jerry no pudo evitarlo.
Entonces Austin se dio la vuelta y en lugar de decir: «Bueno, no sé sus compañeros, pero me es difícil considerar el sida como un asunto de risa» o «Me pregunto qué clase de chistes cuentan en Newfoundland sobre la gente del distrito de Huron», dijo:
—Es divertido.
Y se rió.
«Es divertido.» Luego le pidió a Phil que opinase sobre su ropa.
—¿Crees que se reirán cuando me vean llegar a Hawai?
Karin lo oyó cuando fue hasta el quiosco de rosquillas a tomarse un café después de terminar su tarea vespertina como guardia del paso de peatones. Se sentó al mostrador y oyó hablar a los hombres en una mesa detrás de él. Dio la vuelta al taburete y dijo:
—Escuchen, yo podría habérselo dicho. Está cambiado. Le veo cada día y podría habérselo dicho.
Karin es una mujer alta y delgada, de piel áspera y voz ronca, con el pelo rubio, oscurecido unos cinco centímetros en las raíces. Se lo está dejando crecer oscuro y ya ha llegado hasta donde se lo podría dejar corto, pero no se lo corta. Antes era una muchacha rubia y larguirucha, tímida y bonita, que se paseaba en el asiento trasero de la moto de su marido. Se ha hecho un poco rara…, no demasiado, o no sería una guardia de paso de peatones, ni siquiera con la recomendación de Austin Cobbett. Interrumpe las conversaciones. Parece que solo se pone tejanos y un viejo chaquetón tres cuartos azul marino. Muestra una expresión dura y recelosa y tiene un motivo de rencor público contra su ex marido. Le escribe cosas en el coche: «Falso cristiano. Besa el culo postizo. Brent Duprey es una víbora». Nadie sabe que ella escribió «Lázaro mamón», porque volvió atrás —esto lo hace por la noche— y lo borró con la manga. ¿Por qué? Le pareció peligroso, algo que podría causarle problemas, un problema de una especie vagamente sobrenatural, no de una charla con el comisario de policía, y ella nada tiene contra el Lázaro de la Biblia, solo contra la Casa de Lázaro, que es el sitio que Brent dirige y en el que vive ahora.
Karin vive donde ella y Brent vivieron juntos durante los últimos meses: encima de la ferretería, en la parte de atrás, un espacio grande con una alcoba —la del niño— y una cocina al fondo. Pasa mucho tiempo en casa de Austin, limpiándola, dejándolo todo dispuesto para su partida hacia Hawai. La casa en la que él vive todavía es la antigua casa parroquial, en la calle Pondicherry. La Iglesia ha construido una casa para el nuevo pastor, bastante bonita, con un patio y un garaje doble (ahora las esposas de los pastores trabajan a menudo; es una gran ayuda si pueden conseguir trabajo como enfermeras o maestras, y en ese caso se necesitan dos coches). La antigua casa parroquial es una casa de ladrillo blanco grisáceo con un adorno pintado de azul en la galería y en la fachada lateral. Precisa mucho trabajo. Aislarla, limpiarla con un chorro de arena, volver a pintarla, poner marcos nuevos a las ventanas, baldosas nuevas en el cuarto de baño. Cuando regresa a su casa por la noche, a veces Karin se pone a pensar en qué le haría a aquella casa si fuese suya y tuviese el dinero.
Austin le enseña una fotografía de Sheila Brothers, la mujer con quien se va a casar. En realidad es una fotografía de los tres: Austin, su mujer y Sheila Brothers, delante de un edificio de madera y unos pinos. Un refugio en el que él —ellos— conocieron a Sheila. Austin lleva puesta su camisa negra de pastor y el cuello vuelto; parece taimado con su sonrisa tímida y pastoral. Su mujer mira hacia otra parte, pero el gran lazo de su pañuelo floreado le revolotea contra el cuello. Ahuecado pelo blanco. Delgada figura. Elegante. Sheila Brothers —la señora Brothers, viuda— mira de frente y es la única que parece realmente animada. Pelo rubio corto, peinado alrededor del rostro de un modo práctico, pantalones marrones, niqui, con sus abultados pechos y su vientre aparentemente plano va de frente al encuentro de la cámara, y no parece preocupada por cómo la capte.
—Se la ve feliz —dice Karin.
—Bueno, entonces no sabía que iba a casarse conmigo.
Él le enseña una postal de la ciudad en la que vive Sheila. La ciudad en la que vivirá en Hawai. También una fotografía de la casa de ella. La calle principal de la ciudad tiene una hilera de palmeras que bajan por el centro, tiene edificios bajos, blancos o rosados, farolas con cestos rebosantes de flores y por encima un cielo de un profundo color turquesa en el que el nombre de la ciudad (un nombre hawaiano que no hay esperanza de poder pronunciar ni recordar) está escrito con letras ondeantes como una cinta de seda. El nombre que ondeaba en el cielo parecía tan posible como cualquier otra cosa en él. En cuanto a la casa, apenas podía distinguirse, solo un trozo de balcón entre los árboles y los matorrales llenos de flores rosas y doradas. Pero delante de ella estaba la playa, con la arena tan limpia como la nata y las olas rompiendo, brillantes como joyas. Por allí Austin Cobbett pasearía con la amable Sheila. No era de extrañar que necesitase ropa nueva.
Austin quiere que Karin lo tire todo. Incluso sus libros, su vieja máquina de escribir, las fotografías de su mujer y de sus hijos. Su hijo vive en Denver, su hija en Montreal. Les ha escrito, ha hablado con ellos por teléfono, les ha dicho que le pidan lo que quieran. Su hijo quiere los muebles del comedor, que un camión de mudanzas recogerá la próxima semana. Su hija le dijo que ella no quería nada. (Karin cree que puede reconsiderarlo; la gente siempre quiere «algo».) Todos los muebles, libros, cuadros, alfombras, platos, potes y sartenes tienen que ir a subasta. El coche de Austin también será subastado, y su segadora eléctrica, y el quitanieves que le regaló su hijo las navidades pasadas. Esto será vendido después de que Austin se vaya a Hawai, y el dinero deberá ir a la Casa de Lázaro. Austin puso en marcha la Casa de Lázaro cuando era pastor. Solo que él no la llamó así; él le puso el nombre de Casa del Cambio Total. Pero ahora han decidido —Brent Duprey ha decidido— que sería mejor que tuviera un nombre más religioso, más cristiano.
Al principio Austin decidió darles todas esas cosas para utilizarlas en o por la Casa. Luego pensó que mostraría mayor respeto si les daba el dinero para que se lo gastaran como quisieran, comprando lo que les gustase, en lugar de utilizar los platos de su esposa y de sentarse en el sofá de cretona de ésta.
—¿Y si cogen el dinero y compran billetes de lotería con él? —le pregunta Karin—. ¿No cree que será una gran tentación para ellos?
—No se llega a ninguna parte en la vida sin tentaciones —le dice Austin con su exasperante sonrisita—. ¿Y si les toca la lotería?
—Brent Duprey es una víbora.
Brent ha asumido todo el control de la Casa de Lázaro que Austin puso en marcha. Era un lugar para que estuviesen las personas que querían dejar de beber o que querían dejar algún otro modo de vida en el que se encontrasen; ahora es como un lugar nuevo, con sesiones de rezo, canto, gemidos y confesiones que duran toda la noche. Así es como Brent se apoderó de ella…, haciéndose más religioso que Austin. Austin hizo que Brent dejase de beber; tiró y tiró de Brent hasta que le sacó de la vida que llevaba y lo metió en una nueva dirigiendo esa Casa con dinero de la Iglesia, del gobierno, etc., y cometió un gran error. Lo cometió al pensar que podía retenerle allí. Brent, una vez iniciado en el camino de santidad, se le adelantó rápidamente, al instante se adelantó a la prudente religión de Austin y lo separó de la gente de su propia parroquia que quería una cristiandad más estricta y feroz. Austin fue sustituido en la Casa de Lázaro y en la Iglesia aproximadamente al mismo tiempo y Brent dominó al nuevo pastor sin dificultad. Y a pesar de eso, o por eso, Austin quiere dejar el dinero a la Casa de Lázaro.
—¿Quién puede decir que el camino de Brent no está más cercano a Dios que el mío, después de todo? —pregunta.
Karin dice ahora cualquier cosa a cualquiera. Le responde a Austin:
—No me haga vomitar.
Austin le dice que se asegure de tomar buena nota del tiempo, para que le pague todo ese trabajo, y también que si hay algo que le guste especialmente, que se lo diga, para poder discutirlo.
—Dentro de lo razonable —le dice—. Si dijeses que quieres el coche o la máquina quitanieves, me temo que me vería obligado a decirte que no, porque eso sería estafar a los muchachos que hay en la Casa de Lázaro. ¿Qué te parece el aspirador?
¿Es así como él la ve…, como alguien que siempre está pensando en limpiar casas? De todos modos, el aspirador es prácticamente una antigüedad.
—Apuesto algo a que sé lo que Brent le dijo cuando usted le comentó que yo me iba a hacer cargo de todo esto —dice—. Apuesto algo a que dijo: «¿No va a poner a un abogado para que la controle?». ¡A que lo hizo! A que sí.
En lugar de responder a eso, Austin dice:
—¿Por qué iba a confiar en un abogado más de lo que confío en ti?
—¿Es eso lo que le respondió?
—Te lo digo a ti. Uno confía o no confía, en mi opinión. Cuando uno decide que va a confiar, tiene que empezar en ese mismo momento.
Austin raramente menciona a Dios. No obstante, se percibe la mención de Dios rondar por el filo de frases como ésa, y hace que te sientas tan incómodo (Karin tiene la sensación de desmoronarse a lo largo de su espina dorsal) que solo deseas que lo hubiese mencionado y olvidarlo.
Cuatro años antes, Karin y Brent todavía estaban casados y aún no habían tenido el niño, ni se habían trasladado a la casa de encima de la ferretería. Estaban viviendo en el antiguo matadero. Aquel era un edificio de apartamentos barato que pertenecía a Morris Fordyce, pero en realidad había sido antiguamente un matadero. Cuando el tiempo era húmedo, Karin podía oler a cerdo, y siempre sentía otro olor que creía que era sangre. Brent olfateó las paredes, se agachó y olió el suelo, pero no pudo oler lo que ella olía. ¿Cómo podía oler algo más que los efluvios de su aliento de borracho que le subían de sus propias tripas? Brent era entonces un borracho, pero no un borracho embrutecido. Jugaba al hockey en el equipo VMT (veteranos de no más de treinta); era bastante más mayor que Karin, y afirmaba que nunca había jugado sobrio. Trabajó durante un tiempo para la Compañía Constructora Fordyce, y luego trabajó para la ciudad, cortando árboles. Bebía en el trabajo cuando podía, y después del trabajo bebía en el Club de Pesca y Caza, o en el Bar Motel Refugio Verde, que llamaban el Asilo Verdinoso. Una noche puso en marcha un bulldozer que estaba fuera del Asilo Verdinoso y lo llevó hasta el Club de Pesca y Caza atravesando toda la ciudad. Por supuesto, lo cogieron y lo acusaron de conducción temeraria de un bulldozer, una gran broma en la ciudad. Ninguno de los que se rieron de la gracia se presentó a pagar la multa. Y Brent se fue haciendo más salvaje. Otra noche desarmó la escalera que llevaba a su apartamento. No golpeó los escalones en un ataque de cólera; los quitó cuidadosa y metódicamente, escalones y soportes, uno a uno, bajando de espaldas mientras lo hacía y dejando a Karin maldiciendo en lo alto. Primero ella se rió —ella llevaba también unas cuantas cervezas en aquel momento—, luego, cuando se dio cuenta de que lo hacía en serio y de que la estaba dejando aislada allí, empezó a maldecir. Vecinos cobardes se asomaban a las puertas detrás de él.
Brent volvió a casa a la tarde siguiente y se quedó asombrado, o lo fingió.
—¿Qué le ha pasado a la escalera? —gritó, pisando fuerte por el zaguán, torciendo su cara arrugada, exhausta y exaltada, con los ojos azules que le estallaban y su sonrisa inocente e integrante.
—¡Maldito sea ese tal Morris! ¡Malditas sean las escaleras que desaparecen! Le voy a moler a palos. ¡Maldito cabrón!
Karin estaba arriba, no tenía comida, salvo un paquete de Krispis sin leche y una lata de judías blancas. Pensó en telefonear a alguien para que fuese con una escalera, pero estaba demasiado furiosa y era demasiado tozuda. Si Brent quería matarla de hambre, pues muy bien, se moriría de hambre.
Aquello fue realmente el principio del fin, el cambio. Brent fue a ver a Morris Fordyce para molerlo a palos y decirle que le iba a demandar y Morris habló con él en un tono aleccionador y razonable, hasta que Brent decidió no demandarlo ni molerlo a palos, sino suicidarse. Morris llamó entonces a Austin Cobbett, porque Austin tenía fama de saber cómo tratar con gente que estaba desesperada. Austin no le dijo entonces a Brent que dejara de beber, ni que fuera a la iglesia, pero le hizo desistir de suicidarse. Luego, un par de años después, cuando murió el niño, llamaron a Austin porque era el único pastor que conocían. Cuando fue a verles para hablar del funeral, Brent se había bebido todo lo que había en la casa y había salido a buscar más. Austin fue tras él y pasó los siguientes cinco días —con una pequeña pausa para enterrar al niño— solo con él y su borrachera. Luego pasó la semana siguiente cuidándolo mientras se le pasaba, y el mes siguiente hablando con él o acompañándolo hasta que Brent decidió que ya no bebería más, que se había puesto en contacto con Dios. Austin dijo que Brent quería decir con eso que se había puesto en contacto con la plenitud de su propia vida y con la capacidad de su yo más profundo. Brent dijo que no había sido él ni por un instante; había sido Dios.
Karin fue durante un tiempo con Brent a la iglesia de Austin; no le importaba. Pudo ver, sin embargo, que no iba a ser suficiente para retener a Brent. Le vio ponerse en pie de un salto para cantar los himnos, balanceando los brazos y apretando los puños, todo su cuerpo achispado. Era igual que cuando se había tomado tres o cuatro cervezas, cuando ya no había manera de que pudiera dejar de ir a buscar más. Estaba que estallaba. Y muy pronto se liberó de la influencia de Austin y se llevó con él a una buena parte de la iglesia. Mucha gente había deseado aquel relajamiento, más ruido, más oración y más canto y no tanta reposada charla persuasiva; lo habían estado esperando durante mucho tiempo.
Nada de aquello le sorprendió. No le sorprendió que Brent aprendiese a rellenar papeles y a causar la impresión adecuada y conseguir dinero del gobierno; no le sorprendió que tomase posesión de la Casa del Cambio Total, en la que Austin le había metido, ni que echase a patadas a Austin. Siempre había estado lleno de posibilidades. Realmente no le sorprendió que en ese momento se pusiera tan furioso con ella porque se bebiera una cerveza y fumase un cigarrillo, como antes cuando ella quería dejar la juerga e irse a la cama a las dos. Le dijo que le daba una semana para que se decidiese. Ya no más bebidas ni más cigarrillos, Cristo como su Salvador. Una semana. Karin le dijo que no se preocupase por la semana. Cuando Brent se hubo marchado, ella dejó de fumar, casi dejó de beber y también dejó de ir a la iglesia de Austin. Lo dejó casi todo, excepto un gradual y latente rencor hacia Brent, que crecía y crecía. Un día Austin la paró en la calle y ella creyó que iba a decirle alguna cosa amable, personal y reprobatoria, por su rencor o por haber dejado la iglesia, pero todo lo que hizo fue pedirle que fuera a ayudarle a cuidar a su mujer, que volvía del hospital a casa aquella semana.
Austin está hablando por teléfono con su hija en Montreal. Se llama Megan. Tiene unos treinta años, es soltera y productora de televisión.
—La vida guarda muchas sorpresas en la manga —dice Austin—. Ya sabes que esto nada tiene que ver con tu madre. Es una vida totalmente nueva. Pero lamento… No, no. Solo quiero decir que hay más de una manera de amar a Dios, y complacerse en el mundo es seguramente una de ellas. Esta es una revelación que me ha llegado bastante tarde. Demasiado tarde para que le fuera de alguna utilidad a tu madre… No. La culpa es un pecado y una tentación. Les he dicho eso a muchas pobres almas que querían revolcarse en ella. Lamentarlo es otra cosa. ¿Cómo podrías pasar toda una larga vida y escapar de ello?
«Yo tenía razón —está pensando Karin—; Megan quiere algo.» Pero al cabo de un poco más de charla (Austin dice que podría aficionarse al golf, no te rías, y que Sheila pertenece a un club en el que se dedican a leer obras de teatro; él espera ser una estrella en eso, después de todas sus arengas desde el púlpito) la conversación llega a su fin. Austin entra en la cocina —el teléfono está en el vestíbulo principal; esta es una casa antigua— para ver a Karin, que está limpiando los armarios altos.
—Los padres y los hijos, Karin —dice suspirando, suspirando jocosamente—. Oh, qué red tan enmarañada tejemos cuando tenemos hijos. Luego ellos siempre quieren que seamos los mismos, quieren que seamos padres… Les trastorna terriblemente que hagamos algo que ellos no creían que fuésemos a hacer. Terriblemente.
—Supongo que se acostumbrará —dice Karin, sin demasiada simpatía.
—Ya lo creo, ya lo creo que sí. Pobre Megan.
Luego dice que va a ir al norte de la ciudad a cortarse el pelo. No quiere posponerlo, porque parece y se siente muy ridículo con el pelo recién cortado. Su boca se tuerce hacia abajo al sonreír…: primero hacia arriba, luego hacia abajo. Ese desliz hacia abajo es lo que es perceptible en él en cualquier sitio…: la cara que cae hacia las carnosidades del cuello, el pecho vaciado y amontonado en aquella brusca y singular barriguita. La corriente ha dejado canales secos, profundas arrugas. No obstante Austin habla —hablar es su perversidad— como si lo hiciera desde un cuerpo que es ligero y hábil, y un placer llevar consigo.
Al cabo de muy poco tiempo el teléfono suena de nuevo y Karin tiene que bajarse de la escalera para cogerlo.
—Karin, ¿eres tú? Soy Megan.
—Tu padre acaba de salir a cortarse el pelo.
—Muy bien, muy bien. Me alegro. Así puedo hablar contigo. Esperaba tener una oportunidad para hacerlo.
—Oh —dice Karin.
—Karin, escucha. Sé que me estoy comportando exactamente de la forma en que se supone que los hijos mayores se comportan en esta situación. No me gusta. No me gusta en mí misma, pero no puedo evitarlo. Estoy recelosa. Me pregunto qué es lo que ocurre. ¿Está bien? ¿A ti qué te parece? ¿Qué piensas de esa mujer con la que va a casarse?
—Todo lo que he visto de ella es su fotografía —dice Karin.
—Estoy muy ocupada ahora y me es imposible dejarlo todo para ir a casa y tener una charla sincera con mi padre. De todos modos, es muy difícil hablar con él. Hace todos los sonidos adecuados, parece muy predispuesto, pero en realidad es muy cerrado. Nunca ha sido en absoluto alguien que se rija por motivos personales, ¿entiendes lo que quiero decir? Nunca ha hecho antes nada por un motivo de tipo «personal». Siempre ha hecho cosas «para» alguien. Siempre le ha gustado encontrar personas que «necesitaran» que se hiciera algo por ellas, mucho. Bueno, tú ya lo sabes. Incluso el llevarte a casa, ya sabes, para cuidar de mamá…, no fue exactamente por mi madre ni por él que lo hizo.
Karin puede imaginarse a Megan: el pelo largo, oscuro, liso, con raya en medio y peinado sobre los hombros, los ojos muy maquillados, la piel bronceada y la boca pintada en un tono pálido, el cuerpo relleno y elegantemente vestido. ¿No traería su voz esa imagen a la mente aun cuando nunca la hubieras visto? Aquella afabilidad, aquella gran sinceridad. Una nota correcta en cada palabra y pequeños intervalos apreciativos en medio. Habla como si se estuviera escuchando. Demasiado, realmente. ¿Estaría borracha?
—Enfrentémonos a ello, Karin. Mamá era una esnob. —(Sí, está borracha)—. Bueno, tenía que tener algo. Llevada de una casucha a otra, siempre haciendo el bien. Hacer el bien no era lo suyo en absoluto. De modo que ahora, «ahora», lo deja todo y se va a la vida fácil. ¡A Hawai! ¿No es una cosa rufa?
—Rufa.
Karin ha oído esa palabra en televisión y ha oído a gente, en su mayoría adolescentes, decirla, y sabe que no es de la rifa de la iglesia de lo que está hablando Megan. No obstante, es en eso en lo que la palabra le hace pensar… en las rifas de la iglesia que la madre de Megan acostumbraba organizar, intentando darles siempre algo de distinción y hacer las cosas distintas. Sombrillas a rayas y un café en la acera un año, tés de Devonshire y una glorieta de rosas al siguiente. Luego piensa en la madre de Megan, sentada en el sofá de cretona de la sala de estar, débil y amarillenta después de la quimioterapia, con uno de aquellos pañuelos acolchados y alegres alrededor de su cabeza casi calva. Aún podía mirar a Karin con una ligera y formal sorpresa cuando entraba en la sala. «¿Querías algo, Karin?» Lo que se suponía que Karin debía preguntarle a ella, ella se lo preguntaba a Karin.
«Rufa. Rifa. Esnob.» Cuando Megan le tiró aquella indirecta, Karin debería haber dicho al menos: «Lo sé». Todo lo que se le ocurre decir es:
—Megan, esto te está costando dinero.
—¡Dinero, Karin! Estamos hablando de mi «padre». ¡Estamos hablando de si mi padre está en su sano juicio o ha perdido la cabeza, Karin!
Un día después, una llamada desde Denver. Don, el hijo de Austin, llama para decir a su padre que es mejor que olviden lo del mobiliario del comedor, porque el coste del envío es demasiado alto. Austin está de acuerdo con él. El dinero puede gastarse mejor, dice. ¿Qué son los muebles? Luego se le cede la palabra a Austin para que explique lo de la subasta y lo que está haciendo Karin.
—Desde luego, desde luego, ningún problema —dice Austin—. Harán una lista de todo lo que tengan y de por cuánto se vendió. Pueden enviarte fácilmente una copia. Creo que tienen un ordenador. Ya no estamos en la Edad Media por aquí…
»Sí —dice Austin—, esperaba que comprendieras así lo del dinero. Es un proyecto que me es muy caro. Y tú y tu hermana tenéis la vida resuelta. Tengo mucha suerte con mis hijos…
»El retiro y mi pensión de pastor —dice—. ¿Qué más podría necesitar? Y esa dama, esa dama, te lo puedo decir, Sheila…, no anda mal de dinero, si lo puedo decir así… —Se ríe con bastante malicia de algo que le dice su hijo.
Después de colgar, le dice a Karin:
—Bueno, mi hijo está preocupado por mis finanzas y mi hija está preocupada por mi estado mental. Mi estado emocional-mental. La manera masculina y femenina de mirar las cosas. La manera masculina y femenina de expresar su preocupación. En el fondo es lo mismo. Cambia el viejo orden y cede el lugar a otro nuevo.
De todos modos, Don no recordaría todo lo que hay en la casa. ¿Cómo podría? Estuvo allí el día del funeral y su mujer no se encontraba con él; se sentía demasiado embarazada para ir. No podría contar con ella. Los hombres no recuerdan bien esas cosas. Solo pedía la lista para que pareciese que estaba al tanto de todo y que sería mejor que nadie intentase engañarle. O engañar a su padre.
Había cosas que Karin se iba a quedar y nadie tenía por qué saber de dónde las había sacado. Nadie subía a su casa. Un plato con un diseño de inspiración china. Las cortinas floreadas azules y grises. Una jarra pequeña y ancha de vidrio color rubí con tapadera de plata. Un mantel de damasco blanco, un mantel que ella había planchado hasta que brillaba como un helado campo nevado y las enormes servilletas que hacían juego con él. Solo el mantel pesaba tanto como un niño y las servilletas caerían desplomadas de las copas de vino como azucenas…, si uno tenía copas de vino. Para empezar, ya se había llevado a casa seis cucharas de plata en el bolsillo del abrigo. Sabe lo bastante para no deshacer el servicio de té de plata o los platos buenos. Pero a algunos platos de postre de cristal rosado ya les ha echado el ojo. Puede imaginarse su casa transformada, con todas esas cosas en ella. Más aún, puede percibir la calma y la felicidad que la embargarían. Sentada en una sala así arreglada, no necesitaría salir. No necesitaría pensar en Brent, ni en las maneras de atormentarlo. Una persona en una habitación así podría volverse y tumbar a cualquiera que intentase entrometerse.
¿Querías algo?
El lunes de la última semana de Austin —se suponía que se iba a ir en avión a Hawai el sábado—, comenzó la primera gran tormenta del invierno. El viento llegaba del oeste, por encima del lago; hubo una tempestad de nieve que duró todo el día y toda la noche. El lunes y el martes las escuelas se cerraron, así que Karin no tuvo que trabajar como guardia. Pero ella no podía soportar estar encerrada; se puso su chaquetón tres cuartos, se envolvió la cabeza y parte de la cara con un pañuelo de lana y anduvo con dificultad por las calles llenas de nieve hasta la casa parroquial.
La casa está fría, el viento entra por las puertas y las ventanas. En el armario de la cocina que da a la pared del lado oeste los platos parecen de hielo. Austin está vestido, pero echado en el sofá de la sala, envuelto en varias colchas y mantas. No está leyendo, ni viendo la televisión, ni echando una siestecita, por lo que ella puede ver… solo mira fijamente. Ella le prepara una taza de café instantáneo.
—¿Cree que esto habrá terminado para el sábado? —le pregunta. Tiene la sensación de que si no se va el sábado, podría no irse. Todo podría quedar en suspenso, todos los planes podrían tambalearse.
—Terminará a su debido tiempo —le dice él—. No estoy preocupado.
El bebé de Karin murió durante una tormenta de nieve. Por la tarde, cuando Brent estaba bebiendo con su amigo Rob y viendo la televisión, Karin dijo que el niño estaba enfermo y que necesitaba dinero para coger un taxi y llevarlo al hospital. Brent le dijo que se largase. Pensó que ella tan solo intentaba molestarle. Y en parte así era…, el niño solo había vomitado una vez, había lloriqueado y no parecía estar muy caliente. Luego, a la hora de la cena, cuando Rob se hubo marchado, Brent fue a coger al niño para jugar con él, sin recordar que estaba enfermo.
—¡Este niño está como un carbón encendido! —le gritó a Karin, y quiso saber por qué no había ido al médico, por qué no había llevado al niño al hospital.
—Tú me dirás por qué —le respondió Karin, y empezaron a pelear—. Dijiste que no necesitaba ir —dijo Karin—. De acuerdo, pues, no necesita ir.
Brent llamó a la compañía de taxis, pero los taxis no salían a causa de la tormenta, de la que hasta entonces ni él ni Karin se habían dado cuenta. Telefoneó al hospital y les preguntó qué debía hacer y ellos le dijeron que le hiciera bajar la fiebre envolviendo al bebé en toallas húmedas. Eso hicieron, y hacia medianoche la tormenta se calmó y los quitanieves salieron a la calle y ellos llevaron al niño al hospital. Pero murió. Probablemente habría muerto sin importar lo que hubiesen hecho, tenía meningitis. Aun cuando hubiese sido un precioso y mimado bebé en un hogar en el que el padre no se emborrachase y la madre y el padre no se peleasen, podría haber muerto; probablemente habría muerto, de todos modos.
Brent, no obstante, quería que fuese culpa suya. A veces quería que fuese culpa de los dos. Para él aquella confesión era como chupar golosinas. Karin le dijo que se callara, le dijo que cerrase la boca.
Dijo:
—Habría muerto de todos modos.
Cuando la tormenta pasa, el martes por la tarde, Karin se pone el abrigo, sale y limpia el camino de la casa parroquial con una pala. La temperatura parece estar descendiendo todavía más, el cielo está claro. Austin dice que van a ir al lago a mirar el hielo. Si hay una gran tormenta como ésa a principios de la temporada, el viento levanta las olas en la playa y se hielan allí. Hay hielo por todas partes, con formas inverosímiles. La gente baja y hace fotos. A menudo el papel recoge lo mejor de ellas. Austin también quiere hacer algunas fotos. Dice que será algo para mostrar a la gente en Hawai. De modo que Karin también limpia el coche con la pala, y salen, Austin conduce con mucho cuidado. No hay nadie más allí abajo. Hace demasiado frío. Austin se apoya en Karin mientras avanzan con dificultad por el paseo entablado… o por donde debe de estar, debajo de la nieve. Láminas de hielo caen al suelo desde las cargadas ramas de los sauces y el sol brilla a través de ellas desde el oeste; son como paredes de perlas. El hielo se entrelaza por el alambre de la alta valla para formar una especie de panal. Las olas se han helado al tocar la playa, y han formado montículos y grutas, un paisaje fantástico, hasta la superficie del agua que abarca la vista. Y todos los aparatos de la zona de juegos, los columpios y las barras de los niños, han sido transformados por el hielo, adornados con tubos de órgano o enterrados en lo que parecen estatuas medio esculpidas, formas de hielo que podrían ser personas, animales, ángeles o monstruos, dejados sin acabar.
Karin está nerviosa cuando Austin está de pie, solo, para hacer las fotos. Le parece tembloroso… y ¿qué pasaría si se cayera? Se podría romper una pierna, una cadera. Las personas mayores se rompen una cadera y eso es el final para ellas. Incluso el quitarse los guantes para manejar la cámara parece arriesgado. Un pulgar helado puede ser suficiente para hacerle quedar allí, para que pierda su avión.
Al volver al coche, tiene que frotarse y soplarse las manos. La deja conducir a ella. Si algo terrible le ocurriese, ¿vendría aquí Sheila Brothers, la reemplazaría en su cuidado, se instalaría en la casa parroquial, anularía las órdenes que él ha dado?
—Aquí hace un tiempo extraño —dice—. Arriba, al norte de Ontario, es suave, incluso los pequeños lagos están abiertos, las temperaturas están por encima de cero. Y aquí nos encontramos en las garras del frío y el viento viene directamente de la zona de las praderas.
—Le dará lo mismo cuando llegue a Hawai —le dice Karin con firmeza—. El norte de Ontario, la zona de las praderas o esto, estará usted encantado de estar fuera. ¿Ella nunca le llama?
—¿Quién? —pregunta Austin.
—Ella. La señora Brothers.
—Oh, Sheila. Me llama tarde por las noches. Es mucho más temprano en Hawai.
El teléfono suena cuando Karin está sola en casa la mañana antes de que Austin se vaya. La voz de un hombre, indecisa y malhumorada.
—No está aquí ahora —le dice Karin. Austin ha ido al banco—. Le puedo decir que le llame cuando llegue.
—Bueno, es una conferencia —dice el hombre—. Esto es el lago Shaft.
—El lago Shaft —dice Karin, buscando un lápiz alrededor del teléfono.
—Solo queríamos saber. Estábamos solo comprobando que tuviésemos bien la hora de su llegada. Alguien tiene que ir a buscarle en coche. Llega a Thunder Bay a las tres en punto, ¿es eso?
Karin ha dejado de buscar un lápiz. Finalmente dice:
—Supongo que sí. Por lo que sé. Si volviera usted a llamar sobre el mediodía, él estaría aquí.
—No estoy seguro de poder estar cerca de un teléfono a mediodía. Estoy en el hotel ahora, pero tengo que ir a otro sitio. Es mejor que le deje el recado. Alguien irá a buscarle al aeropuerto de Thunder Bay mañana a las tres. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dice Karin.
—Puede usted decirle que también le hemos conseguido un lugar donde vivir.
—Oh, de acuerdo —dice Karin.
—Es un remolque. Dijo que no le importaría vivir en un remolque. ¿Sabe?, hace mucho que no hemos tenido aquí a un pastor.
—Ah —dice Karin—. De acuerdo, sí. Se lo diré.
En cuanto cuelga busca el número de Megan en la lista que está encima del teléfono y lo marca. Llama tres o cuatro veces y entonces sale la voz de Megan, más enérgica que la última vez que Karin la oyó. Enérgica, pero guasona.
«La señora de la casa lamenta no poder atender su llamada en este momento, pero si deja usted su nombre, mensaje y número de teléfono intentará telefonearle lo más pronto posible.»
Karin ya ha empezado a decir que lo siente, pero que aquello es importante, cuando la interrumpe un pitido, y se da cuenta de que es una de esas máquinas. Empieza de nuevo, hablando rápidamente, pero con claridad después de una profunda inspiración.
—Solo quería decírtelo. Solo quería que lo supieras. Tu padre está bien. Está bien de salud, y mentalmente está estupendo y todo. De modo. De modo que no tienes que preocuparte. Se va a Hawai mañana. Estaba pensando…, solo estaba pensando en nuestra conversación telefónica. Así que pensé que te iba a decir que no te preocupases. Habla Karin.
Y acaba de decir todo aquello a tiempo, cuando oye a Austin en la puerta. Antes de que él pueda preguntar o preguntarse qué está haciendo allí en el vestíbulo, ella le dispara una serie de preguntas. ¿Ha ido al banco? ¿Le ha dolido el pecho a causa del frío? ¿Cuándo vendría el camión de la subasta? ¿Cuándo querían las personas de la junta las llaves de la casa parroquial? ¿Iba a telefonear a Don y a Megan antes de irse, cuando llegase allí, o qué?
Sí. No. El lunes el camión. El martes las llaves, pero sin prisa…, si ella no había terminado, entonces el miércoles estaría bien. Ya no más llamadas telefónicas. Él y sus hijos se habían dicho todo lo que necesitaban decirse. Cuando llegue allí, les escribirá una carta. Les escribirá una carta a cada uno.
—¿Después de casarse?
—Sí, bueno. Quizá antes.
Ha dejado su abrigo sobre la baranda. Luego ella le ve extender una mano para mantener el equilibrio, agarrándose a la barandilla. Hace ver que está perdiendo el tiempo con su abrigo.
—¿Se encuentra bien? —le pregunta ella—. ¿Quiere una taza de café?
Por un momento, él no dice nada. La mirada va más allá. ¿Cómo puede alguien creer que este tambaleante anciano, cuyo cuerpo parece estar encogiéndose día a día, esté camino de casarse con una viuda que está bien de dinero y de pasar sus días, de ahora en adelante, paseando por una playa soleada? No es propio de él hacer una cosa así, nunca. Tiene la intención de agotarse rápida, rápidamente, con personas tan desagradecidas como sea posible, tan desagradecidas como Brent. Entretanto les engaña a todos haciéndoles creer que ha cambiado. De otro modo, alguien podría evitar que se fuera. Escabulléndose, engañándoles, disfrutando con ello.
Pero realmente está buscando algo en el abrigo. Saca una petaca de whisky.
—Pon un poco de esto en un vaso para mí —dice—. Olvídate del café. Es solo una precaución. Contra la debilidad. Por el frío.
Está sentado en los escalones cuando le lleva el whisky. Se lo bebe tembloroso. Mueve la cabeza hacia atrás y hacia adelante como si intentase aclarársela. Se levanta.
—Mucho mejor —dice—. Oh, muchísimo mejor. Ahora, sobre esas fotografías del hielo, Karin. Me preguntaba si las podrías recoger la próxima semana. ¿Si te dejo el dinero? Aún no están.
Aunque acaba de llegar del frío, está blanco. Si se pusiera una vela detrás de su cara, brillaría a través de ella como si fuera de cera o de porcelana fina.
—Tendrá que dejarme su dirección —le dice—. Dónde enviarlas.
—Guárdalas hasta que te escriba. Eso será lo mejor.
Así que ha terminado con todo un rollo de fotografías del hielo, junto con todas aquellas otras cosas que había decidido conseguir. Las fotografías muestran el cielo más azul de lo que nunca lo fue, pero el entretejido de la valla y la forma de los tubos de órgano no se ven tan claramente. Se necesitaría que hubiera una figura humana, también, para mostrar el tamaño de las cosas. Debería haber cogido la cámara y haber fotografiado la de Austin, que ha desaparecido. Ha desaparecido tan completamente como el hielo, a menos que el cuerpo sea arrojado a la playa en primavera. Un deshielo, un ahogamiento, y ambos desaparecen. Karin mira esas fotografías de las pálidas y deformes monstruosidades de hielo, esas fotografías que tomó Austin, tan a menudo que tiene la sensación de que él está en ellas, a pesar de todo. Es un vacío en ellas, pero brillante.
Ella cree ahora que él lo sabía. Al final supo que ella había caído en la cuenta, que comprendía lo que estaba preparando. No importa lo solo que estés, ni lo mañoso y decidido que seas, ¿no necesitas que una persona lo sepa? Ella podía ser esa persona. Cada uno de ellos sabía lo que el otro maquinaba, y no lo dijo, y eso era un vínculo más allá de lo normal. Cada vez que piensa en ello, se siente aprobada…, algo de lo más inesperado.
Pone una de las fotografías en un sobre y se la envía a Megan. (Ella rompió la lista de direcciones y números de teléfonos que había en la pared, por si acaso.) Le envía otra a Don. Y otra, con el sello y la dirección, al otro lado de la ciudad, a Brent. Nada escribe en las fotografías, ni adjunta nota alguna. No va a volver a molestar a una sola de esas personas. El hecho es que no pasará mucho tiempo hasta que se vaya de allí.
Solo quiere asombrarles.