De otro modo

Georgia hizo una vez un curso de escritura creativa, y lo que el profesor le dijo fue: «Demasiadas cosas. Hay demasiadas cosas al mismo tiempo, y también demasiadas personas. Piense —le dijo—. ¿Qué es lo importante? ¿A qué quiere que prestemos atención? Piense».

Finalmente escribió una historia sobre su abuelo cuando mataba pollos, y al profesor pareció gustarle. Georgia la encontraba falsa. Hizo una larga lista de todas las cosas que había dejado fuera y la entregó como apéndice de la historia. El profesor le dijo que esperaba demasiado, tanto de sí misma como del procedimiento, y que estaba agotándolo.

El curso no fue una pérdida total, porque Georgia y el profesor acabaron viviendo juntos. Aún viven juntos, en Ontario, en una granja. Venden frambuesas y dirigen un pequeño negocio editorial. Cuando Georgia puede reunir el dinero, va a Vancouver a visitar a sus hijos. Este sábado otoñal ha cogido el transbordador para cruzar hasta Victoria, donde antes vivía. Lo hizo por un impulso en el que realmente no cree, y hacia media tarde, cuando sube andando por el camino particular de la espléndida casa de piedra a la que antes iba a visitar a Maya, ya se siente en un terreno movedizo.

Cuando telefoneó a Raymond, no estaba segura de que le pidiera que fuera a su casa. Ni siquiera estaba segura de querer ir allí. No tenía ni idea de si sería bien recibida. Pero Raymond abre la puerta antes de que pueda tocar el timbre, la coge por los hombros y le da dos besos (¿verdad que antes no lo hacía?), y le presenta a su mujer Anne. Dice que le ha contado lo amigos que eran, Georgia y Ben y él y Maya. Grandes amigos.

Maya ha muerto. Georgia y Ben hace tiempo que se divorciaron.

Van a sentarse en lo que Maya acostumbraba llamar, con cierta alegría apagada, «el cuarto de la familia».

Una noche Raymond dijo a Ben y a Georgia que parecía que Maya no iba a poder tener hijos.

—Hacemos todo lo que podemos —dijo—. Utilizamos almohadas y todo lo demás. Pero no hay suerte.

—Escucha, viejo, no se hace con almohadas —dijo Ben casi chillando. Todos estaban un poco borrachos—. Creí que eras un experto en todos los aparatos, pero ya veo que tú y yo vamos a tener que mantener una pequeña charla.

Raymond era tocólogo y ginecólogo.

Para entonces Georgia sabía todo acerca del aborto en Seattle, que había sido planeado por el amante de Maya, Harvey. Harvey era también médico, cirujano. El sombrío apartamento del ruinoso edificio, la malhumorada mujer que estaba tejiendo un jersey, el médico que llegó en mangas de camisa con una bolsa de color marrón que Maya histéricamente pensó que debía de contener las herramientas de su oficio. En realidad contenía su almuerzo, un bocadillo de huevo y cebolla. Maya tuvo aquel aliento sobre su rostro mientras él y la señora Defarge estuvieron trabajando en ella.

Maya y Georgia se sonrieron mutuamente, recatadas, mientras sus maridos continuaban su humorística conversación.

El pelo rizado y castaño de Raymond se ha convertido en una pelusa blanca, y su cara tiene arrugas. Pero no le ha sucedido nada terrible, ni bolsas, ni papada, ni cara roja por el alcohol, ni una inclinación sarcástica de derrota. Todavía es delgado, recto, de hombros angulosos; aún huele a fresco y va inmaculado, vestido de una manera apropiada y cara. Será un anciano frágil y elegante, con la sonrisa complaciente de un muchacho.

—Hay en ambos esa especie de brillo —dijo Maya una vez con aire displicente—. Quizá deberíamos ponerlos a remojo en vinagre —añadió.

El cuarto ha cambiado más de lo que ha cambiado Raymond. Un sofá de cuero color marfil ha sustituido al canapé tapizado de Maya y, desde luego, todo el antiguo y desordenado rincón del opio, los cojines de Maya, la cortadera argentina y el espléndido elefante multicolor, con los diminutos espejitos cosidos…, todo eso ha desaparecido. El cuarto es beige y marfil, uniforme y cómodo, como la nueva esposa rubia, que se sienta en el brazo del sillón de Raymond, que pone el brazo de él a su alrededor, colocando su mano en el muslo. Lleva pantalones largos de apariencia vistosa y un jersey con aplicaciones color crema sobre blanco y joyas de oro. Raymond le da un par de palmadas enérgicas y provocadoras.

—¿Vas a salir? —le pregunta—. ¿De compras, quizá?

—De acuerdo —le dice la esposa—. Viejos tiempos —dice sonriendo a Georgia—. De acuerdo —dice—, realmente tengo que ir de compras.

Cuando se ha ido, Raymond sirve unos tragos para Georgia y para él.

—Anne es muy aprensiva con el alcohol —dice—. No pone sal en la mesa. Quitó todas las cortinas de la casa para librarse del olor de los cigarrillos de Maya. Ya sé lo que debes estar pensando: el amigo Raymond ha encontrado una rubia atractiva. Pero realmente es una chica muy seria y muy formal. Estaba en mi consulta, ¿sabes?, bastante antes de que Maya muriese. Quiero decir que estaba «trabajando» en mi consulta. ¡No es lo que parece! Tampoco es tan joven como parece. Tiene treinta y seis años.

Georgia había pensado que tenía cuarenta. Ya está cansada de la visita, pero tiene que contar algo sobre ella. No, no está casada. Sí, trabaja. Ella y el amigo con quien vive tienen una granja y un negocio editorial. Algo precario que no da mucho dinero. Interesante. Sí, vive con un amigo.

—Yo he perdido toda pista de Ben —dice Raymond—. Lo último que he oído es que vivía en un barco.

—Su mujer y él navegan por la Costa Oeste cada verano —dice Georgia—. En invierno se van a Hawai. La Marina deja que la gente se retire pronto.

—Estupendo —replica Raymond.

Ver a Raymond ha hecho que Georgia piense que no tiene ni idea del aspecto que Ben ofrece ahora. ¿Se le habrá puesto el pelo blanco, le habrá engordado la barriga? Ambas cosas le han sucedido a ella: se ha convertido en una mujer gruesa, con una saludable piel aceitunada, un penacho de pelo blanco, que lleva ropa suelta y bastante vulgar. Cuando piensa en Ben, lo ve todavía como un guapo oficial de la Marina, con un aspecto impecable de marinero; entusiasta, serio y retraído. El aspecto de alguien que anhelaba, valientemente, que le dieran órdenes. Sus hijos deben de tener fotografías de él por ahí…, ambos lo ven, pasan las vacaciones en su barco. Quizá quiten las fotografías cuando ella va de visita. Quizá piensan ocultarle esas imágenes a alguien que le hirió.

De camino hacia la casa de Maya —la casa de Raymond—, Georgia pasó por delante de otra casa, lo que habría podido evitar fácilmente. Una casa en Oak Bay. En realidad tuvo que apartarse de su camino para verla.

Era todavía la casa acerca de la que ella y Ben habían leído en las columnas de inmuebles del Colonist de Victoria. Casita espaciosa bajo pintorescos robles. Madroños, cerezos silvestres, bancos interiores al pie de las ventanas, ventanas con cristales romboidales, con carácter. Georgia se quedó en la puerta sintiendo un dolor muy predecible. Allí Ben había cortado el césped, allí los niños habían hecho sus caminos y sus escondites en los matorrales y habían hecho un cementerio para los pájaros y las serpientes que mataba el gato negro, Dominó. Podía recordar perfectamente el interior de la casa: los suelos de roble que ella y Ben habían lijado laboriosamente, las paredes que habían pintado, la habitación en la que había estado echada, con mucho dolor y calmantes, después de que le hubieran sacado la muela del juicio. Ben le estuvo leyendo Dublineses en voz alta. No podía recordar el título de la historia. Era sobre un joven tímido y poético, con una esposa bonita y despreciable.

—Pobre tío —dijo Ben cuando la hubo acabado.

A Ben le gustaba la literatura de ficción, lo cual era sorprendente en un hombre a quien también le gustaba el deporte y había sido famoso en la escuela.

Debería haberse alejado de aquel barrio. Por todos los lugares por los que pasaba, bajo los castaños con sus hojas planas y doradas, los madroños de ramas rojas y los altos robles que evocaban historias de hadas, bosques europeos, leñadores, brujas…, por todas partes sus pasos la censuraban diciéndole «para qué, para qué, para qué». Este reproche era exactamente lo que ella esperaba, era lo que ella buscaba, y había algo despreciable en hacer aquello. Algo despreciable e inútil. Ella lo sabía, pero «para qué, para qué, para qué, agravio y pérdida, agravio y pérdida», seguían repitiendo sus necios y reprobadores pies.

Raymond quiere que Georgia vea el jardín, que dice que fue hecho para Maya durante sus últimos meses de vida. Maya lo diseñó, luego se tumbó en el canapé de tapicería —al que prendió fuego dos veces, dice Raymond, al dormirse con un cigarrillo encendido— y pudo ver cómo tomaba forma.

Georgia ve un estanque, un estanque ribeteado de piedras con una isla en medio. La cabeza de una bestia de aspecto feroz (¿un macho cabrío de las montañas?) se alza en la isla, arrojando agua. Alrededor del estanque, una floresta de margaritas Shasta, dalias de color rosa y púrpura, pinos y cipreses enanos, y otros árboles en miniatura de brillantes hojas rojas. En la isla, ahora que la ve más de cerca, hay paredes de piedra cubiertas de musgo, las ruinas de una torre diminuta.

—Contrató a un joven para que hiciera el trabajo —dice Raymond—. Se tumbaba allí y lo observaba. Le llevó todo el verano. Simplemente se tumbaba allí todo el día y observaba cómo hacía su jardín. Luego él entraba, tomaban el té y hablaban de ello. ¿Sabes?, Maya no solo diseñó ese jardín. Se lo imaginaba. Ella le contaba lo que había estado imaginando y él partía de eso. Quiero decir que esto no era solo un jardín para ellos. El estanque era un lago de este país para el que tenían algún nombre, y alrededor del lago había bosques y territorios en los que vivían distintas tribus y bandos. ¿Te lo puedes imaginar?

—Sí —dice Georgia.

—Maya tenía una imaginación deslumbrante. Podía haber escrito literatura fantástica o ciencia ficción. Cualquier cosa. Era una persona creativa, sin lugar a dudas. Pero era imposible hacer que utilizara seriamente su creatividad. Ese macho cabrío era uno de los dioses de aquel país, y la isla era como un lugar sagrado con un antiguo templo. Puedes ver las ruinas. Tenían la religión completamente desarrollada. Oh, y la literatura, los poemas, las leyendas y la historia… todo. Tenían una canción que cantaba la reina. Por supuesto, se suponía que era una traducción de aquella lengua. También tenían una explicación para algo de eso. Había habido una reina encerrada en esas ruinas, en ese templo. No me acuerdo por qué. Probablemente iban a sacrificarla. Iban a arrancarle el corazón o alguna otra cosa horrible. Todo era complicado y melodramático, pero piensa en el esfuerzo realizado. En la creatividad. El joven era artista de profesión. Creo que él se consideraba un artista. De hecho, no sé cómo lo consiguió. Ella conocía gente. Él se mantenía haciendo estas cosas, me imagino. Hizo un buen trabajo. Puso las cañerías, todo. Se presentaba cada día. Cada día, cuando había terminado entraba, y tomaba el té y charlaba con ella. Bueno, en mi opinión, no solo tomaban el té. Que yo sepa, no solo té. Él traía algo de sustancia, fumaban un poco. Le dije a Maya que debería tomar nota de todo.

»Pero, en cuanto terminó, se fue. Se marchó. No sé. Quizá encontró otro trabajo. No creí que fuese asunto mío preguntar. Pero sí creía que aunque hubiese encontrado otro trabajo habría podido volver a visitarla de vez en cuando. O, si se hubiese ido de viaje a alguna parte, podría haberle escrito cartas. Pensaba que podría haberlo hecho. Esperaba todo eso de él. No debería haber dejado de ser asunto suyo. No, según mi parecer. Habría sido amable por su parte hacerle pensar que no había sido solo una… una amistad alquilada, ¿comprendes?, desde el principio.

Raymond sonríe. No puede reprimir la sonrisa, o quizá no sea consciente de ella.

—Porque esa es la conclusión a la que debió de llegar ella —le dice—. Después de todo aquel tiempo agradable imaginando juntos y animándose el uno al otro. Debió de sentirse desilusionada. Así debió de sentirse. Incluso en aquella fase, algo así le importaría muchísimo. Tú lo sabes y yo lo sé, Georgia. Le importaría. Podría haberla tratado con algo más de amabilidad. No habría tenido que ser por mucho tiempo.

Maya murió hace un año, en otoño, pero Georgia no se enteró hasta Navidad. Se enteró de la noticia por la tarjeta de Navidad de Hilda. Hilda, que estaba casada con Harvey, está casada ahora con otro médico, en una ciudad del interior de Columbia Británica. Unos cuantos años antes, ella y Georgia, las dos forasteras, se encontraron por casualidad en una calle de Vancouver, y desde entonces se escriben de vez en cuando.

«Desde luego, tú conocías a Maya mucho mejor que yo —le escribía Hilda—. Pero me ha sorprendido lo muy a menudo que he pensado en ella. He pensado en todos nosotros, en realidad, en cómo éramos hace aproximadamente quince años, y creo que éramos exactamente igual de vulnerables, en algunos aspectos, que los chavales con sus viajes de ácido y todo eso, que se suponía que dejaban marca para toda la vida. ¿No fuimos marcadas, todas nosotras, al destruir nuestros matrimonios y salir en busca de aventura? Desde luego, Maya no destrozó su matrimonio, ella precisamente siguió donde estaba, de modo que no tiene demasiado sentido lo que estoy diciendo. Pero Maya me parecía la persona más vulnerable de todas, con tanto talento y tan frágil. Recuerdo que apenas podía soportar mirar aquella vena de su sien donde se hacía la raya del pelo.»

«Qué carta tan extraña para ser de Hilda», pensó Georgia. Recordaba los caros vestidos camiseros a cuadros color pastel, su cabello corto, rubio y bien arreglado, sus buenos modales. ¿Realmente creía Hilda que había destrozado su matrimonio al salir en busca de aventuras bajo la influencia de la droga, la música rock y los trajes revolucionarios? La impresión de Georgia era que Hilda había dejado a Harvey cuando se enteró de lo que estaba tramando, o de algo de lo que estaba tramando, y se fue a aquella ciudad del interior en la que sensatamente continuó con su antigua profesión de enfermera y a su debido tiempo se casó con otro médico, presumiblemente más fiable. Maya y Georgia nunca consideraron a Hilda una mujer igual que ellas. Hilda y Maya no habían sido íntimas, tenían razones especiales para no serlo. Pero Hilda le había seguido la pista; supo de la muerte de Maya, escribió aquellas generosas palabras. Sin Hilda, Georgia no se habría enterado. Estaría pensando todavía que algún día podría escribirle a Maya, que llegaría un momento en que su amistad podría reanudarse.

La primera vez que Ben y Georgia fueron a casa de Maya, estaban allí Harvey y Hilda. Maya había organizado una cena para los seis. Georgia y Ben se habían trasladado recientemente a Victoria, y Ben había telefoneado a Raymond, que había sido amigo suyo en la escuela. Ben no había conocido a Maya, pero le dijo a Georgia que había oído decir que era muy inteligente, y extraña. Pero era rica, una heredera, de modo que podía serlo con impunidad.

Georgia gruñó al enterarse de que Maya era rica, y volvió a gruñir al ver la casa; la gran casa de piedra con el césped en terraplenes, los arbustos podados y el camino circular.

Georgia y Ben procedían de la misma pequeña ciudad de Ontario, y tenían el mismo tipo de familia. Fue una chiripa que Ben asistiese a una buena escuela privada; el dinero procedía de una tía abuela. Ya de jovencita, cuando estaba orgullosa de ser la novia de Ben y más orgullosa de lo que le gustaba revelar de que la invitaran a los bailes de aquella escuela, Georgia tenía una pobre opinión de las chicas que conocía allí. Creía que las chicas ricas estaban mimadas y eran tontas. Las llamaba bobas. Ella se consideraba una chica —y después una mujer— a quien no le gustaban demasiado las demás chicas ni las demás mujeres. Llamaba a las otras esposas de la Marina «las “damas” de la Marina». A Ben a veces le divertían sus opiniones sobre la gente y otras veces le preguntaba si era necesario ser tan crítica.

Tenía la impresión, le dijo él, de que Maya le gustaría. Aquello no predisponía a Georgia en favor de Maya. Pero resultó que Ben tenía razón. Estuvo feliz entonces de haber dado con alguien como Maya para ofrecérsela a Georgia, de haber encontrado una pareja con quien él y Georgia pudieran relacionarse con agrado como amigos.

—Será bueno para nosotros tener algunos amigos que no sean de la Marina —dijo—. Alguna esposa a la que ver de vez en cuando y que no sea tan convencional. No puedes decir que Maya sea convencional.

Georgia no pudo. La casa era más o menos lo que había esperado —pronto se enteró de que Maya la llamaba «la fortaleza acogedora del barrio»—, pero Maya resultó ser una sorpresa. Abrió ella misma la puerta, descalza, con una túnica suelta de una tosca tela marrón que parecía arpillera. Tenía el pelo largo y lacio, con la raya a un lado. Era casi el mismo color castaño apagado que la túnica. No llevaba pintados los labios y su piel era áspera y pálida, con señales como tenues huellas de pájaro en los huecos de las mejillas. Esa falta de color, esa aspereza de textura, parecía en ella una espléndida afirmación de calidad. Cuán indiferente se la veía, cuán arrogante e indiferente, con los pies descalzos, las uñas de los pies sin pintar, con su excéntrica túnica. Lo único que se había hecho en la cara era pintarse de azul las cejas (quitarse todos los pelos de las cejas, de hecho, y pintarse la piel de azul). No una línea arqueada, solo una ligera mancha de azul encima de cada ojo, como una vena hinchada.

Georgia, con su oscuro cabello cardado, los ojos pintados al estilo de la época, y los pechos prominentes, a la moda, encontró todo aquello desconcertante y fantástico.

Harvey fue la otra persona cuyo aspecto Georgia encontró impresionante. Era un hombre bajo de anchos hombros, con algo de barriga, abultados ojos azules y una expresión belicosa. Procedía de Lancashire. Su pelo gris era escaso por la parte superior, pero lo llevaba largo a los lados, peinado sobre las orejas de un modo que le hacía parecer más un artista que un cirujano.

—Ni siquiera me parece lo suficientemente limpio para ser un cirujano —le dijo luego Georgia a Ben—. ¿No pensarías que es algo así como escultor? ¿Con las uñas llenas de arena? Supongo que tratará mal a las mujeres —Se estaba acordando de cómo le había mirado el pecho—. No como Raymond —dijo—. Raymond adora a Maya. Y es extremadamente limpio.

(«Raymond tiene el aspecto por el que andan locas todas las madres», le diría Maya a Georgia, con una exactitud fulminante, unas cuantas semanas después.)

La comida que Maya sirvió no era mejor de lo que uno esperaría en una cena familiar, y los pesados tenedores de plata estaban ligeramente deslustrados. Pero Raymond sirvió un buen vino del que le habría gustado hablar. No consiguió interrumpir a Harvey, que contaba historias de hospital, escandalosas e indiscretas, y que fue imperturbablemente atroz sobre la necrofilia y la masturbación. Más tarde, en la sala de estar, el café se hizo y se sirvió con ceremonia. Raymond atrajo la atención de todo el mundo mientras molía los granos en un molinillo turco. Habló de la importancia de los aceites aromáticos. Harvey, interrumpido a media anécdota, observaba con una sonrisa afectada y poco amable; Hilda, con educada atención. Fue Maya quien dio a su esposo un ánimo radiante, detrás de él, como un acólito, ayudándole dócil y elegantemente. Sirvió el café en preciosas tacitas turcas, que ella y Raymond habían comprado en una tienda de San Francisco, junto con el molinillo de café. Escuchó recatadamente a Raymond hablar de la tienda, como si recordara otros placeres de vacaciones.

Harvey e Hilda fueron los primeros en irse. Maya, colgada del hombro de Raymond, les dijo adiós. Pero se soltó cuando se hubieron marchado, abandonando su resbaladiza gracia y su comportamiento de esposa. Se estiró despreocupada y desgarbadamente sobre el sofá y dijo:

—Ahora no os vayáis. Nadie tiene media posibilidad de hablar mientras está Harvey…, hay que hablar después.

Y Georgia comprendió. Comprendió que Maya esperaba que no la dejaran sola con el esposo a quien ella había incitado —con los propósitos que fuera— con sus ostentosas atenciones. Vio que Maya estaba melancólica y llena de un temor familiar al final de la cena. Raymond estaba feliz. Se sentó en el extremo del sofá, tras levantar los pies de Maya poco dispuestos a dejarle sitio. Frotó uno de sus pies entre las manos.

—¡Qué salvaje! —dijo Raymond—. Esta es una mujer que no quiere llevar zapatos.

—¡Coñac! —dijo Maya, levantándose de golpe—. Sabía que había algo más en las cenas. ¡Se bebe coñac!

—Él la quiere, pero ella no le quiere a él —le dijo Georgia a Ben, después de haber hecho una observación sobre la adoración de Raymond por Maya y sobre su limpieza.

Pero Ben, que quizá no escuchaba con atención, pensó que ella hablaba de Harvey y de Hilda.

—No, no, no. Ahí creo que es al revés. Es difícil saberlo con los ingleses. Maya estaba fingiendo para ellos. Tengo una idea acerca de por qué.

—Tú tienes una idea acerca de todas las cosas —le dijo Ben.

Georgia y Maya se hicieron amigas en dos niveles. En el primer nivel eran amigas como esposas; en el segundo, por sí mismas. En el primer nivel cenaban en sus respectivas casas y escuchaban a sus esposos hablar de sus días escolares. Sobre las bromas y las peleas, las conspiraciones y los desastres, los matones y las víctimas. Compañeros de escuela y profesores aterradores o dignos de compasión, regalos y humillaciones. Maya preguntaba si estaban seguros de no haber leído todo aquello en un libro.

—Parece un cuento —dijo—. Un cuento de niños sobre la escuela.

Ellos dijeron que de lo que trataban todos los libros era de las experiencias. Cuando habían hablado lo suficiente sobre la escuela, hablaban de películas, política, personalidades públicas, lugares a los que habían ido o querían ir. Maya y Georgia podían entonces unírseles. Ben y Raymond no creían en lo de dejar a las mujeres fuera de la conversación. Creían que las mujeres eran tan inteligentes como los hombres.

En el segundo nivel, Georgia y Maya hablaban en sus respectivas cocinas, tomando café. O iban a almorzar a la ciudad. Había dos lugares, y solo dos, donde a Maya le gustaba comer. Uno era el Moghul’s Court, un sórdido y enorme bar de un hotel de ferrocarril, grande y tétrico. El Moghul’s Court tenía cortinas de terciopelo de color calabaza comidas por las polillas y helechos desecados, y camareros con turbantes. Maya siempre se arreglaba para ir allí, con vestidos flojos de seda, guantes blancos no muy limpios y sombreros asombrosos que encontraba en tiendas de segunda mano. Se hacía pasar por una viuda que había servido con su marido en varios puestos fronterizos del Imperio. Hablaba con tono aflautado a los taciturnos camareros preguntando: «¿Podría usted tener la amabilidad de…?», y luego les decía que habían sido muy, pero que muy amables.

Ella y Georgia se inventaron la historia de la viuda del Imperio y Georgia fue introducida en ella como una malhumorada compañera a sueldo, socialista en el fondo de su corazón, llamada señorita Amy Jukes. El nombre de la viuda era señora Allegra Forbes-Bellyea. Su esposo había sido Nigel Forbes-Bellyea. A veces sir Nigel. Más de una lluviosa tarde en el Moghul’s Court la pasaron inventándose los horrores de la luna de miel de los Forbes-Bellyea, en un húmedo hotel del País de Gales.

El otro sitio que a Maya le gustaba era un restaurante hippie en la calle Blanshard, en el que te sentabas sobre sucios cojines de felpa atados a la parte superior de unos tocones, comías arroz integral con verduras viscosas y bebías sidra turbia. (En el Moghul’s Court Maya y Georgia bebían solo ginebra.) Cuando comían en el restaurante hippie, llevaban bonitos, largos y baratos vestidos de algodón indio y hacían ver que eran refugiadas de una comuna en la que ambas habían sido las acompañantes o concubinas de un cantante de folk llamado Bill Bones. Se inventaron varias canciones para Bill Bones, todas suaves, tiernas e inocentes, que contrastaban terriblemente con el comportamiento codicioso y libertino de Bill Bones, quien tenía unos hábitos personales muy curiosos.

Cuando no estaban haciendo estos juegos, hablaban precipitadamente de sus vidas, infancias, problemas, esposos.

—Era un lugar horrible —decía Maya—. Aquella escuela.

Georgia asentía.

—Había chicos pobres en la escuela de niños ricos —decía Maya—, de modo que tenían que trabajar duro. Tenían que ser un honor para sus familias.

Georgia no habría pensado que la familia de Ben fuese pobre, pero sabía que había distintos modos de considerar esas cosas.

Maya decía que siempre que tenían gente a cenar, o por la noche, Raymond escogía antes todos los discos que le parecían apropiados y los ponía en un orden conveniente.

—Creo que un día repartirá temas de conversación en la puerta —dijo Maya.

Georgia reveló que Ben escribía una carta cada semana a la tía abuela que le había enviado a la escuela.

—¿Es una carta agradable? —preguntó Maya.

—Sí. Oh, sí, es muy agradable.

Se miraron sombríamente la una a la otra y se rieron. Luego admitieron lo que pesaba sobre ellas. Era la inocencia de aquellos esposos; su inocencia sincera, decente, firme y satisfecha. Eso es una cosa molesta y también desalentadora. Hace de la intimidad algo rutinario.

—Pero ¿te sientes mal hablando así? —preguntó Georgia.

—Desde luego —dijo Maya sonriendo y mostrando sus grandes y perfectos dientes; el producto de un trabajo dental caro desde antes de que ella se encargase de su propio aspecto—. Tengo otra razón para sentirme mal —dijo—. Pero no sé. Me siento y no me siento mal.

—Ya lo sé —dijo Georgia, que hasta aquel momento no lo había sabido son seguridad.

—Eres muy inteligente —dijo Maya—. O yo soy muy poco sutil. ¿Qué opinas de él?

—Muchos problemas —dijo Georgia sensatamente. Estuvo encantada con esa respuesta, que no mostraba lo halagada que se sentía por la revelación, ni cuán embriagadora encontraba aquella conversación.

—Tú no eres solo una sureña —dijo Maya, y le contó la historia del aborto—. Voy a romper con él —le dijo—. Un día de estos.

Pero siguió viendo a Harvey. Durante la comida contaba hechos muy decepcionantes acerca de él, y luego anunciaba que tenía que irse, que se iba a encontrar con él en un motel de la calle Gorge, o en la cabaña que él tenía en el lago Prospect.

—Hay que fregar —dijo.

Había dejado a Raymond una vez. No por Harvey. Se había fugado con un músico. Con un pianista —nórdico y de aspecto somnoliento, pero de mal genio— de sus tiempos de dama de sociedad, o de funciones a beneficio de la sinfónica. Viajó con él durante cinco semanas y él la dejó en un hotel de Cincinnati. Ella empezó entonces a sufrir de horribles dolores de pecho, apropiados para un corazón roto. Lo que realmente tenía era un ataque de vesícula biliar. Llamaron a Raymond y él fue y se la llevó del hospital. Pasaron unas cortas vacaciones en México antes de volver a casa.

—Ahí se acabó para mí —dijo Maya—. Aquel fue mi verdadero y desesperado amor. Nunca más.

¿Y qué era Harvey, entonces?

—Ejercicio —respondió Maya.

Georgia encontró un trabajo a tiempo parcial en una librería, donde trabajaba varias tardes a la semana. Ben se marchó en su crucero anual. El verano resultó ser extraordinariamente soleado para la costa Oeste. Georgia se desenredó el pelo, dejó de utilizar la mayor parte de su maquillaje y se compró un par de vestidos cortos sin mangas. Sentada en su taburete en la parte delantera de la librería, mostrando sus hombros morenos y desnudos y sus fuertes piernas morenas, parecía una colegiala inteligente, pero llena de energía y de opiniones atrevidas. A las personas que entraban en la tienda les gustaba ver a una chica —una mujer— como Georgia. Les gustaba hablar con ella. La mayoría de ellas iban solas. No eran exactamente personas solitarias, pero no tenían con quién hablar de libros. Georgia enchufaba el calentador de agua de detrás de la mesa y preparaba tazas de té de frambuesa. Algunos clientes predilectos llevaban sus propias tazas. Maya iba a verla y se quedaba en la parte de atrás, divertida y envidiosa.

—¿Sabes lo que has hecho? —le dijo a Georgia—. Has hecho un salón. ¡Oh, cuánto me gustaría tener un trabajo como este! Incluso me gustaría tener un trabajo corriente en una tienda corriente en la que hay que doblar y encontrar cosas para la gente y dar el cambio y decir muchas gracias, y hoy hace más frío, ¿lloverá?

—Podrías encontrar un trabajo así —le dijo Georgia.

—No, no podría. No tengo disciplina. Me educaron demasiado mal. Ni siquiera puedo llevar la casa sin la señora Hanna, la señora Cheng y Sadie.

Era cierto. Maya tenía muchos criados para ser una mujer moderna, aunque iban a horas distintas, hacían cosas independientes y no se parecían al personal de una casa antigua. Incluso lo que comían en las cenas, que parecía mostrar su propio toque indiferente, había sido preparado por alguien.

Por lo general, Maya estaba ocupada por las tardes. Georgia estaba encantada, porque en realidad no quería que Maya fuese a la tienda a pedir títulos estrafalarios que ella misma se había inventado, lo que convertía el empleo de Georgia allí en una especie de broma. Georgia se tomaba la librería en serio. Le tenía un cariño serio y secreto que no podía explicar. Era una tienda larga y estrecha con una entrada anticuada en forma de embudo entre dos escaparates en ángulo. Desde su taburete de detrás del mostrador Georgia podía ver los reflejos de un escaparate reflejados en el otro. Aquella calle no estaba engalanada para recibir turistas. Era una calle amplia que iba de este a oeste, llena a primeras horas de la tarde de una débil luz amarilla, una luz reflejada desde los pálidos edificios de estuco que no eran muy altos, sencillos escaparates frontales, aceras casi vacías. Georgia encontraba liberadora aquella sencillez después de las calles sombreadas y sinuosas, los patios floridos y los escaparates rodeados de enredaderas de Oak Bay. Allí los libros podían hacer valer sus méritos como no podían hacerlo en una tienda de la ciudad más artificiosa y tentadora. Largas hileras consecutivas de libros de bolsillo. (La mayoría de los Penguin entonces todavía tenían sus tapas de color naranja y blanco o azul y blanco, sin dibujos ni fotografías, solamente los títulos, sin adornar y sin explicar.) La librería era una avenida recta de generosidad, de promesas plausibles. Algunos libros que Georgia no había leído, y que probablemente nunca leería, eran importantes para ella, por la grandeza o el misterio de sus títulos. Elogio de la locura. Las raíces de la casualidad. El florecimiento de Nueva Inglaterra. Ideas e integridades.

A veces se levantaba y ponía los libros en un orden más estricto. La literatura de ficción estaba puesta en los estantes por orden alfabético, por autores, lo cual era sensato, pero no muy interesante. No obstante, los libros de historia, la filosofía, la psicología y demás libros de ciencia estaban colocados según ciertas reglas complicadas y encantadoras —que tenían que ver con la cronología y el contenido— que Georgia captaba de inmediato y que incluso ampliaba. No necesitaba leer mucho de un libro para enterarse. Se formaba fácilmente un juicio, casi de inmediato, como por instinto.

A veces la tienda estaba vacía y notaba una gran calma. Entonces no importaban ni siquiera los libros. Se sentaba en el taburete y observaba la calle: paciente, expectante, ella sola, en un estado sutilmente equilibrado y disperso.

Ella vio el reflejo de Miles —su fantasma con casco aparcando la motocicleta en el bordillo— antes de verle a él. Creía haber reparado en su valeroso perfil, en su palidez, en su polvoriento pelo rojo (él se quitó el casco y se sacudió el pelo antes de entrar en la librería) y su forma de moverse, rápida, indolente, insolente y atropellada, incluso en el cristal.

No fue una sorpresa que pronto comenzase a hablar con ella, como hacían otros. Le dijo que era buzo. Buscaba naufragios, aviones perdidos y cadáveres. Había sido contratado por una pareja rica de Victoria que estaba planeando un crucero en busca de un tesoro. Sus nombres y el destino eran secretos. La búsqueda de tesoros era una cosa de locos. Él lo había hecho antes. Su hogar estaba en Seattle, donde tenía una esposa y una hija pequeña.

Todo lo que le dijo podía muy bien haber sido una mentira.

Le mostró fotografías de libros, fotografías y dibujos, de moluscos, de medusas, de un buque de guerra portugués, sargazos, el pez volador del Caribe, el cinturón de Venus. Le indicó qué fotografías eran fieles y cuáles eran falsas. Luego se fue y ya no le prestó más atención, incluso salió de la tienda mientras estaba ocupada con un cliente. No se despidió siquiera. Pero fue otra tarde y le habló de un hombre ahogado atrapado en la cabina de un barco, mirando por la acuosa ventana con interés. Con su forma de prestarle atención y de evitarla, sus conversaciones impersonales desde muy cerca, su merodeo absorto, y su aspecto serio, prolijo y de ojos grises, pronto tuvo a Georgia en un estado de perturbación que no era desagradable. Se ausentó dos noches seguidas, y luego entró y le preguntó, bruscamente, si le gustaría que la llevase a casa en su motocicleta.

Georgia dijo que sí. Nunca en su vida había montado en una motocicleta. Su coche estaba en el aparcamiento; sabía lo que tenía que ocurrir.

Ella le dijo dónde vivía.

—A solo unas cuantas manzanas por encima de la playa —dijo.

—Iremos a la playa entonces. Iremos y nos sentaremos en los troncos.

Eso fue lo que hicieron. Se sentaron un momento en los troncos. Luego, aunque la playa no estaba totalmente a oscuras ni completamente desierta, hicieron el amor al imperfecto abrigo de unos arbustos de retama. Georgia se fue andando a casa, una mujer fortalecida y aligerada, en absoluto enamorada, favorecida por el universo.

—Mi coche no arrancaba —le dijo a la canguro, una abuela de un poco más abajo de la calle—. He venido andando todo el camino. El paseo ha sido magnífico. Magnífico. Lo he disfrutado mucho.

Tenía el pelo alborotado, los labios hinchados y la ropa llena de arena.

Su vida se llenó de esas mentiras. Aparcaba su coche junto a lejanas playas, en caminos forestales oportunamente cercanos a la ciudad, en las carreteras sinuosas y apartadas de la península Saanich. El mapa de la ciudad que había tenido en la cabeza hasta entonces, con sus caminos para ir de compras, al trabajo y a casa de los amigos, fue cubierto con otro mapa, de caminos tortuosos seguidos con miedo —vergüenza no— y nerviosismo, de frágiles refugios, de escondrijos temporales en los que ella y Miles hacían el amor, a menudo a una distancia desde donde se podía oír el tráfico que circulaba, un grupo que iba de excursión o un picnic familiar. Y la misma Georgia, vigilando a sus hijos en el cruce, o apreciando en el supermercado la magnífica forma de un limón en su mano, contenía a otra mujer que solo unas cuantas horas antes había estado gimiendo y forcejeando en los helechos, en la arena, o en el suelo raso, o durante una tempestad en su propio coche, que había sido conducido firme y gloriosamente sin conciencia, llevado a la deriva, y una vez había recuperado la sensatez se había dirigido de nuevo hacia su casa. ¿Era aquella una historia corriente? Georgia miró a las demás mujeres del supermercado. Buscó señales… de languidez u ostentación, una sensación de drama en la manera de vestir de una mujer, un ritmo especial en sus movimientos.

—¿Cuántas? —le preguntó a Maya.

—Dios sabe —le respondió Maya—. Haz un estudio.

Los problemas empezaron, quizá, en cuanto se dijeron que se amaban. ¿Por qué hicieron aquello: definir, exagerar, confundir lo que fuera que sintieran? Parecía algo obligado, eso era todo…, exactamente como si los cambios, las variaciones y las elaboraciones en el acto de hacer el amor pudieran ser algo obligado. Era un modo de ir más allá. De manera que lo dijeron y aquella noche Georgia no pudo dormir. No lamentaba lo que había dicho, ni pensaba que era una mentira, aunque sabía que era absurdo. Pensó en el modo en que Miles buscaba que le mirase a los ojos mientras le hacía el amor, algo que Ben no hacía adrede, y pensó en cómo sus ojos, al principio brillantes y desafiantes, se volvían turbios, sosegados y sombríos. De aquella manera ella confiaba en él: era la única manera. Pensaba en ser botada a un mar gris, profundo, siniestro y magnífico. Amor.

—No sabía que iba a suceder esto —dijo en la cocina de Maya al día siguiente, bebiendo café. El día era caluroso, pero se había puesto un jersey para acurrucarse. Se sentía débil y sumisa.

—No. Y no lo sabes —le dijo Maya de un modo bastante brusco—. ¿Lo dijo también él? ¿Dijo que te quería, también?

Sí, dijo Georgia, sí, desde luego.

—Cuidado, entonces. Ten cuidado la próxima vez. Cuando se ha dicho eso, la siguiente vez es siempre muy delicada.

Y así fue. La siguiente vez se abrió una grieta. Al principio simplemente la examinaron para ver si estaba allí. Era casi como una diversión nueva para ellos. Pero se hizo cada vez más ancha. Antes de que fuera dicha palabra alguna para confirmar que estaba allí, Georgia sintió cómo se ensanchaba, fríamente, aunque necesitaba con urgencia que se cerrase. ¿Sentía él lo mismo? Ella no lo sabía. También él parecía frío…, pálido, prudente, resplandeciente con algún nuevo propósito malicioso.

Estaban temerariamente sentados, entrada la noche, en el coche de Georgia, entre los demás amantes en Clover Point.

—Todas las personas que hay en esos coches están haciendo lo mismo que nosotros —había dicho Miles—. ¿No te excita esa idea?

Había dicho eso en el momento preciso de su ritual en el que la última vez se habían sentido llevados a hablar, en tono angustiado y solemne, de amor.

—¿Piensas alguna vez en eso? —le dijo—. Quiero decir que podríamos empezar con Ben y Laura. ¿Te imaginas alguna vez cómo sería contigo y conmigo y Ben y Laura?

Laura era su mujer, que estaba en su casa en Seattle. No había hablado antes de ella, excepto para decirle su nombre a Georgia. Él había hablado de Ben de un modo que no le gustó a Georgia, pero que pasó por alto.

«¿Qué cree Ben que haces para divertirte mientras él está fuera cruzando el océano azul?», le preguntó.

«Cuando él vuelve, ¿os lo pasáis normalmente en grande Ben y tú?»

«¿Le gusta a Ben esa ropa tanto como a mí?»

Hablaba como si él y Ben fuesen de algún modo amigos, o al menos socios, copropietarios.

—Tú y yo y Ben y Laura —dijo en un tono que a Georgia le pareció insistente y artificialmente lascivo, socarrón, irónico—. Esparce la alegría a tu alrededor.

Intentó acariciarla, haciendo ver que no se daba cuenta de lo ofendida, de lo amargamente herida que estaba. Hizo una descripción de los generosos intercambios que tendrían lugar entre los cuatro en la cama. Le preguntó si se excitaba. Ella le dijo que no, asqueada.

—Ah, lo estás, pero no lo reconocerás. —Su voz, sus caricias se hicieron más intimidantes—. ¿Qué hay tan especial en ti? —le preguntó suave y despectivamente, dándole un fuerte apretón en los pechos—. Georgia, ¿por qué crees que eres una reina?

—Eres cruel y lo sabes —dijo Georgia apartándole las manos—. ¿Por qué te estás portando así?

—Cariño, no soy cruel —dijo Miles con voz marrullera y remedando ternura—. Me estoy poniendo cachondo. Estoy caliente otra vez, eso es todo.

Empezó a manosear a Georgia, a disponerla para su uso. Ella le dijo que se bajara del coche.

—Remilgada —le dijo con la misma voz tierna, artificial y odiosa, como si estuviera lamiendo fanáticamente algo asqueroso—. Eres una puta remilgada.

Georgia le dijo que se apoyaría en el claxon si no paraba. Se apoyaría en el claxon si no salía del coche. Gritaría para que alguien llamara a la policía. Ella se apoyó sobre el claxon mientras forcejeaban. Él la apartó gimoteando una palabrota como las que le había oído decir en otros momentos, cuando querían decir algo distinto. Se bajó.

No podía creer que hubiera estallado tanta inquina, que las cosas hubieran cambiado tan asombrosamente. Cuando pensó en ello después, mucho tiempo después, pensó que quizá había actuado así por una cuestión de conciencia, para distinguirla de Laura. O para borrar lo que le había dicho la última vez. Para humillarla porque estaba asustado. Quizá. O quizá todo aquello le pareciese simplemente un cambio hacia delante, y auténticamente interesante, en sus relaciones sexuales.

Le habría gustado hablarlo con Maya. Pero la posibilidad de hablar de algo con Maya había desaparecido. Su amistad había llegado repentinamente a su fin.

La noche después del incidente en Clover Point, Georgia estaba sentada en el suelo de la sala de estar, jugando a las cartas con sus hijos para que les entrara sueño. El teléfono sonó, y ella estaba segura de que era Miles. Había estado pensando todo el día en que llamaría, que tendría que llamar para dar una explicación, o para pedirle perdón, para decirle que la había estado probando, en cierto modo, o que se había trastornado temporalmente por circunstancias que ella desconocía. Ella no le perdonaría de inmediato, pero no colgaría.

Era Maya.

—Adivina qué cosa tan extraña ha sucedido —dijo Maya—. Miles me telefoneó. Tu Miles. No pasa nada, Raymond no está aquí. ¿Cómo sabía siquiera mi nombre?

—No lo sé —dijo Georgia.

Ella se lo había dicho, por supuesto. Ella le había brindado a la desbordante Maya para su diversión, o para indicar lo novata que era en aquel juego…, un premio relativamente casto.

—Dice que quiere hablar conmigo —dijo Maya—. ¿Qué opinas? ¿Qué le pasa? ¿Os habéis peleado?… ¿Sí? Bueno, probablemente quiere que yo te convenza de que hagáis las paces. Debo decir que ha escogido la noche adecuada. Raymond está en el hospital. Tiene de parto a aquella mujer que tanto le cuesta; quizá tenga que hacerle una cesárea. Te telefonearé y te contaré cómo va, ¿quieres?

Al cabo de un par de horas, cuando hacía ya rato que los niños se habían dormido, Georgia empezó a esperar la llamada de Maya. Estuvo viendo las noticias en la televisión para apartar su mente de la espera. Descolgó el teléfono para asegurarse de que había tono de marcar. Apagó la televisión después de las noticias y luego volvió a encenderla. Empezó a ver una película; la estuvo viendo durante tres pausas publicitarias sin ir a la cocina para mirar el reloj.

A las doce y media de la noche salió, se metió en su coche y se dirigió hacia la casa de Maya. No tenía ni idea de lo que haría allí. Y no hizo mucho. Rodó por el camino circular con las luces apagadas. La casa estaba a oscuras. Pudo ver que el garaje estaba abierto y que el coche de Raymond no se encontraba allí. No se veía por ninguna parte la motocicleta.

Había dejado solos a sus hijos, las puertas sin llave. Nada les sucedió. No se despertaron ni descubrieron su deserción. Ningún ladrón, ni merodeador, ni asesino la sorprendió a su vuelta. Aquello era una suerte que ni siquiera apreció. Al irse había dejado la puerta abierta y las luces encendidas, y al volver apenas reconoció su locura, aunque cerró la puerta, apagó algunas luces y se tumbó en el sofá de la sala de estar. No durmió. Se quedó quieta, como si el menor movimiento fuese a agudizar su sufrimiento, hasta que vio que el día empezaba a clarear y oyó que los pájaros se despertaban. Tenía las piernas entumecidas. Se levantó, fue hasta el teléfono y volvió a comprobar el tono de marcar. Caminó con dificultad hacia la cocina, puso agua a calentar y se dijo las palabras «una parálisis de dolor».

«Una parálisis de dolor.» ¿En qué estaba pensando? Eso era lo que ella sentiría, cómo podría describir la manera en que se sentiría, si uno de sus hijos hubiera muerto. El dolor es para las cosas serias, para las pérdidas importantes. Ella lo sabía. No habría malvendido una hora de la vida de sus hijos para conseguir la llamada telefónica a las diez de la noche anterior, para haber escuchado decir a Maya: «Georgia, está desesperado. Lo siente. Te quiere mucho».

No. Pero parecía que dicha llamada telefónica le habría dado una felicidad que ninguna mirada ni palabra de sus hijos podían darle. Que nada podría darle, nunca más.

Telefoneó a Maya antes de las nueve. Mientras marcaba, pensó que podía haber aún alguna excusa, y rogó por ella. Que el teléfono de Maya hubiera estado temporalmente estropeado. Que Maya se hubiera puesto enferma aquella noche. Que Raymond hubiese tenido un accidente de coche a su vuelta del hospital.

Todas estas posibilidades desaparecieron al primer sonido de la voz de Maya, que era somnoliento (¿que hacía ver que era somnoliento?) y suave, lleno de engaño.

—¿Georgia? ¿Eres Georgia? Oh, pensaba que era Raymond. Se tuvo que quedar en el hospital por si aquella pobre mujer necesitaba una cesárea. Me iba a llamar…

—Anoche me dijiste… —dijo Georgia.

—Me iba a llamar… ¡Oh, Georgia, tenía que haberte llamado! Ahora me acuerdo. Sí. Tenía que haberte llamado, pero pensé que probablemente fuese demasiado tarde. Pensé que el teléfono podría despertar a los niños. Pensé que era mejor dejarlo para hoy.

—¿Qué hora era?

—No era terriblemente tarde. Solo lo pensé.

—¿Qué sucedió?

—¿Qué quieres decir con «qué sucedió»? —preguntó Maya riendo, como una dama en una obra de teatro ridícula—. Georgia, ¿estás nerviosa?

—¿Qué sucedió?

—Oh, Georgia —dijo Maya quejándose magnánimamente, pero mostrando cierto nerviosismo—. Georgia, lo siento. No fue nada. No fue absolutamente nada. He sido despreciable, pero no quería serlo. Le invité a una cerveza. ¿No es eso lo que se hace cuando alguien llega a tu casa en motocicleta? Se le invita a una cerveza. Pero entonces él empezó muy arrogante y dijo que solo bebía whisky escocés. Y dijo que solo bebería whisky si yo le acompañaba. Pensé que era bastante despótico. Que tenía una actitud muy despótica. Pero yo lo hice realmente por ti, Georgia…, yo quería saber lo que tenía en la cabeza. De modo que le pedí que pusiera la motocicleta detrás del garaje y le invité a sentarse en el jardín de atrás. Era por si oía llegar el coche de Raymond, para que pudiese salir por la parte de atrás y que se fuera andando por el camino con la motocicleta. No voy a descargarle nada «nuevo» a Raymond llegados a este punto. Quiero decir ni siquiera algo inocente, que es como esto empezó.

Georgia, con los dientes castañeteándole, colgó el teléfono. Nunca volvió a hablar con Maya. Maya apareció en su puerta, desde luego, un momento después, y Georgia tuvo que dejarla entrar porque los niños estaban jugando en el jardín. Maya se sentó contritamente a la mesa de la cocina y preguntó si podía fumar. Georgia no le respondió. Maya dijo que fumaría de todos modos y que esperaba que no le molestara. Georgia hizo como si Maya no estuviese allí. Mientras Maya fumaba, Georgia limpió la cocina, desmontó las piezas y volvió a montarlas. Limpió las encimeras, sacó brillo a los grifos y arregló el cajón de los cubiertos. Fregó el suelo alrededor de los pies de Maya. Trabajaba con energía, concienzudamente, y no miró a Maya. Al principio no estaba segura de poder mantener aquello. Pero se le hizo cada vez más fácil. Cuanto más seria se ponía Maya, cuanto más se apartaba de la protesta prudente, de la confesión medio divertida, para acercarse a un sentimiento de pesar sincero y temeroso, más determinada estaba Georgia en su propósito, más encarnizadamente satisfecha en su corazón. Tuvo buen cuidado, no obstante, de no parecer ceñuda. Se movía con ligereza. Casi canturreaba.

Cogió un cuchillo para rascar la grasa que había entre las baldosas cercanas a la cocina. Había dejado que las cosas fuesen por mal camino.

Maya fumó un cigarrillo detrás de otro y los apagaba en un platillo que ella misma había ido a buscar al armario. Dijo:

—Georgia, esto es una tontería. Te lo aseguro, él no lo vale. No era nada. Todo fue whisky y oportunidad.

Dijo:

—Lo siento de veras. De verdad. Sé que no me crees. ¿Qué puedo decirte para que me creas?

Y:

—Georgia, escúchame. Me estás humillando. Bien. Bien. Quizá me lo merezca. Me lo merezco. Pero después de que me hayas humillado lo suficiente volveremos a ser amigas y nos reiremos de esto. Cuando seamos unas damas viejas, te juro que nos reiremos. No podremos acordarnos de cómo se llama. Le llamaremos el jeque de la motocicleta. Seguro.

Luego:

—Georgia, ¿qué quieres que haga? ¿Quieres que me arroje al suelo? Estoy a punto de hacerlo. Estoy intentando no llorar y no puedo. Estoy llorando, Georgia. ¿De acuerdo?

Había empezado a llorar. Georgia se puso los guantes de goma y empezó a limpiar el horno.

—Tú ganas —dijo Maya—. Cogeré mis cigarrillos y me iré a casa.

Telefoneó unas cuantas veces. Georgia le colgó. Miles telefoneó, y Georgia también le colgó. Le pareció que sonaba cauteloso pero pagado de sí mismo. Volvió a llamar y su voz temblaba, como si estuviese luchando solo por candor y humildad, puro amor. Georgia colgó de inmediato. Se sintió violada, inquieta.

Maya le escribió una carta que decía, en parte: «Supongo que sabes que Miles vuelve a Seattle y a cualquiera que fuese el fuego del hogar que aún mantenga vivo. Parece que la cosa del tesoro ha fracasado. Pero sabías que en algún momento él tendría que marcharse y te habrías sentido fatal entonces, así que ahora ya habrás acabado con ese sentimiento. De manera que, ¿no está bien ya? No lo digo para excusarme. Sé que fui débil y horrible. Pero ¿no podríamos dejarlo atrás ahora?».

Seguía diciendo que ella y Raymond se iban a tomar unas vacaciones, largo tiempo proyectadas, a Grecia y Turquía, y que esperaba recibir una nota de Georgia antes de irse. Pero que si no la recibía intentaría comprender lo que Georgia le estaba diciendo y que no se convertiría en una pesada escribiéndole de nuevo.

Mantuvo su palabra. No volvió a escribir. Envió, desde Turquía, un bonito trozo de tela a rayas lo suficientemente grande para hacer un mantel. Georgia lo dobló y lo guardó. Lo dejó para que Ben se lo encontrara después de que ella se mudase, unos cuantos meses más tarde.

—Soy feliz —le dice Raymond a Georgia—. Soy muy feliz y el motivo es que estoy contento de ser una persona corriente con una vida tranquila y corriente. No busco una revelación ni un drama extraordinario, ni un mesías del sexo opuesto. No voy por ahí pensando en cómo hacer las cosas más interesantes. Te lo puedo decir francamente, creo que Maya cometió un error. No quiero decir que no estuviese muy dotada y que no fuese muy inteligente y creativa y todo eso, pero estaba buscando algo…, quizá estaba buscando algo que simplemente no está ahí. Y tenía tendencia a despreciar lo que poseía. Es cierto. No deseaba los privilegios que poseía. Viajábamos, por ejemplo, y no quería estar en un hotel confortable. No. Tenía que hacer un viaje largo que implicase ir subido en pobres y míseros burros y beber leche agria para desayunar. Supongo que parezco muy anticuado. Bueno, supongo que lo soy. Soy anticuado. ¿Sabes? Tenía una plata tan bonita. Una plata magnífica. Su familia la había ido heredando. Y no se molestaba en limpiarla ni en que la mujer de la limpieza lo hiciera. La envolvió en plástico y la guardó. La guardó… como si fuera una deshonra. ¿Cómo crees que se imaginaba a sí misma? ¿Como una especie de hippie, quizá? ¿Como una especie de espíritu libre? Ni siquiera se daba cuenta de que era su dinero lo que la mantenía a flote. Te lo digo de veras, algunos de los espíritus libres que he visto entrar y salir de esta casa no hubieran permanecido mucho tiempo a su alrededor si no hubiese existido el dinero.

»Hice todo lo que pude —dijo Raymond—. Yo no me escabullí y la dejé, como su príncipe del país de la fantasía.

Georgia obtuvo un vengativo placer al romper con Maya. Estaba encantada con la manera controlada en que lo había hecho. Haciéndose la sorda. Le sorprendió verse capaz de un control tal, de un castigo tan extremadamente cuidadoso. Castigó a Maya. Castigó a Miles, a través de Maya, todo lo que pudo. Lo que tenía que hacer, y ella lo sabía, era restregarse hasta el fondo, arrancarse toda adicción a los dones de aquellos dos prodigios descoloridos. Miles y Maya. Los dos escurridizos, brillantes…, mentirosos, seductores, maquinadores. Pero uno habría pensado que, después de tanta mortificación, ella habría corrido de nuevo hacia su matrimonio, habría cerrado las puertas con llave y habría apreciado lo que tenía como no lo había hecho antes.

No fue lo que sucedió. Rompió con Ben. Al cabo de un año, se había marchado. Su modo de romper fue penoso y cruel. Le contó lo de Miles, aunque salvó su orgullo dejando fuera la parte entre Miles y Maya. No se preocupó —apenas tenía ganas— de evitar la dureza. La noche en que esperaba que Maya le telefonease, algún espíritu amargo y frívolo entró en ella. Se vio como una persona rodeada de fraude y viviendo del fraude. Por haber sido infiel tan fácilmente, su matrimonio era un fraude. Por haber llegado tan lejos tan rápidamente, era un fraude. Temía entonces una vida como la de Maya. Y temía igualmente una vida como la suya propia antes de que aquello sucediera. No podía hacer otra cosa que destruir. Una energía fría iba creciendo en ella, tenía que echar abajo su casa.

Con Ben había entrado, cuando los dos eran muy jóvenes, en un mundo de ceremonia, de seguridad, de gestos, de disimulo. Apariencias ingenuas. Más que apariencias. Tretas ingenuas. (Cuando se fue pensó que nunca más utilizaría tretas.) Había sido feliz allí, de vez en cuando. Había estado triste, inquieta, desconcertada y feliz. Pero dijo con mucha vehemencia: nunca, nunca. «Nunca fui feliz», dijo.

La gente siempre lo dice. La gente hace cambios trascendentales, pero no los cambios que se imagina.

Es igual, Georgia sabe que no es sincero su remordimiento por la manera en que cambió de vida. Es real y deshonesto. Al escuchar a Raymond sabe que, hiciera lo que hiciese, tendría que volver a hacerlo. Tendría que volver a hacerlo, en el supuesto de que tuviera que ser la persona que era.

Raymond no quiere que Georgia se vaya. No quiere separarse de ella. Se ofrece a llevarla en coche al centro. Cuando se haya ido, no podrá hablar de Maya. Probablemente Anne le ha dicho que no quiere oír nada más acerca de Maya.

—Gracias por venir —le dice en el umbral—. ¿Estás segura de que no quieres que te lleve? ¿Estás segura de que no puedes quedarte a cenar?

Georgia le recuerda de nuevo lo del autobús, lo del último transbordador. Le dice que no, que no, que realmente tiene ganas de caminar. Solo está a unos tres kilómetros. La caída de la tarde es muy bonita, Victoria es muy bonita. «Lo había olvidado», dice ella.

Raymond le dice una vez más:

—Gracias por venir.

—Gracias por los tragos —le dice Georgia—. Gracias también. Supongo que nunca nos creemos que vayamos a morirnos.

—Ya, ya —dice Raymond.

—No. Quiero decir que nunca nos comportamos…, que nunca nos comportamos como si creyésemos que vamos a morirnos.

Raymond sonríe cada vez más y le pone una mano en el hombro.

—¿Cómo deberíamos comportarnos? —le pregunta.

—De otro modo —le responde Georgia, poniendo un énfasis absurdo en las palabras, queriendo decir que su respuesta es tan poco convincente que solo puede ofrecerla como una broma.

Raymond la abraza, y luego la implica en un largo y frío beso. Se pega a ella con un apetito que es fuerte pero poco convincente. Una parodia de pasión cuya intención ninguno de ellos, seguramente, intentará entender.

No piensa en ello mientras vuelve caminando a la ciudad, por las calles llenas de hojas amarillas, con sus olores y sus silencios de otoño. Más allá de Clever Point, los acantilados coronados de retama, las montañas al otro lado del agua. Las montañas de la península Olimpyc, reunidas como un telón de fondo chillón, un recortable de papel de seda de color arco iris. No piensa en Raymond, ni en Miles, ni en Maya, ni siquiera en Ben.

Piensa en sentarse en el almacén por las tardes. En la luz de la calle, en los complicados reflejos en las ventanas. En la claridad accidental.