V
I sit at the bottom of sleep
As on the floor of the sea.
And fanciful Citizens of the Deep
Are graciously greeting me.[6]
En cuanto Jarvis Poulter se ha marchado y oye cerrarse la verja delantera, Almeda corre hacia el retrete. Su alivio, sin embargo, no es completo, y se da cuenta de que el dolor y la sensación de plenitud de la parte baja de su cuerpo proceden de una acumulación de sangre menstrual que no ha comenzado todavía a circular. Cierra la puerta trasera y echa la llave. Luego, recordando las palabras de Jarvis Poulter sobre la iglesia, escribe en un trozo de papel: «Hoy no me encuentro bien y deseo descansar». Lo engancha firmemente en el marco exterior de la ventanita de la puerta principal. También cierra con llave aquella puerta. Está temblando, como por un gran shock o peligro. Pero enciende el fuego para poder hacerse un té. Hierve el agua, mide las hojas de té y se hace una gran tetera, cuyo vapor y olor todavía la marean más. Se sirve una taza mientras el té está todavía bastante flojo y le añade varias gotas de medicina para los nervios. Se sienta para bebérselo sin subir la persiana de la cocina. Allí, en medio del suelo, está el saco de estopilla colgando del mango de la escoba entre los dos respaldos de las sillas. La pulpa y el zumo de la uva han manchado de color púrpura oscuro la hinchada tela. Plop, plup, en el cuenco de debajo. No puede sentarse y contemplar una cosa así. Coge su taza, la tetera y el frasco de medicina y las lleva al comedor.
Todavía está sentada allí cuando los caballos empiezan a pasar por delante, camino de la iglesia, levantando nubes de polvo. Las calles se estarán poniendo calientes como brasas. Está allí cuando se abre la verja y los pasos seguros de un hombre suenan en la veranda. Su oído es tan fino que le parece oír cómo quita el papel del marco y lo desdobla; casi puede oírlo leyéndolo, oír las palabras en su mente. Luego los pasos se dirigen hacia el otro lado, escaleras abajo. La verja se cierra. Acude a ella una imagen de tumbas…, le hace reír. Las lápidas están bajando por la calle, los piececitos con botas, los cuerpecitos inclinados hacia adelante, las expresiones preocupadas y severas. Las campanas de la iglesia están sonando.
Luego el reloj del vestíbulo da las doce: ya ha transcurrido una hora.
La casa se está calentando. Bebe más té y pone más medicina. Sabe que la medicina le está haciendo efecto. Es responsable de su extraordinaria languidez, de su perfecta inmovilidad, de su rendición sin resistencia al ambiente. Eso está bien. Parece necesario.
Su entorno, algo de su entorno, en el comedor es esto: paredes cubiertas con papel verde oscuro con guirnalda, cortinas de encaje y cortinas de terciopelo morado en las ventanas, una mesa con un mantel de ganchillo y un bol con frutas de cera, una alfombra de un gris rosáceo con ramilletes de flores azules y rosas, un tapete de aparador con corredores bordados debajo de varios platos y jarras decorados y las cosas de plata para el té. Un montón de cosas que vigilar. Porque en cada uno de esos diseños los adornos parecen llenos de vida, dispuestos a moverse, a fluir y a alterarse. O posiblemente a explotar. La ocupación de todo el día de Almeda Roth es vigilarlos. No tanto para prevenir su alteración como para captar su esencia, comprenderla, ser parte de ella. Suceden tantas cosas en esta habitación que no hay necesidad de salir de ella. Ni siquiera existe el pensamiento de salir de ella.
Por supuesto, Almeda, en sus observaciones, no puede evitar las palabras. Ella quizá piense que sí, pero no puede. Muy pronto este resplandor y esta hinchazón empiezan a sugerir palabras; no palabras específicas sino un fluir de palabras en algún lugar, casi dispuestas a dársele a conocer. Incluso poemas. Sí, otra vez, poemas. O un poema. ¿No es ésa la idea? ¿Un poema realmente grande que lo contenga todo y que convierta todos los demás poemas, los poemas que ha escrito, en meras tentativas y errores, meros jirones? Las estrellas, las flores, los pájaros, los árboles y los ángeles en la nieve y los niños muertos en el crepúsculo…, eso no es ni la mitad. Tienes que lograr meter el obsceno alboroto de la calle Pearl, la pulida punta de la bota de Jarvis Poulter y la pierna como de pollo desplumado con su flor azul oscuro. Almeda está ahora muy lejos de las simpatías humanas, o de los miedos, o de las acogedoras consideraciones familiares. No piensa en lo que podría hacerse por aquella mujer o para mantener caliente la cena de Jarvis Poulter y tender su larga ropa interior. La marmita de zumo de uva se ha derramado y está cayendo en el suelo de la cocina, manchando las tablas del suelo, y la mancha nunca se irá.
Tiene que pensar en tantas cosas a la vez: en Champlain, los indios desnudos, la sal en lo profundo de la tierra, pero al igual que en la sal también en el dinero, en el intento de hacer dinero que urden eternamente cabezas como la de Jarvis Poulter. También en las brutales tormentas de invierno y en los hechos incómodos y sumidos en la oscuridad de la calle Pearl. Los cambios de clima son a menudo violentos, y si se piensa en ello no hay paz ni siquiera en las estrellas. Todo esto puede soportarse únicamente si está canalizado en un poema, y la palabra «canalizado» es apropiada, porque el nombre del poema será —«es»— «El Meneseteung». El nombre del poema es el nombre del río. No, en realidad, el río, el Meneseteung, es el poema, con sus profundos hoyos, sus rápidos y sus maravillosos remansos bajo los árboles del verano, sus pesados bloques de hielo arrojados al final del invierno y sus desoladoras avenidas primaverales. Almeda mira en lo profundo, en lo profundo del río de su imaginación y en el mantel, y ve que las rosas hechas a ganchillo flotan. Las rosas de ganchillo de su madre se ven arracimadas y absurdas, no se parecen demasiado a las flores reales. Pero a ella su esfuerzo, su independencia flotante, su placer en sus absurdas identidades le parece realmente muy admirable. Una señal esperanzadora. Meneseteung.
No sale de la habitación hasta el anochecer, cuando vuelve a ir al retrete y descubre que sangra, que su flujo ha comenzado. Tendrá que ir a buscar una toalla, ponérsela y sujetársela. Anteriormente nunca, estando buena, ha pasado un día entero con el camisón. No siente una particular angustia por eso. Al atravesar la cocina, camina por el charco de zumo de uva. Sabe que tendrá que limpiarlo, pero todavía no, y sube dejando pisadas color púrpura y oliendo la sangre que se le escapa y el sudor de su cuerpo que ha estado sentado todo el día en el cuarto cerrado y caliente.
No hay necesidad de alarmarse.
Porque no ha pensado que las rosas de ganchillo puedan ir flotando ni que las lápidas puedan bajar corriendo por la calle. Ella no lo confunde con la realidad y tampoco confunde alguna otra cosa con la realidad, y es así como sabe que está cuerda.