IV
The Gypsies have departed.
Their camping-ground is bare.
Oh, boldly would I bargain now
At the Gypsy Fair.[5]
Almeda padece bastante de insomnio y el médico le ha recetado bromuro y una medicina para los nervios. Se ha tomado el bromuro, pero las gotas le han producido sueños que eran demasiado intensos e inquietantes, de modo que ha dejado el frasco para una emergencia. Le dijo al médico que notaba los globos oculares secos, como vidrio caliente, y que le dolían las articulaciones. No lea tanto, le dijo, no estudie; póngase buena y cánsese con el trabajo de la casa, haga ejercicio. Piensa que sus problemas desaparecerían si ella se casara. Lo piensa a pesar de que la mayor parte de la medicina para los nervios la prescribe a mujeres casadas.
De modo que Almeda limpia la casa y ayuda a limpiar la iglesia, les echa una mano a amigas que están empapelando o preparándose para una boda, hace uno de sus famosos pasteles para el picnic de la escuela dominical. Un caluroso sábado de agosto decide hacer jalea de uva. Potes pequeños de jalea de uva serían un buen regalo navideño o un buen presente para los enfermos. Pero ha empezado a hacerla tarde y la jalea no está terminada al anochecer. De hecho, acaba de poner la pulpa caliente en el saquito de estopilla para colar el jugo. Almeda se toma un té y come un trozo de pastel con mantequilla —un capricho infantil suyo—, y eso es todo lo que necesita de cena. Se lava el pelo en el fregadero y se lava el cuerpo con la esponja para estar limpia para el domingo. No enciende la luz. Se echa en la cama con la ventana totalmente abierta y una sábana hasta la cintura, y se siente maravillosamente cansada. Incluso puede notar una ligera brisa.
Cuando se despierta, la noche parece muy calurosa y llena de amenazas. Está sudando en la cama y tiene la impresión de que los ruidos que oye son cuchillos, sierras y hachas, todas las herramientas airadas cortando, golpeando y taladrándole la cabeza. Pero no es cierto. Ya más despierta, reconoce los sonidos que ha oído algunas veces anteriormente: la gresca de una veraniega noche de sábado en la calle Pearl. Normalmente el ruido se centra en una pelea. La gente está borracha, protesta y anima la pelea, alguien grita: «¡Se van a matar!». Una vez hubo un homicidio, pero no fue en una pelea. Mataron a un viejo a puñaladas en su cabaña, quizá por unos cuantos dólares que guardaba en el colchón.
Se levanta de la cama y se dirige a la ventana. El cielo nocturno está claro, sin luna y con estrellas brillantes. Pegaso pende enfrente, sobre el pantano. Su padre le enseñó esa constelación; automáticamente, cuenta las estrellas. Ahora puede distinguir voces claras, contribuciones individuales a la pendencia. Algunas personas, como ella, han sido evidentemente despertadas. «¡Callaos!», gritan. «¡Basta de escándalo o bajaré y os zurraré en el culo!»
Pero nadie se calla. Es como si hubiera una bola de fuego subiendo por la calle Pearl, soltando chispas: el fuego es solo ruido; es gritos y risas y alaridos y maldiciones, y las chispas son voces que salen solas. Dos voces se van distinguiendo gradualmente: un tremendo grito que sube y baja y una palpitación continuada, un torrente de injurias en tono bajo que contiene todas aquellas palabras que Almeda asocia con el peligro y la depravación, con olores hediondos y espectáculos repugnantes. Están pegándole a alguien, a la persona que grita: «¡Mátame! ¡Mátame ahora!». Están pegándole a una mujer. Ella sigue gritando «¡Mátame! ¡Mátame!», y a veces su boca parece ahogada por la sangre. No obstante hay algo provocador y triunfante en su grito. Hay algo teatral en él. Y la gente alrededor grita: «¡Basta! ¡Basta ya!» o «¡Mátala! ¡Mátala!», con frenesí, como si estuvieran en el teatro, en un encuentro deportivo o en un combate de boxeo. Sí, piensa Almeda, ya se ha dado cuenta de eso antes; con esa gente siempre es en parte una charada; se da una especie de torpe parodia, una exageración, una coherencia que falla. Como si cualquier cosa que hicieran —incluso un asesinato— pudiera ser algo en lo que no creían del todo pero que eran incapaces de detener.
Ahora se oye el sonido de algo que arrojan (¿una silla, un tablón?) y de un montón de leña o parte de un cercado que ha cedido. Muchos gritos de sorpresa otra vez, el sonido de unos pies que corren, personas que se apartan y la conmoción ha llegado mucho más cerca. Almeda puede ver una figura con un vestido ligero, doblada y corriendo. Esa debe de ser la mujer. Ha cogido algo así como un palo de madera o un guijarro, se vuelve y lo arroja contra la figura más oscura que corre tras ella.
—¡Cógela! —gritan las voces—. ¡Dale una buena!
Ahora mucha gente se retira; solo las dos figuras avanzan, luchan cuerpo a cuerpo, se separan de nuevo y finalmente caen contra la valla de Almeda. El ruido que producen se hace muy confuso…, amordazando, vomitando, gruñendo, golpeando. Luego un largo, vibrante y sofocado sonido de dolor y de humillación, de abandono, que podría proceder de cualquiera de ellos o de ambos.
Almeda se ha apartado de la ventana y se ha sentado en la cama. ¿Es el sonido de un homicidio lo que ha oído? ¿Qué se hace, qué hace ella? Tiene que encender una linterna, tiene que ir abajo y encender una linterna…, debe salir al patio, debe bajar. Al patio. La linterna. Se deja caer sobre la cama y se pone la almohada en la cara. Dentro de un momento. La escalera, la linterna. Ya se imagina allí abajo, en el vestíbulo de atrás, corriendo el cerrojo de la puerta trasera. Se queda dormida.
Se despierta, asustada, con las primeras luces. Cree que hay un gran cuervo posado en el alféizar de su ventana, hablando con desaprobación pero sin sorpresa sobre los sucesos de la noche anterior. «¡Despierta y aparta la carretilla!», le dice, regañándola, y ella comprende que por «carretilla» quiere indicar alguna otra cosa, algo horrible y deplorable. Luego se despierta y ve que no hay tal pájaro. Se levanta de inmediato y mira por la ventana.
Abajo contra su cerca hay un pálido bulto apretado: un cuerpo.
Carretilla.
Se pone una bata sobre el camisón y baja. Las habitaciones delanteras están todavía oscuras, las persianas bajadas en la cocina. Algo va haciendo plop, plup de una forma pausada y reprobadora, que le recuerda la conversación del cuervo. Es solo el zumo de uva, colándose desde la noche anterior. Descorre el cerrojo y sale por la puerta de atrás. Por la noche las arañas han colgado sus telas sobre la entrada y las malvas se inclinan, llenas de rocío. Cerca de la valla, separa las pegajosas malvas, mira hacia abajo y puede ver.
El cuerpo de una mujer acurrucado allí, de lado, con el rostro aplastado contra la tierra. Almeda no puede ver su cara. Pero tiene un pecho desnudo y suelto con el pezón oscuro estirado como la ubre de una vaca y una cadera y una pierna descubiertas, y muestra en la cadera un cardenal tan grande como un girasol. La piel que no presenta magulladuras es grisácea, como el palillo de un tambor tosco y pelado. Lleva puesto una especie de camisón o un vestido para todo uso. Huele a vómito. Orina, bebida, vómito.
Descalza, con su camisón y su delgada bata, Almeda se va. Da la vuelta a la casa corriendo entre los manzanos y la veranda; abre la puerta principal y corre calle Dufferin abajo hacia la casa de Jarvis Poulter, que es la más cercana a la suya. Golpea la puerta muchas veces con la palma de la mano.
—Hay un cuerpo de mujer —dice cuando finalmente aparece Jarvis Poulter. Lleva sus pantalones oscuros, sostenidos con tirantes, la camisa a medio abrochar, la cara sin afeitar y el pelo de punta—. Señor Poulter, disculpe. El cuerpo de una mujer. En mi puerta trasera.
Él la mira intensamente.
—¿Está muerta?
Su aliento es desagradablemente húmedo, el rostro arrugado, los ojos inyectados en sangre.
—Sí. Creo que la han matado —dice Almeda. Puede ver un trozo del sombrío vestíbulo principal. El sombrero en una silla—. Por la noche me desperté. Escuché una barahúnda abajo en la calle Pearl —dice, luchando por mantener la voz baja y juiciosa—. Pude oír a esta… pareja. Oí que un hombre y una mujer se peleaban.
Él coge su sombrero y se lo pone en la cabeza. Cierra la puerta principal y echa la llave, y se mete la llave en el bolsillo. Caminan por la acera de madera y ella se da cuenta de que va descalza. Se calla lo que siente necesidad de decir a continuación: que ella es responsable, que podría haber salido corriendo con una linterna, que podría haber gritado —pero ¿quién necesitaba más gritos?—, podría haber rechazado el ataque del hombre. Podría haber salido corriendo a buscar ayuda en aquel momento, no ahora.
Tuercen por la calle Pearl hacia abajo, en lugar de pasar por el patio de Almeda Roth. Por supuesto, el cuerpo sigue allí. Acurrucado, medio desnudo, igual que antes.
Jarvis Poulter ni se apresura ni se detiene. Camina directo hacia el cuerpo y lo mira, toca ligeramente la pierna con la punta de su bota, igual que haría uno con un perro o con una cerda.
—Tú —dice, no en voz demasiado alta, pero firmemente, y vuelve a darle con la bota.
Almeda tiene sabor a bilis en la parte posterior de la garganta.
—Viva —dice Jarvis Poulter, y la mujer lo confirma. Se agita, gruñe débilmente.
Almeda dice:
—Iré a buscar al médico.
Si hubiese tocado a la mujer, si se hubiese obligado a tocarla, no habría cometido tal equivocación.
—Espere —dice Jarvis Poulter—. Espere. Veamos si se puede levantar.
—Levántese —le dice a la mujer—. Vamos, arriba. Levántese.
En aquel momento ocurre algo asombroso. El cuerpo se pone a cuatro patas, la cabeza se levanta —con el pelo desgreñado cubierto de sangre y vómito—, y la mujer empieza a golpeársela, fuerte y rítmicamente, contra la estaca de la valla de Almeda Roth. Mientras se golpea la cabeza, se encuentra la voz y suelta un clamoroso alarido, lleno de fuerza y de lo que parece un placer angustiado.
—Nada de muerta —dice Jarvis Poulter—. Y yo no molestaría al médico.
—Hay sangre —dice Almeda, cuando la mujer vuelve su rostro manchado.
—De la nariz —dice—. No es reciente. —Se inclina y coge el horrible cabello cerca del cuero cabelludo para que ella deje de darse golpes en la cabeza.
—Deje ya de hacer eso —le dice—. Basta. Váyase a casa ahora. Váyase a su casa.
El sonido que salía de la boca de la mujer ha cesado. Él le sacude ligeramente la cabeza, advirtiéndole, antes de soltarle el pelo:
—¡Váyase a casa!
Una vez suelta, la mujer se abalanza hacia adelante y se pone de pie. Puede caminar. Zigzagueando y dando tumbos calle abajo, emitiendo intermitentes y prudentes ruidos de protesta. Jarvis Poulter la observa un momento para asegurarse de que sigue su camino. Después encuentra una gran hoja de bardana en la que limpiarse la mano. Dice:
—¡Ahí va su cadáver!
Como la puerta de atrás está cerrada con llave, dan la vuelta hasta la principal. La verja delantera está abierta. Almeda se siente enferma. Tiene el abdomen hinchado; se siente acalorada y mareada.
—La puerta principal está cerrada con llave —dice desmayadamente—. Salí por la cocina.
Si al menos él la dejara, podría ir directamente al lavabo. Pero él la sigue. La sigue hasta la puerta y el vestíbulo traseros. Le habla en un tono de áspera jovialidad que nunca antes le había escuchado.
—No hay necesidad de alarmarse —dice—. Solo son las consecuencias de la bebida. Una señora no debería vivir sola tan cerca de un barrio malo.
La coge del brazo justo por encima del codo. Ella no puede abrir la boca para hablarle, para decirle gracias. Si abriese la boca, le darían náuseas.
Lo que Jarvis Poulter siente en aquel momento por Almeda Roth es exactamente lo que no ha sentido durante todos aquellos circunspectos paseos ni durante todos sus cálculos solitarios acerca de la probable valía, indudable respetabilidad e idónea gracia de ella. Ha sido incapaz de imaginársela como esposa. Ahora eso es posible. Está lo suficientemente excitado por su cabello suelto —prematuramente gris, pero espeso y suave—, por su cara arrebolada, su ropa ligera, que nadie excepto un esposo debería ver. Y por su nerviosismo, su imprudencia, ¿su apuro?
—La vendré a ver más tarde —le dice—. Iré con usted a la iglesia.
En la esquina de las calles Pearl y Dufferin el pasado domingo por la mañana fue descubierto, por una señora que reside allí, el cuerpo de cierta mujer de la calle Pearl, que se creía estaba muerta pero que solo resultó estar borracha como una cuba. Fue reanimada de su celestial (o no) letargo por la firme persuasión del señor Poulter, vecino y juez de paz, quien había sido llamado por la señora que allí vive. Incidentes de esta clase, impropios, penosos y desgraciados para nuestra ciudad, se han vuelto demasiado frecuentes últimamente.