Five Points

Mientras beben vodka y zumo de naranja en el aparcamiento de caravanas en los acantilados del lago Hurón, Neil Bauer le cuenta a Brenda una historia. Sucedió muy lejos, en Victoria, en la Columbia Británica, donde Neil creció. Neil no es mucho más joven que Brenda —menos de tres años—, pero a veces a ella le parece como si hubiera un abismo generacional entre ambos, porque ella se crió aquí, y aquí se quedó, casándose con Cornelius Zendt cuando tenía veinte años, y Neil se crió en la Costa Oeste, donde las cosas eran muy distintas, y se marchó de casa a los dieciséis años para viajar y trabajar por todas partes.

Lo que Brenda ha visto de Victoria, en fotografías, son flores y caballos. Flores que rebosan de los cestos que cuelgan de las farolas antiguas, que llenan grutas y decoran parques; caballos que llevan carretadas de gente a mirar el paisaje.

«Todo eso es solamente bazofia turística —dice Neil—. Casi la mitad de la zona no es más que bazofia turística. No es de ahí de donde estoy hablando.»

Está hablando de Five Points que era, es, una parte, o quizá solo un rincón de la ciudad, donde había una escuela, una farmacia, una tienda de comestibles china y una confitería. Cuando Neil iba a la escuela pública, la tienda de caramelos estaba regentada por una anciana malhumorada con las cejas pintadas. Dejaba que su gato se repantigase al sol en la ventana. Cuando murió, otra gente, europeos, ni polacos ni checos, sino de otro país más pequeño (de Croacia, ¿es un país?), se hicieron cargo de la tienda de caramelos y la cambiaron. Tiraron todas las golosinas pasadas, los globos que no se hinchaban, los bolígrafos que no escribían y los frijoles saltarines mexicanos ya sin vida. Pintaron el lugar de arriba abajo y pusieron unas cuantas sillas y mesas. Todavía vendían golosinas —en potes limpios en lugar de cajas de cartón meadas por el gato— y reglas y gomas de borrar, pero también empezaron a funcionar como una especie de café del vecindario, en el que servían cafés, bebidas sin alcohol y pasteles caseros.

La esposa, que hacía los pasteles, era muy tímida y remilgada, y si uno se acercaba e intentaba pagarle a ella, llamaba a su marido en croata, o lo que fuese —digamos que era croata— con un sobresalto tal que parecía que uno hubiese entrado a la fuerza en su casa y hubiese irrumpido en su vida privada. El marido hablaba inglés bastante bien. Era un tipo bajo y calvo, educado y nervioso, fumador empedernido, y ella era una mujer grande y corpulenta, de hombros caídos, que siempre llevaba un delantal y un suéter de lana tejida. Él limpiaba los escaparates, barría la acera y cogía el dinero, y ella hacía los bollos y los pasteles y cosas que la gente nunca había visto antes, pero que rápidamente se hicieron populares, como pierogi[1] y pan de semillas de amapola.

Sus dos hijas hablaban inglés como si fueran canadienses, e iban a la escuela de monjas. Se presentaban por la tarde con sus uniformes escolares y se ponían a trabajar. La más joven lavaba las tazas de café y los vasos y limpiaba las mesas, y la mayor hacía todo lo demás. Atendía a los clientes, manejaba la caja registradora, llenaba las bandejas y ahuyentaba a los pequeños que rondaban por ahí pero que no compraban. Cuando la menor terminaba la limpieza, se sentaba en el cuarto de atrás a hacer sus deberes, pero la mayor nunca se sentaba. Si no había nada que hacer en aquel momento, se quedaba junto a la caja registradora, observando.

La menor se llamaba Lisa, la mayor María. Lisa era pequeña y bastante bonita, una niña pequeña. Pero María, de unos trece años, tenía unos pechos grandes y flojos, un estómago rechoncho y salido y unas piernas gruesas. Llevaba gafas y el pelo en trenzas recogidas alrededor de la cabeza. Parecía tener cincuenta años.

Y los representaba, por la manera en que llevaba la tienda. Los padres, se diría, deseaban ocupar una posición inferior a ella. La madre se retiraba al cuarto trasero y el padre se convertía en un criado hacendoso. María entendía el inglés y el dinero y nada la desconcertaba. Todos los niños pequeños decían: «¡Uf, esa María! ¿Verdad que está gorda?». Pero le tenían miedo. Parecía como si ella ya lo supiera todo sobre cómo llevar un negocio.

Brenda y su esposo también dirigían un negocio. Compraron una granja al sur de Logan y llenaron el establo con aparatos usados (que Cornelius sabe arreglar), mobiliario de segunda mano y todas las demás cosas: platos, cuadros, cuchillos y tenedores, adornos y joyería, que a la gente le gusta curiosear y pensar que está comprando barato. Se llama Establo de Muebles de Zendt. En la localidad, mucha gente se refiere a él como el «mobiliario usado de la carretera».

No siempre se habían dedicado a eso. Brenda daba clases en un jardín de infancia, y Cornelius, que es doce años mayor que ella, trabajaba en la mina de sal en Walley, en el lago. Después del accidente tuvieron que pensar en algo que pudiese hacer sentado durante la mayor parte del tiempo y utilizaron el dinero que les dieron para comprar una granja maltrecha con una buena estructura. Brenda dejó su empleo, porque el trabajo era demasiado para que Cornelius pudiese hacerlo solo. Durante algunas horas al día, y a veces durante días enteros, tiene que echarse y ver la televisión, o simplemente echarse en el suelo de la sala, enfrentándose al dolor.

Por las noches, a Cornelius le gusta ir en coche hasta Walley. Brenda no se ofrece nunca, espera a que él diga: «¿Por qué no conduces?», si no quiere que el movimiento de sus brazos o de sus piernas le produzca tirones de espalda. Los niños solían acompañarles, pero ahora que ya van al instituto —Lorna está en el undécimo curso y Mark en el noveno—, normalmente no quieren ir. Brenda y Cornelius se sientan en la camioneta aparcada y observan las gaviotas alineadas en el rompeolas, los elevadores de grano, los grandes pozos y rampas, iluminados con luces verdes, de la mina en la que Cornelius trabajaba, las pirámides de gruesa sal gris. A veces hay un barco grande en el puerto del lago. Por supuesto, hay barcos de recreo en verano, windsurfistas en el agua y gente pescando en el muelle. La hora de la puesta de sol se indica entonces diariamente en la playa en un tablón; la gente va especialmente a verla. Ahora, en octubre, el tablón está limpio y hay luces en todo el muelle (uno o dos obcecados están pescando todavía), el agua está agitada y parece fría, y el puerto tiene un aspecto totalmente comercial.

Aún se está trabajando en la playa. Desde principios de la primavera pasada, en algunos lugares se han puesto cantos rodados, se ha echado arena en otros, se ha construido un largo banco de rocas, todo lo cual forma una curva protegida de playa con una carretera llena de baches junto a ella, por la que ellos circulan. No importa la espalda de Cornelius, él quiere ver. Los camiones, las máquinas excavadoras, las aplanadoras han estado ocupados todo el día, y aún están ahí, monstruos domados y temporalmente inútiles por la noche. Ahí es donde trabaja Neil. Conduce esas máquinas: transporta las piedras, despeja el lugar y hace la carretera para que Brenda y Cornelius circulen en coche. Trabaja para la Compañía Constructora Fordyce, de Logan, que tiene la concesión.

Cornelius lo mira todo. Sabe lo que están cargando las barcas —trigo blando, sal, maíz— y adónde va, entiende cómo se está haciendo más profundo el puerto, y siempre quiere echar un vistazo a la enorme tubería que corre en ángulo hasta la playa y la cruza, para dejar salir finalmente agua, lodo y piedras del fondo del lago que nunca antes habían visto la luz del día. Se dirige hacia esa tubería y se queda junto a ella para escuchar la agitación en su interior, el golpeteo y el crujido de las piedras y del agua precipitándose en su camino. Se pregunta qué le haría un invierno crudo a toda esta transformación y arreglo si el lago simplemente se llevara las piedras y la playa y las apartara y desgastara los acantilados de arcilla, como antes.

Brenda escucha a Cornelius y piensa en Neil. Le produce placer estar en el lugar donde Neil pasa sus días. Le gusta pensar en el ruido y en la fuerza imperturbable de esas máquinas y en los hombres en las cabinas con los brazos desnudos, cómodos con aquel poder, como si supiesen de forma natural adónde lleva todo aquel estrépito y aquel machacar la orilla. Su indiferente y alegre autoridad. Le encanta el olor del trabajo en sus cuerpos, el lenguaje de trabajo que hablan, su ensimismamiento en él, que no le hagan caso. Le encanta conseguir a un hombre recién salido de todo eso.

Cuando está allí abajo con Cornelius y no ha visto a Neil durante un tiempo, puede sentirse intranquila y abandonada, como si este mundo pudiese volverle la espalda. Inmediatamente después de haber estado con Neil es su reino, pero ¿qué no lo es, entonces? La noche anterior a su encuentro —anoche, por ejemplo— debería sentirse feliz e ilusionada, pero, a decir verdad, las últimas veinticuatro horas, incluso los últimos dos o tres días, parecen demasiado llenos de peligros ocultos, demasiado trascendentales para que sienta algo más que cautela y angustia. Es una cuenta atrás; ella cuenta realmente las horas. Tiene tendencia a llenarlas con buenas obras: trabajos de limpieza de la casa que iba dejando para más adelante, cortar el césped, reorganizar el Establo de Muebles, incluso quitar las malas hierbas en el jardín de piedras. En la mañana del mismo día las horas pasan más lentas y están llenas de peligros. Siempre tiene un cuento sobre dónde se supone que va a ir aquella tarde, pero su expedición puede no ser absolutamente necesaria —eso llamaría demasiado la atención—, porque existe siempre la posibilidad de que surja algo que le haga decir a Cornelius: «¿No puedes dejar eso para otro día de la semana? ¿No puedes hacerlo cualquier otro día?». No es tanto el hecho de no poder ponerse en contacto con Neil lo que le preocupa. Neil esperaría una hora aproximadamente y luego se imaginaría lo sucedido. Es que cree que no podría soportarlo. Estar tan cerca y luego tener que pasar sin. No obstante, no siente ningún deseo físico durante esas últimas horas atormentadoras; ni siquiera sus preparativos secretos —lavarse, depilarse, ponerse crema y perfumarse— la estimulan. Se queda insensible, preocupada por los detalles, las mentiras, los arreglos, hasta el momento en que ve el coche de Neil. Al miedo de no conseguir marcharse le sucede, durante el recorrido de quince minutos en coche, el miedo de que él no se presente en aquel lugar del pantano solitario y sin salida que es su lugar de encuentro. Lo que está deseando, durante aquellas últimas horas, llega a no ser tanto algo físico, de modo que esa ausencia sería como perderse, no una comida que uno está deseando, sino una ceremonia de la que dependiese tu vida o tu salvación.

Cuando Neil era un adolescente mayor —pero no lo suficiente para poder entrar en los bares, por lo que andaba todavía rondando por la Confitería Five Points (los croatas conservaron el nombre antiguo)—, el cambio, que todo aquel que estaba vivo entonces recuerda, había llegado. (Eso es lo que Neil piensa, pero Brenda dice: «No lo sé…, en cuanto a mí se refiere, todo aquello era como ir a otro lugar».) Nadie sabía qué hacer, nadie estaba preparado. Algunas escuelas eran estrictas en cuanto al pelo largo (para los chicos), otras pensaban que era mejor dejar pasar aquello y concentrarse en las cosas serias. Todo lo que pedían era que se lo recogieran con una goma. ¿Y la ropa? Cadenas y cuentas de semillas, sandalias de cuerdas, algodón indio, estampados africanos, todo ello de repente fino, suelto y brillante. Tal vez en Victoria el cambio no estuvo tan bien contenido como en algunos otros lugares. Se expandió. Quizá el clima ablandó a la gente, no solo a los jóvenes. Hubo una gran explosión de flores de papel, humos de marihuana y música —que entonces parecía tan desmandado, dice Neil, y que ahora parece tan inocuo—, y aquella música que salía de las ventanas del centro de la ciudad engalanadas con banderas deshonradas, por encima de los macizos de flores en el parque Beacon Hill, hasta la retama sobre los acantilados, hasta las felices playas que daban a las mágicas cumbres de las Olympics Mountains. Todo el mundo estaba en escena. Los profesores universitarios se paseaban con flores detrás de las orejas y las madres aparecían con esos atuendos. Neil y sus amigos sentían desprecio por esas personas, naturalmente…, por esos viejos hippies. Neil y sus amigos se tomaban en serio el mundo de las drogas y la música.

Cuando querían drogarse, salían de la confitería. A veces se iban hasta el cementerio y se sentaban en el dique marítimo. A veces se sentaban junto al cobertizo que estaba en la parte posterior del almacén. No podían entrar; el cobertizo estaba cerrado con llave. Luego volvían a la confitería, bebían Coca-Colas, comían hamburguesas, solas y con queso, y panecillos de canela y pasteles, porque les cogía mucha hambre. Apoyaban la espalda en las sillas y observaban cómo se movían los dibujos del antiguo techo de estaño prensado que los croatas habían pintado de blanco. Flores, torres, pájaros y monstruos se soltaban y nadaban por encima de sus cabezas.

—¿Qué tomabais? —pregunta Brenda.

—Bastante buena mercancía, a menos que nos vendiesen algo estropeado. Hachís, ácido, mescalina a veces. Otras veces mezclas. Nada demasiado serio.

—Todo lo que yo llegué a hacer fue fumarme casi un tercio de un cigarrillo de marihuana en la playa, al principio, cuando ni siquiera estaba segura de lo que era, y cuando llegué a casa mi padre me dio un bofetón.

(Aquello no era verdad. Fue Cornelius. Cornelius la abofeteó. Fue antes de que se casaran, cuando Cornelius trabajaba de noche en la mina y ella se quedaba por la playa después de anochecer con algunos amigos de su edad. Al día siguiente ella se lo contó y él la abofeteó.)

Todo lo que hacían en la confitería era comer, vagar sin rumbo, felizmente intoxicados, y jugar a tonterías, como a hacer carreras con coches de juguete por encima de las mesas. Una vez un chico se tumbó en el suelo y le echaron chorros de ketchup. A nadie le importó. Los clientes diurnos (las amas de casa que compraban panes y pasteles y los pensionistas, que mataban el tiempo con un café) no entraban nunca por la noche. La madre y Lisa se iban a casa en autobús, donde fuera que viviesen. Luego, incluso el padre se iba a casa, un poco después de la cena. María se quedaba al cargo. A ella no le importaba lo que hicieran mientras no estropeasen algo y pagasen.

Este era el mundo de las drogas que pertenecía a los muchachos mayores, ellos mantenían fuera de él a los más jóvenes. Pasó bastante tiempo antes de que se dieran cuenta de que los más jóvenes también tenían algo. Tenían algún secreto propio. Se hacían cada vez más insolentes y vanidosos. Algunos de ellos estaban siempre importunando a los chicos mayores para que les dejasen comprar drogas. Fue así como se hizo evidente que tenían mucho dinero injustificable.

Neil tenía, tiene, un hermano menor llamado Jonathan. Ahora muy severo, casado, un profesor. Jonathan empezó a dejar caer insinuaciones; otros muchachos hicieron lo mismo, no podían guardarse el secreto para sí y muy pronto se supo todo. Conseguían el dinero de María. María les pagaba para que tuvieran relaciones sexuales con ella. Lo hacían en el cobertizo de atrás, después de que ella cerrase la tienda por la noche. Ella tenía la llave del cobertizo.

También tenía el control diario del dinero. Vaciaba la caja por la noche, llevaba los libros. Sus padres confiaban en ella para hacerlo. ¿Por qué no? Era muy buena en aritmética y se dedicaba al negocio. Comprendía la operación completa mejor que ellos. Parecía que se sintiesen muy inseguros y supersticiosos con el dinero, y no querían ponerlo en el banco. Lo guardaban en una caja de caudales, o quizá solo en una caja fuerte en algún lugar, y lo sacaban cuando lo necesitaban. Seguramente creían que no podían confiar en nadie, ni en bancos ni en persona alguna, fuera de la familia. Qué regalo del cielo les debió de parecer María; formal e inteligente, y no lo suficientemente bonita para que le tentase poner sus esperanzas o sus energías en algo que no fuese el negocio. María, un pilar.

Les pasaba una cabeza y pesaba quince o veinte kilos más que aquellos muchachos a quienes pagaba.

Siempre hay unos cuantos momentos malos después de que Brenda se desvía de la carretera —por la que tiene alguna excusa para ir si alguien la viera— para coger la carretera lateral. La furgoneta se ve, es inconfundible. Pero cuando ha dado el paso decisivo, conduciendo por donde no debería, se siente más fuerte. Cuando gira hacia la carretera sin salida del pantano, no hay excusa posible. Si la ven ahí, está acabada. Tiene que circular unos setecientos metros en medio del campo antes de llegar a los árboles. Había esperado que hubieran plantado maíz, que habría crecido alto y la ocultaría, pero no lo habían hecho, habían plantado judías. Al menos los bordes de la carretera no habían sido fumigados; la hierba, las malas hierbas y los arbustos de bayas habían crecido mucho, aunque no lo suficiente para ocultar una furgoneta. Había varas de oro y algodoncillo con las vainas totalmente abiertas y racimos colgantes de un fruto brillante y venenoso, y vides silvestres extendiéndose por encima de todo, que incluso llegaban hasta la carretera. Y por fin estaba dentro, estaba dentro del túnel de árboles. Cedro, cicuta, más hacia el interior, en el terreno más húmedo, el alerce americano, de aspecto espigado, montones de suaves arces con las hojas manchadas de amarillo y marrón. No había agua estancada, ni pozos negros, ni siquiera donde estaban los árboles. Habían tenido suerte con el verano seco y el otoño. Ella y Neil habían tenido suerte, no los agricultores. Si hubiese sido un año húmedo, nunca habrían podido utilizar este lugar. Las duras roderas por las que hace pasar la furgoneta con facilidad habrían sido una masa de fango y el lugar donde daba la vuelta, un pastoso sumidero.

Eso está aproximadamente a unos dos kilómetros y medio hacia dentro. Hay algunos lugares difíciles por donde pasar, un par de pequeñas colinas llenas de baches que surgen del pantano, y un estrecho puente de troncos sobre un riachuelo en el que no se ve agua, solo berros y ortigas sofocados y amarillentos, alimentándose del barro seco.

Neil conduce un viejo Mercury azul, de un azul oscuro, que se puede convertir en un charco, en una mancha de oscuridad pantanosa bajo los árboles. Ella se esfuerza por verle. No le importa llegar allí unos cuantos minutos antes que él para arreglarse, cepillarse el pelo, examinarse la cara y rociarse el cuello con colonia de un atomizador de bolsillo (a veces también entre las piernas). Más de unos cuantos minutos la ponen nerviosa. No tiene miedo a los perros salvajes, ni a los violadores, ni a que haya ojos observándola desde los matorrales…, ella venía aquí a coger bayas cuando era niña, por eso conocía el lugar. Siente temor de lo que puede no estar allí, no de lo que haya. De la ausencia de Neil, de la posibilidad de su deserción, de que la rechace repentinamente. Eso puede convertir cualquier lugar, cualquier cosa, en algo feo, amenazador y estúpido. Árboles, jardines, parquímetros o mesas de café…, daría lo mismo. Una vez él no fue; estaba enfermo: intoxicación por alimentos o la resaca más increíble de su vida —algo terrible, le dijo por teléfono aquella noche—, y ella tuvo que fingir que era alguien que les quería vender un sofá. Nunca olvidó la espera, la pérdida de la esperanza, el calor y los insectos —era en julio— y su cuerpo sudoroso, allí en el asiento de la furgoneta, como una enfermiza admisión de derrota.

Él está allí, ha llegado primero; puede ver un faro del Mercury en la oscura sombra del cedro. Es como dar con agua cuando una está muerta de calor y llena de arañazos y picaduras por todas partes tras coger bayas en los matorrales veraniegos; su envolvente dulzura, la fría amabilidad empapando todos tus problemas en sus súbitas profundidades. Aparca la furgoneta, se ahueca el cabello y baja de un salto, comprueba que la puerta esté cerrada, o él la hará volver rápidamente, como Cornelius (¿estás segura de que has cerrado la furgoneta con llave?). Atraviesa el pequeño espacio soleado, el suelo lleno de hojas, viéndose caminar, con sus pantalones blancos y ajustados, su camiseta corta color turquesa, el cinturón blanco caído, los tacones altos y el bolso al hombro. Una mujer bien proporcionada, de piel clara y pecosa, ojos azules atractivamente contorneados contra cualquier luz con sombra azul y lápiz de ojos. Su pelo rubio cobrizo —retocado ayer— refleja el sol como una corona de pétalos. Lleva tacones solo para este paseo, solo para este momento en que cruza la carretera con sus ojos puestos sobre ella, con el movimiento pélvico, ligeramente mayor, y la longitud de piernas que le dan.

A menudo, muy a menudo, han hecho el amor en su coche, justo aquí en su lugar de encuentro, aunque siempre se aconsejan mutuamente esperar. Basta, espera hasta que lleguemos a la caravana. «Espera» significa lo contrario de lo que dice, al cabo de un momento. Una vez empezaron mientras circulaban. Brenda se quitó rápidamente las bragas y se levantó la falda suelta de verano, sin decir una palabra, mirando directamente hacia adelante, y acabaron por detenerse a un lado de la carretera, con lo que corrieron un riesgo espantoso. Ahora, cuando pasan por ese lugar, ella siempre dice algo así como: «No te salgas de la carretera aquí», o «Alguien debería poner una señal de aviso».

—Una señal histórica —dice Neil.

Tienen una historia de pasión, del mismo modo que tienen una historia las familias, o las personas que han ido juntas a la escuela. No tienen mucho más. Nunca han comido juntos, ni han ido a ver una película. Pero han salido bien juntos de algunas aventuras complicadas y de peligros…, no solo de la clase «paradas en la carretera». Se han arriesgado, sorprendiéndose el uno al otro, siempre correctamente. En sueños una puede tener la impresión de que ya ha tenido ese sueño antes, de que tiene ese sueño una y otra vez, y sabe que realmente no es algo tan simple. Una sabe que hay todo un sistema subterráneo que una llama «sueños», por no tener mejor nombre que darle, y que este sistema no se parece a las carreteras ni a los túneles, sino que se parece más a la cadena de un cuerpo vivo, enrollándose y estirándose, impredecible pero finalmente familiar…, donde una está ahora, donde siempre ha estado. Así es como ocurría con ellos y con el sexo, yendo hacia alguna parte así, y entendían las mismas cosas sobre él y confiaban el uno en el otro, hasta entonces.

Otro día, en la carretera, Brenda vio un descapotable blanco que se acercaba, un viejo Mustang con la capota bajada —era en verano—, y se deslizó hasta el suelo.

—¿Quién va en ese coche? —preguntó—. ¡Mira! ¡Date prisa! Dímelo.

—Chicas —dijo Neil—. Cuatro o cinco chicas. Buscando chicos.

—Mi hija —dijo Brenda subiendo de nuevo al asiento—. Menos mal que no llevaba puesto el cinturón.

—¿Tienes una hija en edad de conducir? ¿Tienes una hija que tiene un descapotable?

—Es de su amiga. Lorna aún no conduce. Pero podría…, tiene dieciséis años.

Ella percibió entonces que había cosas en el aire que él pudo haber dicho y que ella esperaba que no dijese. Las cosas que los hombres se sienten obligados a decir de las jóvenes.

—Tú también podrías tener una de esa edad —dijo ella—. Quizá la tienes y no lo sabes. Ella también me ha mentido. Me dijo que se iba a jugar a tenis.

De nuevo, él nada dijo de lo que ella esperaba no escuchar, nada que recordara disimuladamente las mentiras. Un peligro pasado.

Todo lo que dijo fue:

—Tranquila, tómatelo con calma. No ha sucedido nada.

Ella no tenía modo de saber cuánto comprendía él sus sentimientos en aquel momento, o si comprendía realmente algo. Casi nunca mencionaban aquella parte de su vida. Nunca mencionaban a Cornelius, aunque fue con quien habló Neil la primera vez que entró al Establo de Muebles. Había ido a buscar una bicicleta…, una bicicleta vieja para ir por el campo. En aquel momento no tenían bicicletas, pero se quedó y habló un rato con Cornelius acerca de la clase de bicicleta que quería, maneras de repararla o mejorarla y cómo podían estar al tanto de una. Dijo que se pasaría otra vez. Lo hizo al cabo de muy poco tiempo y solo Brenda estaba allí. Cornelius se había ido a la casa a echarse, era uno de sus días malos. Entonces Neil y Brenda se lo dejaron todo muy claro el uno al otro, sin decir nada claro. Cuando telefoneó para invitarla a tomar algo con él en una taberna de la carretera que bordeaba el lago, ella sabía qué le estaba pidiendo y sabía qué le respondería.

Ella le dijo que no había hecho algo como aquello antes. Eso era mentira en cierto modo, y en cierto modo verdad.

Durante las horas en las que la tienda estaba abierta, María no dejaba que una clase de transacción interfiriese con la otra. Todo el mundo pagaba como de costumbre. Ella no se comportaba de forma distinta, todavía estaba al cargo. Los chicos sabían que tenían algún poder de regateo, pero nunca estaban seguros de cuánto. Un dólar. Dos dólares. Cinco. No era como si tuviera que depender de uno o dos de ellos. Siempre había varios amigos fuera, esperando y dispuestos, cuando ella se llevaba a uno de ellos al cobertizo, antes de coger el autobús para irse a casa. Ella les advertía que dejaría de tratar con ellos si hablaban y, durante un tiempo, le creyeron. Al principio ella no les alquilaba con regularidad, o tan a menudo.

Eso era al principio. Al cabo de unos cuantos meses, las cosas comenzaron a cambiar. Las necesidades de María aumentaron. El regateo se hizo más abierto y ruidoso. La noticia se difundió. Los poderes de María estaban siendo desportillados, y después hechos pedazos.

Vamos, María, dame un billete de diez dólares. A mí también. María dame también un billete de diez dólares. Vamos, María, tú me conoces.

Veinte, María. Dame veinte. Vamos. Veinte pavos. Me lo debes, María. Venga ya. No querrás que lo diga. Vamos, María.

Uno de veinte, uno de veinte, uno de veinte. María suelta el dinero. Va cada noche al cobertizo. Y como si eso ya no fuera suficientemente malo para ella, algunos muchachos empiezan a negarse. Primero quieren el dinero. Cogen el dinero y luego dicen que no. Dicen que ella no les ha pagado. Ella les ha pagado, les ha pagado delante de testigos, y todos los testigos niegan que lo hiciera. Dicen que no con la cabeza, se burlan de ella. No, no le has pagado. Yo no te he visto. Si me pagas ahora, iré. Te prometo que iré. Iré. Págame veinte, María.

Y los muchachos mayores, que han sabido por sus hermanos menores lo que está pasando, se acercan a ella a la caja registradora y dicen: «¿Y yo, María? Tú también me conoces. Vamos, María, ¿qué te parece un billete de veinte?». Esos chicos nunca van al cobertizo con ella. ¿Creía ella que lo harían? Ni siquiera se lo prometieron nunca, solo le pidieron dinero. Me conoces desde hace mucho María. La amenazan, la halagan. ¿No soy también amigo tuyo, María?

Nadie era amigo de María.

La calma venerable y vigilante de María desapareció. Se la veía violenta, malhumorada y miserable. Les lanzaba miradas llenas de odio, pero seguía dándoles dinero. Seguía entregándoles billetes. Ya no intentaba siquiera regatear, ni discutir, ni rechazar. Lo hacía encolerizada…, con una cólera silenciosa. Cuanto más se burlaban de ella, más prontamente volaban de la caja los billetes de veinte dólares. Muy poco, quizá nada, hacían entonces para ganárselos.

Neil y sus amigos están todo el tiempo drogados. Todo el tiempo, ahora que tienen ese dinero. Ven dulces riachuelos de átomos corriendo por las mesas de formica. Sus almas coloreadas se proyectan por debajo de sus uñas. María se ha vuelto loca, la tienda sangra dinero. ¿Cómo puede seguir esto? ¿Cómo terminará? María debe de haber llegado ya a la caja fuerte; la caja registradora al final del día no debe de tener lo suficiente para ella. Y su madre sigue todo el tiempo haciendo bollos y pierogi, y su padre sigue barriendo la acera y saludando a los clientes. Nadie se lo ha dicho. Siguen como siempre.

Tuvieron que enterarse por sí mismos. Encontraron una factura que María no había pagado (algo así, alguien que llegó con una factura impagada), fueron a buscar el dinero para pagarla y se encontraron con que no había dinero. El dinero no estaba donde lo guardaban, en la caja de caudales, o en la caja fuerte, o donde fuera, y no estaba en ninguna otra parte: el dinero había volado. Así fue como se enteraron.

María había conseguido regalarlo todo. Todo lo que habían ahorrado, todas sus ganancias lentamente acumuladas, todo el dinero con el que hacían funcionar su negocio. De verdad, todo. No podían pagar el alquiler, no podían pagar la factura de la electricidad ni a sus proveedores. No podían seguir regentando la confitería. Al menos ellos creyeron que no podían. Quizá simplemente no tuvieron el valor de seguir.

La tienda cerró. Pusieron un letrero en la puerta: CERRADO HASTA PRÓXIMO AVISO. Pasó casi un año antes de que volviesen a abrir el local. Lo habían convertido en una lavandería.

La gente decía que fue la madre de María, aquella mujer gruesa, sumisa y encorvada, quien insistió en formular los cargos contra su hija. Tenía miedo del inglés y de la caja registradora, pero llevó a María a los tribunales. Desde luego, María solo podía ser acusada como menor y solo podía ser enviada a un lugar para delincuentes juveniles, y nada se podía hacer contra los chicos. De todos modos, todos mintieron…, dijeron que ellos no eran. Los padres de María debieron de encontrar trabajo, debieron de seguir viviendo en Victoria, porque Lisa seguía allí. Seguía nadando en el YMCA, y al cabo de pocos años trabajaba en Eaton’s, en cosmética. Era muy atractiva y altiva entonces.

Neil siempre tiene vodka y zumo de naranja para beber. Lo ha escogido Brenda. En alguna parte leyó que el zumo de naranja aporta la vitamina C que el licor se lleva y espera que el vodka no pueda detectarse en el aliento. Neil arregla también la caravana, o eso cree ella, por la bolsa de papel llena de latas de cerveza que hay apoyada en el armario, el montón de periódicos puestos juntos, doblados sin exactitud, un par de calcetines apartados de una patada en un rincón. Quizá lo hace su compañero de vivienda. Un hombre llamado Gary a quien Brenda nunca ha conocido, ni visto en fotografía, y a quien no reconocería si se encontrasen por la calle. ¿La reconocería él a ella? Sabe que va allí, sabe cuándo…, ¿sabrá siquiera su nombre? ¿Distingue su perfume, el olor de su sexo, cuando llega a casa por la noche? A ella le gusta la caravana, la manera en que en ella nada se ha hecho para que parezca equilibrado o permanente. Las cosas puestas donde sea que convengan. Sin cortinas ni mantelitos individuales, ni siquiera un salero y un pimentero…, solo el paquete de sal y el pote de pimienta tal como vienen de la tienda. Le encanta ver la cama de Neil: mal hecha, con una tosca manta escocesa y una almohada plana, ni una cama de matrimonio ni una cama de enfermo, ni de comodidad, ni de complicación. La cama de su lujuria y de su sueño, igualmente agotadores y abstraídos. Le gusta la vida del cuerpo de él, tan seguro de sus derechos. Quiere órdenes de él, nunca peticiones. Quiere ser su territorio.

Es solo en el cuarto de baño donde la suciedad le molesta un poco, como la suciedad de cualquier otra persona, y le gustaría que hubiesen hecho un trabajo mejor al limpiar el inodoro y el lavabo.

Se sientan a la mesa para beber, mirando por la ventana de la caravana el agua acerada, brillante y agitada del lago. Allí los árboles, expuestos a los vientos del lago, están casi pelados. Esqueletos de abedules y álamos tiesos y brillantes como la paja sirven de marco al agua. Puede haber nieve dentro de un mes, y con toda seguridad dentro de dos. La vía marítima se cerrará, los barcos del lago se amarrarán durante el invierno, habrá un agreste paisaje de hielo levantado entre la orilla y el agua abierta. Neil dice que no sabe qué hará cuando el trabajo de la playa se acabe. Quizá quedarse, intentar conseguir otro trabajo. Quizá coger el seguro de desempleo durante un tiempo, conseguir un vehículo a motor para ir sobre la nieve y disfrutar del invierno. O podría irse a buscar trabajo a otra parte, ir a visitar amigos. Tiene amigos por todo el continente de América del Norte y fuera de él. Tiene amigos en Perú.

—Entonces, ¿qué sucedió? —dice Brenda—. ¿Tienes idea de qué le sucedió a María?

Neil dice que no, que no tiene ni idea.

La historia no deja a Brenda sola; se queda con ella como una capa en la lengua, un gusto en la boca.

—Bueno, quizá se casara —dice ella—. Cuando salió. Hay muchas personas que se casan y que no son bellezas. Eso es seguro. Pudo perder peso y tener incluso una buena apariencia.

—Seguro —dice Neil—. Quizá tenga tipos que le paguen en lugar de ser al revés.

—O puede estar todavía en uno de esos lugares. En uno de esos sitios donde meten a la gente.

Ahora siente un dolor entre las piernas. No es inusual después de una de aquellas sesiones. Si tuviera que ponerse de pie en aquel momento, sentiría una palpitación allí, sentiría la sangre volver a correr bajando por todas las venitas y arterias que han sido estrujadas y magulladas, se sentiría palpitar toda ella como una gran ampolla hinchada.

Toma un trago largo y dice:

—¿Cuánto dinero le sacaste?

—Nunca me dio nada —dice Neil—. Conocí a esos otros chicos que sí le sacaron. Era mi hermano Jonathan quien sacaba dinero de ella. Me pregunto qué diría si se lo recordase ahora.

—Los chicos mayores también…, tú dijiste que también los chicos mayores. No me digas que te quedaste atrás mirando y que nunca recibiste tu parte.

—Eso es lo que te estoy diciendo. Nunca saqué nada.

Brenda chasca la lengua, tch-tch, vacía el vaso y lo mueve dándole vueltas sobre la mesa, mirando con escepticismo los círculos húmedos.

—¿Quieres otro? —le pregunta Neil, cogiéndole el vaso de la mano.

—Me tengo que ir —dice—. Pronto.

Se puede hacer el amor deprisa si tienes que hacerlo, pero se necesita tiempo para una pelea. ¿Es eso lo que están empezando? ¿Una pelea? Ella se siente inquieta, pero feliz. Su felicidad es hermética y privada, no de la clase que sale de uno y lo empaña todo y te hace desconsiderado con lo que dices. Muy al contrario. Se siente ligera, hiriente e inconexa. Cuando Neil le trae un vaso lleno, toma un sorbo enseguida, para salvaguardar esta sensación.

—Te llamas como mi marido —dice—. Es curioso que no lo hubiera pensado antes.

Ella ha pensado en ello antes. Solo que no lo ha mencionado; sabe que a Neil no le habría gustado oírlo.

—Cornelius no es lo mismo que Neil —dice.

—Es neerlandés. Algunos neerlandeses lo abrevian Neil.

—Sí, pero no soy neerlandés y no me pusieron Cornelius, solo Neil.

—Con todo, si el suyo lo hubiesen abreviado, te llamarías igual.

—El suyo no está abreviado.

—No he dicho que lo esté. He dicho si lo estuviera.

—Entonces, ¿por qué dices eso si no lo está?

Él debe de sentir lo mismo que ella, la lenta pero irresistible ascensión de una nueva excitación, la necesidad de decir, y de oír, cosas terribles. Qué placer hiriente y reconfortante hay en el primer golpe y qué deslumbrante tentación delante: destrucción. No te paras a pensar por qué quiere esa destrucción. Sencillamente lo haces.

—¿Por qué tenemos que beber siempre? —pregunta bruscamente Neil—. ¿Queremos alcoholizarnos o algo parecido?

Brenda da un sorbo rápido y aparta su vaso.

—¿Quién tiene que beber? —pregunta.

Ella cree que él quiere decir que deberían beber café, o Coca-Cola. Pero él se levanta y se dirige hacia la cómoda en la que guarda su ropa, abre un cajón y dice:

—Ven aquí.

—No quiero ver nada de eso —dice.

—Ni siquiera sabes lo que es.

—Seguro que sí.

Por supuesto, ella no lo sabe, no exactamente al menos.

—¿Crees que te va a morder?

Brenda bebe de nuevo y sigue mirando por la ventana. El sol ya está bajo en el cielo, empujando la brillante luz al otro lado de la mesa, para calentarle las manos.

—No lo apruebas —dice Neil.

—Ni lo apruebo ni lo desapruebo —dice ella, consciente de haber perdido algo de control, de no ser tan feliz como era—. No me importa lo que hagas. Es asunto tuyo.

—Ni lo apruebo ni lo desapruebo —dice Neil, con voz remilgada—. No me importa lo que hagas.

Aquélla es la señal que uno u otro tenía que dar. Un destello de odio, pura mezquindad, como el fulgor de una hoja. La señal de que la pelea puede salir al exterior. Brenda toma un sorbo prolongado, como si se lo mereciese mucho. Siente una satisfacción desolada. Se levanta y dice:

—Es hora de que me vaya.

—¿Y qué pasa si yo no estoy dispuesto a irme todavía? —dice Neil.

—He dicho yo, no tú.

—Ah. ¿Tienes un coche fuera?

—Puedo caminar.

—Hay ocho kilómetros hasta donde está la furgoneta.

—Hay gente que camina ocho kilómetros.

—¿Con zapatos como ésos? —pregunta Neil.

Ambos miran los zapatos amarillos, que hacen juego con los pájaros de adorno de satén del suéter color turquesa. ¡Ambas cosas compradas y usadas para él!

—No te has puesto esos zapatos para andar —le dice—. Te los has puesto para que cada paso que dieras realzase tu gordo culo.

Camina por la carretera que bordea el lago, por la grava, que magulla sus pies a través de los zapatos y hace que tenga que prestar atención a cada paso para no torcerse un tobillo. La tarde es ahora demasiado fría para llevar solo un suéter. El viento que llega del lago le sopla en los costados y cada vez que pasa un coche, especialmente un camión, gira a su alrededor un remolino de viento fuerte y los granos de arena le dan en la cara. Algunos de los camiones disminuyen la velocidad, desde luego, y también algunos coches, y los hombres le gritan por las ventanillas. Un coche se desliza sobre la grava y se detiene delante de ella. Se queda quieta, no puede pensar en qué otra cosa puede hacer y, al cabo de un momento, vuelve a la calzada y empieza a caminar de nuevo.

Está bien, no está en un peligro real. Ni siquiera le preocupa que la vea alguien que la conozca. Se siente demasiado libre para que le importe. Piensa en la primera vez que Neil fue al Establo de Muebles, en cómo puso el brazo alrededor del cuello de Samson y dijo:

—No es un gran perro guardián lo que tiene usted aquí, señora.

Ella pensó que el «señora» era descarado, falso, sacado de alguna vieja película de Elvis Presley. Y lo que dijo a continuación fue peor. Ella miró a Samson y dijo:

—Es mejor por la noche.

Y Neil dijo:

—Yo también.

Descarado, fanfarrón, engreído, pensó ella. Y no es lo bastante joven para decirlo impunemente. Su opinión ni siquiera cambió mucho la segunda vez. Lo que sucedió fue que todo aquello se convirtió solo en algo de lo cual pasar. Era algo que ella le daba a entender que no tenía que hacer. La tarea de ella era tomarse las facultades de él seriamente, para que él pudiera ser serio también, y natural, y agradecido. ¿Cómo se aseguró ella tan pronto de que lo que no le gustaba de él no era real?

Cuando ha llegado al segundo kilómetro, o quizá solo a la segunda mitad del primer kilómetro, el Mercury la alcanza. Se detiene en la grava al otro lado de la carretera. Ella la cruza y entra en el coche. No ve por qué no. Eso no quiere decir que vaya a hablar con él o a estar con él más tiempo que los pocos minutos que les tomará llegar hasta la carretera del pantano y hasta la furgoneta. Su presencia no tiene por qué pesar en ella más que la arena que se levanta junto a la carretera.

Baja la ventanilla completamente para que pase una corriente de aire frío por todo lo que él pueda tener que decir.

—Quiero pedirte perdón por los comentarios personales —dice él.

—¿Por qué? —dice ella—. Es cierto. Lo tengo gordo.

—No.

—Sí —dice ella con un tono de aburrida resolución que es muy sincero. Lo deja con la boca cerrada durante unos cuantos kilómetros hasta que giran por la carretera del pantano y están debajo de los árboles.

—Si pensaste que había una aguja allí en el cajón, no la había.

—No es asunto mío lo que hubiera —dice ella.

—Todo lo que había allí eran algunos Percs y Quaaludes y un poco de hachís.

Ella recuerda una pelea que tuvo con Cornelius, una que casi rompió su compromiso. No era en la época en que la abofeteó por fumar marihuana. Por aquello hicieron las paces rápidamente. No era algo que tuviera que ver con sus propias vidas. Estaban hablando de un hombre con el que Cornelius trabajaba en la mina, de su mujer y de su hijo retrasado. Aquel niño era solo un vegetal, decía Cornelius; todo lo que hacía era hablar de manera ininteligible en una especie de corral en un rincón del salón y ensuciarse los pantalones. Tenía unos seis o siete años, y eso era todo lo que podría llegar a hacer. Cornelius opinaba que si alguien tenía un niño como aquél tenía derecho a deshacerse de él. Decía que eso era lo que él haría. Sin duda. Había un montón de maneras en que uno podía hacerlo sin que le cogieran y él apostaba a que eso era lo que mucha gente hacía. Él y Brenda tuvieron una terrible pelea acerca de eso. Pero durante todo el rato en que estuvieron discutiendo y peleando, Brenda pensaba que Cornelius no haría eso realmente, sino que era algo que tenía que decir que haría. A ella. A ella, tenía que insistirle en que lo haría. Y eso hizo que se enfadase mucho más con él de lo que se habría enfadado si hubiera creído que estaba siendo total y brutalmente sincero. Quería que ella discutiera con él por aquello. Quería que ella protestara, se horrorizara, y ¿por qué? Los hombres querían que una hiciera aspavientos por deshacerse de bebés vegetales, por tomar drogas o por conducir un coche como un loco, y ¿por qué? ¿Para poder pavonearse con su maldad cruel y fanfarrona frente a la bondad apocada y almibarada de una? ¿Para poder finalmente ceder ante ti gruñendo y no tener que ser tan malo ni tan desconsiderado nunca más? Fuera lo que fuese, una se hartaba de ello.

En el accidente de la mina, Cornelius pudo haber muerto aplastado. Estaba trabajando en el turno de noche cuando sucedió. En las grandes paredes de sal gema se hace una hendidura, luego se perforan agujeros para los explosivos, y se ponen las cargas en ellos; cada noche se produce una explosión cinco minutos antes de la medianoche. El enorme pedazo de sal se desprende para empezar su viaje hacia la superficie. Subieron a Cornelius en una jaula al final de la palanca del escalador. Tenía que separar el material suelto del techo y fijarlo en los tornillos que lo sostenían para la explosión. Algo se estropeó en los controles hidráulicos que estaba manejando: se atascó, probó a dar un poco de potencia y le llegó una onda que le levantó, de manera que vio el techo de roca cerrarse sobre él como una tapadera. Se agachó, la jaula se detuvo y un afloramiento rocoso le golpeó la espalda.

Había trabajado en la mina durante siete años antes de aquello y casi nunca le contaba a Brenda cómo era. Ahora se lo cuenta. Es un mundo propio, dice: cavernas y pilares, kilómetros debajo del lago. Si te metes en un pasadizo donde no hay máquinas que iluminen las paredes grises, ni el aire polvoriento de sal, y apagas la linterna del casco, puedes descubrir cómo es la oscuridad real, la oscuridad que las personas sobre la superficie de la tierra nunca llegan a ver. Las máquinas se quedan allí abajo para siempre. Algunas se montan allí, se bajan a piezas; todas se reparan allí y, finalmente, se les sacan las piezas utilizables; luego se amontonan en una galería sin salida que se sella; una tumba para esas máquinas subterráneas. Hacen un ruido atronador durante el tiempo que están trabajando; el ruido de las máquinas y de los ventiladores suprime cualquier voz humana. Y ahora hay una nueva máquina que puede hacer lo que Cornelius pretendía hacer subido en la jaula. Puede hacerlo sola, sin un hombre.

Brenda no sabe si echa de menos el estar allí abajo. Él dice que no. Dice que solo es que no puede mirar la superficie del agua sin ver todo aquello debajo, que nadie que no lo haya visto podría imaginárselo.

Neil y Brenda circulan bajo los árboles, donde de repente apenas se nota el viento.

—También cogí algo de dinero —dice Neil—. Conseguí cuarenta dólares que, comparado con lo que consiguieron algunos chicos, no era nada. Te juro que eso fue todo, cuarenta dólares. No recibí más.

Ella no dice nada.

—No era mi intención confesarlo —dice él—. Solo quería hablar de ello. Y lo que me jode es que de todos modos mentí.

Ahora que puede oír mejor su voz, ella se da cuenta de que está casi tan apagada y cansada como la suya. Ve sus manos sobre el volante y piensa en lo difícil que sería describir su aspecto. A cierta distancia —en el coche, esperándola— ha sido siempre una mancha brillante, su presencia un alivio y una promesa. De cerca, ha sido algunas zonas sueltas: piel sedosa o endurecida, cabello fuerte o pinchos afeitados, olores que son únicos o compartidos con otros hombres. Pero principalmente una energía, una cualidad de su ser que ella puede ver en sus dedos rudos y cortos o en la bronceada curva de su frente. E incluso llamarlo energía no es exacto; es más como su savia que sube desde las raíces, diáfana y en movimiento, y la llena hasta estallar. Eso es lo que se ha puesto a seguir: la savia, la corriente, bajo la piel, como si eso fuera la única cosa verdadera.

Si ella se volviese ahora, le vería como lo que es: la frente bronceada y curva, el borde del pelo rizado y castaño que retrocede, cejas espesas con unos cuantos pelos grises, ojos hundidos de color claro y una boca que se deleita en sí misma, bastante resentida y orgullosa. Un hombre juvenil que comienza a envejecer, aunque él todavía se siente ligero y bravo encima de ella, después de la mole de Cornelius acomodándose posesivamente, como una tonelada de mantas. Brenda experimenta entonces una responsabilidad. ¿Va a sentir lo mismo por éste?

Neil da la vuelta completa con el coche, lo deja listo para volver, a ella le toca bajar y dirigirse a la furgoneta. Él levanta la mano del volante con el motor en marcha, dobla los dedos y luego coge fuerte el volante de nuevo, lo bastante fuerte, pensarías, para convertirlo en pulpa.

—¡Por Dios, no te bajes todavía! —le dice—. ¡No salgas del coche!

Ella ni siquiera ha puesto una mano en la puerta, no ha hecho ni un movimiento para marcharse ¿No sabe él qué está sucediendo? Quizá necesitaría la experiencia de muchas peleas de casados para saberlo. Para saber que lo que uno cree —y, por un momento, espera—, que es el final absoluto puede ser solamente el comienzo de una nueva etapa, una continuación. Eso es lo que está sucediendo, eso es lo que ha sucedido. Para ella, él ha perdido algo de su resplandor; quizá no lo recupere. Probablemente le sucede lo mismo a él con ella. Ella también siente lo mismo en sí misma. Piensa que hasta ahora fue fácil.