III
Here where the river meets the inland sea,
Spreading her blue skirts from the solemn wood,
I think of birds and beasts and vanished men,
Whose pointed dwellings on these pale sands stood.[4]
Uno de los extranjeros que llegaron a la estación de ferrocarril hace unos pocos años fue Jarvis Poulter, que ahora ocupa la casa contigua a la de Almeda Roth, separada de la suya por un solar vacío, que él ha comprado, en la calle Dufferin. Su casa es más sencilla que la de los Roth y no tiene árboles frutales ni flores a su alrededor. Se entiende que es el resultado natural de que Jarvis Poulter sea viudo y viva solo. Un hombre puede tener decente su casa, pero nunca —si es un hombre como es debido— hará demasiado para decorarla. El matrimonio le obliga a vivir con más adorno, así como con más sentimiento, y también le protege de los extremos de su propia naturaleza: de una parsimonia apática o de una indolencia lujuriosa, de la suciedad, y de dormir o leer, beber, fumar o de ser librepensador en exceso.
Por ahorrar, se cree, un estimable caballero de nuestra ciudad continúa yendo a buscar agua a la fuente pública y complementa su suministro de combustible recogiendo el carbón suelto a lo largo de la vía del ferrocarril. ¿Piensa pagárselo a la ciudad o a la compañía del ferrocarril con un suministro gratuito de sal?
Esto es el Vidette, lleno de tímidos chistes, indirectas, acusaciones claras que ningún periódico haría impunemente hoy en día. Es a Jarvis Poulter a quien se refiere, aunque en otros párrafos se habla de él con gran respeto, como juez de paz, patrón, feligrés. Es reservado, eso es todo. Excéntrico, hasta cierto punto. Todo lo cual puede ser resultado de su condición de solitario, de su vida de viudo. Incluso yendo a buscar el agua a la fuente de la ciudad y llenando su cubo de carbón en la vía del ferrocarril, es un ciudadano decente, próspero: un hombre alto (¿con algo de barriga?), con traje oscuro y botas lustradas. ¿Con barba? Cabello negro con mechones grises. ¿Un aire severo y sereno con una gran verruga pálida entre los tupidos pelos de una ceja? La gente habla de una esposa joven, bonita y amada, muerta de parto o en un accidente horrible, como el incendio de una casa o una catástrofe de ferrocarril. No hay el menor fundamento para eso, pero le añade interés. Todo lo que él les ha dicho es que su mujer está muerta.
Llegó a esta parte del país buscando petróleo. El primer pozo de petróleo del mundo fue perforado en el condado de Lambton, al sur de aquí, allá por 1850. Al perforar en busca de petróleo, Jarvis Poulter descubrió sal. Se puso a trabajar para sacar de ello el mayor partido. Cuando vuelve a casa desde la iglesia con Almeda Roth, él le habla de sus pozos de sal. Tienen trescientos sesenta y cinco metros de profundidad. Con una bomba se introduce agua caliente en ellos y eso disuelve la sal. Luego se bombea la salmuera hacia la superficie. Se vierte en grandes cazuelas evaporadoras puestas a fuego lento y constante, de modo que el agua se evapora y queda sal pura y excelente. Un artículo para el que nunca faltará demanda.
—La sal de la tierra —dice Almeda.
—Sí —responde él frunciendo el entrecejo. Puede pensar que eso es irrespetuoso. Ella no tenía esa intención. Él habla de competidores de otras ciudades que están siguiendo su ejemplo y que intentan acaparar el mercado. Afortunadamente, sus pozos no están excavados con tanta profundidad, o su evaporación no se hace con la misma eficacia. Hay sal por todas partes por debajo de esta tierra, pero no es tan fácil conseguirla como alguna gente cree.
—¿No significa eso —pregunta Almeda— que hubo una vez un gran mar?
—Muy probablemente —responde Jarvis Poulter—. Muy probablemente.
Él le sigue hablando de otras empresas suyas: una fábrica de tejas y ladrillos, un horno de cal. Y le explica cómo funciona eso y dónde se encuentra la buena arcilla. También posee dos granjas, cuyas zonas boscosas le suministran el combustible para sus operaciones.
Entre las parejas que regresaban a casa desde la iglesia una reciente y soleada mañana de domingo, observamos a cierto salado caballero y a una literaria dama, quizá no en su primera juventud, pero en modo alguno marchitos por las escarchas de la edad. ¿Podemos hacer conjeturas?
Estas cosas aparecen inesperadamente en el Vidette muy a menudo.
¿Pueden hacer conjeturas, y es eso cortejar? Almeda Roth tiene algo de dinero que su padre le dejó, y tiene su casa. No es demasiado mayor para tener un par de hijos. Es un ama de casa bastante buena, con la propensión a hacer caprichosos pasteles helados y tartas decoradas que se ve bastante a menudo en las viejas solteronas. (Mención de honor en la Feria de Otoño.) Nada malo hay en su apariencia y, naturalmente, está en mejor forma que la mayoría de las mujeres casadas de su edad, ya que no ha sido agobiada por el trabajo y los hijos. Pero ¿por qué se la pasó por alto en sus años jóvenes y casaderos, en un lugar que necesita que las mujeres se emparejen y sean fértiles? Era una chica bastante triste…, ese podría haber sido el problema. Las muertes de su hermano y de su hermana y luego la de su madre —que perdió la razón, de hecho, un año antes de morir y que permaneció en cama diciendo tonterías—… todo eso pesaba en ella, de modo que no era una compañía animada. Y toda aquella lectura y poesía… parecía una desventaja, una barrera, una obsesión, más en la chica joven que en la mujer de mediana edad, que necesitaba algo, después de todo, para llenar su tiempo. Sin embargo, hace cinco años que se publicó su libro, de modo que tal vez ya se habrá sobrepuesto a todo eso. ¿Quizá el padre, orgulloso y estudioso, la animaba?
Todo el mundo da por sentado que Almeda Roth piensa en Jarvis Poulter como en un marido y que diría sí si él se lo pidiera. Y ella piensa en él. No quiere hacerse demasiadas ilusiones, no quiere ponerse en ridículo. Le gustaría una señal. Si él fuera a la iglesia los domingos por la tarde, habría una oportunidad, durante algunos meses del año, de ir andando a casa después del anochecer. Él llevaría una linterna. (Todavía no hay alumbrado eléctrico en la ciudad.) Movería la linterna para iluminar el camino delante de los pies de la dama y observaría su forma estrecha y delicada. Podría cogerle del brazo al bajar la acera de madera. Pero él no va a la iglesia por la noche.
Tampoco va a recogerla para ir con ella a la iglesia los domingos por la mañana. Eso sería una declaración. Él la acompaña, deja atrás su casa y va hasta la de ella; entonces se quita el sombrero y la deja. Ella no le invita a pasar; una mujer que vive sola no puede hacer algo así. En cuanto un hombre y una mujer de casi cualquier edad están juntos y a solas dentro de cuatro paredes, se supone que puede suceder cualquier cosa. Combustión espontánea, fornicación instantánea, un ataque de pasión. El instinto bruto, el triunfo de los sentidos. ¿Qué posibilidades deben de ver los hombres y las mujeres en los otros para inferir tales peligros? O, creyendo en los peligros, con qué frecuencia deben de pensar en las posibilidades.
Cuando caminan el uno junto al otro, ella puede oler su jabón de afeitar, la loción del barbero, su tabaco de pipa, el olor a lana, lino y cuero de sus prendas masculinas. Las prendas correctas, ordenadas y pesadas son como las que ella cepillaba, almidonaba y planchaba para su padre. Echa de menos ese trabajo; el agradecimiento de su padre, su autoridad amable y triste. Las prendas de Jarvis Poulter, su olor, sus movimientos, todo hace que la piel de su cuerpo cercana a él hormiguee esperanzadamente y un ligero estremecimiento le erice el vello de los brazos. ¿Hay que tomar eso como una señal de amor? Ella se lo imagina entrando en la habitación «de ellos» con su ropa interior larga y su sombrero. Sabe que esas prendas son ridículas, pero en su imaginación no se lo parece; él tiene el solemne descaro de una figura en sueños. Entra en la habitación y se mete en la cama junto a ella, preparado para tomarla en sus brazos. ¿Seguro que se quita el sombrero? Ella no lo sabe, porque en este punto un acceso de alegría y sumisión la sobrecoge, un jadeo oculto. Él sería su marido.
Ha observado una cosa en las mujeres casadas, y es cuántas de ellas tienen que volcarse en crear a sus maridos. Tienen que empezar por atribuirles preferencias, opiniones y modos dictatoriales. Oh, sí, dicen, mi esposo es muy especial. No toca los nabos. No quiere comer carne frita. (O solo come carne frita.) Le gusta que siempre vaya de azul (o de marrón). No soporta la música de órgano. Detesta ver a una mujer que vaya sin sombrero. Me mataría si diese una calada de tabaco. De este modo, se fabrica hombres desconcertados y que miran de soslayo, se los convierte en esposos, en cabezas de familia. Almeda Roth no puede imaginarse haciendo eso. Ella quiere un hombre que no tenga que hacerse, que ya sea firme, determinado y misterioso para ella. Ella no busca compañía. Los hombres, a excepción de su padre, le parecen de algún modo pobres, indiferentes. No hay duda de que es necesario, para que hagan lo que tienen que hacer. Sabiendo que había sal en la tierra, ¿descubriría ella cómo sacarla y venderla? No es probable. Se quedaría pensando en el antiguo mar. Para esa clase de especulación es para lo que Jarvis Poulter no tiene, propiamente, tiempo.
En lugar de ir a buscarla y acompañarla a la iglesia, Jarvis Poulter podría hacer otra declaración, más atrevida. Podría alquilar un caballo y llevarla a dar un paseo por el campo. Si lo hiciera, ella estaría a la vez encantada y apenada. Encantada de estar a su lado, de que él la llevara, de recibir de él esa atención ante el mundo. Y apenada por que el campo se apartara de ella, como cubierto por un velo, por la charla y las preocupaciones de él. El campo sobre el que ella ha escrito en sus poemas realmente requiere asiduidad y determinación para verlo. Algunas cosas deben pasarse por alto. Montones de estiércol, por supuesto, y terrenos pantanosos llenos de tocones altos y carbonizados, y grandes montones de matorrales esperando el día para ser quemados. Los meandros de los riachuelos se han enderezado, convertidos en acequias con riberas altas y fangosas. Algunos de los campos de cultivo y de pasto están vallados con tocones arrancados, grandes y pesados; otros están limitados por un tosco cercado. Se ha limpiado de árboles hasta las áreas reservadas para la conservación del bosque. Y todas esas zonas son de bosque renacido. No hay árboles a lo largo de las carreteras ni de los senderos, ni alrededor de las granjas, excepto unos cuantos que están recién plantados, jóvenes y cubiertos de malas hierbas. Montones de establos de troncos (los grandes establos que tienen que dominar el campo durante los próximos cien años se han empezado a construir recientemente) y casas de troncos de aspecto humilde y, cada seis u ocho kilómetros, una pequeña colonia desordenada con una iglesia, una escuela y una herrería. Un campo tosco recién arrancado al bosque, pero lleno de gente. Cada cien acres hay una granja, cada granja tiene una familia, la mayoría de las familias tienen diez o doce hijos. (Este es el país que enviará una ola tras otra de colonos, ya está empezando a enviarlos, al norte de Ontario y al oeste.) Es cierto que se pueden coger flores silvestres en primavera en las áreas reservadas para la conservación del bosque, pero hay que caminar a través de rebaños de vacas astadas para llegar hasta ellas.