Bondad y misericordia

Bugs le dijo adiós a la tierra que iba desapareciendo, un dedo azul oscuro de Labrador. El barco estaba atravesando el estrecho de Belle Isle, al tercer día de haber salido de Montreal.

—Ahora tengo que llegar hasta los blancos farallones de Dover —dijo ella. Hizo una mueca, poniendo los ojos en blanco y la boca, pequeña y hábil, su boca de cantante, como si tuviese que aceptar algún fastidio—. O se acabó, y a alimentar a los peces.

Bugs se estaba muriendo, pero había sido una mujer de piel blanca, muy delgada antes de empezar aquello, de modo que no había una diferencia chocante. Su pelo, de un plateado brillante, se lo había cortado muy corto su hija Averill. Su palidez no era en modo alguno cadavérica, y las blusas sueltas y las túnicas que Averill había hecho para ella ocultaban el estado de sus brazos y de la parte superior de su cuerpo. Ocasionales expresiones de cansancio y de congoja se mezclaban con una antigua expresión suya: una melancolía crónica y no exenta de humor. No se la veía mal en absoluto, y su tos estaba bajo control.

—Eso es una broma —le dijo a Averill, que pagaba el viaje con el dinero que le había dejado un padre que nunca había visto, para que le recordara. Cuando hicieron los preparativos, no sabían lo que iba a suceder…, o si iba a suceder tan pronto como en ese momento parecía posible.

—En realidad, tengo la intención de rondar por aquí los próximos años haciendo desgraciada tu vida años —dijo Bugs—. Tengo mejor aspecto, ¿no crees? Al menos, por la mañana. Estoy comiendo. Estaba pensando en empezar a dar pequeños paseos. Ayer fui hasta la barandilla cuando no estabas aquí.

Tenían un camarote en la cubierta de botes, con una tumbona para que Bugs se instalara en el exterior. Había un banco debajo de la ventana del camarote, ocupado ahora por Averill y por las mañanas por el catedrático de la Universidad de Toronto a quien Bugs llamaba su admirador, o «ese tonto erudito».

Eso sucedía en un buque noruego de pasajeros, a finales de los años setenta, en el mes de julio. Durante todo el trayecto, cruzando el Atlántico Norte, el tiempo fue soleado, el mar llano y brillante como un espejo.

El nombre verdadero de Bugs, por supuesto, era June. Su nombre verdadero, y su nombre de cantante, June Rodgers. Hacía un año y tres meses que no cantaba en público. Durante los últimos ocho meses no había ido al Conservatorio a dar clases. Tenía unos cuantos estudiantes que iban a su piso de la calle Huron por las tardes y los sábados, para que Averill pudiera acompañarles al piano. Averill trabajaba en el Conservatorio, en las oficinas. Iba a comer a casa cada día en bicicleta, para ver si Bugs estaba bien. No decía que lo hacía por esa razón. Tenía la excusa de su comida especial: leche descremada, germen de trigo y un plátano, triturados en la batidora. Averill intentaba a menudo perder peso.

Bugs había cantado en las bodas, había sido la solista pagada en los coros de la iglesia, había cantado el Mesías y La Pasión según san Mateo y piezas de Gilbert y Sullivan. Había cantado papeles de apoyo en producciones de óperas de Toronto con famosas estrellas importadas. Hubo un tiempo, en los años cincuenta, en el que compartía un programa de radio con un popular tenor borracho, que había hecho que les despidieran a los dos. El nombre de June Rodgers había sido bastante conocido mientras Averill crecía. Era bastante conocido al menos entre las personas que Averill normalmente trataba. Fue una sorpresa para Averill, más que para Bugs, encontrarse con gente a quien le resultaba desconocido.

Las personas del barco no lo habían reconocido. Casi la mitad de los aproximadamente treinta pasajeros eran canadienses, la mayoría de ellos de los alrededores de Toronto, pero no lo habían reconocido.

—Mi madre cantó el papel de Zerlina —dijo Averill durante su primera conversación con el catedrático—. En Don Giovanni, en 1964.

Ella entonces tenía diez años y recordaba la ocasión llena de gloria. Recelo, nervios, crisis…, un dolor de garganta curado por el yoga. Un traje de campesina con una falda fruncida rosa y dorada sobre montones de enaguas. Gloria.

—Cariño, Zerlina no es una palabra familiar —le dijo Bugs después—. Y también los catedráticos son tontos. Son más tontos de lo normal. Podría ser amable y decir que conocen cosas que nosotros no conocemos, pero, por lo que a mí respecta, no saben una mierda.

Pero dejó que el profesor se sentara a su lado y le contara cosas suyas cada mañana. Le contaba a Averill lo que había aprendido. Él paseaba por cubierta durante una hora antes de desayunar. En casa caminaba nueve kilómetros y medio al día. Había originado cierto escándalo en la universidad hacía unos años al casarse con su joven esposa —su estúpida esposa, decía Bugs—, cuyo nombre era Leslie. Se había creado enemigos, originado envidias y descontento entre sus colegas con aquella frivolidad, y luego por divorciarse de su esposa y casarse con esa chica que era un año más joven que su hijo mayor. Desde entonces, algunas personas estaban decididas a cargárselo, y lo hicieron. Era biólogo, pero había ideado una especie de curso de ciencia general —él lo llamaba curso de alfabetización científica— para estudiantes de humanidades: un curso animado, que no asustaba, y que esperaba fuese un modesto adelanto. Consiguió la aprobación de los de arriba, pero el curso fue boicoteado por miembros de su propio departamento, que idearon toda clase de requisitos y prerrequisitos engorrosos y tontos. Él se retiró pronto.

—Creo que eso fue —dijo Bugs—. No podía mantener la mente en eso. También las mujeres jóvenes pueden ser unas parejas muy frustrantes para hombres mayores. La juventud puede ser aburrida. Oh, sí. Con una mujer mayor un hombre puede relajarse. Los ritmos de los pensamientos y recuerdos de ella… sí, los ritmos de sus pensamientos y recuerdos estarán más en armonía con los de él. ¡Qué asco!

Al fondo de la cubierta la joven esposa, Leslie, estaba sentada haciendo una funda a punto de aguja para una silla del comedor. Era la tercera funda que hacía. Necesitaba seis en total. Las dos mujeres con las que se sentaba estaban encantadas de admirar su dibujo —se llamaba Rosa Tudor— y hablaban de las fundas de punto de aguja que habían hecho. Explicaban cómo hacían juego con el mobiliario de sus casas. Leslie estaba sentada en medio de ellas, algo protegida. Era una chica tierna, de piel rosada y de cabello castaño, cuya juventud se estaba marchitando. Invitaba a la amabilidad, pero Bugs no había sido muy amable con ella cuando sacó la labor de su bolsa.

—Oh, Dios mío —dijo Bugs. Levantó las manos y movió sus dedos flacos—. Estas manos —dijo, y superó un ataque de tos—, estas manos han hecho muchas cosas de las que no me siento orgullosa, pero debo decir que nunca han cogido una aguja de hacer punto, ni una aguja de bordar, ni un ganchillo, ni siquiera han cosido un botón si había un imperdible a mano.

El marido de Leslie se rió.

Averill pensó que lo que Bugs decía no era totalmente cierto. Había sido Bugs quien la había enseñado a coser. Bugs y Averill se tomaban un serio interés por la ropa y estaban muy atentas a la moda, de una manera festiva y no sometida. Algunas de sus mejores horas juntas las habían pasado cortando tela, uniéndola con agujas e inspirándose.

Las túnicas, las blusas sueltas que Bugs llevaba en el barco eran retales de seda, terciopelo, algodón de un estampado brillante y encaje hecho a ganchillo…, todo de viejos vestidos, cortinas y manteles que Averill había encontrado en tiendas de segunda mano. Esas creaciones fueron muy admiradas por Jeanine, una mujer estadounidense del barco que iba haciendo amigos fervorosamente.

—¿Dónde encontró estas espléndidas cosas? —le preguntó Jeanine, y Bugs dijo:

—Averill. Averill las ha hecho. ¿Verdad que es hábil?

—Es un genio —respondió Jeanine—. Eres un genio, Averill.

—Debería hacer trajes para el teatro —dijo Bugs—. Se lo digo siempre.

—Sí, ¿por qué no lo haces? —le preguntó Jeanine.

Averill se sonrojó y no se le ocurrió nada que decir, nada que calmara a Bugs y a Jeanine, que le estaban sonriendo.

Bugs dijo:

—Pero estoy igual de contenta de que no lo haga. Estoy encantada de que esté aquí. Averill es mi tesoro.

Paseando por cubierta, lejos de Bugs, Jeanine le preguntó a Averill:

—¿Te importaría decirme cuántos años tienes?

Averill le dijo que veintitrés y Jeanine suspiró. Dijo que ella tenía cuarenta y dos. Estaba casada, pero no iba acompañada de su marido. Tenía un rostro largo y bronceado, con unos labios brillantes de un rosa malva y el pelo a la altura de los hombros, grueso y liso como un tablón de roble. Dijo que la gente le decía a menudo que parecía que fuera de California, pero en realidad era de Wisconsin. Era de una pequeña ciudad de Wisconsin, donde había sido azafata de un programa telefónico de radio. Su voz era baja y persuasiva y llena de satisfacción, aunque revelase un problema, una pena, una vergüenza.

—Tu madre es encantadora —dijo.

—La gente piensa eso de ella o no puede soportarla —dijo Averill.

—¿Hace mucho que está enferma?

—Se está recuperando —dijo Averill—. Tuvo una neumonía la primavera pasada.

Eso era lo que habían quedado en decir.

Jeanine estaba más deseosa de hacerse amiga de Bugs que Bugs lo estaba de ser amiga suya. No obstante, Bugs cayó en su habitual media intimidad, e hizo algunas confidencias sobre el profesor y reveló el apodo que había pensado para él: Doctor Fausto. El apodo de su esposa era Rosa Tudor. A Jeanine estos apodos le parecieron apropiados y divertidos.

—Oh, encantadores —dijo.

Ella no sabía el apodo que Bugs le había puesto: Gatito Encantador.

Averill paseaba por cubierta y escuchaba hablar a la gente. Pensaba que los viajes por mar, tal como se creía, permitían huir de todo y cómo el «todo» quería decir, presumiblemente, su propia vida, la manera en que la vivías, la persona que eras en casa. No obstante, en todas las conversaciones oía que las personas estaban haciendo exactamente lo contrario. Se estaban afirmando, hablando de sus trabajos, de sus hijos, de sus jardines y de sus comedores. Se ofrecían recetas para el pastel de fruta y para montones de estiércol. También maneras de tratar a las nueras o las inversiones. Cuentos de enfermedades, traiciones, bienes inmuebles. Dije. Hice. Siempre creo. Bien, yo no sé usted, pero yo.

Averill, al pasar por delante con su rostro vuelto hacia el mar, se preguntaba cómo se llegaba a hacer eso. ¿Cómo aprendías a ser tan tozudo e insistente y a reclamar tu turno?

«Lo hice todo el otoño pasado en azul y ostra.»

«Me temo que nunca he sido capaz de ver los encantos de la ópera.»

Ese último era el catedrático, imaginándose que podía poner a Bugs en su lugar. ¿Y por qué decía que se temía?

Averill no llegó a caminar sola mucho rato. Tenía su propio admirador, que se le acercaba y la interrumpía en la barandilla. Era un artista, un artista canadiense de Montreal, que se sentaba frente a ella en el comedor. Cuando le preguntaron, en la primera comida, qué clase de cuadros pintaba, dijo que su último trabajo era una figura de dos metros setenta y cinco centímetros, totalmente envuelta en vendas, con citas de la Declaración de Independencia de Estados Unidos. Qué interesante, dijeron algunos estadounidenses educados, y el artista respondió, con una tirante sonrisa despectiva, que estaba encantado de que lo pensasen.

—Pero ¿por qué? —preguntó Jeanine, con su hábil respuesta de entrevistadora ante la hostilidad (una especial amabilidad en la modulación de la voz, una sonrisa más viva e interesada)—, ¿por qué no utilizó usted citas canadienses de alguna clase?

—Sí, yo también me estaba preguntando lo mismo —dijo Averill. A veces intentaba intervenir en las conversaciones de ese modo, intentaba repetir o extender las cosas que otras personas decían. Por lo general no funcionaba.

Las citas canadienses resultaron ser un tema difícil con el artista. Los críticos lo habían censurado por aquello mismo, lo habían acusado de falta de nacionalismo, sin entender el verdadero significado que él le quería dar. Ignoró a Jeanine, pero siguió a Averill desde la mesa y la arengó durante lo que le parecieron horas, enamorándose terriblemente de ella mientras tanto. A la mañana siguiente la estaba esperando para ir a desayunar con ella y después le preguntó si había hecho alguna vez de modelo.

—¿Yo? —dijo Averill—. Estoy demasiado gorda.

Él le aclaró que no quería decir vestida. Si hubiese sido otra clase de artista, dijo —ella dedujo que la otra clase era la que él despreciaba—, la habría escogido inmediatamente como modelo. Sus gruesos muslos dorados —llevaba pantalones cortos, que no volvió a ponerse—, su pelo largo como de azúcar caramelizado, sus hombros cuadrados y su cintura sin marcar. Una figura de diosa, una tez de diosa, una diosa de la cosecha. Le dijo que tenía un ceño puro e infantil.

Averill pensó que tenía que acordarse de seguir sonriendo.

Él era un hombre rechoncho, atezado y de aspecto irritable. Bugs lo llamaba Toulouse-Lautrec.

Los hombres se habían enamorado de Averill con anterioridad. Dos veces había prometido casarse con ellos y luego había tenido que faltar a su promesa. Se había acostado con aquellos con los que se había prometido y con dos o tres más. En realidad, con tres más. Había tenido un aborto. No era frígida —ella no lo creía así—, pero había algo en su participación en el sexo que era educado y terrible, y era siempre un alivio cuando se separaban de ella.

Trataba al artista concediéndole una conversación a primeras horas del día, cuando se sentía fuerte y casi despreocupada. No se sentaba con él, y durante la tarde y la noche lo mantenía a una prudente distancia. Parte de su estrategia era hacer amistad con Jeanine. Aquello estaba bien mientras Jeanine hablase de su propia vida y no pasase a la de Averill.

—Tu madre es una mujer elegante y encantadora —decía Jeanine—. Pero las personas encantadoras pueden ser muy manipuladoras. No vives con ella, ¿verdad?

Averill respondió que sí, y Jeanine dijo:

—Oh, lo siento. Espero no ser demasiado entrometida. Espero no haberte ofendido.

Averill solo estaba realmente perpleja, de una manera que le era conocida. ¿Por qué la gente daba tan rápidamente por sentado que era tonta?

—¿Sabes?, estoy tan acostumbrada a hacer entrevistas a la gente —dijo Jeanine— que soy muy mala manteniendo una conversación ordinaria. He olvidado cómo comunicarme en una situación no profesional. Soy demasiado brusca y demasiado «interesada». Necesito ayuda en esto.

El objetivo de hacer aquel viaje, dijo, era volver a la normalidad y descubrir quién era en realidad cuando no estaba charlando delante de un micrófono. Y para saber quién era fuera de su matrimonio. Era un acuerdo entre su esposo y ella, dijo, que de cuando en cuando hicieran esos pequeños viajes lejos el uno del otro, para comprobar los límites de la relación.

Averill podía oír lo que Bugs habría dicho sobre eso. «Comprobar los límites de la relación —diría Bugs—. Ella quiere decir acostarse con alguien a bordo del barco.»

Jeanine decía que no descartaba un romance a bordo. Es decir, antes de haber echado un vistazo a los hombres disponibles, no lo descartaba. Una vez echado el vistazo, se resignó. ¿Quién podía ser? El artista era pequeño, feo y antiestadounidense. Eso en sí mismo no lo habría descartado del todo, pero estaba locamente enamorado de Averill. El catedrático tenía una esposa a bordo… Jeanine no iba a andar por ahí copulando por los armarios de ropa blanca. Además era muy pedante, tenía pequeñas verrugas granulosas en los párpados y había hecho amistad con Bugs. Todos los demás hombres estaban excluidos por una u otra razón…, tenían con ellos a sus esposas, o eran demasiado viejos para gustarle, o demasiado jóvenes para que ella les gustase, o estaban interesados los unos en los otros o en miembros de la tripulación. Tendría que utilizar el tiempo para hacerle una buena revisión a su piel y para leer un libro durante todo el recorrido.

—¿A quién escogerías, a pesar de todo —le dijo a Averill—, si estuvieses escogiendo para mí?

—¿Y el capitán? —dijo Averill.

—Espléndido —dijo Jeanine—. Una probabilidad remota, pero espléndido.

Se enteró de que la edad del capitán estaba bien, tenía cuarenta y cuatro años. Estaba casado, pero su esposa había vuelto a Bergen. Tenía tres hijos ya mayores, o casi. No era noruego, sino escocés, nacido en Edimburgo. Se hizo a la mar a la edad de dieciséis años y había capitaneado aquel buque durante diez. Jeanine se enteró de todo aquello preguntándoselo. Le dijo que iba a escribir un artículo para una revista sobre buques de pasajeros. (Podría ser que lo hiciera realmente.) Él la invitó a ver el barco, incluido su propio camarote. Ella consideró aquello una buena señal.

Su camarote estaba inmaculado. Había una fotografía de una mujer voluminosa, de agradable aspecto, con un jersey grueso. El libro que él estaba leyendo era de John le Carré.

—No mostrará por ella ni el menor interés —dijo Bugs—. Es demasiado astuto para ella. Un escocés astuto.

Averill no lo había pensado dos veces antes de revelar las confidencias de Jeanine, si es que eran confidencias. Estaba acostumbrada a llevar a casa toda la información, en pequeños chismes animados: a casa en el piso de la calle Huron, al camarote de la cubierta de botes, a Bugs. Todos revueltos en el pote de los chismes. La misma Bugs era una maravilla incitando a la gente: conseguía pródigas revelaciones embrolladas de fuentes inverosímiles. Hasta donde sabía Averill, no había mantenido nada en secreto.

Bugs decía que Jeanine era de un tipo que ya había visto antes. Ostentación en la superficie y catástrofe por debajo. Un error hacerse demasiado amiga de ella, le dijo a Averill, pero ella misma siguió siendo bastante amiga. Ella le contaba a Jeanine historias que Averill ya había oído antes.

Habló del padre de Averill, a quien no describió como un pelmazo, ni como un admirador, sino como un cauteloso y viejo maricón. Viejo para la manera de pensar de Bugs… a los cuarenta años que él tenía. Era médico en Nueva York. Bugs estaba viviendo allí, era una cantante joven que intentaba empezar. Fue a verle por un dolor de garganta, porque los dolores de garganta eran la obsesión de su vida.

—Un otorrinolaringólogo —dijo Bugs—. ¿Cómo iba yo a saber que no se pararía allí?

Tenía familia. Desde luego. Fue a Toronto una vez, para una conferencia médica. Vio a Averill.

—Ella estaba de pie en su cuna y cuando lo vio dio alaridos como un espíritu. Le dije: «¿Crees que ha heredado mi voz?». Pero no estaba para bromas. Lo aterrorizó. A un viejo maricón tan cauteloso. Creo que solo se equivocó una vez.

»Siempre he hablado mal —dice Bugs—. Me gusta. Me gustaba mucho antes de que fuese tan habitual. Cuando Averill acababa de empezar a ir a la escuela, la profesora me telefoneó y me pidió que fuese a hablar con ella. Dijo que estaba preocupada por algunas palabras que Averill utilizaba. Cuando Averill rompía el lápiz, o cualquier cosa, decía mierda. O quizá joder. Decía lo que acostumbraba oírme decir a mí en casa. Nunca le llamé la atención. Solo pensé que ella se daría cuenta. ¿Y cómo iba a hacerlo? Pobre Averill. Yo era una pésima madre. Y eso no es lo peor. ¿Crees que le confesé a aquella profesora y le dije que lo copiaba de mí? ¡Por supuesto que no! Me comporté como una dama. “Oh, cielos. Oh, le agradezco tanto que me lo haya dicho.” Dios mío. Soy una persona horrible. Averill siempre lo ha sabido. ¿Verdad que sí, Averill?

Averill dijo que sí.

Al cuarto día, Bugs dejó de bajar al comedor a cenar.

—Noto que me mareo un poco a esa hora —dijo—. No quiero resultar molesta para el catedrático. Puede no estar tan encantado con las mujeres mayores como dice.

Dijo que ya comía suficiente a la hora del desayuno y de la comida.

—El desayuno ha sido siempre mi mejor comida. Y aquí hago un desayuno copioso.

Averill volvió de la cena con panecillos y fruta.

—Estupendo —dijo Bugs—. Más tarde.

Tenía que dormir apoyada.

—Quizá la enfermera tenga oxígeno —dijo Averill. No había médico en el barco, pero había una enfermera. Bugs no quiso verla. No quería oxígeno.

—Éstos no son malos —dijo de sus ataques de tos—. No son tan malos como parecen. Solo pequeños espasmos. He estado pensando… que son un castigo, ¿por qué? Nunca he fumado. He pensado que quizá… ¿por cantar en la iglesia y no creer? Pero no. Creo… Sonido de la música. María. A Dios no le gusta.

Averill y Jeanine jugaban a póquer por las noches con el artista y el primer oficial noruego. Averill iba unas cuantas veces a la cubierta de botes para ver cómo se encontraba Bugs. Bugs estaba dormida, o se hacía la dormida, con la fruta y los panecillos junto a su cama, intactos. Averill se retiró pronto del juego. No se fue inmediatamente a la cama, aunque había insistido mucho en que tenía mucho sueño, que no podía mantener los ojos abiertos. Se metió en el camarote para coger los panecillos que Bugs no se había comido y luego salió a cubierta. Se sentó en el banco de debajo de la ventana. La ventana estaba siempre totalmente abierta a la cálida y silenciosa noche. Averill se sentó allí y se comió los panecillos tan sosegadamente como pudo, mordiendo cuidadosamente la corteza crujiente y deliciosa. El aire del mar le abría tanto el apetito como se suponía que debía hacerlo. O quizá era el que hubiese alguien enamorado de ella…, la tensión. En esas circunstancias ella normalmente engordaba.

Podía oír respirar a Bugs. Pequeñas agitaciones y paradas, aceleraciones irregulares, dificultades, ronquidos y auténticas carreras. Podía oír a Bugs medio despierta, cambiando de posición, forcejeando y apoyándose un poco más arriba de la cama. Y podía observar al capitán cuando salía para dar su paseo. No sabía si él la veía. Nunca daba señales de ello. Nunca miraba hacia donde ella estaba. Miraba siempre al frente. Hacía ejercicio por la noche, cuando había menores posibilidades de tener que ser sociable. Arriba y abajo, arriba y abajo, junto a la baranda. Averill se quedó quieta…, se sentía como un zorro entre la maleza. Un animal nocturno, vigilándole. Pero no creía que él se sobresaltase si se moviera o le llamara. Seguramente estaba alerta a todo lo del barco. Sabía que ella estaba allí, pero podía ignorarla, por cortesía, o por su propio sentido de la confianza.

Pensó en los planes de Jeanine con respecto a él y estuvo de acuerdo con Bugs en que se hallaban destinados al fracaso. Averill se sentiría decepcionada si no se hallasen destinados al fracaso. El capitán no le parecía un hombre necesitado. No necesitaba molestar, ni adular, ni provocar, ni abordar. Nada de aquellos mírame, escúchame, admírame, dame. Nada de todo eso. Tenía otras cosas en la cabeza. El barco, el mar, el tiempo, la carga, su tripulación, sus obligaciones. Los pasajeros debían de ser para él historia vieja. Carga de otra clase, que exigía otro tipo de atención. Frívolos o enfermos, lujuriosos o apenados, curiosos, impacientes, maliciosos, distantes…; ya los habría visto a todos antes. Sabría cosas de ellos enseguida, pero nunca más de lo que necesitaba saber. Ya conocería a Jeanine. Una vieja historia.

¿Cómo decidía cuándo entraba? ¿Medía el tiempo, contaba los pasos? Tenía el pelo gris, las espaldas rectas, el cuerpo grueso alrededor de la cintura, y la barriga hablaba, no de indulgencia, sino de una apacible autoridad. Bugs no había inventado apodo alguno para él. Le había llamado escocés astuto, pero no se había interesado más. No había en él pequeñas manías que Bugs pudiera captar, no había ostentación que invitara, no había capas resplandecientes de las cuales desprenderse. Era un hombre hecho hacía mucho tiempo, que no se hacía momento a momento, utilizando a quienquiera que pudiera encontrar durante el proceso.

Una noche, antes de que apareciese el capitán, Averill oyó cantar. Oyó cantar a Bugs. Oyó a Bugs despertarse, restablecerse y comenzar a cantar.

A veces, en los últimos meses, Bugs había cantado una frase durante una lección, había cantado en voz baja, con gran cuidado y por necesidad, para demostrar algo. En ese momento no cantaba así. Cantaba mesuradamente, como lo hacía cuando practicaba, guardando su potencia para la representación. Pero cantaba correcta y adecuadamente, con intacta, o casi intacta, dulzura.

«Vedrai carino», cantaba Bugs, como cantaba mientras ponía la mesa o miraba por la ventana del piso cuando llovía, en un ligero esbozo que podía completarse exquisitamente si así lo decidía. En aquellos tiempos podría haber estado esperando a alguien, o tratando de alcanzar una felicidad improbable, o simplemente ejercitándose para un concierto.

Vedrai carino,

Se sei buonino,

Che bel remedio,

Ti voglio da.

Los pensamientos de Averill se detuvieron cuando empezó la canción, y su cuerpo se puso tenso, como durante una crisis. Pero no hubo llamada para ella; se quedó donde estaba. Después del primer momento de alarma, sintió exactamente lo mismo, lo mismo que siempre sentía cuando cantaba su madre. Las puertas se abrían sin esfuerzo, más allá estaba el espacio iluminado, una revelación de bondad y de gravedad. Una alegría deseable y dichosa, y una gravedad, un juego de bondad que nada te pedía. Nada más que aceptar aquel brillante orden. Eso lo alteraba todo, y en el momento en que Bugs dejaba de cantar, desaparecía. Desaparecía. Parecía que la misma Bugs se lo hubiese llevado. Bugs podía dar a entender que era solo un truco, nada más. Podía dar a entender que una estaba un poco loca por advertirlo. Era un don que Bugs estaba obligada a ofrecer a todo el mundo.

Eso es. Eso es todo. No hay de qué.

Nada especial.

Bugs tenía aquel secreto, que exhibía con total franqueza, y luego protegía absolutamente… de Averill, como de todo el mundo.

«Averill no es especialmente aficionada a la música, gracias a Dios.»

El capitán llegó a cubierta cuando Bugs terminó de cantar. Podría haber captado el final, o haber estado esperando amablemente en la sombra hasta que terminó. Él caminaba y Averill lo observaba, como de costumbre.

Averill podía cantar mentalmente. Pero ni siquiera mentalmente cantaba las canciones que asociaba con Bugs. Ninguna de las canciones de Zerlina, ni las partes de soprano de los oratorios, ni siquiera «Adiós a Nueva Escocia» o alguna de las canciones populares de las que Bugs se burlaba por su sensiblería, aunque las cantaba de manera angelical. Averill cantaba un himno. Apenas sabía de dónde procedía. No lo había aprendido de Bugs. A Bugs no le gustaban los himnos, hablando en términos generales. Averill debía de haberlo aprendido en la iglesia, cuando era niña, y tenía que acompañar a Bugs cuando ésta cantaba un solo.

Era el himno que empieza «El Señor es mi pastor». Averill no sabía que era de un salmo…, no había ido a la iglesia lo bastante a menudo para saber de salmos. Se sabía toda la letra del himno, que tenía que admitir que estaba llena de un egoísmo tenaz, de un júbilo sincero y, especialmente en un verso, de una especie de infantil placer malicioso:

Has provisto mi mesa,

en presencia de mis enemigos.

Cuán alegre, segura e irracionalmente cantaba aquella letra la voz de falsete de Averill, mientras observaba la marcha del capitán por delante de ella, y después, cuando ella misma paseaba tranquilamente junto a la barandilla.

La bondad y la misericordia

me acompañarán toda la vida;

y en la casa de Dios para siempre

estará mi morada.

Su silencioso canto arropaba la historia que se contaba a sí misma, y que alargaba un poco cada día en cubierta. (Averill se contaba a menudo historias; esta actividad le parecía tan inevitable como soñar.) Su canto era una barrera entre el mundo que había en su cabeza y el mundo exterior, entre su cuerpo y el asalto de las estrellas, el espejo negro del Atlántico Norte.

Bugs dejó de bajar a comer. Todavía iba a desayunar y estaba animada entonces, y aproximadamente durante una hora después. Decía que no se sentía peor, que estaba cansada de escuchar y de hablar. No volvió a cantar, al menos no mientras Averill pudiera oírla.

La novena noche, la última en mar abierto, antes de que atracaran en Tilbury, Jeanine dio una fiesta en su camarote. Jeanine tenía el mejor y más grande camarote de la cubierta de botes. Ofreció champán, que había llevado a bordo con este propósito, y whisky y vino, así como caviar, uvas, montones de salmón ahumado, steak tartare, queso y hojaldres, de los inesperados recursos de la cocina.

—Estoy derrochando —dijo—. Estoy tirando la casa por la ventana. Me voy a pasear por Europa con una mochila a la espalda robando huevos de los gallineros. No importa. Tomaré vuestras direcciones y cuando esté sin un céntimo iré a quedarme con vosotros. ¡No os riáis!

Bugs tenía la intención de ir a la fiesta. Se había quedado en cama todo el día, sin siquiera ir a desayunar, para ahorrar fuerzas. Se levantó y se lavó, luego se apoyó contra los almohadones para maquillarse. Lo hizo maravillosamente, ojos y demás. Se cepilló el cabello, se peinó y se puso laca. Se vistió con el suntuoso vestido de solista que Averill le había hecho…, de corte casi recto, pero amplio y largo, de seda color púrpura oscuro, y con unas mangas amplias forradas con más seda, rosa y plata tornasolada.

—Berenjena —dijo Bugs. Se volvió para que el vestido se acampanase a la altura del dobladillo. El giro la hizo tambalear y tuvo que sentarse—. Debería hacerme las uñas —dijo—. Pero esperaré un poco. Estoy demasiado nerviosa.

—Yo te las puedo hacer —dijo Averill. Se estaba recogiendo el pelo con horquillas.

—¿Me las harías? Pero no creo, no creo que vaya después de todo. Creo que será mejor que me quede aquí y descanse. Mañana tengo que estar en buena forma. Desembarcamos.

Averill la ayudó a quitarse el vestido, a lavarse la cara y a volver a ponerse el camisón. La ayudó a meterse en la cama.

—Es un crimen por el vestido —dijo Bugs—. No ir. Se merece salir. Deberías llevarlo tú. Póntelo, por favor.

Averill no creía que el color púrpura la favoreciese, pero acabó dejando su propio vestido verde y poniéndose el de Bugs. Fue por el corredor hasta la fiesta, sintiéndose extraña, desafiante y absurda. Era correcto, todo el mundo se había esmerado a la hora de vestirse, algunos bastante. Incluso los hombres se habían engalanado de algún modo. El artista llevaba una vieja chaqueta de esmoquin con los tejanos y el catedrático se presentó con un traje blanco de corte un tanto flojo, con aspecto de dandi de una plantación. El vestido de Jeanine era negro y breve y lo llevaba con medias de costura negras y una muy considerable cantidad de joyas de oro. Leslie iba envuelta en tafetán, con rosas rojas y rosas sobre un fondo crema. Sobre su culo curvilíneo, la tela estaba recogida en una enorme rosa, cuyos pétalos el catedrático estaba continuamente tocando, retorciendo y arreglando del mejor modo posible. Parecía que estuviera nuevamente fascinado por ella. Ella estaba tranquila y orgullosa, floreciendo tímidamente.

—¿Su madre no viene a la fiesta? —preguntó el catedrático a Averill.

—Las fiestas la aburren —le respondió Averill.

—Tengo la impresión de que la aburren muchas cosas —dijo el catedrático—. Lo he observado en los artistas que actúan, y es comprensible. Tienen que concentrarse mucho en sí mismos.

—¿Qué es esto… la Estatua de la Libertad? —dijo el artista, rozando la seda del vestido de Averill—. ¿Hay ahí dentro una mujer?

Averill había oído que había estado hablando de ella con Jeanine últimamente, preguntándose si quizá era lesbiana, y Bugs no era su madre sino su rica y celosa amante.

—¿Hay una mujer o un trozo de cemento? —preguntó entallando la seda en su cadera.

A Averill no le importaba. Aquella era la última noche que tendría que verle. Y ella estaba bebiendo. Le gustaba beber. Le gustaba especialmente beber champán. Le hacía sentirse no excitada, sino borrosa e indulgente.

Habló con el primer oficial, que estaba prometido a una chica de las montañas y que mostraba una agradable falta de interés amoroso por ella.

Habló con la cocinera, una mujer guapa que anteriormente había enseñado inglés en institutos de segunda enseñanza noruegos y que en ese momento estaba resuelta a tener una vida más aventurera. Jeanine había dicho a Averill que se creía que la cocinera y el artista dormían juntos, y cierto desafío e ironía en la cordialidad de la cocinera le hizo pensar a Averill que podía ser cierto.

Habló con Leslie, quien le dijo que antes había sido arpista. Había sido una arpista joven que tocaba música a la hora de la cena en un hotel, y el catedrático la había descubierto detrás de los helechos. No había sido estudiante, como la gente creía. Fue después de que se enredasen cuando el catedrático hizo que se matriculase en algunos cursos, para desarrollar su mente. Se rió tontamente por encima de su copa de champán y dijo que no había funcionado. Que se había resistido al desarrollo mental, pero que había dejado el arpa.

Jeanine habló a Averill con una voz tan baja y confidencial como pudo.

—¿Cómo te las arreglarás con ella? —le preguntó—. ¿Qué harás en Inglaterra? ¿Cómo puedes subirte a un tren con ella? Esto es serio.

—No te preocupes —le contestó Averill.

—No he sido franca contigo —dijo Jeanine—. Tengo que ir al cuarto de baño, pero quiero decirte algo cuando salga.

Averill esperaba que Jeanine no intentase hacerle más revelaciones acerca del artista, o darle más consejos acerca de Bugs. No lo hizo. Cuando salió del cuarto de baño empezó a hablar de sí misma. Dijo que no estaba haciendo unas pequeñas vacaciones, como había dicho. La habían echado. Su marido la había dejado por una imbécil cachonda que trabajaba como recepcionista en la radio. Ser recepcionista incluía el hacerse las uñas y de vez en cuando contestar al teléfono. El marido consideraba que él y Jeanine deberían seguir siendo amigos, y que él iría a visitarla, se serviría vino y le explicaría los lindos modales de su querida. Cómo se sentaba en la cama, desnuda, haciéndose —¿qué otra cosa?— las uñas. Quería que Jeanine se riera con él y lo compadeciera por su insensato y entortolado amor. Y ella lo hizo… Jeanine lo hizo. Una y otra vez ella accedió a lo que él quería y escuchó sus historias y vio cómo desaparecía su vino. Él dijo que la quería —a Jeanine— como si fuera la hermana que nunca tuvo. Pero en ese momento Jeanine quería arrancarle de su vida de raíz. Se había levantado y se iba. Quería vivir.

Todavía tenía el ojo puesto en el capitán, aunque era el último momento. Él había dejado de beber champán y estaba bebiendo whisky.

La cocinera había llevado una bandeja de café para aquellos que no bebían, o querían que se les pasara pronto la embriaguez. Cuando alguien finalmente tomó una taza, la leche resultó estar cortada probablemente por haber estado un rato en la habitación caliente. Sin sonrojarse, la cocinera se la llevó, con la promesa de regresar con leche fresca.

—Estará buena en los creps por la mañana —dijo—. Con azúcar moreno, sobre los creps.

Jeanine dijo que alguien le había dicho una vez que cuando la leche se cortaba se podía sospechar que había un cadáver en el barco.

—Pensé que era una especie de superstición —dijo Jeanine—. Pero él dijo que no, que había una razón. El hielo. Han utilizado todo el hielo para conservar el cuerpo, por eso se corta la leche. Dijo que sabía que había sucedido en un buque, en el trópico.

Preguntaron al capitán, riendo, si había tal problema a bordo.

Dijo que, que él supiera, no.

—Y tenemos mucho sitio en la nevera —dijo.

—De todos modos, ustedes los entierran en el mar, ¿no es así? —le preguntó Jeanine—. Ustedes pueden casar o enterrar en el mar, ¿verdad? ¿O realmente los refrigeran y los envían a casa?

—Hacemos lo que impone el caso —respondió el capitán.

Pero ¿le había sucedido a él?, se le preguntó… ¿Se guardaban los cuerpos? ¿Había habido entierros en el mar?

—Una vez un joven, uno de la tripulación, murió de apendicitis. Por lo que sabíamos no tenía familia, y lo enterramos en el mar.

—Ésa es una expresión curiosa, cuando se piensa en ella —dijo Leslie, que se reía tontamente de todo—. Enterrado en el mar.

—En otra ocasión… —dijo el capitán—, en otra ocasión fue una dama.

Entonces les explicó a Jeanine y a Averill, y a unos cuantos que estaban alrededor, una historia. (A Leslie no, su marido se la llevó.)

El capitán dijo que una vez en ese barco había dos hermanas que viajaban juntas. Era en un viaje distinto, hacía unos cuantos años, en el Atlántico Sur. Las hermanas parecían llevarse veinte años, pero era solo porque una de ellas estaba muy enferma. Podía no haber sido la mayor…, quizá ni siquiera fuese la mayor. Probablemente ambas tuvieran unos treinta y tantos años. Ninguna de ellas estaba casada. La que no estaba enferma era muy guapa.

—La mujer más hermosa que he visto en mi vida —dijo el capitán hablando con solemnidad, como si describiera una vista o un edificio.

Era muy hermosa, pero a nadie prestaba atención excepto a su hermana, que guardaba cama en el camarote, probablemente enferma del corazón. La otra acostumbraba salir fuera por la noche y sentarse en el banco junto a la ventana de su camarote. Podía andar hasta la barandilla y volver, pero nunca se alejaba de la ventana. El capitán suponía que se quedaba a una distancia desde donde pudiera oír a su hermana, en caso de que la necesitase. (En aquel tiempo no había personal médico a bordo.) Él podía verla allí sentada cuando salía a dar su paseo nocturno, pero hacía ver que no la veía, porque a él le parecía que ella no quería que la vieran, ni tener que saludar.

Pero una noche, cuando pasó por delante, oyó que le llamaba. Le llamaba tan quedo que apenas la oyó. Se dirigió hacia el banco y ella dijo: «Capitán, lo siento, mi hermana acaba de morir».

Lo siento, mi hermana acaba de morir.

Ella le llevó hasta el camarote, y estaba absolutamente en lo cierto. Su hermana estaba en la cama junto a la puerta. Tenía los ojos medio abiertos, acababa de morir.

—Las cosas estaban un poco desordenadas, como están a veces en tales ocasiones —dijo el capitán—. Y por el modo en que reaccionó ante eso, supe que no estaba en el camarote cuando sucedió, estaba fuera.

Ni el capitán ni la mujer dijeron una palabra. Se pusieron a trabajar juntos para arreglar las cosas, limpiaron el cuerpo, lo arreglaron y le cerraron los ojos. Cuando hubieron terminado, el capitán le preguntó a quién debía notificárselo. «A nadie —dijo la mujer—. A nadie. No hay nadie más que nosotras dos», le dijo. «Entonces, ¿querrá enterrar el cuerpo en el mar?», le preguntó el capitán, y ella le dijo que sí. «Mañana —le dijo él—, mañana por la mañana», y ella preguntó: «¿Por qué tenemos que esperar? ¿No podríamos hacerlo ahora?».

Por supuesto, era una buena idea, aunque el capitán no se lo habría recomendado. Cuanto menos enterados estuviesen los demás pasajeros, e incluso la tripulación, de una muerte a bordo, mejor. Y hacía un tiempo caluroso, verano en el Atlántico Sur. Envolvieron el cuerpo en una de las sábanas y entre los dos lo hicieron pasar a través de la ventana, que estaba totalmente abierta para ventilar el camarote. La hermana muerta era ligera, y estaba enflaquecida. La llevaron hasta la barandilla. Entonces el capitán dijo que iría a buscar unas cuerdas para sujetar la sábana al cuerpo con el fin de que no se cayera cuando lo arrojaran por la borda. «¿No podríamos utilizar pañuelos?», le preguntó ella, y fue corriendo al camarote y salió con un surtido de pañuelos y cintas, muy bonitos. Él sujetó con ellos la sábana al cuerpo y dijo que iría a buscar su libro para leer la oración de difuntos. La mujer se rió y dijo: «¿De qué le sirve el libro aquí? Está demasiado oscuro para leer». Vio que temía que la dejaran sola con el cadáver. Tenía razón, también, en que estaba demasiado oscuro para leer. Podía haber cogido una linterna. No sabía si había pensado en ello siquiera. Realmente él no quería dejarla, no le gustaba el estado en que se encontraba.

Él le preguntó qué debía decir, entonces. ¿Alguna plegaria?

«Diga lo que quiera», le respondió, y él recitó la oración del Padre Nuestro —no recordaba si ella se le había unido—, y luego algo parecido a: Señor Jesucristo, en Tu nombre encomendamos a esta mujer a las profundidades; ten piedad de su alma. Algo así. Cogieron el cuerpo y lo arrojaron por encima de la barandilla. Apenas un sordo chapoteo.

Ella le preguntó si aquello era todo, y él le dijo que sí. Solo tenía que rellenar unos papeles y hacer el certificado de defunción. «¿De qué murió? —le preguntó—. ¿Fue de un ataque al corazón?» Se preguntó bajo qué hechizo había estado para no haberle hecho antes esa pregunta. «Oh —dijo ella—. Yo la maté».

—¡Lo sabía! —gritó Jeanine—. ¡Sabía que era un asesinato!

El capitán se llevó de nuevo a la mujer al banco bajo la ventana del camarote, en ese momento todo iluminado como en Navidad, y preguntó a la mujer que qué quería decir. Dijo que había estado allí sentada, donde estaba en aquel momento, y oyó llamar a su hermana. Sabía que su hermana estaba mal. Sabía lo que era…, su hermana necesitaba una inyección. No se movió. Intentó moverse…, es decir, pensaba todo el rato en moverse; se vio yendo al camarote y sacando la aguja, se vio haciendo aquello, pero no se movía. Se esforzó por hacerlo, pero no lo hizo. Se quedó sentada como una piedra. No podía moverse del mismo modo que en un sueño uno no puede escapar de algún peligro. Se quedó sentada, escuchando, hasta que supo que su hermana había muerto. Luego llegó el capitán y ella le llamó.

El capitán le dijo que ella no había matado a su hermana.

«¿No habría muerto su hermana de todos modos? —dijo—. ¿No habría muerto muy pronto? ¿Si no aquella misma noche, muy pronto?» «¡Oh, sí! —le dijo ella—. Probablemente.» «Probablemente, no —dijo el capitán—. Seguro. Probablemente, no…, con toda seguridad.»

«Pondría ataque al corazón en el certificado de defunción, y eso sería todo.»

«De modo que ahora debe usted tener calma —añadió—. Ahora ya sabe que todo está bien.»

Pronunció «calma» con marcado acento escocés, como para rimar con «arma».

«Sí —dijo la mujer, sabía que aquella parte estaría bien—. No lo siento —agregó—. Pero creo que debes recordar lo que has hecho.»

—Después se dirigió a la barandilla —dijo el capitán— y, por supuesto, yo fui con ella porque no estaba seguro de lo que quería hacer, y cantó un himno. Eso fue todo. Supongo que fue su contribución a la ceremonia. Cantó de modo que apenas se le podía oír, pero el himno era uno que yo sabía. No puedo recordarlo, pero yo lo sabía perfectamente.

—Bondad y misericordia toda la vida —cantó entonces Averill, mesuradamente pero con seguridad, de modo que Jeanine le apretó la cintura y exclamó:

—Bien, ¡champán, Sally!

El capitán mostró un momento de sorpresa. Luego dijo:

—Creo que pudo haber sido ése. —Podía estar cediendo algo, un rincón de su historia, a Averill—. Ese pudo haber sido.

Averill dijo:

—Es el único himno que conozco.

—Pero ¿eso es todo? —preguntó Jeanine—. ¿No había involucrada alguna fortuna familiar, ni estaban las dos enamoradas del mismo hombre? ¿No? Supongo que no era televisión.

El capitán dijo que no, que no era televisión.

Averill creía que conocía el resto. ¿Cómo podía no conocerlo? Era su historia. Sabía que después de que la mujer hubo cantado el himno, el capitán le apartó la mano de la barandilla, se la llevó a la boca y la besó. Le besó el dorso, luego la palma. La mano que, no hacía mucho, había hecho su servicio a la muerta.

En algunas versiones de la historia, eso fue todo lo que hizo, era suficiente. En otras versiones, no se quedó tan fácilmente satisfecho. Ni tampoco ella. Ella entró con él, por el pasillo, hasta el iluminado camarote, y allí él le hizo el amor en la misma cama que, según él, acababan de deshacer y vaciar, enviando a su ocupante y a una de las sábanas al fondo del océano. Cayeron en aquella cama porque no podían esperar a llegar a la otra debajo de la ventana, no podían esperar para abalanzarse a hacer el amor, que continuaron haciendo hasta el amanecer, y que les duraría hasta el resto de sus vidas.

A veces apagaban la luz, a veces no les importaba.

El capitán lo había explicado como si la madre y la hija fueran hermanas, había transportado el buque al Atlántico Sur y había omitido el final —así como también había añadido varios detalles de su propia invención—, pero Averill creía que era su historia la que él había contado. Era la historia que se había estado contando noche tras noche en cubierta, su historia absolutamente secreta, que volvía a ella. Ella la había inventado y él la había tomado y la había explicado, tranquilamente.

Creer que una cosa así pudiera suceder hacía que se sintiese ingrávida, diferente y radiante, como un pez iluminado en el agua.

Bugs no murió aquella noche. Murió dos semanas después, en el Hospital Real, en Edimburgo. Consiguió llegar hasta allí en tren.

Averill no se encontraba con ella cuando murió. Estaba a un par de manzanas de distancia, comiéndose una patata cocida en un establecimiento de comidas preparadas.

Bugs hizo una de sus últimas observaciones coherentes sobre el Hospital Real. Dijo: «¿No suena a Viejo Mundo?».

Averill, al salir a comer después de haber estado en la habitación del hospital todo el día, se había sorprendido de que hubiera todavía tanta luz en el cielo y de que hubiera tanta gente animada y alegremente vestida en las calles, hablando francés y alemán, y probablemente montones de otras lenguas que no podía reconocer. Cada año, en aquella época, la ciudad natal del capitán celebraba un festival.

Averill llevó el cadáver de Bugs a su país en avión, para hacerle un funeral con buena música, en Toronto. Se encontró sentada junto a otro canadiense que volvía de Escocia, un joven que lo había hecho en un famoso torneo de golf de aficionados y que no lo había hecho tan bien como esperaba. El fracaso y la pérdida les hicieron ser amables el uno con el otro, y se quedaron fácilmente encantados por la ignorancia del otro del mundo del deporte y de la música. Puesto que él vivía en Toronto, fue fácil para el joven presentarse en el funeral. En poco tiempo él y Averill se casaron. Al cabo de un tiempo eran menos amables y estaban menos encantados y Averill empezó a pensar que había escogido a su esposo principalmente porque Bugs habría considerado la elección descabellada. Se divorciaron.

Pero Averill encontró a otro hombre, bastante mayor que ella, profesor de teatro de instituto de segunda enseñanza y director de escena. Se podía confiar más en su talento que en su buena voluntad; tenía unos modales informales, inquietantemente impertinentes e irónicos. Encantaba a la gente o provocaba su notable antipatía. Había intentado mantenerse libre de enredos.

El embarazo de Averill, no obstante, les indujo a casarse. Ambos esperaban tener una hija.

Averill nunca volvió a ver ni a saber de ninguna de las personas que iban en el barco.

Averill acepta la oferta del capitán. Se siente absuelta y afortunada. Se desliza en su vestido negro de seda como un pez rutilante.

Ella y el capitán se dan las buenas noches. Se estrechan la mano ceremoniosamente. La piel de sus manos tiembla al tocarse.