VI
I dream of you by night,
I visit you by day.
Father, Mother,
Sister, Brother,
have you no word to say?[7]
22 de abril de 1903. El martes pasado, en su residencia, entre las tres y las cuatro de la tarde, falleció una mujer talentosa y refinada, cuya pluma, en días pasados, enriqueció nuestra literatura local con un volumen de delicada y elocuente poesía. Es una triste desgracia que en los últimos años la mente de esta magnífica persona se hubiese enturbiado de algún modo y que su comportamiento, en consecuencia, se hiciese algo atolondrado y extraño. Su miramiento en cuanto al decoro y al cuidado y adorno de su persona se había resentido, hasta el punto de que se había convertido, a los ojos de aquellos que no pensaban en su antigua dignidad y delicadeza, en una excéntrica familiar o incluso, tristemente, en una figura de burla. Pero ahora todo ese deterioro se olvida y lo que se recuerda es su excelente poesía publicada, su trabajo en tiempos pasados en la escuela dominical, el respetuoso cuidado de sus padres, su naturaleza noble y femenina, sus preocupaciones caritativas y su inquebrantable fe religiosa. Su última enfermedad fue misericordiosamente corta. Se resfrió después de haberse mojado totalmente en un paseo por el pantano de la calle Pearl. (Se ha dicho que algunos chiquillos la persiguieron hasta el agua, y tal es el descaro y la crueldad de algunos de nuestros jóvenes y de su notoria persecución de esta señora que la historia no se puede descartar totalmente.) El resfriado degeneró en neumonía y murió, atendida en sus últimos momentos por una antigua vecina, la señora Bert (Annie) Friels, que fue testigo de su tranquilo y piadoso final.
Enero de 1904. Uno de los fundadores de nuestra comunidad, uno de los primeros constructores y promotores de esta ciudad, fue bruscamente separado de nosotros el pasado lunes por la mañana, mientras atendía su correspondencia en la oficina de su empresa. El señor Jarvis Poulter poseía un agudo y enérgico espíritu comercial, que contribuyó a la creación no solo de una sino de varias empresas locales, que trajeron las ventajas de la industria, la productividad y el empleo a nuestra ciudad.
Y así prosigue el Vidette, florido y seguro de sí. Difícilmente ocurre una muerte sin ser contada, o una vida sin ser valorada.
Busqué a Almeda Roth en el cementerio. Encontré la lápida de la familia. En ella solo había un nombre: Roth. Luego vi dos lápidas horizontales en el suelo, a una distancia de unos cuantos palmos…, ¿unos siete palmos?…, de la lápida vertical. Una de ellas decía «Papá», la otra «Mamá». Un poco más allá encontré otras dos lápidas horizontales con los nombres de William y Catherine en ellas. Tuve que apartar un poco la hierba y la suciedad que las cubría para ver el nombre completo de Catherine. No había fechas de nacimiento ni de muerte para nadie, nada acerca de que eran muy queridos. Era una especie de memorial privado, no para el mundo. Tampoco había rosas ni rastros de un rosal. Pero quizá lo habían arrancado. A la persona que cuida el cementerio no le gustan esas cosas; son un estorbo para la segadora de césped y si no queda alguien que pueda poner reparos, las arranca.
Pensé que Almeda debería de haber sido enterrada en alguna otra parte. Cuando se compró aquel terreno (en el momento de la muerte de los dos niños) todavía esperaría casarse y reposar finalmente junto a su esposo. Podían no haber dejado sitio para ella allí. Luego vi que las lápidas del suelo se abrían como un abanico desde la lápida vertical. Primero las dos de los padres, luego las dos de los hijos, pero estaban colocadas de modo que había sitio para un tercero, para completar el abanico. Di a partir de «Catherine» el mismo número de pasos que eran precisos para ir desde «Catherine» a «William», y en aquel lugar empecé a arrancar la hierba y a escarbar en la suciedad con las manos. Pronto noté la piedra y supe que había acertado. Seguí trabajando, limpié toda la lápida y leí el nombre de «Meda». Allí estaba con las demás, mirando hacia el cielo.
Me aseguré de que había llegado al borde de la lápida. Ese era todo el nombre que había: Meda. De modo que era cierto que en la familia se la llamaba así. No solo en el poema. O quizá escogió su nombre por el poema, para que lo escribieran en su lápida.
Pensé que, salvo yo, no había nadie vivo en el mundo que supiera eso, que pudiera establecer la relación. Y que yo sería la última persona en establecerla. Pero quizá no es así. Las personas son curiosas. Algunas personas lo son. Se ven impulsadas a averiguar cosas, incluso cosas triviales. Recopilan cosas. Se las ve yendo por ahí con libretas, rascando la suciedad de las lápidas, leyendo microfilmes, solo con la esperanza de ver ese goteo en el tiempo, de establecer una relación, de rescatar una cosa de la basura.
Y, después de todo, pueden entenderlo mal. Puedo haberlo comprendido mal. No sé si ella tomó láudano alguna vez. Muchas señoras tomaban. No sé si hizo alguna vez jalea de uva.