I

El tuerto

Están en el comedor. Sobre el suelo barnizado no hay nada, excepto una alfombra delante de la vitrina de la porcelana. No hay muchos muebles: una mesa larga, algunas sillas, el piano, la vitrina de la porcelana. En la parte interior de las ventanas, todos los postigos de madera están cerrados. Estos postigos están pintados de un azul apagado, de un azul grisáceo. Parte de su pintura, y de la de los marcos de las ventanas, se ha descascarillado. Joan la ha ayudado a desprenderse en parte, utilizando las uñas.

Hace un día muy caluroso en Logan. El mundo de más allá de los postigos nada en luz blanca; los árboles y las colinas distantes se han vuelto transparentes; los perros buscan la cercanía de los pozos y de los charcos alrededor de las fuentes.

Alguna amiga de su madre está allí. ¿Es la maestra de escuela Gussie Toll, o la mujer del encargado de la gasolinera? Las amigas de su madre son mujeres vivarachas, a menudo fugaces, desorientadas e independientes de actitud, si no de hecho.

Sobre la mesa, bajo el ventilador, las dos mujeres han extendido cartas y se están diciendo la buenaventura. Hablan y ríen de un modo que a Joan le parece provocador, misterioso. Morris está en el suelo, escribiendo en una libreta. Está apuntando cuántos ejemplares de la revista New Liberty ha vendido aquella semana, quién ha pagado y quién le debe aún dinero. Es un muchacho de unos quince años, de aspecto fornido, jovial pero reservado, que lleva gafas con un cristal oscuro.

Cuando Morris tenía cuatro años, estaba dando una vuelta por la hierba alta al final del patio, cerca del arroyo, y se tropezó con un rastrillo que habían dejado allí, con las púas hacia arriba. Tropezó, cayó sobre las púas, y se hizo un mal corte en la frente y en un párpado, y el globo ocular resultó rozado. Desde que Joan recuerda —ella era un bebé cuando sucedió— él ha tenido una cicatriz, ha estado ciego de un ojo y ha llevado gafas con una lente ahumada.

Un vagabundo dejó el rastrillo allí. Eso dijo su madre. Le dijo al vagabundo que le daría un bocadillo si barría las hojas de debajo de los nogales. Ella le dio el rastrillo y, cuando volvió a mirar, él se había ido. Se cansó de barrer, suponía ella, o se enfadó con ella por haberle pedido que trabajase primero. Ella se olvidó de ir a buscar el rastrillo. No tenía hombre alguno que la ayudase en absoluto. En algo menos de medio año tuvo que sufrir estas tres cosas: el nacimiento de Joan, la muerte de su esposo en un accidente de coche —había estado bebiendo, creía ella, pero no estaba borracho— y la caída de Morris sobre el rastrillo.

Nunca llevó a Morris a un médico de Toronto, a un especialista, para que le curasen mejor la cicatriz ni para que la aconsejaran sobre el ojo. No tenía dinero. Pero ¿no habría podido pedir prestado? (Joan, cuando creció, se lo preguntaba), ¿no habría podido ir al Club de Leones a pedirles que le ayudasen, como ayudaban a veces a los pobres en una emergencia? No. No podía. Ella no creía que ni ella ni sus hijos fuesen pobres como lo eran las personas a quienes ayudaban en el Club de Leones. Vivían en una casa grande. Eran propietarios, que cobraban alquiler de tres pequeñas casas al otro lado de la calle. Todavía eran dueños del almacén de madera, aunque a veces solo tenían un empleado. (A su madre le gustaba llamarse Ma Fordyce, como una viuda de un serial de radio, Ma Perkins, que también era dueña de un almacén de madera.) No estaban en la situación de las personas que eran realmente pobres.

Lo que más le cuesta entender a Joan es por qué el mismo Morris nunca ha hecho nada. Morris tiene ahora mucho dinero. Y ya ni siquiera sería cuestión de dinero. Morris paga las primas del seguro médico del gobierno, como todo el mundo. Tiene lo que a Joan le parecen ideas muy de derechas sobre la sobreprotección, la responsabilidad individual y la inconveniencia de la mayoría de los impuestos, pero paga. ¿No tendría sentido para él recuperar algo? ¿Un trabajo más limpio en el párpado? ¿Uno de esos ojos artificiales nuevos y realistas, cuya sensibilidad mágica les permite moverse al unísono con el otro, con el ojo de verdad? Todo lo que eso supondría sería un viaje a una clínica, algo de incomodidad, unas molestias y una pequeña pérdida de tiempo.

Todo lo que supondría sería que Morris admitiera que le gustaría cambiar. Que no es vergonzoso intentar entregar el distintivo que la mala suerte le ha colgado a uno.

Su madre y la amiga están bebiendo ron y Coca-Cola. Hay un relajamiento en la casa que podría sorprender a la mayoría de las personas con las que Joan y Morris van a la escuela. Su madre fuma, bebe ron y Coca-Cola en los calurosos días de verano y deja que Morris fume y conduzca el coche a los doce años. (A él no le gusta el ron.) Su madre no menciona la desgracia. Ella cuenta lo del vagabundo y lo del rastrillo, pero el ojo de Morris podría igualmente ser ahora un adorno especial. Les hace creer que forman parte de un mundo especial. No porque su abuelo pusiera en marcha el almacén de madera —ella se ríe de eso, dice que solo era un leñador que tuvo suerte, y que ella misma no era nadie, llegó a la ciudad como empleada de un banco—, tampoco por su casa grande, fría e inmanejable, sino por algo privado, limitado, en su pequeña familia. Tiene que ver con la manera en que hacen bromas y hablan de la gente. Tienen apodos secretos —su madre se ha inventado la mayoría de ellos— para casi todo el mundo en la ciudad. Y sabe mucha poesía, de la escuela o de alguna otra parte. Hace un par de versos sobre alguien, y en su composición hay siempre algo absurdo e inolvidable. Mira por la ventana, recita un fragmento de poesía y saben quién ha pasado. A veces lo suelta mientras da vueltas a las gachas que comen de vez en cuando para cenar y también para desayunar, porque son baratas.

Los chistes de Morris son juegos de palabras. Es insistente y socarrón y su madre hace ver que la saca de sus casillas. Una vez le dijo que si no paraba le vaciaría el azucarero en el puré de patatas. Él no paró y ella lo hizo.

Hay un olor en la casa Fordyce, y procede del yeso y del papel de las paredes de las habitaciones que se mantienen cerradas, de los pájaros muertos en las chimeneas que no se utilizan, o de los ratones cuyos excrementos, parecidos a semillas, encuentran en el armario de la ropa blanca. Las puertas de madera de la arcada que hay entre el comedor y la sala de estar están cerradas, y solo se utiliza el comedor. Un tabique barato aísla la sala lateral de la delantera. No compran carbón ni reparan la achacosa caldera. Calientan las habitaciones en las que viven con dos estufas, quemando restos del almacén de madera. Nada de esto es importante, ni sus privaciones, ni sus dificultades, ni sus economías. ¿Qué es lo importante? Las bromas y la suerte. Tienen suerte de ser el fruto de un matrimonio cuya felicidad duró cinco años y se pregonó en las fiestas, los bailes y en escapadas maravillosas. Hay recuerdos por todos lados: discos de fonógrafo y vestidos delicados y sin forma, hechos de telas como crespón de seda de color albaricoque y moaré de seda color esmeralda, y un cesto de picnic con un termo de metal. Esa felicidad no era de las tranquilas; comportaba beber mucho, vestirse con elegancia, amigos —en su mayoría de otros lugares, incluso de Toronto— que ahora han desaparecido, muchos de ellos, también, afectados por la tragedia, por la repentina pobreza de esos años, por las complicaciones.

Oyen golpear la aldaba en la puerta principal, de una manera que no emplearía nadie con modales.

—Ya sé, ya sé quién será —dice su madre—. Será la señora Lunática Buttler, ¿qué os apostáis? —Se quita las zapatillas de lona y abre cuidadosamente las puertas de la arcada, sin hacer el menor ruido. Se dirige de puntillas hacia la ventana delantera de la sala de estar que ya no se utiliza, desde la que puede echar una ojeada a través de los postigos y ver el porche delantero—. ¡Mecachis! —dice—. Es ella.

La señora Buttler vive en una de las tres casas de bloques de cemento del otro lado de la calle. Es una inquilina. Tiene el pelo blanco, pero ella se lo recoge bajo un turbante hecho de pedazos de terciopelo de distintos colores. Lleva un abrigo largo y negro. Tiene la costumbre de parar a los niños por la calle y preguntarles cosas: ¿Acabas de salir ahora de la escuela? ¿Te tuviste que quedar? ¿Sabe tu madre que mascas chicle? ¿Has tirado chapas de botella en mi patio?

—¡Oh, mecachis! —dice su madre—. No hay persona a quien menos me gustaría ver.

La señora Buttler no es una visita constante. Llega irregularmente, con alguna larga relación disparatada de quejas, con algunas novedades urgentes y horribles. Muchas mentiras. Luego, durante varias semanas, pasa por delante de la casa sin mirarla, con unos pasos largos y rápidos y la cabeza echada hacia adelante, que le restan toda la dignidad de su negro atuendo. Se la ve preocupada y ultrajada, murmurando para sí.

La aldaba suena de nuevo y su madre se dirige caminando pausadamente hacia la entrada del vestíbulo principal. Allí se detiene. En uno de los lados de la enorme puerta principal hay una hoja de cristal de colores con un dibujo tan complicado que es difícil ver a través de él, y en el otro, en el que la hoja de cristal de colores se ha roto —una noche que estuvimos celebrando algo con exageración, les ha dicho la madre— hay una chapa de madera. Su madre se queda en la entrada, ladrando. Guau, guau, guau, ladra, como un perrito furioso encerrado solo en la casa. La cabeza con turbante de la señora Buttler se apoya contra el cristal para intentar ver el interior. No puede. El perrito ladra más fuerte. Un frenesí de ladridos —excitación furiosa— en el que su madre intercala las palabras váyase, váyase, váyase. Y señora lunática, señora lunática, señora lunática. Váyase, señora lunática, váyase.

La señora Buttler se queda fuera un momento, muy acalorada. Impide que pase la luz a través del cristal.

En su visita siguiente dice:

—No sabía que tuvieran un perro.

—No tenemos —responde su madre—. Nunca hemos tenido un perro. A menudo pienso que me gustaría tenerlo, pero nunca hemos tenido.

—Pues vine aquí un día y no había nadie en casa. No vino nadie a abrir la puerta y, podría jurarlo, oí a un perro que ladraba.

—Quizá tenga usted un problema en el oído, señora Buttler —dice su madre a continuación—. Debería ir al médico.

Más tarde les dice su madre:

—Creo que podría convertirme fácilmente en perro. Creo que mi nombre sería Skippy.

Pusieron un apodo a la señora Buttler: señora Buncler, señora Buncle, y finalmente señora Carbunclo. Le iba. Sin saber exactamente qué era un carbunclo, Joan comprendía que el nombre le iba, pues se identificaba notablemente con algo lleno de bultos, apagado, desagradable, difícil de tratar, en el rostro y el carácter de su vecina.

La señora Carbunclo tenía una hija, Matilda. No tenía marido, solo esta hija. Cuando los Fordyce se sentaban en la terraza lateral después de cenar —su madre fumando y Morris también, como el hombre de la casa— podían ver a Matilda por la esquina, camino de la confitería que estaba abierta hasta tarde, o yendo a sacar un libro de la biblioteca antes de que cerrase. Nunca iba en compañía de alguna amiga. ¿Quién llevaría una amiga a una casa gobernada por la señora Carbunclo? Pero Matilda no parecía solitaria, ni tímida, ni infeliz. Iba maravillosamente vestida. La señora Carbunclo sabía coser. De hecho, así era como ganaba el dinero que ganase, cortando, cosiendo y haciendo arreglos para la tienda de ropa de señoras y caballeros Gillespie. Vestía a Matilda con colores pálidos, a menudo con medias largas de color blanco.

—Rapunzel, Rapunzel, suelta tu pelo dorado —dice suavemente su madre al ver pasar a Matilda—. ¿Cómo puede ser la hija de la señora Carbunclo? ¡Decidme!

Su madre dice que hay algo sospechoso. No le sorprendería en absoluto, pero «en absoluto», enterarse de que Matilda es en realidad la hija de alguna chica rica, o la hija de alguna pasión adúltera y que a la señora Carbunclo le pagan para que la críe. Quizá, por otra parte, Matilda fue raptada cuando era un bebé y nada sabe de ello.

—Esas cosas pasan —dice su madre.

La belleza de Matilda, que inspiró esta conversación, era realmente digna de una princesa cautiva. La belleza de las ilustraciones de los libros de cuentos. Cabello largo, ondulado y flotante, de color castaño claro con destellos dorados, que se llamaba rubio en los tiempos en que no había otras rubias que las más descaradas rubias artificiales. La piel rosada y blanca, los ojos grandes y dulces. «Un dechado de humanidad» era una expresión que le venía misteriosamente a la cabeza cuando pensaba en Matilda. Y había algo dulce en el azul de los ojos de Matilda, y en su piel, y en el conjunto de su aspecto. Algo dulce, frío y amable…, posiblemente algo estúpido. ¿No tienen todas esas princesas de cuento un velo suave, un velo de estupidez sobre la rubia belleza, un aire de sacrificio inconsciente, de benevolencia desvalida? Todo esto aparecía en Matilda a la edad de doce o trece años. Tenía la edad de Morris, iba a la clase de Morris en la escuela. Pero le iba bastante bien, de modo que parecía que no era en absoluto tonta. Se la conocía por ser campeona de ortografía.

Joan recogía toda la información que podía encontrar sobre Matilda y se familiarizaba con cada uno de los atuendos que llevaba. Maquinaba para encontrársela y, como vivían en la misma manzana, se la encontraba a menudo. Desfallecida de amor, Joan advertía cada cambio en el aspecto de Matilda. ¿Llevaba hoy el cabello suelto, por encima de los hombros, o lo llevaba recogido? ¿Se había pintado las uñas con una laca transparente? ¿Llevaba puesta la blusa de rayón color azul pálido con el diminuto ribete de puntilla alrededor del cuello, que le daba una apariencia suave y extraña, o la camisa blanca de algodón almidonada, que la convertía en una estudiante aplicada? Matilda poseía un collar de cuentas de cristal, rosa claro, cuya visión, en el cuello de Matilda, le producía a Joan un sudor delicado en la parte interior de los brazos.

Anteriormente Joan había inventado otros nombres para ella. «Matilda» le traía a la mente cortinas deslucidas, marquesinas de tiendas de campaña grises, una mujer vieja de piel floja. ¿Y Sharon? ¿Lilliane? ¿Elizabeth? Después, Joan no sabía cómo, el nombre de Matilda se transformó. Empezó a brillar como la plata. La «il» del nombre era plata. Pero no metálica. En la mente de Joan el nombre brillaba en ese momento como un pliegue de satén.

La cuestión de los saludos era sumamente importante, y a Joan le latía el pulso en el cuello mientras esperaba. Matilda, por supuesto, debía hablar primero. Podía decir «Hola», que era alegre e implicaba camaradería, u «Hola, ¿qué tal?», que era más cortés y más personal. De vez en cuando decía «Hola, Joan», lo que indicaba una atención especial y una mirada provocativa que hacía que los ojos de Joan se llenasen inmediatamente de lágrimas y depositaba en ella una carga vergonzosa y exquisita de felicidad.

Este amor disminuyó, por supuesto. Como otras pruebas y emociones, llegó a su fin, y el interés de Joan por Matilda Buttler volvió a la normalidad. Matilda también cambió. Cuando Joan estaba en la escuela de segunda enseñanza, Matilda ya trabajaba. Consiguió un empleo en el bufete de un abogado; era auxiliar administrativa. Puesto que ya ganaba su propio sueldo y estaba parcialmente fuera del control de su madre —solo parcialmente porque todavía vivía en casa—, cambió de estilo. Parecía que quisiera ser menos una princesa y más como todo el mundo. Se cortó el pelo y lo llevaba a la moda del momento. Empezó a maquillarse, a pintarse los labios de un color rojo brillante que endurecía la forma de su boca. Se vestía como las demás chicas, con faldas largas y ajustadas con un corte y blusas de lazos flojos en el cuello, y zapatos de bailarina. Perdió su palidez y su indiferencia. Joan, que tenía la intención de conseguir una beca para estudiar arte y arqueología en la Universidad de Toronto, recibió a esta Matilda con serenidad. Y el último jirón de su adoración se esfumó cuando Matilda empezó a aparecer con un novio.

El novio era un hombre de aspecto agradable, unos diez años mayor que ella. Tenía el pelo oscuro que le clareaba, un bigote fino y una expresión bastante hostil, recelosa y resuelta. Era muy alto y se inclinaba hacia Matilda, con el brazo alrededor de su cintura, cuando paseaban por la calle. Paseaban mucho por la calle porque la señora Carbunclo le había cogido mucha aversión y no le dejaba entrar en casa. Al principio no tenía coche. Luego sí. Se decía que era o bien piloto de avión o bien camarero de un restaurante elegante, y no se sabía dónde lo había conocido Matilda. Cuando caminaban, de hecho llevaba el brazo por debajo de la cintura de Matilda; sus dedos extendidos reposaban tranquilamente sobre el hueso de su cadera. A Joan le parecía que aquella mano atrevida y firme tenía algo que ver con su expresión sombría y desafiante.

Pero antes de esto, antes de que Matilda consiguiera un empleo o se cortase el pelo, sucedió algo que le mostró a Joan (para entonces hacía mucho que había dejado de estar enamorada) un aspecto, o un efecto, de la belleza de Matilda que ella no se había imaginado. Vio que aquella belleza la marcaba —en Logan, en todo caso— como podría hacerlo una cojera, o un defecto del habla. La aislaba, más severamente, quizá, que una ligera deformidad, porque no podía ser vista como un oprobio. Cuando se dio cuenta de ello, no se sorprendió demasiado, aunque seguía siendo decepcionante ver que Matilda, en cuanto le fue posible, hizo todo lo que pudo para camuflar, o librarse, de aquella belleza.

La señora Buttler, la señora Carbunclo, cuando invade su cocina, como lo hace de vez en cuando, nunca se quita su abrigo negro ni su turbante de terciopelo multicolor. «Eso es para que no pierdas la esperanza», dice su madre. La esperanza de que está a punto de irse, de que se va a librar de ella en menos de tres horas. También es para tapar el atroz atuendo que lleva debajo. Al tener aquel abrigo, y estar deseando llevarlo todos los días del año, la señora Carbunclo no tiene que cambiarse de vestido. Emana de ella un olor… alcanforado, sofocante.

Llega a media perorata, cargando en su charla… contra algo que le ha ocurrido, contra alguna persona que la ha ultrajado, como si una estuviese segura de saber qué o quién ha sido. Como si su vida estuviese en las noticias y una no hubiese escuchado el último par de comunicados. Joan siempre está deseosa de escuchar la primera media hora más o menos de este informe, o andanada, con preferencia desde fuera de la habitación, para poder escabullirse cuando las cosas empiezan a ponerse repetitivas. Si una intenta escabullirse desde donde la señora Carbunclo pueda verla, es capaz de preguntar sarcásticamente adónde vas con tanta prisa, o de acusarte de no creerle.

Joan está haciendo eso, escuchando desde el comedor, mientras hace ver que practica su pieza de piano para el concierto de Navidad de la escuela pública. Joan está en el último curso de la escuela primaria y Matilda está en su último año de segunda enseñanza. (Morris lo dejará, después de Navidad, para encargarse del almacén de madera.) Es un sábado de mediados de diciembre por la mañana, cielo gris y escarcha de hierro. Esta noche se celebra el baile de Navidad de la escuela de segunda enseñanza, el único baile formal del año en el arsenal de la ciudad.

Es el director de la escuela de segunda enseñanza quien se ha puesto en malas relaciones con la señora Carbunclo. Es un hombre corriente llamado Archibald Moore a quien sus alumnos acostumbran llamar Archie Balls, o Archie Balls More, o Archie More Balls.[8] La señora Carbunclo dice que no sirve para el trabajo. Dice que se le puede comprar y que todo el mundo lo sabe; no se puede aprobar la escuela de segunda enseñanza a menos que le sueltes dinero.

—Pero los exámenes los califican en Toronto —dice la madre de Joan, como si estuviera auténticamente perpleja.

Por un rato, disfruta apurando las cosas, con leves objeciones y preguntas.

—Está confabulado también con ellos —dice la señora Carbunclo—. Con ellos también.

Sigue diciendo que si el dinero no hubiese cambiado de manos él nunca habría salido de la escuela de segunda enseñanza. Es muy tonto. Un ignorante. No puede solucionar los problemas de la pizarra ni traducir el latín. Tiene que tener un libro con las frases escritas en inglés en la parte de arriba. Y también, hace unos cuantos años, dejó embarazada a una chica.

—¡Oh, yo no lo había oído nunca! —dice la madre de Joan, muy cortés.

—Se echó tierra sobre el asunto. Tuvo que pagar.

—¿Le llevó eso todas las ganancias que había hecho con los exámenes?

—Tendría que haberlo azotado.

Joan toca suavemente el piano —«Jesús, alegría del deseo del hombre» es la pieza, y muy difícil— porque espera oír el nombre de la chica, o quizá cómo se desembarazaron de la criatura. (Una vez la señora Carbunclo describió el modo en que cierto médico de la ciudad se desembarazaba de los niños, los productos de sus propios arranques licenciosos.) Pero la señora Carbunclo da vueltas a la raíz de su agravio, que parece ser algo sobre el baile. Archibald Moore no ha organizado el baile de la manera adecuada. Debería hacer que todos sacasen los nombres de las parejas a tomar. O debería hacer que todos fueran sin parejas. O lo uno o lo otro. De esa manera, Matilda podría ir. Matilda no tiene pareja —ningún chico se lo ha pedido— y dice que no irá sola. La señora Carbunclo dice que irá. Dice que la hará ir. La razón por la que la hará ir es porque el vestido ha costado mucho dinero. La señora Carbunclo enumera: el coste del tul, el tafetán, las lentejuelas, las ballenas en el talle —es sin tirantes—, la cremallera de cincuenta centímetros. Ella misma ha hecho ese vestido, echándole incontables horas de trabajo, y Matilda se lo ha puesto una vez. Se lo puso anoche en la obra de la escuela de segunda enseñanza en el teatro del ayuntamiento, y eso es todo. Ella dice que no se lo pondrá esta noche, que no irá al baile, porque nadie se lo ha pedido. Todo es culpa de Archibald Moore, el estafador, el fornicador, el ignorante.

Joan y su madre vieron a Matilda anoche. Morris no fue…, ya no quiere salir con ellas por las noches. Prefiere escuchar la radio o garabatear números, que probablemente tengan que ver con el almacén de madera, en una libreta especial. Matilda hizo el papel de una modelo de la que un joven se enamora. Su madre dijo a Morris cuando llegó a casa que había sido listo por no ir, que era una obra infinitamente tonta. Matilda no hablaba, desde luego, pero se mantenía quieta durante mucho rato, mostrando un bello perfil. El vestido era maravilloso…, una nube de nieve con lentejuelas de plata brillando como escarcha.

La señora Carbunclo ha dicho a Matilda que tiene que ir. Con pareja o sin ella, tiene que ir. Tiene que ponerse su vestido y un abrigo y estar en la puerta a las nueve. La puerta estará cerrada con llave hasta las once, hora en que la señora Carbunclo se va a la cama.

Pero Matilda sigue diciendo que no irá. Dice que se sentará en el cobertizo del carbón en la parte trasera del patio. Ya no es el cobertizo del carbón, es simplemente una barraca. La señora Carbunclo ya no puede comprar carbón, del mismo modo que los Fordyce tampoco pueden.

—Se helará —dice la madre de Joan, realmente preocupada por la conversación por primera vez.

—Le estará bien empleado —dice la señora Carbunclo.

La madre de Joan mira el reloj y dice que siente ser descortés pero que acaba de acordarse de que tiene una cita en la ciudad. Tiene que irse a empastar un diente, y debe darse prisa…, se ve en la obligación de pedirle que la disculpe.

De esta manera echan a la señora Carbunclo —quien dice que es la primera vez que oye hablar de hacerse empastar un diente un sábado— y la madre de Joan telefonea de inmediato al almacén de madera para decirle a Morris que vaya a casa.

Entonces empieza la primera discusión —la primera discusión en serio— que Joan haya oído entre Morris y su madre. Morris le dice una y otra vez que no. No hará lo que su madre quiere que haga. Parece como si no hubiera modo de convencerlo, de ordenárselo. No parece un muchacho hablando con su madre, sino un hombre hablando con su mujer. Un hombre que sabe más que ella y que está preparado para todos los trucos que ella utilizará para lograr que ceda.

—Bueno, creo que eres muy egoísta —dice su madre—. Creo que no puedes pensar en nadie más que en ti mismo. Estoy muy decepcionada contigo. ¿Te gustaría ser esa pobre chica con su lunática madre? ¿Sentada en el cobertizo del carbón? Hay cosas que un caballero haría, ¿sabes? Tu padre habría sabido qué hacer.

Morris no responde.

—No es como si le propusieras matrimonio ni nada por el estilo. ¿Qué te va a costar? —le dice su madre despectivamente—. ¿Dos dólares cada uno?

Morris le dice en voz baja que no es eso.

—¿Te pido muy a menudo que hagas algo que no quieres hacer? ¿Lo hago? Te trato como a un hombre hecho y derecho. Tienes toda clase de libertad. Bien, ahora te pido que hagas algo para demostrar que realmente puedes actuar como un adulto y merecer tu libertad, y ¿qué tengo que oír de ti?

Eso sigue un rato más, y Morris se resiste. Joan no ve cómo va a ganar su madre y se sorprende de que no abandone. No lo hace.

—Tampoco hace falta que des la excusa de que no sabes bailar, porque sabes, yo misma te enseñé. ¡Eres un excelente bailarín!

Luego, qué sorpresa, Morris debió de acceder, porque a continuación Joan oye a su madre que dice:

—Ve a ponerte un jersey limpio. —Las botas de Morris suenan pesadamente en la escalera de atrás y su madre le grita—: ¡Estarás encantado de haber hecho esto! ¡No lo lamentarás!

Abre la puerta del comedor y le dice a Joan:

—No oigo que aquí se toque mucho el piano. ¿Tan buena eres que ya puedes dejar de practicar? La última vez que te oí tocar esa pieza entera fue horrible.

Joan empieza de nuevo desde el principio. Pero, cuando Morris baja la escalera y cierra la puerta de un portazo y su madre, en la cocina, pone la radio, abre la alacena y empieza a reunir algo para la comida, se interrumpe. Joan se levanta de la banqueta del piano y atraviesa el comedor sin hacer ruido, cruza la puerta hacia el vestíbulo, y se dirige hacia la puerta principal. Pone la cara contra el cristal de colores. No se puede ver a través de este cristal, porque el vestíbulo está oscuro, pero si se pone el ojo en el sitio adecuado se puede ver lo que hay fuera. Hay más rojo que cualquier otro color, de modo que escoge una visión roja, aunque ha conseguido cada uno de los colores en su momento: azul, dorado y verde; incluso aunque haya solo una pequeña hoja, ha ideado una manera de mirar a través.

La casa de bloques de cemento gris al otro lado de la calle se ha vuelto de color lavanda. Morris está en la puerta. Se abre la puerta y Joan no puede ver quién la ha abierto. ¿Ha sido Matilda o ha sido la señora Carbunclo? Los árboles rígidos y pelados y el arbusto de lilas junto a la puerta de aquella casa son de un rojo oscuro, como de sangre. El jersey bueno de Morris, de color amarillo, es un bulto rojo dorado, un semáforo, en la puerta.

En la parte de atrás de la casa, la madre de Joan está cantando con la radio. No tiene conocimiento de peligro alguno. Entre la puerta principal, la escena del exterior, y su madre cantando en la cocina, Joan siente la oscuridad, la frialdad, la fragilidad y la transitoriedad de aquellas habitaciones medio vacías y altas de su casa. Es solo un lugar para ser juzgado como otros lugares…, no es algo especial. No es una protección. Ella siente esto porque se le ocurre que su madre puede estar equivocada. En aquella ocasión (y en otras, por lo que toca a su fe y sus suposiciones) puede estar equivocada.

Es la señora Carbunclo. Morris ha dado la vuelta, baja por el camino y ella viene tras él. Morris baja los dos escalones hasta la acera, cruza la calle rápidamente sin mirar a su alrededor. No corre, lleva las manos en los bolsillos, y su cara rosada de ojos rojos sonríe para demostrar que nada de lo que está ocurriendo lo ha cogido por sorpresa. La señora Carbunclo lleva la bata de estar por casa, suelta, deshilachada y poco vista, su pelo rosa está alborotado como el de un fantasma; en lo alto de la escalera se detiene y le grita, de modo que Joan puede oírla a través de la puerta:

—¡No estamos tan mal para necesitar que un tuerto lleve a mi hija al baile!