II
White roses cold as snow
Bloom where those «angels» lie.
Do they but rest below
Or, in God’s wonder, fly? [3]
En 1879, Almeda Roth vivía todavía en la casa de la esquina de las calles Pearl y Dufferin, la casa que su padre había construido para su familia. La casa sigue allí hoy; el encargado de la tienda de licores vive en ella. Está cubierta con planchas de aluminio y un porche cerrado ha sustituido la veranda. La leñera, la valla, las puertas, el retrete, el establo…, todo ha desaparecido. Una fotografía tomada hacia 1880 lo muestra todo en su lugar. La casa y la valla se ven algo estropeadas, necesitadas de una mano de pintura, pero quizá sea solo por el aspecto descolorido de la amarillenta fotografía. Las ventanas, con cortinas de encaje, parecen ojos blancos. No se ve la sombra de ningún árbol grande y, de hecho, los altos olmos que dieron sombra a la ciudad hasta los años cincuenta, así como los arces que le dan sombra ahora, son árboles jóvenes y enjutos, con toscas vallas a su alrededor para protegerlos de las vacas. Sin la protección de esos árboles, saltan a la vista patios traseros, tendederos, montones de leña, cobertizos remendados, establos y retretes, todo al descubierto, expuesto, con aire provisional. Pocas casas tenían algo parecido al césped, solo un pedazo de llantén, hormigueros y suciedad removida. Quizá unas petunias crecían en la parte de arriba de un tocón, en una caja redonda. Solo la calle principal está cubierta con grava; las demás calles son caminos sucios, de barro o de polvo, según la estación. Hay que vallar los patios para que no entren los animales. Las vacas están atadas con cuerdas en terrenos libres, o pacen en patios traseros, pero a veces se escapan. Los cerdos también se sueltan y los perros vagan libres o dormitan como verdaderos señores en las aceras de madera. La ciudad ha arraigado, no va a desaparecer, y no obstante todavía conserva algo del aspecto de un campamento. Y, como un campamento, está todo el tiempo bulliciosa: llena de gente que, dentro de la ciudad, camina normalmente allá adonde vaya; llena de animales que dejan bostas de caballo, boñigas de vaca y cagarrutas de perros, por lo que las señoras tienen que levantarse las faldas; llena del ruido de los edificios y de los carreteros gritando a sus caballos y de los trenes que llegan varias veces al día.
Me enteré de esa vida leyendo el Vidette.
La población era más joven de lo que lo es ahora, de lo que lo será nunca. Las personas mayores de cincuenta años, por lo general, no van a un lugar nuevo y duro. Hay todavía pocas personas en el cementerio, pero la mayor parte de ellas murieron jóvenes, en accidentes, de parto o por epidemias. Es la juventud lo que salta a la vista en la ciudad. Los niños vagan por las calles en pandillas. La escuela es obligatoria solo durante cuatro meses al año, y hay muchos trabajos eventuales que incluso un niño de ocho o nueve años puede hacer: cardar lino, sujetar caballos, repartir comestibles, barrer las aceras de madera delante de las tiendas. Una gran parte del tiempo lo pasan buscando aventuras. Un día siguieron a una mujer anciana, una borracha apodada Reina Aggie. La metieron en una carretilla, la llevaron por toda la ciudad y después la echaron a una acequia para que se le pasara la borrachera. También pasan una gran parte del tiempo por los alrededores de la estación del ferrocarril. Saltan sobre vagones de maniobras y corren entre ellos y se retan a arriesgarse, lo que de vez en cuando tiene como resultado que queden mutilados o se maten. Y vigilan a cualquier extranjero que llegue a la ciudad. Le siguen, le ofrecen llevarle las maletas y le indican —por una moneda de cinco centavos— un hotel. Se burlan de los extranjeros que no parecen prósperos y los atormentan. La especulación les rodea a todos ellos: es como una nube de moscas. ¿Han venido a la ciudad para emprender un nuevo negocio, para persuadir a la gente de que invierta en algún proyecto, para vender curas o artilugios, para predicar en las esquinas de las calles? Todas estas cosas son posibles cualquier día de la semana. Esté alerta, dice el Vidette a la gente. Estos son tiempos de oportunidades y de peligro. Vagabundos, timadores, buhoneros, picapleitos y simples ladrones viajan por los caminos, y especialmente por las carreteras. Se anuncian los robos: dinero invertido que jamás se vuelve a ver, un par de pantalones cogidos del tendedero, troncos del montón, huevos del gallinero. Tales incidentes aumentan durante el tiempo caluroso.
El tiempo caluroso acarrea también accidentes. Más caballos se desbocan entonces, y vuelcan las calesas. Manos pilladas en la máquina de escurrir mientras se hace la colada, un hombre cortado en dos en el aserradero, un muchacho que saltaba muerto al caer sobre las tablas en el almacén de maderas. Nadie duerme bien. Los niños pequeños languidecen con dolencias veraniegas y a las personas gordas les falta el aliento. Hay que enterrar los cuerpos rápidamente. Un día un hombre va por las calles tocando un cencerro y gritando: «¡Arrepentíos, arrepentíos!». Esta vez no es un extraño, es un joven que trabaja en la carnicería. Llévalo a casa, envuélvelo en paños fríos, dale una medicina para los nervios, mantenlo en la cama, ruega por su juicio. Si no se recupera, tendrá que ir al manicomio.
La casa de Almeda Roth da a la calle Dufferin, que es una calle de considerable respetabilidad. En esa calle tienen sus casas comerciantes, el propietario de un molino y un operario de los pozos de sal. Pero la calle Pearl, adonde dan las ventanas y las puertas traseras es otra historia. Las casas de los trabajadores son contiguas a la suya. Hileras de casas pequeñas, pero decentes, correctas. Las cosas se deterioran hacia el final del bloque, y el siguiente, el último, llega a ser tétrico. Nadie, a no ser las personas más míseras, las no respetables y los pobres indignos, viviría allí, al borde del hoyo de un pantano —desecado desde entonces— llamado Pantano de la calle Pearl. Allí crecen abundantes y exuberantes malas hierbas; se han levantado chabolas improvisadas, hay montones de basura y escombros, y cantidad de niños pequeños, escuchimizados, arrojan las heces desde la puerta. La ciudad intenta obligar a esas personas a que se construyan retretes, pero prefieren ir a la maleza. Si una pandilla de chicos baja allí en busca de aventura, es posible que consiga más de la que fue a buscar. Se dice que ni el policía de la ciudad bajaría a la calle Pearl un sábado por la noche. Almeda Roth nunca ha ido más allá de la hilera de casas. En una de ellas vive la joven Annie, que la ayuda en la limpieza de la casa. Esa misma muchacha, como es una chica decente, nunca ha ido más allá del último bloque del pantano. Ninguna mujer decente lo haría.
Pero aquel mismo pantano, que se extiende al este de la casa de Almeda Roth, ofrece una bonita vista al amanecer. Almeda duerme en la parte de atrás de la casa. Sigue en la misma habitación que compartió con su hermana Catherine: no pensaría siquiera en trasladarse a la habitación grande de delante, en la que su madre acostumbraba permanecer en cama todo el día y que más tarde fue el dominio solitario de su padre. Desde su ventana puede ver salir el sol, la niebla del pantano llenándose de luz, los macizos árboles más cercanos flotando frente a esa niebla y los árboles de detrás que se hacen visibles. Robles de pantano, suaves arces, alerces americanos.