Agárrame fuerte, no me sueltes

Ruinas de «Kirk of the Forest». Viejo cementerio, William Wallace declarado Guardian of Scotland aquí, 1298.

Palacio de Justicia en el que sir Walter Scott administraba juicio, 1799 - 1832.

¿Philiphaugh? 1945.

Ciudad gris. Algunas antiguas piedras grises como Edimburgo. También estuco de un marrón grisáceo, no tan antiguo. La biblioteca fue antiguamente la prisión.

El terreno de los alrededores es muy escarpado, casi montañas bajas. Colores canela, lila, gris. Algunos trozos oscuros, parecen pinos. ¿Repoblación? Los bosques al borde de la ciudad, roble, haya, abedul, acebo. Las hojas vueltas, marrón dorado. El sol está fuera, pero el viento desapacible y húmedo parece salir del suelo. Un riachuelo bonito y limpio.

Una lápida hundida, doblada…, el nombre, la fecha, etc., todo se ha borrado, solo una calavera y los huesos cruzados. Chicas de pelo rosa pasan fumando.

Hazel tachó la palabra «juicio» y escribió «justicia» en su lugar. Luego tachó «lila» que le parecía una palabra demasiado frívola para describir las bellas y sombrías colinas. No supo qué escribir en su lugar.

Había apretado el timbre junto a la chimenea, con la esperanza de pedir una bebida, pero nadie había acudido.

Hazel tenía frío en aquella habitación. Al registrarse aquella tarde en el Hotel Royal, una mujer con un mechón de pelo dorado y un rostro suave y afilado le había echado una ojeada, le había dicho a qué hora servían la cena y le había señalado la sala de arriba como el lugar en el que debía sentarse, excluyendo de ese modo el cálido y ruidoso bar de abajo. Hazel se preguntaba si las huéspedes eran consideradas demasiado respetables para sentarse en el bar. ¿O no era ella lo bastante respetable? Llevaba pantalones de pana, zapatillas de deporte y una chaqueta con capucha. La mujer del pelo dorado llevaba un bonito traje sastre azul pálido con botones brillantes, medias de nailon de encaje y unos zapatos de tacón que hubiesen matado a Hazel en media hora. Cuando volvió, al cabo de un par de horas de paseo, pensó en ponerse su único vestido, pero decidió no dejarse intimidar. Se cambió y se puso un par de pantalones negros de terciopelo y una blusa de seda para demostrar que había hecho algún esfuerzo, se cepilló y se volvió a recoger el cabello, que entonces era tan gris como rubio, y lo suficientemente fino para habérsele enredado con el viento.

Hazel era viuda. Andaba por los cincuenta años y enseñaba biología en el instituto de Walley, Ontario. Aquel año disfrutaba de una excedencia. Era una persona que no te sorprendería encontrar sentada sola en un rincón del mundo al que no pertenecía, escribiendo cosas en un cuaderno para evitar la aparición del pánico. Se había dado cuenta de que era normalmente optimista por la mañana, pero que el pánico era un problema al anochecer. Aquella clase de pánico nada tenía que ver con el dinero, los billetes, planes o peligros cualesquiera que pudieran encontrarse en un lugar extraño. Tenía que ver con una pérdida de fuerza en el propósito y con la pregunta: ¿por qué estoy aquí? Uno podría, igual de razonablemente, hacerse esa pregunta en casa, y algunas personas lo hacen, pero por lo general allí hay lo bastante que hacer para pasarla por alto.

En ese momento se ha dado cuenta de la fecha que había escrito junto a «Philiphaugh»: 1945. En lugar de 1645. Pensó que debía de haberla influido el estilo de aquella habitación. Ventanas de ladrillo y cristal, alfombra rojo oscuro con un dibujo que da vueltas, cortinas de cretona con flores rojas y hojas verdes sobre un fondo beige. Muebles macizos, polvorientos, oscuros y tapizados. Lámparas de pie. Todo esto pudo haber estado allí cuando el marido de Hazel, Jack, acostumbraba ir a aquel hotel, durante la guerra. Algo debía de haber entonces en la chimenea, una estufa de gas, o bien una parrilla auténtica, de carbón. En ese momento no había allí nada. Y el piano se había mantenido probablemente abierto, afinado, para bailar. O bien tenían un gramófono de 78 revoluciones. El cuarto habría estado lleno de militares y de chicas. Podía ver el oscuro lápiz de labios de las chicas, el pelo recogido y buenos vestidos de crepé, con sus escotes en forma de corazón o sus cuellos desmontables de puntilla blanca. Los uniformes de los hombres serían tiesos y ásperos contra los brazos y las mejillas de las chicas, y tendrían un olor excitante, a agrio y a humo. Hazel tenía quince años cuando terminó la guerra, de modo que no fue a muchas fiestas de esa clase. E incluso cuando conseguía ir a una era demasiado joven para que la tomaran en serio, y tenía que bailar con otras chicas o quizá con el hermano mayor de una amiga. El olor y el tacto de un uniforme debían de ser solo algo que ella se imaginaba.

Walley es un puerto lacustre. Hazel creció allí, y también Jack, pero ella no le conoció, ni le vio como para poder recordarle, hasta que apareció en un baile del instituto acompañando a la profesora de inglés, que era una de las carabinas. Para entonces Hazel tenía diecisiete años. Cuando Jack bailó con ella estaba tan nerviosa y excitada que temblaba. Él le preguntó qué le pasaba y ella tuvo que decirle que creía que estaba incubando una gripe. Jack se lo comentó a la profesora de inglés y acompañó a Hazel a casa.

Se casaron cuando Hazel tenía dieciocho años. En los cuatro primeros años de matrimonio tuvieron tres hijos. Después ya no tuvieron más. (Jack decía a la gente que Hazel había descubierto cuál era la causa.) Jack había empezado a trabajar en una empresa de venta y mantenimiento de electrodomésticos en cuanto salió de las fuerzas aéreas. El negocio pertenecía a un amigo suyo que no había ido a ultramar. Hasta el día de su muerte Jack trabajó en aquel lugar, más o menos en el mismo trabajo. Por supuesto, tuvo que aprender sobre cosas nuevas, como hornos microondas.

Después de haber estado casada durante unos quince años, Hazel empezó a hacer cursos a distancia. Luego viajó a diario a un colegio, a unos ochenta kilómetros de su casa, como estudiante de dedicación plena. Se licenció y se convirtió en profesora, que era lo que había querido ser antes de casarse.

Jack debió de estar en aquella habitación. Podría fácilmente haber visto aquellas cortinas, haberse sentado en aquella silla.

Finalmente, un hombre entró para preguntarle qué quería beber.

Scotch —dijo ella.

Aquello, a él, le hizo sonreír.

—Whisky será suficiente.

Pues claro. No se pide un whisky escocés en Escocia.

Jack estaba destacado cerca de Wolverhampton, pero acostumbraba ir hasta allí durante sus permisos. Fue a hacer una visita y luego regresó para quedarse con el único pariente que conocía en Gran Bretaña: una prima de su madre, una mujer llamada Margaret Dobie. No estaba casada, vivía sola; en aquel entonces era de mediana edad, de modo que en ese momento sería bastante vieja, si realmente seguía viva. Jack no mantuvo contacto con ella después de volver a Canadá; no era escritor de cartas. Hablaba de ella, no obstante, y Hazel encontró su nombre y su dirección cuando revisó sus cosas. Escribió una carta a Margaret Dobie, solo para decirle que Jack había muerto y que a menudo había mencionado sus visitas a Escocia. La carta nunca fue contestada.

Jack y esta prima parecían haber hecho buenas migas. Se alojó con ella en una casa grande, fría y descuidada, en una montañosa granja donde ella vivía con sus perros y sus ovejas. Le pidió prestada una motocicleta con la que iba a dar vueltas por el campo. Iba hasta la ciudad, hasta aquel mismo hotel, a beber y a hacer amigos, o a armar broncas con otros militares o a ir tras las chicas. Allí conoció a Antoinette, la hija del hotelero.

Antoinette tenía dieciséis años, demasiado joven para que le fuera permitido ir a fiestas o entrar en un bar. Tenía que salir a hurtadillas para encontrarse con Jack detrás del hotel o en el camino junto al río. Una chica deliciosa, descuidada, dulce y ligera de cascos. La pequeña Antoinette. Jack hablaba de ella delante de Hazel y a Hazel con tanta facilidad como si la hubiese conocido no solo en otro país, sino en otro mundo. Tu fardo rubio, acostumbraba llamarla Hazel. Se imaginaba a Antoinette llevando alguna prenda de cama de lana color pastel y creía que tendría el pelo sedoso como un niño pequeño y una boca suave y magullada.

La misma Hazel era rubia cuando Jack la conoció, aunque no ligera de cascos. Era tímida, remilgada e inteligente. Jack venció fácilmente la timidez y el remilgo, y no le irritó, como irritaba entonces a la mayoría de los hombres, la inteligencia. La tomó como una especie de broma.

El hombre volvió en ese momento con una bandeja. En ella había dos whiskies y una jarra de agua.

Le sirvió a Hazel su copa y cogió la otra. Se acomodó en una silla frente a la de ella.

Así que no era el camarero. Era un extraño que le había invitado a una copa. Empezó a protestar.

—Toqué el timbre —dijo—. Creí que usted había venido porque yo había tocado el timbre.

—Ese timbre es inútil —le dijo con satisfacción—. No. Antoinette me dijo que la había puesto a usted aquí, así que pensé que vendría y que le preguntaría si quería tomar algo.

Antoinette.

—¿Antoinette —dijo Hazel— es la señora con la que he estado hablando esta tarde?

Ella sintió que algo caía en su interior: su corazón, su estómago o su valor…, lo que sea que se cae.

—Antoinette —dijo él—. Ésa es la señora.

—¿Y ella es la directora del hotel?

—Es la propietaria del hotel.

El problema era exactamente lo contrario de lo que ella había esperado. No era que las personas se hubieran ido y que los edificios hubieran desaparecido sin dejar rastro. Exactamente lo contrario. La primera persona con la que había hablado aquella tarde había sido Antoinette.

No obstante, debería haberse dado cuenta. Debería haberse dado cuenta de que una mujer tan bien arreglada, Antoinette, no emplearía a ese tipo como camarero. Mira sus pantalones marrones con rodilleras y el agujero de una quemadura en la parte delantera de su suéter de cuello en V. Debajo del suéter llevaba una camisa de color oscuro y una corbata. Pero no parecía mal cuidado ni desanimado. Más bien parecía un hombre que se tenía en tan buen concepto que podía permitirse ser algo dejado. Tenía un cuerpo robusto y fuerte. Un rostro cuadrado y lozano, cabello blanco ahuecado que le surgía como un adorno vigoroso alrededor de la frente. Estaba encantado de que ella le hubiese tomado por el camarero, como si eso pudiera ser una especie de jugarreta que él le hubiese gastado. En la clase ella le habría tomado por un posible alborotador, no de los ruidosos ni de los tontos, ni de la clase definitivamente despectiva y hastiada, sino de los que se sientan en la parte de atrás de la clase, inteligentes e indolentes, y hacen observaciones de las que no puedes estar totalmente seguro. Subversión mansa, astuta y decidida…, una de las cosas más difíciles de erradicar en una clase. Lo que hay que hacer (Hazel les había dicho esto a los profesores más jóvenes, o a aquellos que tendían a desanimarse más fácilmente que ella), lo que hay que hacer es encontrar alguna manera de desafiar su inteligencia. Convertirla en una herramienta, no en un juguete. La inteligencia de una persona así está infrautilizada.

De todos modos, ¿qué le importaba a ella aquel hombre? El mundo no es una clase. Te he calado, se dijo, pero nada tengo que hacer al respecto.

Estaba pensando en él para mantener su mente apartada de Antoinette.

Él le dijo que su nombre era Dudley Brown y que era representante. Dijo que vivía allí —ella entendió que quería decir que tenía una habitación en el hotel— y que su oficina estaba un poco más abajo de la calle. Un huésped permanente; un viudo, pues, o un soltero. Ella pensó que un soltero. Aquel aire de satisfacción, centelleante y agudo, no sobrevivía normalmente a la vida de casado.

Demasiado joven, a pesar del cabello blanco, unos cuantos años demasiado joven para haber estado en la guerra.

—¿De modo que ha venido usted aquí en busca de sus raíces? —le preguntó, dándole a la palabra su pronunciación estadounidense más exagerada.

—Soy canadiense —le dijo Hazel muy amablemente—. No pronunciamos «raíces» de esa manera.

—Ah, le ruego me perdone —dijo—. Me temo que es lo que hacemos. Tendemos a englobarlos a todos, a ustedes y a los estadounidenses.

Después ella empezó a hablarle de su asunto, ¿por qué no? Le dijo que su marido había estado allí durante la guerra y que siempre habían pensado en hacer aquel viaje juntos, pero no lo habían hecho y su esposo había muerto, y entonces ella había ido sola. Aquello era cierto solo a medias. A menudo le había sugerido a Jack aquel viaje, pero siempre había dicho que no. Creyó que era por ella…, que no lo quería hacer con ella. Ella se tomó las cosas más personalmente de lo que debería haberlo hecho durante mucho tiempo. Probablemente él solo quería decir lo que dijo. Dijo: «No, no sería lo mismo».

Se equivocaba si quería decir que las personas no estarían en su sitio, en el que acostumbraban estar. Incluso en aquel momento, cuando Dudley Brown le preguntó el nombre de la prima del campo y Hazel dijo «Margaret Dobie, la señorita Dobie, pero probablemente ya esté muerta», el hombre se echó a reír. Se rió, sacudió la cabeza y dijo:

—Oh, no, de ningún modo, por supuesto que no. Maggie Dobie está lejos de estar muerta. Es una señora muy vieja, ciertamente, pero no creo que haya pensado en absoluto en morirse. Vive en la misma tierra en la que siempre ha vivido, aunque es una casa distinta. Goza de buena salud.

—No respondió a mi carta.

—Ah, no querría.

—Entonces supongo que tampoco querrá una visita.

Casi deseaba que él dijese que no. Me temo que la señorita Dobie vive muy recluida. No, ninguna visita. ¿Por qué entonces había ido tan lejos?

—Bueno, si llega usted sola, no lo sé, eso sería una cosa —dijo Dudley Brown—. No sé cómo se lo tomaría, pero si yo le telefonease, le hablase de usted y luego fuésemos juntos, entonces creo que sería usted muy bien recibida. ¿Le importaría? Es también una bonita excursión. Escoja un día en el que no llueva.

—Eso sería muy amable por su parte.

—Ah, no está lejos.

En el comedor, Dudley Brown comía en una mesa pequeña y Hazel en otra. Era una bonita sala, con paredes azules y sólidas ventanas que daban a la plaza del pueblo. Hazel no percibía la penumbra ni el descuido que predominaban en el vestíbulo. Antoinette les servía. Ofrecía las verduras en bandejas de plata con utensilios bastante complicados. Era muy correcta, incluso altiva. Cuando no servía se quedaba junto al aparador, alerta, erguida, con el cabello tieso en su red de laca, su traje inmaculado, y los pies delgados y deshinchados en sus zapatos de tacón alto.

Dudley dijo que no comería el pescado. Hazel también lo había rechazado.

—¿Ves? Hasta los estadounidenses —dijo Dudley—. Ni siquiera los estadounidenses se comerían esa cosa congelada. Y uno pensaría que estaban acostumbrados; ellos lo congelan todo.

—Soy canadiense —dijo Hazel. Pensó que él se disculparía al recordar que ya se lo había dicho antes. Pero ni él ni Antoinette le hacían el menor caso. Se habían enzarzado en una discusión cuyo tono de experimentada acritud les hacía parecer casi casados.

—Bueno, pues yo no comería otra cosa —decía Antoinette—. No comería ningún pescado que no hubiese sido congelado. Y no lo serviría. Quizá estaba bien antiguamente, cuando no teníamos toda la química que ahora tenemos en el agua y toda esta contaminación. Los peces están ahora tan llenos de contaminación que necesitamos la congelación para matarla. Es así, ¿no? —dijo volviéndose para incluir a Hazel—. En Estados Unidos lo saben todo sobre eso.

—Yo simplemente prefería el asado —dijo Hazel.

—De modo que el único pescado seguro es el congelado —dijo Antoinette, ignorándola—. Y otra cosa: cogen el mejor pescado para congelarlo. El desechado lo dejan para venderlo fresco.

—Pues entonces dame el defectuoso —dijo Dudley—. Déjame probarlo con la química.

—Tú estás loco. Yo no me metería un trozo de pescado fresco en la boca.

—No tendrías esa posibilidad. No por aquí.

Mientras se dictaba la ley de este modo acerca del pescado, Dudley Brown llamó una o dos veces la atención de Hazel. Tenía una expresión muy franca que indicaba, más de lo que lo habría hecho una sonrisa, una mezcla establecida de afecto y desprecio. Hazel siguió mirando el traje de Antoinette. Aquel traje le hacía pensar en Joan Crawford. No el estilo del traje, sino su perfecto estado. Había leído una entrevista con Joan Crawford, hacía años, que explicaba los numerosos trucos que tenía para mantener el pelo, el calzado y las uñas en perfectísimo estado. Recordaba algo acerca de la forma de planchar las costuras. No hay que planchar nunca las costuras abiertas. Antoinette parecía una mujer que debía de saberse todo aquello al dedillo.

Al fin y al cabo, no había esperado encontrarse a Antoinette todavía aniñada, bulliciosa y encantadora. Ni mucho menos. Hazel se había imaginado —y no sin satisfacción— a una mujer regordeta con dientes postizos. (Jack solía recordar la costumbre de Antoinette de meterse caramelos en la boca entre besos y hacerle esperar hasta que hubiese chupado su dulzura hasta el último trozo.) Un alma afable, charlatana, vulgar, una abuelita contoneante, eso es lo que ella creyó que quedaría de Antoinette. Y ahí estaba aquella mujer delgada, alerta, perspicaz y tonta, perfumada, pintada y conservada a un palmo de su vida. Alta también. No parecía probable que hubiese sido un fardo acogedor, ni siquiera a los dieciséis años.

Pero ¿cuánto encontrarías en Hazel de la chica que Jack llevó a casa después del baile? ¿Cuánto de Hazel Joudry, una chica pálida, de voz chillona, que se sujetaba el pelo rubio atrás con dos lazos de plástico rosa, en Hazel Curtis? Hazel era también delgada, pero fuerte, no frágil como Antoinette. Tenía músculos de cultivar la huerta, de hacer caminatas y de esquiar en la montaña. Estas actividades también le habían secado, arrugado y endurecido la piel, y en algún momento había dejado de preocuparse por ello. Tiró todos los potingues de colores, lápices y ungüentos mágicos que había comprado en momentos de envalentonamiento o de desesperanza. Se dejó crecer el pelo del color que le saliera y se lo sujetó por detrás de la cabeza. Abrió a la fuerza la concha de su belleza cada vez más dudosa y cara; salió. Lo hizo incluso años antes de que Jack muriese. Tuvo algo que ver con cómo asumió el mando de su vida. Ha dicho y ha pensado que llegó un momento en el que tuvo que asumir el mando de su vida, y ha instado a otros a tomar el mismo camino. Anima a la acción, al ejercicio, al gobierno. No le importa que la gente sepa que cuando tuvo treinta años sufrió lo que se llamaba un colapso nervioso. Durante casi dos meses fue incapaz de salir de casa. Se quedaba en cama la mayor parte del tiempo. Pintaba los dibujos de los libros de colorear de los niños. Eso era todo lo que podía hacer para controlar su miedo y su pena difusa. Entonces tomó el mando. Solicitó prospectos de facultades. ¿Qué es lo que la puso en marcha de nuevo? No lo sabe. Tiene que decir que no lo sabe. Quizá solo se cansó, tiene que decir. Quizá solo se cansó de su crisis nerviosa.

Sabía que cuando se levantó de la cama —esto es lo que ella no dice— dejó atrás alguna parte de sí misma. Tenía la sospecha de que era una parte que tenía que ver con Jack. Pero entonces ella no pensaba que cualquier abandono tendría que ser permanente. De todos modos, no podía evitarse.

Cuando hubo terminado su asado y sus verduras, Dudley se levantó bruscamente. Saludó a Hazel con la cabeza y le dijo a Antoinette:

—Me voy ahora, corderita.

¿Había dicho eso realmente: «corderita»? Fuera lo que fuese, tenía la inflexión satírica que precisaría un cariño entre él y Antoinette. Quizá dijo «muchachita». La gente decía «muchachita» aquí. El conductor del autobús de Edimburgo se lo había dicho a Hazel aquella tarde.

Antoinette le sirvió a Hazel flan de albaricoque y empezó de inmediato a informarle acerca de Dudley. Se suponía que la gente era muy reservada en Gran Bretaña —eso era lo que a Hazel le habían inducido a pensar sus lecturas, si no Jack—, pero no siempre parecía ser el caso.

—Va a ver a su madre antes de que se acueste —dijo Antoinette—. Siempre se va temprano a casa los domingos por la noche.

—¿No vive aquí? —preguntó Hazel—. Quiero decir, ¿en el hotel?

—Él no dijo eso, ¿verdad? —dijo Antoinette—. Estoy segura de que no dijo eso. Tiene su propio hogar. Tiene una casa muy bonita. La comparte con su madre. Ahora está siempre en la cama; hay que hacérselo todo. Tiene una enfermera de día y también una enfermera de noche. Pero él siempre le hace una visita y va a charlar con ella los domingos por la noche, aunque ella no distinga entre él y Adán. Debió querer decir que come aquí. No puede esperar que la enfermera le haga la comida. De todos modos, ella no lo haría. Ya no hacen nada extra por uno. Quieren saber exactamente lo que se supone que deben hacer y no hacen ni un gesto más. Es lo mismo que yo tengo aquí. Si les digo: «Barran el suelo» y no les digo: «Recojan la escoba cuando hayan terminado», dejan la escoba por ahí.

«Ahora es el momento», pensó Hazel. No podría decirlo si lo dejaba para más adelante.

—Mi esposo venía aquí —dijo—. Venía aquí durante la guerra.

—Bueno, de eso hace mucho tiempo, ¿verdad? ¿Quiere tomar el café ahora?

—Gracias —dijo Hazel—. Vino aquí primero porque tenía un pariente. Una tal señorita Dobie. El señor Brown parecía saber quién era.

—Es una persona bastante anciana —dijo Antoinette, con desaprobación, pensó Hazel—. Vive fuera, en el valle.

—El nombre de mi esposo era Jack.

Hazel esperó, pero no obtuvo respuesta alguna. El café era malo, lo que fue una sorpresa, porque el resto de la comida había sido muy buena.

—Jack Curtis —dijo—. Su madre era una Dobie. Venía aquí durante los permisos, se quedaba con su prima y venía al pueblo por las noches. Venía aquí, al Hotel Royal.

—Era un lugar muy bullicioso durante la guerra —dijo Antoinette—. Eso me han dicho.

—Me hablaba del Hotel Royal y también la mencionó a usted —dijo Hazel—. Me sorprendió oír su nombre. No creí que todavía estaría usted aquí.

—No he estado aquí siempre —dijo Antoinette, como si el que se supusiera que había estado allí siempre hubiese sido un insulto para ella—. Viví en Inglaterra mientras estuve casada. Por eso no hablo igual que los de aquí.

—Mi esposo ha muerto —dijo Hazel—. La mencionó. Dijo que su padre era propietario del hotel. Dijo que era usted rubia.

—Todavía lo soy —dijo Antoinette—. Mi pelo es del mismo color de siempre; nunca he tenido que hacerme nada en él. No me acuerdo muy bien de los años de la guerra. Yo era muy pequeña en aquel momento. Creo que no había nacido cuando comenzó la guerra. ¿Cuándo empezó la guerra? Yo nací en 1940.

Dos mentiras en una parrafada, difícilmente cabía alguna duda. Mentiras descaradas, hipócritas, deliberadas, a su servicio. Pero ¿cómo podría saber Hazel si Antoinette estaba mintiendo al decir que no conocía a Jack? A Antoinette no le quedaba más remedio que decir eso, por la mentira que debía de haber dicho siempre sobre su edad.

Durante los tres días siguientes llovía y dejaba de llover. Cuando no llovía, Hazel se daba una vuelta por el pueblo, mirando las coles reventonas en los huertos traseros, las cortinas floreadas y sin arrugas de las ventanas, e incluso cosas como un frutero con frutas de cera sobre la mesa de un comedor estrecho y reluciente. Debía de creer que era invisible por la forma en que se detenía y escudriñaba. Se acostumbró a que las casas estuviesen todas juntas en hilera. Al girar la calle, de repente tenía una vista brumosa de las subyugantes colinas. Caminó junto al río y se metió en un bosque que era todo de hayas, con cortezas parecidas a la piel de un elefante y bultos como ojos hinchados. Le daban una especie de luz gris al aire.

Cuando llegaron las lluvias, se quedaba en la biblioteca, leyendo historia. Leyó sobre los antiguos monasterios que había antiguamente allí, en el condado de Selkirk, y sobre los reyes con su bosque real, y sobre todas las guerras contra los ingleses. Flodden Field. Ella ya conocía algunas cosas por la lectura que había hecho en la Enciclopedia Británica antes de salir de casa. Sabía quién era William Wallace y que Macbeth mató a Duncan en una batalla en lugar de matarle en la cama.

Cada noche antes de cenar Dudley y Hazel tomaban un whisky en la sala. Había aparecido un radiador eléctrico y estaba colocado delante de la chimenea. Después de cenar, Antoinette se sentaba con ellos. Tomaban juntos el café. Más tarde, por la noche, Dudley y Hazel tomaban otro whisky. Antoinette veía la televisión.

—¡Qué historia más larga! —decía Hazel educadamente. Le contó a Dudley algo de lo que había leído y observado—. Cuando vi al principio el nombre de Philiphaugh en aquel edificio al otro lado de la calle no sabía qué significaba.

—En Philiphaugh empezó la lucha —dijo Dudley, sin duda repitiendo una cita—. ¿Sabe cómo?

—Los covenanters —dijo Hazel.

—¿Sabe qué sucedió después de la batalla de Philiphaugh? Los covenanters colgaron a sus prisioneros. Aquí mismo, en la plaza del pueblo, debajo de las ventanas de los comedores. Luego asesinaron sanguinariamente a todas las mujeres y los niños en el campo. Muchas familias viajaban con el ejército de Montrose, porque muchos de ellos eran mercenarios irlandeses. Católicos, por supuesto. No, no los asesinaron a todos. A algunos les hicieron avanzar hacia Edimburgo. Pero por el camino decidieron arrojarlos por un puente.

Le contó aquello en un tono muy cordial, con una sonrisa. Hazel había visto anteriormente aquella sonrisa y nunca había estado segura de lo que significaba. ¿Acaso un hombre que sonreía de aquel modo te estaba desafiando a no creer, a no aceptar, a no estar de acuerdo en que así debían ser las cosas, para siempre?

Jack era una persona con la que resultaba difícil discutir. Aguantaba cualquier disparate: de los clientes, de los niños, probablemente también de Hazel. Pero cada año se enfadaba el día de la conmemoración del fin de la guerra, porque el diario local imprimía alguna historia lúgubre sobre ella.

NADIE GANA EN UNA GUERRA era el titular de una de esas historias. Jack tiraba el periódico al suelo.

—¡Bendito sea Dios! ¿Creen que todo sería igual si Hitler hubiese ganado?

También se enfadaba cuando veía a los manifestantes pacifistas en televisión, aunque normalmente no decía palabra, solo silbaba a la pantalla, de un modo controlado y harto. Por lo que Hazel veía, lo que pensaba era que muchas personas, mujeres desde luego, pero, según avanzaba el tiempo, cada vez más hombres también, estaban decididas a estropear la imagen de la mejor parte de su vida. La estaban estropeando con piadosos lamentos y reproches y cierta dosis de mentira absoluta. Ninguna de ellas admitiría que algo de la guerra fuese divertido. Incluso en la Legión se suponía que había que poner una cara larga, no se esperaba que dijeras que no te la habrías perdido por nada del mundo.

Cuando estaban recién casados, Jack y Hazel iban a bailes, o a la Legión, o a las casas de otras parejas, y más pronto o más tarde los hombres empezaban a contar sus historias de la guerra. La mayoría de las historias no las contaba Jack, ni las más largas, y las suyas nunca estaban cargadas de heroísmo ni de estar cara a cara con la muerte. Por lo general hablaba de cosas que eran divertidas. Pero entonces estaba en la cúspide, porque había sido piloto de bombardero, que para un hombre era una de las cosas más admiradas que se podía haber sido. Había volado en dos turnos completos de operaciones («ops»; incluso las mujeres se referían a las «ops»); es decir, había volado en cincuenta bombardeos.

Hazel acostumbraba sentarse con las demás jóvenes esposas a escuchar, paciente, orgullosa y, en su caso al menos, aturdida por el deseo. Aquellos maridos llegaron a ellas adornados con un probado valor. Hazel se apiadaba de las mujeres que se habían entregado a hombres inferiores.

Diez o quince años más tarde, las mismas mujeres se sentaban con caras cansadas, o se miraban las unas a las otras, o incluso se retiraban —Hazel lo hacía, a veces— cuando se contaban las historias. El grupo de hombres que contaba aquellas historias se había reducido, y se redujo más. Pero Jack seguía estando en el centro del mismo. Se hizo más descriptivo, más cuidadoso, algunos dirían que prolijo. Recordaba entonces el ruido de los aviones en el cercano campo de aviación estadounidense, el potente ruido que hacían al calentar motores a primeras horas de la mañana y después despegar, en grupos de tres, y volar sobre el mar del Norte en sus grandes formaciones. Las fortalezas volantes. Los estadounidenses bombardeaban de día, y sus aviones nunca volaban solos. ¿Por qué no?

—No sabían navegar —decía Jack—. Bueno, sabían, pero no como nosotros.

Se enorgullecía de una destreza especial, o de una temeridad que no se molestaba en explicar. Contaba cómo los aviones de la RAF se perdían de vista los unos a los otros casi de inmediato y volaban durante seis o siete horas solos. A veces la voz que les dirigía por radio era una voz alemana con un perfecto acento inglés, que les daba información absolutamente falsa. Hablaba de aviones que surgían de la nada, deslizándose por encima o por debajo de uno, y de la destrucción de aviones en irreales fogonazos de luz. Nada era como en las películas, nada tan concentrado u organizado: nada tenía sentido. A veces había pensado que podía oír muchas voces, o música instrumental, misteriosa pero familiar, justo al lado o dentro de los ruidos del avión.

Luego parecía volver a la tierra, en más de un sentido, y explicaba sus historias de despedidas y borracheras, peleas en las puertas a oscuras de los bares, bromas pesadas en los cuarteles.

La tercera noche, Hazel pensó que sería mejor que hablase con Dudley sobre el viaje para ir a ver a la señorita Dobie. La semana iba transcurriendo y la idea de la visita no la alarmaba tanto, pues ya se había acostumbrado un poco a estar allí.

—Telefonearé por la mañana —dijo Dudley. Parecía encantado de que se lo hubiera recordado—. Veré si le va bien. También hay posibilidades de que el tiempo aclare. Mañana o pasado mañana iremos.

Antoinette estaba viendo un programa de televisión en el que las parejas se seleccionaban sin conocerse, por medio de un complicado ritual, tenían una cita, y luego iban a la semana siguiente a explicar cómo había ido todo. Se reía abiertamente de las confesiones catastróficas.

Antoinette acostumbraba ir al encuentro de Jack solo con su camisón debajo del abrigo. Su papá la habría zurrado, solía decir Jack. Nos habría zurrado a los dos.

—Yo la llevaré, pues, a ver a la señorita Dobie —le dijo Antoinette a Hazel durante el desayuno—. Dudley tiene muchas cosas que hacer.

Hazel dijo:

—Sí, sí; de acuerdo, si es que Dudley está demasiado ocupado.

—Ya está todo arreglado —dijo Antoinette—. Pero iremos algo más pronto de lo que Dudley había planeado. He pensado que esta mañana, un poco más tarde, antes de la comida. Solo tengo un par de cosas que hacer antes.

De modo que se fueron en el coche de Antoinette, alrededor de las once y media. La lluvia había cesado, las nubes se habían disipado, los robles y las hayas dejaban caer las gotas del agua de lluvia de la noche anterior al agitar sus hojas de color dorado y óxido. La carretera corría entre paredes bajas de piedra. Cruzaba el claro riachuelo de abundante caudal.

—La señorita Dobie tiene una bonita casa —dijo Antoinette—. Es un pequeño y bonito chalet. Está en un rincón de la antigua granja. Cuando la vendió, se quedó un trozo de tierra y se hizo construir un pequeño chalet. Su otra casa, la antigua, estaba muy destartalada.

Hazel tenía en la mente una clara imagen de aquella otra casa antigua. Podía ver la gran cocina, toscamente revocada, con sus ventanas sin cortinas. La fresquera, el horno, el suave sofá de crin. Una gran cantidad de baldes, herramientas y escopetas, carretes de pesca, latas de aceite, linternas, cestos. Una radio a pilas. En una silla sin respaldo, una mujer enorme y robusta, con pantalones, sentada, engrasando un arma o cortando patatas de siembra o limpiando pescado. No había ni una sola cosa que no pudiera hacer ella misma, le había dicho Jack, al transmitirle esta imagen a Hazel. Él mismo también se puso en ella. Se sentaba en los escalones de la puerta de la cocina, en días de brumoso resplandor como el de ese día —excepto que la hierba y los árboles eran verdes— y se pasaba el tiempo jugando con los perros o intentando quitar el barro de los zapatos que le había pedido prestados a su anfitriona.

—Jack una vez le pidió prestados los zapatos a la señorita Dobie —le dijo a Antoinette—. Aparentemente, tenía unos pies grandes. Siempre llevaba zapatos de hombre. No sé qué le habría pasado a los suyos. Quizá solo tenía botas. De todos modos, se llevó sus zapatos a un baile y bajó al río, no sé a qué (era para encontrarse con una chica, desde luego, probablemente para encontrarse con Antoinette), y los zapatos quedaron empapados y cubiertos de barro. Estaba tan borracho que no se quitó nada al irse a la cama, solo perdió el conocimiento sobre la colcha. La señorita Dobie no dijo ni una palabra de ello. A la noche siguiente llegó tarde a casa y se fue arrastrando hasta la cama a oscuras, ¡y un cubo de agua fría le dio en toda la cara! Ella había preparado aquel montaje de pesos y cuerdas, para que cuando los muelles de la cama se hundieran bajo su peso, el cubo se volcase y el agua le cayese encima de aquel modo, para escarmentarlo.

—No debió de importarle tomarse tantas molestias —dijo Antoinette. Luego dijo que se pararían para comer. Hazel había pensado que el motivo de haber salido cuando lo hicieron era para terminar pronto con la visita, porque Antoinette no tenía mucho tiempo. Pero en ese momento, aparentemente, se estaba guardando de llegar demasiado pronto.

Se detuvieron en un bar que tenía un nombre famoso. Hazel había leído que hubo un duelo allí; se mencionaba en una antigua balada. Pero entonces el bar parecía ordinario y era regentado por un inglés que estaba redecorándolo. Calentaban los bocadillos en un horno microondas.

—Yo no pondría en una casa uno de esos —dijo Antoinette—. Humedecen la comida.

Empezó a hablar sobre la señorita Dobie y la chica que tenía para que la cuidase.

—Bueno, ya no es una chica. Su nombre es Judy Armstrong. Era una de esas, ¿cómo se llaman?, huérfanas. Fue a trabajar para la madre de Dudley. Estuvo trabajando allí un tiempo y luego se quedó embarazada. El resultado fue que tuvo un niño. Eso ocurre a menudo. No se podía quedar en el pueblo tan fácilmente después de aquello, de modo que fue una suerte que la señorita Dobie necesitase a alguien. Judy y su hija fueron allí y resultó ser el mejor arreglo para todas las partes.

Se quedaron en el bar hasta que Antoinette consideró que Judy y la señorita Dobie estarían dispuestas a recibirlas.

El valle se estrechaba. La casa de la señorita Dobie estaba cerca de la carretera, con cerros que se elevaban por detrás. Delante había un brillante seto de laurel y algunos arbustos húmedos, con hojas rojizas o llenos de bayas. La casa estaba estucada, con piedras puestas aquí y allí en un caprichoso estilo suburbano.

Había una mujer joven delante de la puerta. Tenía un cabello magnífico: un rizado abanico de pelo rojo, que le brillaba sobre los hombros. Llevaba un vestido bastante extraño para la hora del día: una especie de vestido de fiesta de una tela marrón fina y sedosa, atornasolada, con un hilo de oro metálico. Debía de estar helada con él; tenía los brazos cruzados, estrujándose los pechos.

—Aquí estamos ya, Judy —dijo Antoinette, hablando fuerte, como si se dirigiera a una persona algo sorda o rebelde—. Dudley no podía venir. Estaba demasiado ocupado. Ésta es la señora de la que te hablé por teléfono.

Judy se sonrojó al dar la mano. Sus cejas eran muy claras, casi invisibles, lo que daba a sus ojos marrón oscuro una mirada indefensa. Parecía consternada por algo…, ¿era por los visitantes, o era solo el resplandor de su propio pelo suelto? Pero era ella quien debía de haberlo cepillado hasta dejarlo así de brillante y quien se lo había arreglado para lucirlo.

Antoinette le preguntó si la señorita Dobie estaba bien.

Una flema espesó la voz de Judith cuando intentaba responder. Se aclaró la garganta y dijo:

—La señorita Dobie ha estado bien todo este año.

Se produjo cierto embarazo al quitarse los abrigos, al no saber muy bien Judy cuándo cogerlos o cómo indicar a Antoinette y Hazel adónde ir. Pero Antoinette se hizo cargo y cruzó el vestíbulo hasta la sala de estar, que estaba llena de tapicería estampada, cobre y adornos de porcelana, cortadera argentina, plumas de pavo real, flores secas, relojes, cuadros y cojines. En medio de todo esto una anciana estaba sentada en una silla de respaldo alto, contra la luz de las ventanas, esperándolas. Aunque era vieja, no estaba arrugada en absoluto. Tenía los brazos y las piernas gruesos y una aureola tupida de pelo blanco. Su piel era morena, como la piel de una manzana russet, y tenía grandes bolsas color púrpura bajo los ojos. Pero esos ojos eran brillantes y taimados, como si allí mirase hacia fuera alguna inteligencia, pero solo cuando quería; algo tan rápido e imprudente como una ardilla que se precipitase hacia atrás y hacia adelante detrás de aquel grueso, verrugoso, oscuro y viejo rostro.

—De modo que es usted la dama de Canadá —le dijo a Antoinette. Tenía una voz fuerte. Los lunares de sus labios eran como uvas azul oscuro.

—No, ésa no soy yo —dijo Antoinette—. Yo soy del Hotel Royal y usted ya me conoce. Soy la amiga de Dudley Brown —dijo sacando una botella de vino de Madeira de su bolso y entregándola, como una credencial—. Éste es el que le gusta, ¿verdad?

—Todo este camino desde Canadá —dijo la señorita Dobie, cogiendo la botella. Seguía utilizando zapatos de hombre; los llevaba puestos, con los cordones desatados.

Antoinette repitió lo que había dicho antes, en voz más alta, y presentó a Hazel.

—¡Judy! ¡Judy, tú sabes dónde están los vasos! —dijo la señorita Dobie. Judy llegaba con una bandeja. Sobre ella había un montón de tazas y platos, una tetera, un plato con trozos de tarta de frutas, leche y azúcar. El pedido de vasos pareció desviarla de su trayectoria y miró a su alrededor como una loca. Antoinette la libró de la bandeja.

—Creo que a ella le gustaría probar primero el vino, Judy —dijo Antoinette—. ¡Qué bonito! ¿Hiciste tú misma la tarta? ¿Me puedo llevar un trozo para Dudley cuando nos vayamos? Le gusta tanto la tarta de frutas. Creerá que la hicieron para él, aunque no puede ser así, puesto que llamó esta mañana y las tartas de fruta llevan mucho más tiempo que eso, ¿verdad? Pero nunca se dará cuenta de la diferencia.

—Ya sé quién es usted —dijo la señorita Dobie—. Es usted la mujer del Hotel Royal. ¿Se han casado usted y Dudley Brown?

—Yo ya estoy casada —dijo Antoinette de mal humor—. Me divorciaría, pero no sé dónde está mi marido. —Su voz se suavizó rápidamente, lo que pareció tranquilizar a la señorita Dobie—. Quizá con el tiempo.

—Así que es por eso por lo que se fue a Canadá —dijo la señorita Dobie.

Judy llegó con vasos. Cualquiera podía ver que sus manos eran demasiado inseguras para servir el vino. Antoinette cogió la botella de las manos de la señorita Dobie y levantó un vaso hacia la luz.

—Si pudieras traerme una servilleta, Judy —dijo Antoinette—. O un paño de cocina limpio. ¡Que sea uno limpio!

—Jack, mi marido —intervino Hazel con resolución, hablando con la señorita Dobie—, mi marido, Jack Curtis, estaba en las fuerzas aéreas y venía a visitarla durante la guerra.

La señorita Dobie entendió aquello muy bien.

—¿Por qué iba a querer visitarme su marido?

—Entonces no era mi marido. Era muy joven. Era primo suyo. De Canadá. Jack Curtis, Curtis. Pero ha debido de tener usted muchos parientes que la habrán visitado a lo largo de los años.

—Nunca tuvimos visitantes. Estábamos demasiado lejos de las carreteras principales —dijo la señorita Dobie con firmeza—. Viví en casa con mi madre y mi padre, luego viví con mi madre y luego sola. Dejé de dedicarme a las ovejas y fui a trabajar al pueblo. Trabajé en la oficina de Correos.

—Es cierto, así es —dijo Antoinette solícitamente, ofreciendo el vino.

—Pero nunca viví en el pueblo —dijo la señorita Dobie, con un orgullo vago que sonaba a venganza—. No. Iba cada día, todo ese camino, con la motocicleta.

—Jack mentó su motocicleta —dijo Hazel para animarla.

—Entonces yo vivía en la casa antigua. Ahora viven allí unas personas terribles.

Alargó el vaso para pedir más vino.

—Jack acostumbraba pedirle prestada la motocicleta —dijo Hazel—. También iba a pescar con usted, y cuando limpiaba el pescado, los perros se comían las cabezas.

—¡Puf! —dijo Antoinette.

—Menos mal que no la puedo ver desde aquí —dijo la señorita Dobie.

—La casa —explicó Antoinette, en pesarosa voz baja—. La pareja que vive en ella no está casada. Se han juntado, pero no están casados. —Y como si lo hubiera recordado de manera natural, le dijo a Judy—: ¿Cómo está Tania?

—Está bien —comentó Judy, que no tomaba vino. Levantó la bandeja de pastel de fruta y la colocó—. Ahora va al jardín de infancia.

—Va en autobús —dijo la señorita Dobie—. El autobús viene y la recoge en la puerta.

—Eso está bien —dijo Antoinette.

—Y la vuelve a traer —continuó la señorita Dobie impresionada—. La vuelve a dejar en la misma puerta.

—Jack decía que tenía usted un perro que comía gachas —dijo Hazel—. Y que una vez le pidió prestados los zapatos. Quiero decir Jack. Mi marido.

La señorita Dobie pareció reflexionar un momento sobre esto. Luego dijo:

—Tania tiene el pelo rojo.

—Tiene el pelo de su madre —dijo Antoinette—. Y los ojos marrones de su madre. Es otra Judy.

—Es ilegítima —dijo la señorita Dobie, con el aire de quien no hace caso de un montón de tonterías—. Pero Judy la cría bien. Judy es una buena trabajadora. Me gusta ver que tienen un hogar. Es a las inocentes, de todos modos, a las que atrapan.

Hazel pensó que aquello acabaría completamente con Judy, que haría que se fuese corriendo a la cocina. En lugar de eso, pareció llegar a una decisión. Se levantó y fue ofreciendo la tarta. En ningún momento el sonrojo había abandonado su cara, ni el cuello, ni la parte de su pecho que dejaba al descubierto el vestido de fiesta. Su piel abrasaba como si la hubieran abofeteado, y su expresión, al inclinarse hacia cada una de ellas con la bandeja, era la de una niña que estaba furiosa, ahogando un grito lleno de rencor y desdén. La señorita Dobie se dirigió a Hazel. Dijo:

—¿Puede usted recitar algo?

Hazel tuvo que pensar por un momento lo que era recitar. Luego dijo que no podía.

—Yo recitaré si quiere —dijo la señorita Dobie.

Dejó el vaso vacío, enderezó la espalda y puso los pies juntos.

—Perdone que no me levante —dijo.

Empezó a hablar con una voz que parecía forzada y vacilante al principio, pero que pronto se hizo persistente y absorta. Su pronunciación escocesa se agudizó. Prestaba menos atención al contenido del poema que al esfuerzo maratoniano de decirlo en el orden apropiado: una palabra detrás de otra, un verso detrás de otro, una estrofa detrás de otra. Su rostro se iba oscureciendo más con el esfuerzo. Pero el recitado no carecía totalmente de expresión; no era como esas presentaciones insensibles de «trabajo memorístico» que Hazel recordaba haber tenido que aprender en la escuela. Parecía más la ofrenda del mejor alumno en la fiesta de la escuela, una especie de martirio público voluntario, con cada inflexión, cada gesto ensayado y ordenado.

Hazel empezó a captar trozos y fragmentos. Una jerigonza sobre hadas, un muchacho capturado por las hadas, luego una chica llamada Rubia Jennet que se enamoraba de él. Rubia Jennet replicaba de modo insolente a su padre, se envolvía en su manto verde e iba al encuentro de su amado. Luego parecía ser la víspera de Todos los Santos a altas horas de la noche, y un gran número de hadas llegaba a caballo. No hadas delicadas, en absoluto, sino un grupo fiero que cabalgaba por la noche provocando un terrible alboroto.

La Rubia Jennet se quedó en pie, con la mente impasible en el deprimente páramo;

y el sonido era cada vez más y más alto

a medida que llegaban cabalgando.

Judy se sentó con la bandeja sobre el regazo y se comió un trozo grande de tarta de frutas. Después se comió otro… todavía con expresión irritada y rencorosa. Cuando se inclinó para ofrecerle tarta, Hazel olió su cuerpo…; no olía mal, pero se trataba de un olor que el lavarse y el desodorizarse habían hecho poco común. Brotaba acaloradamente por entre los pechos generosos de la chica.

Antoinette, sin preocuparse por estar muy callada, se apoderó de un pequeño cenicero de cobre, sacó los cigarrillos del bolso y empezó a fumar. (Dijo que se permitía tres cigarrillos al día.)

Y primero pasó junto al corcel negro, negro,

y luego pasó junto al marrón;

pero rápidamente cogió el corcel blanco como la leche,

y tiró al jinete.

Hazel pensó que de nada servía seguir preguntando por Jack. Alguien de por allí probablemente lo recordase, alguien que lo hubiera visto bajar por el camino en la motocicleta, o que hubiese hablado con él una noche en el bar. Pero ¿cómo iba a encontrar a esa persona? Probablemente fuese cierto que Antoinette le había olvidado. Antoinette ya tenía bastante en la cabeza con lo que sucedía en aquel momento. En cuanto a lo que había en la mente de la señorita Dobie, eso parecía estar sacado del aire, todo testarudez y capricho. En ese momento un duende tenía la prioridad en su parloteante poema.

Le dieron forma en los brazos de Rubia Jennet, un esquipero y una víbora;

lo mantiene firme en cada forma,

para ser el padre de su hijo.

Una nota de triste satisfacción en la voz de la señorita Dobie indicaba que el final podía estar a la vista. ¿Qué era un esquipero? No importaba, Jennet estaba arropando a su amado con su manto verde, un «hombre desnudo como Dios lo trajo al mundo» y la reina de las hadas estaba lamentando su pérdida, y justo en el punto en el que la audiencia temía que se produjera algún nuevo acontecimiento —porque la voz de la señorita Dobie había cedido de nuevo y se había acelerado un poco, como para una larga marcha— el poema se terminó.

—¡Dios mío! —dijo Antoinette cuando estuvo segura—. ¿Cómo puede tener todo eso en la cabeza? Dudley también lo hace. Usted y Dudley, ¡vaya par!

Judy empezó a hacer ruido, distribuyendo tazas y platos. Empezó a servir el té. Antoinette la dejó llegar hasta ahí antes de detenerla.

—Ahora estará un poco fuerte, ¿no crees? —dijo Antoinette—. Me temo que demasiado fuerte para mí. De todos modos, tenemos que marcharnos, de veras. La señorita Dobie estará deseando descansar, después de todo eso.

Judy recogió la bandeja sin protestar y se dirigió hacia la cocina. Hazel la siguió, con la bandeja de la tarta.

—Creo que el señor Brown tenía la intención de venir —le dijo a Judy discretamente—. No creo que supiera que íbamos a salir tan temprano.

—Ah, sí —dijo aquella muchacha resentida y sonrosada, mientras vaciaba en el fregadero el té que había servido.

—¿Le importaría abrir mi bolso —dijo Antoinette— y sacarme otro cigarrillo? Tengo que fumarme otro cigarrillo. Si bajo la vista para hacerlo yo, me marearé. Me está entrando dolor de cabeza, a causa de esos quejidos y ese tono monótono.

El cielo se había vuelto a oscurecer, y circulaban bajo una ligera lluvia.

—Debe de ser una vida solitaria para ella —dijo Hazel—. Para Judy.

—Tiene a Tania.

Lo último que había hecho Antoinette al marcharse era poner algunas monedas en la mano de Judy. «Para Tania», había dicho.

—Quizá le gustaría casarse —dijo Hazel—. Pero ¿conocerá por allí a alguien para casarse?

—No sé si puede resultarle difícil encontrar a alguien en cualquier parte —dijo Antoinette—. Teniendo en cuenta la posición en que se encuentra.

—Eso no es tan importante hoy en día —dijo Hazel—. Las chicas tienen hijos primero y se casan después. Las estrellas de cine y también las chicas corrientes. Constantemente. No importa.

—Yo diría que por aquí sí que importa —dijo Antoinette—. Por aquí no somos estrellas de cine. Un hombre tendría que pensárselo dos veces. Tendría que pensar en su familia. Sería un insulto para su madre. Lo sería aunque ella no tuviese posibilidad de enterarse de la historia. Y si uno se gana la vida tratando con el público, también tiene que pensar en eso.

Detuvo el coche a un lado de la carretera. Dijo: «Perdón», se bajó y fue andando hasta el muro de piedra. Se inclinó hacia adelante. ¿Estaba llorando? No. Estaba vomitando. Tenía los hombros encorvados y le temblaban. Vomitó hábilmente por encima del muro sobre las hojas caídas del bosque de robles. Hazel abrió la puerta del coche y se dirigió hacia ella, pero Antoinette le hizo señas de que volviera.

El impotente e íntimo sonido del vómito, en la quietud del campo, la vaporosa lluvia.

Antoinette se inclinó y se agarró al muro un instante. Luego se irguió, volvió al coche y se limpió con pañuelos, vacilante pero concienzudamente.

—Me da eso —dijo— con los dolores de cabeza que tengo.

Hazel dijo:

—¿Quiere que conduzca yo?

—No está usted acostumbrada a este lado de la carretera.

—Iré con cuidado.

Se cambiaron de sitio y Hazel (bastante sorprendida de que Antoinette hubiese aceptado) condujo despacio, mientras Antoinette permanecía sentada con los ojos cerrados la mayor parte del tiempo y con las manos apretándose la boca. Se le veía la piel grisácea a través del maquillaje rosa. Pero cerca de las afueras de la ciudad abrió los ojos, bajó las manos y dijo algo como:

—Esto es Cathaw.

Estaban pasando por un campo bajo cerca del río.

—Donde en aquel poema —dijo Antoinette, hablando deprisa como lo haría alguien que temiese ser sorprendido por más vómitos— la chica se va y pierde su himen, etcétera.

El campo estaba oscuro y empapado, y rodeado por lo que parecían viviendas protegidas.

A Hazel le sorprendió recordar en ese momento toda una estrofa. Podía oír a la señorita Dobie recitándosela con voz firme.

Ahora, podéis comprar anillos de oro, doncellas,

mantos verdes podéis hilar;

pero, si perdéis vuestra virginidad,

nunca luego volverá.

La señorita Dobie tenía una tonelada de palabras para enterrar cualquier cosa.

—Antoinette no está bien —le dijo Hazel a Dudley Brown cuando llegó al salón aquella noche—. Tiene dolor de cabeza acompañado de vómitos. Hoy fuimos a ver a la señorita Dobie.

—Me dejó una nota —dijo Dudley, sacando el whisky y el agua.

Antoinette estaba en la cama. Hazel la había ayudado a llegar hasta allí porque estaba demasiado mareada para valerse por sí misma. Antoinette se metió en cama con sus enaguas y pidió un paño para lavarse la cara, para poder quitarse lo que le quedaba de maquillaje y no ensuciar la funda de la almohada. Luego pidió una toalla por si vomitaba de nuevo. Indicó a Hazel cómo colgar su traje —aún el mismo y aún milagrosamente inmaculado— en el colgador forrado. Su dormitorio era humilde y estrecho. Daba a la pared de estuco del banco contiguo. Dormía en una cama de metal. Sobre la cómoda estaba desplegada toda la parafernalia que utilizaba para teñirse el pelo. ¿Se sentiría molesta cuando se diera cuenta de que Hazel debía de haberlo visto? Probablemente no. Podría haber olvidado ya aquella mentira. O podría estar preparada para seguir mintiendo, como una reina, que convierte en verdad cualquier cosa que diga.

—Hizo que la mujer de la cocina subiese para lo de la cena —dijo Hazel—. Estará en el aparador y tenemos que servirnos nosotros mismos.

—Sirvámonos de esto primero —dijo Dudley. Había llevado la botella de whisky.

—La señorita Dobie no fue capaz de recordar a mi esposo.

—¿No?

—Había allí una chica. Más bien una mujer joven. Cuida de la señora Dobie.

—Judy Armstrong —dijo Dudley.

Esperó para ver si él podía abstenerse de preguntar más, si podía obligarse a cambiar de tema. No pudo.

—¿Tiene todavía aquel maravilloso pelo rojo?

—Sí —dijo Hazel—. ¿Pensaba que se lo habría rapado?

—Las chicas le hacen cosas terribles a su pelo. Veo espantajos todos los días. Pero Judy no es de esa clase.

—Sirvió una oscura tarta de frutas muy buena —dijo Hazel—. Antoinette dijo que traería un trozo a casa para usted, pero creo que se olvidó. Me parece que ya se sentía mal cuando nos fuimos.

—Quizá la tarta estuviese envenenada —dijo Dudley—. Como lo está a menudo, en los cuentos.

—Judy se comió dos trozos, yo comí un poco y también la señorita Dobie, de modo que no lo creo.

—Quizá solo lo estaba el de Antoinette.

—Antoinette no comió. Solo tomó un poco de vino y fumó un cigarrillo.

Al cabo de un momento de silencio, Dudley preguntó:

—¿Cómo la agasajó la señorita Dobie?

—Recitó un largo poema.

—Ah, sí, lo hace a menudo. Baladas, se llaman, no poemas. ¿Recuerda cuál era?

Los versos que le venían a Hazel a la cabeza eran los referentes a la virginidad. Pero los rechazó por ser crudamente maliciosos e intentó encontrar otros.

—¿Primero méteme en un puesto de leche? —dijo vacilante—. ¿Luego en un puesto de agua?

—Pero agárrame fuerte, no me sueltes —gritó Dudley, muy complacido—. ¡Seré el padre de tu hijo!

Casi tan falto de tacto como los primeros versos en los que había pensado, pero a él no parecía importarle. Se echó hacia atrás en la silla, con aire aliviado, levantó la cabeza y empezó a recitar… el mismo poema que había recitado la señorita Dobie, pero ahora con un tranquilo deleite, y con estilo, con una cálida, triste y espléndida voz masculina. Exageró su acento pero, al haberse empapado ya de buena parte del poema la primera vez, casi en contra de su voluntad, Hazel fue capaz de entender cada palabra. El muchacho apresado por las hadas, que vivía una vida de aventuras y ventajas (incapaz de sentir dolor en primer lugar), pero que se va volviendo más cauto a medida que se va haciendo mayor, asustado de «pagar su debilidad en el infierno», y, anhelando un ambiente humano, seduce a una chica atrevida y le indica cómo puede liberarle. Tiene que hacerlo agarrándose a él, agarrándole sin importar en qué horrores puedan transformarlo las hadas, agarrándole hasta que sus trucos se agoten y le dejen ir. Desde luego, el estilo de Dudley era anticuado y, desde luego, él se burlaba un poco de sí mismo. Pero eso era solo en apariencia. Aquel recitado era como un canto. Uno podía pasar revista a sus anhelos sin temer caer en el ridículo.

Le dieron forma en sus brazos finalmente,

un hombre desnudo como Dios lo trajo al mundo:

ella le arropó en su manto verde,

y así ganó su verdadero amor.

Usted y la señorita Dobie, vaya par.

—Vimos el lugar al que ella iba a verle —dijo Hazel—. En el camino de vuelta, Antoinette me lo enseñó. Abajo, junto al río.

Pensó que era maravilloso estar allí, en medio de las vidas de aquellas personas, viendo lo que había visto de sus intrigas, sus heridas. Jack no estaba allí, Jack no estaba allí después de todo, pero ella sí.

—¿Carterhaugh? —dijo Dudley, con voz desdeñosa y emocionada—. ¡Eso no está junto al río! ¡Antoinette no sabe de qué habla! Eso está en el campo de arriba, tiene vistas al río. Ahí es donde estaban los anillos de las hadas. Hongos. Si hubiese luna, podríamos ir esta noche a verlo.

Hazel podía percibir algo, como si un gato hubiese saltado a su regazo. Sexo. Notó que los ojos se le dilataban, la piel se le estiraba y las piernas se acomodaban, atentas. Pero la luna no iba a salir; aquello era la otra cosa que su tono dejaba claro. Sirvió más whisky, y no para seducirla. Toda la fe y la energía, la habilidad, la falta de memoria que son necesarias para manejar incluso un asunto ínfimo (Hazel lo sabía, porque había tenido dos mínimas aventuras, una en la facultad y otra en un congreso de profesores), todo aquello estaba fuera de su alcance en aquel momento. Dejarían que la atracción pasara por encima de ellos y decayera. Antoinette habría estado dispuesta, Hazel estaba segura de ello. Antoinette habría tolerado a alguien que iba a marcharse, alguien que no importaba realmente, que era solo una estadounidense. Eso era otra cosa para hacerles retroceder: la aceptación de Antoinette. Eso era suficiente para hacerles precavidos, exigentes.

—La pequeña —dijo Dudley con voz más tranquila—. ¿Estaba allí?

—No. Va al jardín de infancia.

Hazel pensó en qué poco se precisaba realmente —una balada— para llevar su mente del estímulo al consuelo.

—¿Sí? ¡Qué nombre le han puesto a esa niña! Tania.

—No es un nombre tan raro —dijo Hazel—. Hoy en día no.

—Lo sé. Todas tienen extravagantes nombres internacionales, como Tania, Natasha, Erin, Solange y Carmen. Ni una tiene un nombre conocido. Esas chicas con el pelo de gallo que veo por las calles. Ellas eligen los nombres. Son las madres.

—Yo tengo una nieta llamada Brittany —dijo Hazel—. Y he oído de una niña llamada Cappuccino.

—¿Cappuccino? ¿De verdad? ¿Por qué no ponerle a una Cassoulet? ¿Fettucini? ¿Alsacia-Lorena?

—Probablemente lo hagan.

—¡Schleswig-Holstein! ¡He ahí un buen nombre para usted!

—Pero ¿cuándo la ha visto por última vez? —preguntó Hazel—. A Tania.

—No la veo —dijo Dudley—. No voy allí. Tenemos asuntos financieros, pero no voy.

Bueno, pues tendría que ir, estuvo a punto de decirle. Debería ir y no hacer arreglos tontos en los que se puede meter Antoinette para estropearlos, como hizo hoy. No obstante, él fue el primero que habló. Se inclinó hacia adelante y le habló con una sinceridad que en algo se debía al alcohol.

—¿Qué tengo que hacer? No puedo hacer felices a dos mujeres.

Una afirmación que podría haberse considerado fatua, vanidosa, evasiva.

No obstante, era cierto. Hazel se interrumpió. Era cierto. Al principio el derecho parecía ser todo de Judy, por su hija, su soledad y su precioso cabello. Pero ¿por qué tenía que salir Antoinette derrotada, solo porque había estado mucho tiempo en la carrera y podía calcular y evitar los abandonos y sabía cómo cuidar de su apariencia? Antoinette debía de haber sido útil, leal, y quizá tierna en privado. Y ni siquiera pedía todo el corazón de un hombre. Podía cerrar los ojos ante una visita secreta de vez en cuando. (Si bien se pondría enferma; tendría que volver la cabeza y vomitar.) Judy no toleraría todo eso. Ella estaría rebosante del fervor de una balada, toda promesas e imprecaciones. Él no podía soportar tal sufrimiento, tal cerco. Así que, ¿le había frustrado hoy Antoinette por su propio bien? Ésa era la manera en la que ella debía de verlo; la manera en que él podría verlo también, al cabo de un tiempo. Incluso en ese momento, quizá, en ese momento en que la balada había agitado y aliviado su corazón.

Jack había dicho algo así una vez. No sobre dos mujeres, sino de hacer a una mujer —bueno, era a Hazel— feliz. Ella pensó en lo que él le había dicho. «Yo podría hacerte muy feliz.» Él quería decir que podría hacer que ella sintiese un orgasmo. Era algo que los hombres decían entonces, cuando intentaban persuadirte, y eso era lo que querían decir. Quizá todavía lo decían. Probablemente no eran tan indirectos hoy en día. Y había tenido razón en lo que prometió. Pero nadie le había dicho aquello antes a Hazel, y ella se quedó asombrada y se tomó la promesa al pie de la letra. Le pareció temerario y profundo; deslumbrante, pero presuntuoso. Tuvo que intentar verse entonces, como alguien a quien se podía «hacer feliz». Todo el preocupado, luchador y complicado fardo de Hazel…, ¿era aquello algo que podía simplemente ser recogido y «hecho feliz»?

Un día, unos veinte años después, iba en coche por la calle principal de Walley y vio a Jack. Miraba a través del escaparate de la tienda de electrodomésticos. Era mientras ella iba a la facultad. Tenía recados que hacer, clases a las que ir, trabajos, laboratorios, deberes. Podía percibir las cosas solo si se detenía durante uno o dos minutos, como ahora, esperando el semáforo. Vio a Jack —lo delgado y juvenil que se le veía con sus pantalones y su suéter— gris e insustancial. No hubo nada que se pareciera a una insinuación de que él iba a morir allí; en la tienda. (Murió realmente allí; se desplomó mientras hablaba con un cliente…, pero aquello fue años después.) No advirtió de inmediato en qué se había convertido su vida: dos o tres noches a la semana en la Legión, las otras noches las pasaba tumbado en el sofá desde la hora de cenar hasta el momento de irse a la cama, viendo la televisión, bebiendo. Tres, cuatro copas. Jamás vulgar, jamás ruidoso, nunca perdió el sentido. Enjuagaba el vaso en el fregadero de la cocina antes de irse a la cama. Una vida de trabajo rutinario, hábitos, momentos, chistes. Todo lo que vio fue su tranquilidad, una mirada que podría haberse llamado espectral.

Vio que su hermosura —una hermosura particular de la Segunda Guerra Mundial, según creía ella, con cierta tendencia a bromear sobre la misma y una orgullosa pasividad— estaba todavía intacta. Lo que él le mostraba a través del cristal era una dulzura espectral.

Ella podría estar esforzándose por llegar hasta él, en ese momento tanto como entonces. Llena de esperanzas que lastimaban, y de pasión, y de acusaciones. Ella entonces no se soltó…, pensaba en un examen, o en comestibles. Y si en ese momento se soltase, sería como intentar sentir el dolor en un miembro perdido. Una prueba rápida, una punzada que lleva toda la forma en el aire. Eso sería suficiente.

Estaba algo borracha para entonces, y pensó en decirle a Dudley Brown que quizá «estaba» haciendo felices a esas dos mujeres. ¿Qué querría decir con eso? Quizá que les estaba dando algo en qué centrarse. Un duro límite que quizá un día una podría atravesar en un hombre, un nudo en su mente que una podría deshacer, una tranquilidad que una podría sacudir o una ausencia que se le podría hacer lamentar…, esas cosas que harán que una preste atención, aunque crea que le han enseñado a no hacerlo. ¿Podría decirse de eso que la hace a una feliz?

Entretanto, ¿qué hace feliz a un hombre?

Tiene que ser algo totalmente distinto.