Naranjas y manzanas

—He contratado a una chica bien parecida de Shawtown —dijo el padre de Murray—, es una Delaney, pero por el momento no parece tener malas costumbres. La he puesto en el departamento de prendas masculinas.

Eso era en la primavera de 1955. Murray acababa de salir de la universidad. Había vuelto a casa y había visto al instante la suerte que le aguardaba. Cualquiera podía verlo, escrito en el rostro ensombrecido y hundido de su padre, creciendo casi a diario en el estómago de su padre, la dura masa que lo mataría antes del invierno. En seis meses Murray estaría al cargo, sentado en el pequeño despacho de vigilancia que colgaba como una jaula en la parte posterior del almacén, por encima del linóleo.

Zeigler’s se llamaba entonces todavía Grandes Almacenes Zeigler’s. Tenía casi la misma edad que la ciudad. El edificio actual, de tres plantas, ladrillo rojo, el nombre en angulosas letras de ladrillo gris, que a Murray siempre le habían parecido desconcertantemente elegantes y orientales, había sido levantado en 1880, en sustitución de un primer edificio de madera. El almacén ya no vendía ni comestibles ni quincallería, pero aún tenía ropa de señoras, caballeros y niños, mercería, zapatería, tapicería, artículos del hogar, muebles.

Murray se dio una vuelta para echar un vistazo a la chica bien parecida. La encontró acorralada tras hileras de camisas envueltas en celofán. Barbara. Era alta y bien desarrollada, como su padre había dicho en voz baja y pesarosa. Su espeso pelo negro no era ni rizado ni liso, le salía como un penacho de la amplia y blanca frente. Sus cejas eran espesas y negras también, y brillantes. Murray se enteró más tarde de que se ponía vaselina y se arrancaba los pelos que se encontraba por encima de la nariz.

La madre de Barbara había sido el sostén de una apartada granja. Cuando murió, la familia emigró a Shawtown, que era un pueblo ruidoso y medio rural de las afueras de Walley. El padre de Barbara hacía trabajos esporádicos y sus dos hermanos habían tenido problemas con coches y allanamientos de moradas. Uno de ellos desapareció después. El otro se casó con una chica mandona y sentó cabeza. Era el primero el que había ido al almacén en aquel momento y daba vueltas con el pretexto de visitar a Barbara.

—Cuidado con él —dijo Barbara a los demás dependientes—. Es un pelmazo, pero sabe cómo hacer que se le queden las cosas pegadas en los dedos.

Al oír esto, Murray quedó impresionado por su falta de sentimiento familiar. Él era hijo único, no mimado, sino favorecido, y se sentía obligado por muchos lazos de deber, decencia y amor. En cuanto llegaba a casa desde la facultad, tenía que ir a saludar a todas las personas que trabajaban en el almacén, a la mayoría de las cuales conocía desde que era niño. Tenía que hablar y sonreír en las calles de Walley, afable como un príncipe coronado.

Al hermano de Barbara lo cogieron con un par de calcetines en un bolsillo y un paquete de ganchos para cortinas en el otro.

—¿Para qué cree que quería los ganchos de cortina? —preguntó Murray a Barbara. Estaba deseoso de convertir aquello en una broma para demostrarle que nada había contra ella a causa de su hermano.

—¿Y cómo voy a saberlo? —le respondió Barbara.

—Quizá necesita que le aconsejen —dijo Murray. Había hecho algunos cursos de sociología, porque en un determinado momento esperaba llegar a ser pastor de la Iglesia unificada.

Barbara dijo:

—Quizá necesita que le cuelguen.

Murray se enamoró de ella entonces, si no estaba ya enamorado. «He aquí una chica noble —pensó—. Una vigorosa azucena blanca y negra de la marisma irlandesa: Lorna Doone con una lengua más procaz y un temple más fuerte. A mi madre no le gustaría.» (En eso estaba absolutamente en lo cierto.) Era más feliz de lo que había sido en cualquier época desde que perdiera la fe. (Ése era un modo insatisfactorio de expresarlo. Fue como si hubiese entrado en una habitación cerrada, o hubiese abierto un cajón y hubiese visto que su fe se había secado, que se había convertido en un montón de polvo en el rincón.)

Siempre decía que enseguida decidió conquistar a Barbara, pero que no utilizó táctica alguna más allá de un franco despliegue de adoración. Una capacidad de adoración había sido evidente en él durante toda su época de estudiante, junto con su buen carácter y una tendencia a amparar a los desvalidos. Pero era lo bastante fuerte, tenía las suficientes ventajas propias, y ningún golpe serio lo había alcanzado. Era capaz de encajar los golpes menores.

Barbara se negó a ir en una carroza, en el desfile de la elección de la reina del día de la Soberanía, como representante de los comerciantes del centro de la ciudad.

—Estoy absolutamente de acuerdo contigo —dijo Murray—. Los concursos de belleza son degradantes.

—Es por las flores de papel —respondió Barbara—. Me hacen estornudar.

Murray y Barbara viven ahora en Zeigler, un lugar de veraneo, a unos cuarenta kilómetros al norte de Walley. Allí la tierra es desigual y montañosa. Los granjeros la abandonaron al terminar el siglo y la dejaron a merced de la maleza. El padre de Murray compró doscientos acres, construyó una cabaña rudimentaria y llamó al lugar su coto de caza. Cuando Murray perdió el almacén en Walley, y la casa grande y la casita en el terreno detrás del almacén, se fue allí con Barbara y sus dos hijos pequeños. Conducía un autocar escolar para tener unos ingresos en efectivo y trabajaba el resto del tiempo construyendo ocho nuevas cabañas y renovando la que había allí para que sirviera de alojamiento y vivienda para su familia. Aprendió carpintería, albañilería, electricidad, fontanería. Cortó árboles, cegó el riachuelo, limpió el fondo, y acarreó arena para hacer un estanque donde bañarse y una playa. Por razones evidentes —como él dice—, Barbara llevaba las cuentas.

Murray dice que la suya es una historia corriente. ¿Merece el apelativo de clásica? «Mi bisabuelo puso el negocio en marcha. Mi abuelo lo estableció en toda su gloria. Mi padre lo conservó. Y yo lo perdí.»

No le importa decírselo a la gente. No es que les aborde y les abra su pecho de inmediato. Los huéspedes están acostumbrados a verle siempre trabajando: reparando el dique, pintando el bote de remos, transportando provisiones, cavando zanjas; se le ve tan competente e infatigable, tan dedicado al trabajo que está haciendo, que le toman por un granjero que cuida del lugar. Tiene una paciencia, una cordialidad nada curiosa, el cuerpo poco atlético pero fortalecido y útil, el rostro tostado por el sol, el entrecano aire juvenil que podrían esperar de un hombre del campo. Pero los mismos huéspedes vuelven año tras año y a veces se convierten en amigos que son invitados la última noche a cenar en casa. (Entre los habituales se considera un éxito hacerse amigos de la majestuosa Barbara. Algunos nunca lo consiguen.) Entonces pueden llegar a escuchar la historia de Murray.

—Mi abuelo acostumbraba subirse al tejado de nuestro edificio de Walley —dice Murray—. Se subía al tejado y echaba dinero. Cada sábado por la tarde. Monedas de veinticinco centavos, de diez, de cinco…, perras chicas creo que se les llamaba entonces. Atraía a la multitud. Los hombres que levantaron Walley eran tipos chulos. No tenían educación. No eran corteses. Se pensaban que estaban construyendo Chicago.

Dijo que luego sucedió algo distinto. Llegaron las damas, los párrocos y la escuela primaria. Se acabaron los bares y empezaron las reuniones sociales en el jardín. El padre de Murray era una de las autoridades de Saint Andrew’s; fue candidato por el partido conservador.

—Es curioso…, decíamos «ser candidato» en lugar de «presentarse como candidato». El almacén era una institución por aquel entonces. Nada cambió durante décadas. Los antiguos mostradores con tapas de vidrio curvado y el cambio pasando rápidamente por encima de sus cabezas. En los años cincuenta, toda la ciudad era así. Los olmos todavía no habían desaparecido. Habían empezado a desaparecer. En verano los antiguos toldos estaban por toda la plaza.

Cuando Murray decidió modernizarse, se jugó el todo por el todo. Era 1965. Cubrió el edificio entero de estuco blanco y abrió escaparates. Escaparates pequeños, elegantes, a la altura de la vista, puestos a lo largo de la calle, como si estuviesen pensados para exhibir las joyas de la corona. El nombre de Zeigler’s —solo eso—, escrito de un lado a otro del estuco, en neón rosa y letra corriente. Tiró los mostradores que había a la altura de la cintura, alfombró el piso barnizado y puso luces indirectas y muchos espejos. Una gran claraboya por encima de la escalera. (Tenía goteras, tuvo que ser reparada y la quitaron antes del segundo invierno.) Árboles interiores, pequeños estanques y una especie de fuente en la sección de señoras.

Una insensatez.

Mientras tanto, se había abierto un centro comercial al sur de la ciudad. ¿Debería Murray haberse mudado allí? Estaba demasiado endeudado para trasladarse. También se había convertido en promotor de la ciudad. No solamente había cambiado la imagen de Zeigler’s, él mismo había cambiado, y se había convertido en un ocupado portavoz de la escena municipal. Era miembro de comités. Estaba en el comité de urbanismo. Fue así como descubrió que un hombre de Logan, un comerciante y constructor, obtenía dinero del gobierno para restaurar edificios viejos, pero la verdad era que estaba derribando los viejos edificios y conservaba únicamente parte de los cimientos para añadir sus nuevos, feos, mal construidos y lucrativos edificios de apartamentos.

—¡Ajá…! ¡Corrupción! —dice Murray cuando lo recuerda—. ¡Que la gente se entere! Se lo vociferé a los periódicos, prácticamente vociferé en las esquinas de las calles. ¿Qué creía? ¿Creía que la gente «no» lo sabía? Debió de ser un sentimiento de autodestrucción. Fue un sentimiento de autodestrucción. Llegué a ser un orador tan populachero que me echaron del comité. Había perdido credibilidad. Eso dijeron. También había perdido el almacén. Lo perdí en beneficio del banco, además de la gran casa que mi abuelo construyó y la casita en el mismo terreno en la que Barbara, los niños y yo vivíamos. El banco no podía apoderarse de todo, pero yo lo vendí, para liquidar la deuda…, así fue como quise hacerlo. Fue una suerte que mi madre muriese antes de que llegase la bancarrota.

A veces Barbara se excusa mientras Murray está hablando. Puede ir por más café y volver en un momento, o puede coger al perro, Sadie, e ir a dar un paseo hasta el estanque, por entre los pálidos troncos de los abedules y los álamos y bajo los inclinados abetos. A Murray no le importa contar, aunque, sin aparentarlo, escucha para oírla llegar. Cualquiera que se convierta en su amigo tiene que entender cómo Barbara equilibra el contacto con las ausencias, del mismo modo que tiene que comprender que Barbara no quiere «hacer» nada. Hace muchas cosas, desde luego. Cocina, dirige el lugar. Pero cuando las personas descubren lo mucho que ha leído y que nunca ha ido a la universidad, a veces sugieren que debería ir, que debería obtener un título.

—¿Para qué? —dice Barbara.

Y resulta que no quiere ser ni profesora, ni erudita, ni bibliotecaria, ni editora, ni hacer documentales para televisión, ni crítica de libros, ni escribir artículos. La lista de cosas que Barbara no quiere hacer es tan larga como un brazo. Aparentemente, quiere hacer lo que hace: leer, ir a dar paseos, comer y beber con agrado, tolerar alguna compañía. Y, a menos que la gente pueda valorar eso en ella —sus retiros, su rigurosa indolencia (tiene un aire indolente incluso cuando está haciendo una cena excelente para treinta personas)—, no permanece entre quienes tolera.

Mientras Murray estaba ocupado haciendo renovaciones, pidiendo dinero prestado y comprometiéndose en la vida municipal, Barbara leía. Siempre había leído, pero en ese momento permitía que le ocupase cada vez más tiempo. Sus hijos habían empezado a ir a la escuela. Algunos días Barbara no salía de casa. Siempre había una taza de café junto a su silla, y un montón de gruesos y polvorientos libros de la biblioteca, En busca del tiempo perdido, José y sus hermanos, libros de rusos menores de quienes Murray nunca había oído hablar. «Barbara tiene una auténtica obsesión por leer —decía su madre—, ¿es que no le preocupa traer todos esos libros de la biblioteca a casa? Nunca se sabe quién los ha manejado.»

Leyendo aquellos libros tan gruesos, Barbara también engordó. No se puso realmente gorda, pero añadió diez o doce kilos bien distribuidos a su figura alta y nunca frágil. Su cara también cambió…, la carne desdibujó las líneas firmes dándole un aspecto más dulce y en cierto modo más joven. Se le hincharon las mejillas y la boca parecía más reservada. A veces tenía, todavía la tiene, la expresión de una niña abstraída y bastante testaruda. Ahora lee libros más ligeros de checos, japoneses o rumanos, y sigue estando gruesa. Tiene el pelo largo, todavía, y también negro, menos el de alrededor de la cara, que se le ha puesto cano, como si hubieran echado sobre él un trozo de velo.

Murray y Barbara descienden por la colina, desde carreteras serpenteantes y empinadas hasta la cuadrícula recta y llana de los terrenos de cultivo. Se dirigen a Walley por una razón especial. Hace dos semanas, Barbara se descubrió un bulto en la carne de una de las nalgas. Se estaba secando al salir del estanque… (era el último baño, el último momento de tiempo cálido del año). El bulto era aproximadamente del tamaño de una canica.

—Si no estuviese tan gorda, probablemente lo habría visto antes —dijo, sin un pesar ni una alarma especial. Ella y Murray hablaban del bulto como si hablaran de un diente picado…, una molestia que debía ser tratada. Se lo quitaron en el hospital de Walley. Luego tuvieron que hacerle una biopsia.

—¿Es posible tener cáncer de nalgas? —preguntó al médico—. ¡Qué cosa tan indigna!

Él dijo que el bulto podía ser una especie de boya, células malignas que tuvieran su origen en algún otro lugar del cuerpo. Un mensaje sellado. Y podían seguir siendo un misterio: células malignas cuyo hogar de base nunca podría encontrarse. Si es que se demostraba que fuesen células malignas.

—El futuro es incierto hasta que lo sepamos —dijo el médico.

Ayer, la recepcionista del médico telefoneó y dijo que ya tenían los resultados. Le dio hora para que Barbara viera al médico en su consulta de Walley aquella tarde.

—¿Eso es todo? —preguntó Murray.

—¿Qué todo?

—¿Es eso todo lo que dijo?

—Solo es la recepcionista. Eso es todo lo que se supone que debe decir.

Circulan entre muros de trigo. Las cañas son de dos metros o dos metros y medio. En cualquier momento los agricultores empezarán a segarlas. El sol está lo bastante bajo, incluso siendo media tarde, para brillar a través de ellas y volverlas color oro cobrizo. Circulan en medio de un ordenado resplandor, kilómetro tras kilómetro.

La noche anterior no se acostaron hasta tarde; estuvieron viendo una película muy, muy antigua, El camino del pino solitario. Murray la había visto cuando era niño, en el teatro Roxy, en Walley. Todo lo que recordaba era cuando mataban a Buddy y a Henry Fonda haciendo astillas el ataúd de pino.

Pensando en ello, empieza a cantar:

—«Cortaron el viejo pino y lo transportaron hasta el molino». Siempre creí —dice, interrumpiéndose— que esa canción era de esa película.

Barbara sigue cantando.

—«Para hacer un ataúd de pino para mi amor.» —Luego dice—: No seas remilgado.

—No es eso —dice Murray—. Había olvidado lo que venía a continuación.

—No quiero que te quedes sentado en la sala de espera. Es horrible. Vete a la playa y espérame allí. Yo bajaré por la Escalera de la Puesta de Sol.

Pasan por delante de la granja en la que Beatrice Sawicky tenía caballos. Hubo un tiempo en el que tuvo una escuela de equitación. No duró mucho. Después tuvo caballos en pupilaje y debía de ganarse la vida con ello porque siguió haciéndolo y se quedó allí hasta hace cuatro o cinco años, cuando lo vendió todo y, presumiblemente, se marchó a otro sitio. No sabían adónde había ido; la habían visto unas cuantas veces en la ciudad, pero nunca habían hablado con ella. Cuando pasaban y veían los caballos en los campos, uno u otro decía:

—Me pregunto qué fue de Victor.

Cada vez que pasaban no, pero aproximadamente una vez al año, uno de ellos lo decía y el otro respondía: «Sabe Dios», o algo por el estilo. Pero no se han molestado en decirlo desde que Beatrice y los caballos se marcharon.

La primera vez que Victor Sawicky entró en el almacén, ahuyentó a los dependientes —eso le dijo Murray a Barbara—, como un gato entre palomas. Y, de hecho, muchos de los dependientes que Murray había heredado con el almacén parecían realmente palomas…, eran solteronas de pelo gris cuya doncellez no les había impedido hacerse robustas y de pecho voluminoso. Era fácil imaginar un sudor pegajoso de alarma entre aquellos pechos a la vista de Victor. Una de las mujeres fue corriendo rampa arriba hasta la pequeña oficina de Murray para decirle que había un extraño y que nadie podía entender qué era lo que quería.

Quería ropa de trabajo. No era tan difícil entender lo que decía. (Después de todo, había vivido varios años en Inglaterra.) No era el acento polaco lo que había desanimado a los dependientes del almacén Zeigler’s, era el aspecto de Victor. Murray catalogó de inmediato a Victor en la misma clase de seres humanos que Barbara, pero, de los dos, encontró que Victor era, con mucho, el más espléndido y perturbador. Había sido capaz de mirar a Barbara y pensar: «Esa es una chica excepcional». Pero era todavía una muchacha y él quería acostarse con ella. (Entonces hacía siete años que se habían casado.) Victor llamó su atención como podría hacerlo un elegante y regio animal…, por ejemplo un palomino dorado, atrevido pero muy nervioso, avergonzado de la sensación que producía. Uno podía intentar decir algo conciliador pero cortés y pasar la mano por su brillante cuello, si él se dejara.

Murray dijo:

—Ropa de trabajo.

Victor era alto, de huesos ligeros y de aspecto pulido. En la cafetería del hotel British Exchange, a la que él y Murray se acostumbraron a ir, una camarera le dijo un día:

—¿Le importaría contestar a una pregunta? Es que hemos hecho una especie de apuesta. ¿Cuánto mide usted?

—Un metro noventa y cinco centímetros —respondió Victor.

—¿Solo eso? Creíamos que hacía lo menos dos metros diez.

Su piel era de un pálido color oliva, el cabello de un rubio oscuro, los ojos de un azul claro y brillante. Tenía los ojos un poco saltones, y nunca abría del todo los párpados. Tenía unos dientes grandes y manchados, como sus dedos, de nicotina. Fumaba constantemente. Estaba fumando mientras miraba con perplejidad los monos de trabajo del almacén Zeigler’s. Eran demasiado cortos de piernas.

Dijo que él y su mujer, que era inglesa, habían comprado una granja en las afueras de la ciudad. Murray quería hablarle sin la presencia de los dependientes que daban vueltas alrededor, estupefactos, de modo que se lo llevó calle abajo, por primera vez, al British Exchange. Conocía la granja de la que le hablaba Victor y no le parecía gran cosa. Pero Victor le dijo que no tenían la intención de cultivarla. Iban a tener caballos y a regentar una escuela de equitación. Victor pidió a Murray su opinión sobre si eso podría o no tener éxito. ¿Había bastantes niñas ricas por allí?

—Creo que si se tiene una escuela de equitación tiene que haber niñas ricas. Son las que aprenden a montar a caballo.

—Podría anunciarlo en los diarios de la ciudad, y podrían venir en verano —dijo Murray.

—Desde luego. De colonias. Colonias ecuestres. Aquí y en Estados Unidos siempre van de colonias en verano, ¿no es cierto?

Victor parecía encantado con la idea. Todo era absurdo para él, todo era aceptable. Los inviernos…, ¿es cierto que hay heladas desde octubre hasta mayo? ¿Llega realmente la nieve hasta los alféizares de las ventanas? ¿Se puede beber el agua del pozo sin hervirla o hay peligro de coger la fiebre tifoidea? ¿Qué clase de árboles, una vez cortados, dan más calor en la estufa?

Murray no podía recordar después qué preguntas le hizo el primer día, o si hubo alguna vez una frontera entre las preguntas prácticas y las más generales o las personales. No creyó que la hubiera…, todas venían mezcladas. Cuando Victor deseaba saber algo, preguntaba. ¿Cuándo se construyeron aquellos edificios? ¿Cuál es la religión más importante? Y… ¿se la toman muy en serio? ¿Quién es aquel hombre de aspecto importante, aquella mujer triste? ¿En qué trabaja la gente? ¿Hay agitadores, librepensadores, gente muy rica, comunistas? ¿Qué clase de delitos se cometen, cuándo fue la última vez que hubo un asesinato, hay adulterio? ¿Jugaba Murray al golf, tenía una barca de recreo, le llamaban señor sus empleados? (No mucho, no, no.) Los ojos de Victor seguían brillando de gusto, fuera cual fuese la pregunta, fuera cual fuese la respuesta. Estiraba sus largas piernas, que le sobresalían por debajo de la mesa de la cafetería, y unía las manos en la nuca. Disfrutaba abarcándolo todo. Pronto Murray le estaba hablando de cómo su abuelo tiraba monedas a la calle, de los trajes oscuros de su padre y de los chalecos con espaldas de seda, y de su propia inclinación a convertirse en sacerdote.

—¿Pero no llegaste a serlo?

—Perdí la fe.

A Murray siempre le parecía que tenía que sonreír al pronunciar aquello.

—Es…

—Sé lo que es.

Cuando iba a ver a Murray al almacén, Victor no preguntaba a alguno de los empleados si podía verle, sino que subía directamente al despacho, rampa arriba hasta la pequeña jaula. Tenía paredes de hierro forjado alrededor, casi tan altas como Murray, metro setenta y cinco aproximadamente. Victor intentaba subir a hurtadillas, pero, por supuesto, su presencia ya había alterado el almacén y despertado murmullos de atención, de recelo, de excitación. Murray normalmente sabía cuándo iba a ir, pero aparentaba que no. Entonces Victor, para darle una sorpresa, apoyaba su reluciente cabeza sobre la pared, con el cuello entre dos de las puntiagudas y decorativas púas. Se reía de la tonta impresión.

Murray encontraba esto inexplicablemente halagador.

Victor tenía una historia propia, desde luego. Era diez años mayor que Murray; tenía diecinueve años cuando estalló la guerra. Entonces era estudiante en Varsovia. Había estado tomando clases de vuelo, pero todavía no tenía licencia de piloto. No obstante, fue hasta la pista de aterrizaje en la que se encontraban los aviones de la Fuerza Aérea Polaca, él y algunos de sus amigos fueron allí casi como haciendo una travesura la mañana de la invasión alemana, y casi como una broma cogieron varios de los aviones, los hicieron despegar y volaron con ellos hasta Suecia. Después de esto, fue a Inglaterra y se unió a la Fuerza Aérea Polaca, que se había unido a la Royal Air Force. Voló en muchos bombardeos y fue derribado en Francia. Salió de apuros, se escondió en un bosque, comió patatas crudas de los campos, lo ayudó la resistencia francesa y se dirigió hacia la frontera española. Volvió a Inglaterra y se encontró, para su gran decepción, con que no le iban a permitir volar de nuevo. Sabía demasiado. Si lo volvieran a derribar y fuese capturado e interrogado, sabría demasiado. Se quedó tan desilusionado, tan inquieto, dio tanto la lata que le dieron otro trabajo: fue enviado a Turquía, en una misión más o menos secreta, para formar parte de una red que ayudaba a polacos, y otros, que escapaban a través de los Balcanes.

Aquello era lo que había estado haciendo mientras Murray y sus amigos se construían maquetas de aeroplanos e instalaban una especie de carlinga en el cobertizo para bicicletas de la escuela, para fingir que estaban bombardeando Alemania.

—Pero ¿tú te crees realmente todo eso? —le preguntó Barbara.

—Hubo aviones polacos que volaron hasta Suecia antes de que los alemanes pudieran alcanzarlos —decía Murray con terquedad—. Y hubo quien fue derribado en Francia y escapó.

—¿Tú crees que alguien que llama tanto la atención como Victor podría escapar? ¿Crees que enviarían a alguien tan llamativo a una misión secreta? Te tienes que parecer más a Alec Guinness para que te envíen a una misión secreta.

—Quizá llama tanto la atención que parece inocente —dijo Murray—. Quizá parecería la última persona sobre la tierra a quien pudieran enviar a una misión secreta, y esa podría ser la razón por la que nadie sospecharía.

Quizá por primera vez pensó que el cinismo de Barbara era automático e irritante. Era una peculiaridad que tenía, un tic.

Tuvieron esta conversación después de que Victor y Beatrice hubieran ido a cenar. Murray tenía ganas de que Victor y Barbara se conocieran. Quería presentarlos, casi presumir del uno ante el otro. Pero cuando llegó la oportunidad, no estuvieron demasiado bien. Ambos parecían darse aires de superioridad, mostrarse indiferentes, nerviosos, irónicos.

El día de la invitación a cenar, a fines de mayo, había sido anormalmente frío y lluvioso. Los niños —Felicity tenía entonces cinco años y Adam tres— habían estado jugando dentro de la casa todo el día, estorbando a Barbara, desordenando la sala que había limpiado, y a la hora de acostarse no estaban lo suficientemente cansados para estar tranquilos. La tarde, larga y clara, no ayudaba. Hubo muchas llamadas pidiendo agua, informes sobre dolores de barriga, quejas de un perro que casi había mordido a Felicity la semana anterior. Finalmente, Adam entró corriendo en la sala solo con la parte de arriba de su pijama, chillando:

—¡Quieo eta, quieo eta!

«Eta» era la manera infantil de pedir «galleta», una palabra que ya no utilizaba normalmente. Parecía muy probable que esta representación se la hubiera inspirado Felicity y quizá la había ensayado delante de ella. Murray le hizo salir, le llevó a la habitación de los niños y le zurró en su debidamente desnudo trasero. Luego zurró una vez el trasero de Felicity por añadidura y volvió al comedor frotándose las manos, haciendo un papel que detestaba, el de guardián enérgico. La puerta de la habitación permaneció cerrada, pero no pudo dejar fuera un prolongado y vengativo berreo.

Todo había ido mal desde el principio con aquella visita. Murray había abierto la puerta y había dicho efusivamente:

—Los castaños proyectan sus llamas y las flores brotan del espino que el viento acaricia —refiriéndose al tiempo y pensando que Beatrice apreciaría un poema inglés.

Victor, sonriendo distraídamente, dijo:

—¿Qué? ¿Qué dices?

—Es un poema —dijo Beatrice, del mismo modo que si alguien hubiese preguntado: «¿Qué es eso que cruza corriendo el camino?», y ella le hubiese respondido: «Es una marmota americana».

La alegría de Victor se apagó. Su amplia y luminosa sonrisa, su risa parecían forzadas y fuera de lugar, sin energía. Incluso la piel estaba deslustrada y del color de la masilla. Parecía la estatua del príncipe en un cuento que Murray recordaba, un cuento de niños. Al príncipe le sacan sus ojos de piedras preciosas para venderlos y ayudar a los pobres y, finalmente, toda su piel, que es una lámina de oro, con el mismo propósito. Una pequeña golondrina le ayuda cuando está ciego y se convierte en su único amigo.

Toda la casa olía a comida. Barbara había hecho asado de cerdo. Había cocinado las patatas según una nueva receta, cortándolas en rodajas y haciéndolas al horno en una fuente untada con mantequilla. A Murray le parecieron grasientas y ligeramente crudas. Las demás verduras estaban demasiado cocidas, porque los niños la habían estado molestando y distrayendo en la cocina. El pastel de nuez era un postre demasiado copioso para la comida, y la corteza estaba demasiado oscura. Beatrice ni siquiera lo probó. Tampoco se terminó las patatas del plato. No se rió cuando Adam hizo su desastrosa entrada. Probablemente le parecía que los niños deberían ser educados y mantenidos a raya tan estrictamente como los caballos.

Murray pensó que nunca había encontrado una mujer que estuviera loca por los caballos y que le hubiera gustado. Eran mujeres estrechas, rectas y sin sentido del humor, y normalmente no eran guapas. Beatrice tenía un cutis rosado, casi vulgar. Su pelo era opaco y canoso y lo llevaba cortado sin estilo. No se pintaba los labios…, una excentricidad que en aquellos tiempos era una declaración de religiosidad o de desdeñoso descuido en una mujer. Su vestido suelto color seta anunciaba que nada había esperado de aquella cena y que no le había hecho concesión alguna.

Por su parte, Barbara llevaba una falda de algodón, de color amarillo, naranja y cobre, un ajustado cinturón negro, una blusa negra de escote bajo y pendientes de aro grandes y baratos. Una de las cosas de Barbara que Murray no comprendía y de la que no estaba orgulloso, en contraposición a las cosas que no comprendía pero de las que estaba orgulloso, era aquella afición que tenía por la ropa barata y provocativa. Escotes bajos, cinturones de cincha y pantalones estrechos de torero. Iba por las calles de Walley luciendo su cuerpo, que era espléndido para el estilo de la época (o para uno de los estilos de la época, el estilo no de Audrey Hepburn, sino de Tina Louise), y la vergüenza que Murray sentía por ello era compleja e indescriptible. Sentía que ella estaba haciendo algo que no casaba con su seriedad y su reserva, con su tono cáustico. Se comportaba de una manera que su madre podría haber predicho. («Estoy segura de que es realmente una buena chica, pero no estoy segura de que haya sido muy bien educada», había dicho su madre, e incluso Murray comprendió que no se estaba refiriendo a los libros que Barbara podía haber leído o a las notas que había sacado en la escuela.) Lo más preocupante era que se comportaba de una manera que ni siquiera ligaba con su naturaleza sexual, o con lo que Murray conocía de ella…, y él tenía que dar por sentado que lo sabía todo. No era realmente apasionada. A veces pensaba que hacía ver que era más apasionada de lo que realmente era. Eso era lo que aquella ropa le recordaba y la razón por la que no podía mencionársela a ella. Había algo de inseguro, arriesgado, excesivo en ella. Estaba dispuesto a ver muchas cosas difíciles en Barbara —su falta de caridad, quizá, o su intransigencia—, pero nada que le hiciera parecer algo ridícula, o triste.

Había un ramo de lilas en el centro de la mesa. Estaba en medio de las fuentes y dejaban caer sus desordenadas flores sobre el mantel. Murray se puso más y más molesto al verlas y, finalmente, dijo:

—Barbara, ¿tenemos realmente que tener estas flores sobre la mesa? —con la voz de fastidio de un marido como es debido—. Ni siquiera podemos vernos para hablar.

En aquel momento nadie hablaba.

Barbara se inclinó hacia adelante, con lo que mostró impúdicamente el escote. Cogió el ramo sin decir una palabra, y produjo una ducha de lilas sobre el mantel y la fuente de carne. Uno de sus pendientes cayó y fue a parar a la salsa de manzana.

Deberían de haberse reído entonces. Pero nadie fue capaz. Barbara echó a Murray una mirada acusadora. Él pensó que sería mejor que se levantasen entonces, que sería mejor que se levantasen de la mesa y abandonasen la comida no deseada y la inerte conversación. Podía seguir cada uno su propio camino.

Victor sacó el pendiente de la salsa de manzana con una cuchara. Lo limpió con su servilleta, se inclinó ligeramente hacia Barbara y lo dejó junto a su plato.

—He estado intentando acordarme de quién es la heroína de un libro que tú me recuerdas —dijo.

Barbara se volvió a poner el pendiente en la oreja. Beatrice miró más allá o a través de la cabeza de su marido el papel barato, pero de buen gusto —medallones color crema sobre fondo de marfil— que la madre de Murray había elegido para la casita del jardinero.

—Es Katerina Ivanovna Verkhovtsev —dijo Victor—. Es la prometida…

—Sé quién es —respondió Barbara—. Creo que es tonta.

Murray se dio cuenta, por la brusquedad con que finalizó la frase, de que había estado a punto de decir «tonta del culo».

—Es Beatrice —dijo Murray a Barbara mientras la ayudaba a fregar los platos. Le había pedido perdón por las lilas. Le dijo que era Beatrice quien le había puesto nervioso, quien había echado a perder la noche para todos ellos—. Victor no es el mismo con ella —dijo—. Tenía su luz escondida en un cubo. —Se imaginó a Beatrice descendiendo sobre Victor para apagarle. Los salientes huesos. Las deslucidas faldas.

—Podría pasar sin ninguno de los dos —dijo Barbara, y fue en aquel momento cuando hablaron de las personas llamativas y de las misiones secretas. Pero acabaron terminándose el vino y riéndose del comportamiento de Adam y Felicity.

Victor empezó a pasarse por allí por las noches. Aparentemente, la cena no había supuesto para él ruptura alguna ni dificultad en su amistad. De hecho, parecía haberle proporcionado un gran alivio. Ahora podía decir algo sobre su matrimonio…, no una queja, tampoco una explicación, solo algo como: «Beatrice quiere…» o «Beatrice cree…» y estar seguro de que muchas cosas se entenderían.

Y al cabo de poco tiempo dijo más:

—Beatrice está impaciente porque no tengo listo el establo para los caballos, pero primero tengo que ocuparme de los problemas del desagüe y las tejas no han llegado. Así que no hay muy buen ambiente en la granja. Pero hace un verano espléndido. Soy feliz aquí.

Finalmente dijo:

—Beatrice tiene dinero, ¿sabes? De modo que se ve obligada a llamar al montador de tuberías. No… ¿me he equivocado?

Era como Murray había sospechado.

—Se casó con ella por el dinero y ahora tiene que trabajar por él —dijo Barbara—. Pero le queda tiempo para hacer visitas.

—No puede estar trabajando día y noche —dijo Murray—. Ya no viene a tomar café durante el día.

Ésa era la manera en que seguían hablando de Victor: Barbara pinchando, Murray defendiendo. Se había convertido en un juego. Murray se sentía aliviado al ver que Barbara no hacía que Victor se sintiera mal recibido; no parecía molesta cuando aparecía por las noches.

Por lo general, llegaba cuando Murray estaba guardando la segadora, o recogiendo algunos de los juguetes de los niños, o desaguando el pequeño estanque, o cambiando el aspersor en el césped de su madre. (Su madre, como de costumbre, estaba pasando parte del verano lejos, en el valle de Okanagan.) Victor intentaba ayudar, aplicándose a estas tareas como un robot absorto y amable. Luego ponían las dos sillas de madera y linón en medio del patio y se sentaban. Podían oír a Barbara trabajando en la cocina sin encender la luz porque, decía, le daba calor. Cuando terminaba, se daba una ducha y salía al patio descalza, con las piernas al aire y su largo pelo mojado, oliendo a jabón de limón. Murray entraba en la casa y preparaba tres tragos, con ginebra, tónica, hielo y limas. Normalmente se olvidaba de que Barbara no guardaba las limas en la nevera y tenía que gritarle preguntándole dónde estaban o si se había olvidado de comprar. Victor dejaba libre su silla y se estiraba en la hierba, con el cigarrillo brillando en la semioscuridad. Levantaban la vista e intentaban ver un satélite…, aún una cosa rara y asombrosa de ver. Podían oír aspersores, y a veces gritos lejanos, sirenas de policía, risas. Era el sonido de los programas de televisión que procedían de las ventanas abiertas y de las puertas a lo largo de la calle. A veces se oía el golpe de las puertas al cerrarse cuando las personas dejaban aquellos programas atrás por un momento, y voces ruidosas aunque indefinidas llamando en otros patios traseros en los que la gente se sentaba a beber algo, como hacían ellos, o a mirar el cielo. Había una sensación de vidas, perceptibles pero solitarias, flotando libres la una de la otra bajo techos de ramas de hayas y de arces delante de las casas y en los espacios despejados de detrás, exactamente igual que las personas en la misma habitación, hablando, flotan libremente al borde del sueño. El sonido de los cubitos de hielo, que tintineaban sin ser vistos, era meditabundo, reconfortante.

A veces los tres jugaban a un juego que Barbara se había inventado o que había adaptado de otro. Se llamaba Naranjas y Manzanas y ella lo utilizaba para mantener a los niños entretenidos en los viajes en coche. Era un juego de elecciones que iba de lo muy fácil a lo muy difícil. Se podía empezar con mantequilla de cacahuete o gachas de avena, pasando a mantequilla de cacahuete o salsa de manzana, que era más difícil. Las elecciones realmente difíciles podían estar entre dos cosas que a uno le gustasen mucho, dos cosas que a uno le disgustasen mucho, o entre cosas que por alguna razón eran casi imposibles de comparar. No había modo de ganar. El placer estaba en pensar elecciones atormentadoras o en ser atormentado por ellas, y el final llegaba solo cuando alguien decía:

—Me rindo. No puedo soportarlo. Es demasiado tonto. ¡No quiero pensar más en ello!

¿Preferirías comer maíz recién cogido en la mazorca o helado de fresas hecho en casa?

¿Te gustaría más zambullirte en un lago frío un día de muchísimo calor o entrar en una cocina caliente en la que se está cociendo pan después de haber caminado a través de un pantano en una tormenta de nieve?

¿Preferirías hacer el amor con el señor Jruschov o con el señor Eisenhower?

¿Preferirías comerte un trozo de manteca de cerdo fría o escuchar un discurso en el almuerzo de Kiwanis?

Las cosas iban mal en la granja. El agua del pozo no era segura para beber. La parte superior de las patatas se secaba debido a una plaga. Insectos de todas clases invadían la casa y los drenajes no se habían acabado todavía. Pero parecía que aquello no era nada comparado con la malevolencia humana. Una noche, antes de que Barbara saliera a reunirse con ellos, Victor dijo a Murray:

—Ya no puedo comer en la granja. Tengo que hacer todas mis comidas en la cafetería.

—¿Es tan desagradable como para eso? —le preguntó Murray.

—No, no. Siempre es desagradable, pero lo que he descubierto ahora es peor que el desagrado.

Veneno. Victor dijo que había encontrado una botella de ácido prúsico. No sabía cuánto tiempo hacía que Beatrice la tenía, pero no creía que hiciese mucho. No se utilizaba en la granja. Solo había un uso en el que él pudiera pensar.

—Seguro que no —dijo Murray—. No haría eso. No está loca. No es una envenenadora.

—Tú no tienes ni idea. No tienes ni idea de la clase de persona que es o qué es lo que podría hacer. Tú crees que ella no envenenaría, es una dama inglesa. Pero Inglaterra está llena de asesinos y a menudo son las damas y los caballeros y los maridos y las esposas. No puedo comer en su casa. Me pregunto si estoy seguro siquiera durmiendo allí. La otra noche me desperté junto a ella, y en su sueño estaba tan fría como una serpiente. Me levanté y me tumbé en el suelo en la otra habitación.

Murray se acordó entonces del apartamento del vigilante, vacío desde hacía años. Estaba en el tercer piso del edificio del almacén, en la parte de atrás.

—Bueno, si realmente lo crees —dijo—. Si realmente te quieres mudar… —Y cuando Victor hubo aceptado, con sorpresa, alivio y gratitud, Murray dijo—: Barbara te lo limpiará.

En aquellos tiempos no se le ocurrió que él mismo o Victor eran capaces de barrer y fregar unas habitaciones sucias. Tampoco se le ocurrió a Barbara. Limpió el apartamento al día siguiente, le proporcionó sábanas y toallas y unos cuantos potes y platos, aunque, desde luego, era escéptica en lo del peligro de envenenamiento.

—¿De qué le serviría muerto?

Victor encontró un trabajo de inmediato. Se convirtió en el vigilante nocturno de la instalación de superficie de la mina de sal. Le gustaba trabajar de noche. Ya no podía utilizar más el coche, de modo que se iba andando a trabajar a media noche y volvía al apartamento por la mañana. Si Murray estaba en el almacén antes de las ocho y media, oía a Victor subir por las escaleras de atrás. ¿Cómo podía dormir, a plena luz del día, en aquella pequeña cajita de una habitación debajo del techo caliente y plano?

—Duermo de maravilla —decía Victor—. Cocino, como, duermo. Descanso. Todo es de una paz repentina.

Pero un día Murray llegó a casa inesperadamente, a media tarde.

Aquellas palabras tomaron forma en su mente después. Eran tan trilladas y sombrías. «Un día llegué a casa inesperadamente…» ¿Existe la historia de un hombre que llega inesperadamente a casa y se encuentra con una sorpresa muy agradable?

Llegó a casa inesperadamente y se encontró, no a Victor y a Barbara juntos en la cama. Victor no estaba en la casa, no había nadie en la casa. Victor no estaba en el patio. Adam estaba en el patio, chapoteando en la piscina de plástico. No lejos de la piscina estaba Barbara tumbada sobre la colcha descolorida, manchada con el aceite solar que utilizaban cuando iban a la playa. Llevaba su traje de baño negro sin tirantes, una prenda que parecía un corsé y que, al cabo de unos cuantos años, no se consideraría en absoluto atractiva. Llegaba hasta los muslos y los unía apretándolos; ajustaba estrechamente la cintura, el estómago y las caderas y levantaba y sacaba los pechos de manera que parecían estar hechos de algo al menos tan firme como el poliestireno. Los brazos, las piernas, el pecho y los hombros se le veían blancos al sol, aunque mostrarían un bronceado cuando entrase en casa. No estaba leyendo, aunque tenía un libro abierto junto a ella. Se hallaba echada sobre la espalda, con los brazos relajados a los lados. Murray estuvo a punto de llamarla a través de la puerta de red metálica, pero no lo hizo.

¿Por qué no? La vio levantar un brazo para protegerse los ojos. Luego levantó las caderas y cambió ligeramente de posición. El movimiento pudo haberse visto como totalmente natural, fortuito, uno de esos acomodamientos casi involuntarios que hacen nuestros cuerpos. ¿Qué le sugirió a Murray que no lo era? Una pausa o una intención, una falta de naturalidad en aquel ligero movimiento y colocación de la carne se lo hizo ver claro —a él, que conocía el cuerpo de aquella mujer—, que ella no estaba sola. En sus pensamientos, al menos, no estaba sola.

Murray fue hasta la ventana que había encima del fregadero. El patio estaba oculto del callejón de detrás y de la plataforma de mercancías de la parte posterior del almacén por un alto seto de cedros. Pero era posible ver el patio trasero —la parte de patio en la que estaba tumbada Barbara— desde la ventana del apartamento del tercer piso. Y Murray vio a Victor sentado allí, en aquella ventana. Victor había llevado una silla hasta allí para poder sentarse y mirar a su antojo. Había algo extraño en su cara, como si tuviese puesta una máscara de gas.

Murray fue al dormitorio y cogió los prismáticos que había comprado recientemente. (Había pensado en ir a dar paseos por el campo y enseñar a los niños a distinguir los pájaros.) Se movió lentamente por la casa. Adam estaba haciendo un ruido muy molesto fuera.

Cuando miró a Victor a través de los prismáticos, vio una cara como la suya…, una cara oculta en parte por unos prismáticos. Victor también los tenía. Victor estaba mirando a Barbara con prismáticos.

Parecía estar desnudo —al menos por lo que se podía ver de él iba desnudo—, sentado en una silla de respaldo recto en la ventana de su calurosa habitación. Murray podía sentir el calor de la habitación, el asiento de la dura silla pegajoso por el sudor y la excitación poderosa, pero controlada y concentrada del hombre. Y mirando a Barbara podía sentir el calor por toda la superficie del cuerpo de ella, toda la energía recogida en la piel, mientras se entregaba a aquella agresión. No estaba totalmente inmóvil, había una constante agitación pasando por encima de ella, con pequeños gestos y contracciones. Movimientos, desplazamientos. Era insoportable observarlo. En presencia de su hijo, a pleno día, en su propio patio, estaba tumbada en la hierba, invitándole. Prometiendo —no, ya estaba proporcionando— la más exquisita colaboración. Era obsceno, subyugante e insoportable.

Murray podía verse a sí mismo: un hombre con prismáticos mirando a un hombre con prismáticos mirando a una mujer. Una escena de película. Una comedia.

No sabía adónde ir. No podía salir al patio y poner fin a aquello. No podía volver al almacén y ser consciente de lo que estaba pasando por encima de él. Salió de la casa y sacó el coche, que guardaba en el garaje de su madre, y se fue a dar una vuelta. En ese momento tenía otro grupo de palabras que añadir a «Un día llegué a casa inesperadamente: comprendí que mi vida había cambiado».

Pero no lo comprendía. Decía: «Mi vida ha cambiado, mi vida ha sido cambiada», pero no lo comprendía en absoluto.

Dio vueltas por las calles apartadas de Walley, atravesó un cruce de vías férreas y se dirigió hacia el campo. Todo parecía igual que siempre y, sin embargo, tenía la apariencia de una malévola imitación de sí mismo. Conducía con las ventanillas bajadas, intentando que le diera el aire, pero iba demasiado despacio. Circulaba a la velocidad de la ciudad fuera de los límites de la ciudad. Un camión tocó la bocina al pasar junto a él. Eso fue delante de la fábrica de ladrillos. El ruido de la bocina del camión y la luz del sol relumbrando sobre los ladrillos le sacudieron al instante, le golpearon en la cabeza de tal modo que se quejó, como si tuviese una resaca.

La vida diaria prosiguió, rodeada por el desastre como por una alborozada línea de fuego. Sintió su casa transparente, su vida transparente —pero aún en pie—, él mismo se sintió un extraño, un observador malicioso y de pasos blandos. ¿Qué más le sería revelado?

A la hora de la cena su hija dijo:

—Mamá, ¿por qué no hemos ido a la playa ni una sola vez este verano?

Y era difícil creer que ella no lo sabía todo.

—Pero si vas —le respondió Barbara—. Vas con la madre de Heather.

—Pero ¿por qué no vamos tú y yo y Adam?

—A Adam y a mí nos gusta estar aquí. —Barbara parece muy pagada de sí y muy segura…—. Me he cansado de hablar con las madres de los demás.

—¿No te gusta la madre de Heather?

—Claro que sí.

—No, no te gusta.

—Sí que me gusta. Es solo que soy perezosa, Felicity. Soy poco sociable.

—No lo eres —dijo Felicity con satisfacción.

Se levantó de la mesa y Barbara empezó a describir, como para distraer a Murray, el campamento instalado en la playa por las demás madres. Sus sillas plegables y sus sombrillas, juguetes y colchones hinchables, toallas y mudas de ropa, lociones, aceites, antisépticos. Tiritas, sombreros de sol, gaseosas, cremas para después del sol, algunos polos hechos en casa y golosinas saludables.

—Qué evitará que los pequeños salvajes gimoteen por patatas fritas —dijo Barbara—. Nunca miran el lago, a no ser que uno de sus niños esté dentro. Hablan del asma de los niños o de dónde compraron las camisetas más baratas.

Victor seguía yendo a visitarles por las noches. Todavía se sentaban en el patio de atrás y bebían ginebra. Entonces parecía que en los juegos y en las conversaciones sin objeto tanto Victor como Barbara se subordinaran a Murray, reían agradecidos, aplaudían cualquier chiste o que avistase una estrella fugaz. A menudo les dejaba solos. Se iba a la cocina a buscar más ginebra o hielo, se iba a ver cómo estaban los niños, fingiendo que había oído llamar a uno de ellos. Se imaginaba entonces que los largos pies descalzos de Victor se deslizarían fuera de sus sandalias y rozarían, luego sobarían, las pantorrillas entregadas de Barbara, su muslo extendido. Sus manos se deslizarían por las partes de cada uno de ellos que pudieran alcanzar. Durante un peligroso instante podían tocarse las lenguas, pero cuando él volvía haciendo ruido siempre estaban prudentemente separados, manteniendo alguna conversación engañosamente normal.

Victor tenía que marcharse antes de lo que acostumbraba para irse a trabajar a la mina de sal.

—Hacia la mina de sal —decía. Lo mismo que mucha gente decía por allí, el chiste que era literalmente cierto.

Murray le hacía entonces el amor a Barbara. Nunca había sido tan rudo con ella, o tan libre. Tenía un sentimiento de desesperación y corrupción. «Esto es destrucción», pensaba. Otra frase en su cabeza: «Esta es la destrucción del amor». Se quedaba dormido de inmediato, se despertaba y la poseía de nuevo. Ella estaba llena de una nueva docilidad y pasividad y le daba un beso al despedirle después del desayuno con lo que a él le parecía una simpatía extraña, nueva y resplandeciente. El sol salía cada día y por las mañanas, especialmente, hería sus ojos. Bebían más por las noches, tres o cuatro copas en lugar de dos, y él les echaba más ginebra.

Cada tarde llegaba un momento en el que no podía quedarse más en el almacén, de modo que se iba en coche al campo. Circulaba por las ciudades del interior: Logan, Carstairs, Dalby Hill. A veces llegaba hasta el coto de caza que había pertenecido a su padre y que ahora le pertenecía a él. Se bajaba del coche y caminaba, o se sentaba en los escalones de la abandonada cabaña de tablas. A veces sentía en toda su preocupación una tremenda exaltación. Le estaban robando. Le estaban liberando de su vida.

Aquel verano, como tantos otros, llegó un domingo en el que pasaron el día cogiendo moras por los caminos del campo. Murray y Barbara, y Adam y Felicity cogían moras, y de camino a casa compraron maíz dulce en el puesto de un granjero. Barbara hizo la cena anual del primer maíz en mazorca con el primer pastel de moras recién cogidas. El tiempo había cambiado incluso mientras cogían las moras, y cuando compraron el maíz la mujer del granjero estaba cerrando su puesto y había cargado en la parte trasera de un camión lo que no había vendido. Ellos eran los últimos clientes. Las nubes eran oscuras y el viento que no habían sentido durante meses levantaba las ramas de los árboles y arrancaba las hojas secas. Unas cuantas gotas de lluvia golpearon el parabrisas y cuando llegaron a Walley circulaban en medio de un fuerte aguacero. La casa estaba tan helada que Murray puso en marcha la caldera, y con la primera ola de calor un olor a sótano se expandió por toda la casa; aquel olvidado olor a cueva de raíces, tierra, cemento húmedo.

Murray salió bajo la lluvia y recogió el aspersor y la piscina de plástico. Puso las sillas de linón debajo del alero.

—¿Se ha terminado el verano? —le dijo a Barbara, sacudiéndose la lluvia de la cabeza.

Los niños veían Walt Disney y la ebullición del maíz empañaba las ventanas. Cenaron. Barbara lavó los platos mientras Murray llevaba a los niños a la cama. Cuando cerró la puerta y volvió a la cocina, se encontró a Barbara sentada a la mesa casi a oscuras, bebiendo café. Llevaba puesto uno de los jerséis del último invierno.

—¿Y Victor? —preguntó Murray. Encendió las luces—. ¿Dejaste alguna manta para él en el apartamento?

—No —dijo Barbara.

—Entonces tendrá frío esta noche. No está puesta la calefacción en el edificio.

—Puede venir a buscar mantas si tiene frío —dijo Barbara.

—Él no vendría a pedirlas —dijo Murray.

—¿Y por qué no?

—Simplemente no lo haría.

Murray fue al armario del vestíbulo y sacó dos pesadas mantas. Las llevó a la cocina.

—¿No crees que sería mejor que le llevases éstas? —Las puso sobre la mesa, frente a ella.

—¿Y por qué no vas tú? —le replicó Barbara—. ¿Cómo sabes siquiera que está allí?

Murray fue hasta la ventana de encima del fregadero.

—Hay luz. Está.

Barbara se levantó ceremoniosamente. Se estremeció, como si se hubiese estado dominando y en ese momento sintiese un escalofrío.

—¿Tendrás bastante con ese jersey? —le preguntó Murray—. ¿No necesitarás un abrigo? ¿No te vas a peinar?

Ella fue al dormitorio. Cuando salió llevaba su blusa blanca de satén y pantalones negros. Se había cepillado el pelo y se había pintado los labios de un tono nuevo, muy pálido. Su boca se veía blanqueada, perversa, en la cara bronceada.

Murray le preguntó:

—¿No te pones abrigo?

—No tendré tiempo de coger frío.

Él le puso las mantas en los brazos y le abrió la puerta.

—Es domingo —dijo ella—. Las puertas estarán cerradas.

—Bien —dijo Murray, y cogió otro juego de llaves del gancho de la cocina. Comprobó que ella supiera cuál abría la puerta lateral del edificio.

Siguió el rastro de la blusa hasta que desapareció, y luego caminó por toda la casa muy deprisa, respirando ruidosamente. Se detuvo en el dormitorio y cogió la ropa que ella se había quitado. Sus tejanos, su blusa y su jersey. Se los llevó a la cara, los olió y pensó: «Esto es como una obra de teatro». Quería ver si se había cambiado de bragas. Sacudió los tejanos, pero las bragas no estaban ahí. Miró en el cesto de la ropa, pero no las vio. ¿Podía haber sido lo suficientemente astuta para haberlas puesto debajo de las cosas de los niños? ¿De qué servía ser astuta en ese momento?

Sus tejanos tenían el olor que tienen los tejanos cuando se han llevado un tiempo sin lavar: un olor no solo del cuerpo, sino también de sus trabajos. Podía oler en ellos polvos de limpiar y comida antigua. Y había harina que le había caído en ellos aquella misma noche, al hacer la masa para el pastel. El olor de la blusa era de jabón, sudor y quizá de humo. ¿Era de humo…, era de humo de cigarrillo? No estaba seguro, al olerlo de nuevo, de que fuera humo en absoluto. Pensó en su madre cuando decía que Barbara no estaba bien educada. La ropa de su madre nunca olería de aquel modo, a su cuerpo y a su vida. Ella había querido decir que Barbara no tenía buenos modales, pero ¿no podría también haber querido decir… «fácil»? Una mujer fácil. Cuando oía a las personas decir eso, siempre se imaginaba una blusa desabrochada, ropa que se quitaba rápidamente del cuerpo, para indicar su apetito y disponibilidad. En ese momento pensaba que podría querer decir simplemente eso: fácil. Una mujer que podía soltarse, que no estaba sujeta, en quien no se podía confiar, que podía irse rodando.

Se había desprendido de su propia familia. Les había abandonado por completo. ¿No debería de haber comprendido por eso cómo podría dejarle a él?

¿No lo había comprendido siempre?

Él había comprendido que habría sorpresas.

Volvió a la cocina. (Entró en la cocina tambaleándose.) Se sirvió medio vaso de ginebra, sin tónica ni hielo. (Se sirve medio vaso de ginebra.) Pensó en nuevas humillaciones. Su madre volvería a la vida. Se haría cargo de los niños. Los niños y él se mudarían a la casa de su madre. O quizá los niños se mudasen y él se quedase allí, bebiendo ginebra. Barbara y Victor podrían ir a verle, tratar de ser amigos. Podrían formar una familia e invitarle a ir por las noches, y él podría ir.

No. No pensarían en él. Desterrarían su recuerdo, se irían.

De niño, Murray raramente se había metido en peleas. Era diplomático y alegre. Pero finalmente se metió en una pelea y fue derribado en el patio de la escuela de Walley, y permaneció inconsciente, probablemente, durante medio minuto. Se quedó de espaldas, aturdido, y vio por encima de él las hojas de una rama convertirse en pájaros…, negros, luego hacerse brillantes cuando el sol las atravesaba y el viento las movía. Entró a golpes en un espacio abierto y con viento, en el que cada forma era ligera y cambiable y él mismo también. Se quedó allí y pensó: «Me ha sucedido a mí».

Al tramo de setenta y ocho escalones que va desde la playa al parque que hay en lo alto de los acantilados lo llaman Escalera de la Puesta del Sol. Junto a esa escalera hay un cartel en el que desde principios de junio hasta fines de septiembre se indica cada día la hora de la puesta de sol. VEAN PONERSE EL SOL DOS VECES, dice el cartel, con una flecha que indica las escaleras. La idea es que si uno va muy deprisa subiendo la escalera pueda ver el último arco del sol desaparecer por segunda vez. Los visitantes creen que esto y la costumbre de indicar la hora de la puesta de sol deben de ser una antigua tradición de Walley. En realidad es un nuevo truco inventado por la Cámara de Comercio.

El paseo entablado también es nuevo. El anticuado estrado para orquesta del parque es nuevo. Nunca hubo allí un estrado para orquesta. Todo este encanto y artificio gusta a los visitantes (Murray difícilmente puede estar en contra; él mismo está en la industria turística) y actualmente le gusta también a la gente de la ciudad. Durante aquel verano de los años sesenta, cuando Murray pasaba tanto tiempo dando vueltas en coche por el campo, parecía como si todo lo de un tiempo anterior fuera destruido, barrido, echado a perder, descuidado. La nueva maquinaria estaba destruyendo el modelo de las granjas, se cortaban los árboles para hacer carreteras más anchas, se abandonaban los almacenes, las escuelas y las casas de pueblo. Toda persona viva parecía estar ansiosa de aparcamientos, centros comerciales y céspedes urbanos tan lisos como la pintura. Murray tuvo que reconocer que estaba desfasado, que había valorado, como si fueran definitivas, cosas que eran solo accidentales y temporales.

De ese reconocimiento, sin duda, surgió la orgía de destruir y renovar en la que iba a caer unos cuantos meses más tarde.

Y ahora parece como si el mundo hubiese reconocido la antigua manera de pensar de Murray. La gente está restaurando viejas casas y construyendo casas nuevas con verandas al estilo antiguo. Es difícil encontrar a alguien que no esté a favor de los árboles que dan sombra, de los grandes almacenes, las bombas, establos, columpios, rincones y grietas. Pero ni el mismo Murray puede recordar del todo el placer que sentía por esas cosas, ni encontrar demasiado refugio.

Cuando hubo llegado más allá del final del paseo entablado, hasta donde los cedros se acercan a la playa, se sentó en una piedra. Primero observó lo extraña y bonita que era aquella piedra, con una raya que la atravesaba como si hubiese sido dividida diagonalmente y las mitades unidas de nuevo, con no demasiada exactitud…; el dibujo estaba mellado. Sabía bastante geología para comprender que la línea era una falla, y que la piedra debía de proceder del escudo precámbrico que estaba a unos ciento sesenta kilómetros de allí. Era roca formada antes del último período glacial: era mucho más vieja que la orilla en la que se asentaba. Fíjate en la forma en que ha sido doblada, así como dividida; la capa de arriba endurecida en oleadas como nata superpuesta.

Dejó de interesarse por la piedra y se sentó en ella. Ahora está mirando el lago. Una línea azul turquesa en el horizonte, delgada como si estuviese trazada con tinta turquesa, luego un azul claro hacia el rompeolas, que cambia gradualmente en ondas de verde y plata al romper sobre la arena. La Mer Douce, habían llamado los franceses a este lago. Pero, desde luego, podía cambiar de color en una hora; se podía volver feo según el viento y lo que se agitase desde el fondo.

La gente se sentaba y observaba el lago, nunca observaba así un ondulante campo de hierba o las mieses. ¿Por qué, cuando el movimiento es el mismo? Debe de ser el arrastre, el desgaste, lo que les impulsa. El agua que vuelve constantemente…, desgastando, alterando la playa.

Una cosa similar le ocurre a una persona que muere de esa clase de muerte. Ha visto a su padre, ha visto a otros. Un desgastarse, un desaparecer…, una fina capa tras otra hasta encontrar el hueso.

No mira en aquella dirección, pero sabe cuándo aparece Barbara. Se vuelve y la ve arriba de las escaleras. Alta, con su abrigo de otoño tejido a mano, de lana color trigo, empieza a bajar sin la menor prisa o especial vacilación, sin agarrarse a la barandilla…, su habitual aire deliberado aunque indiferente. Su manera de caminar no le permite deducir nada.

Cuando Barbara abrió la puerta de atrás tenía el pelo mojado por la lluvia, pegajoso, y su blusa de satén ruinosamente manchada.

—¿Qué haces? —le preguntó—. ¿Qué estás bebiendo? ¿Es ginebra sola?

Luego Murray dijo lo que ninguno de ellos mencionó ni olvidó nunca.

—¿No te deseaba? —le preguntó.

Barbara fue hasta la mesa y le apretó la cabeza contra el húmedo satén y los crueles botones pequeños, la apretó despiadadamente entre sus duros pechos.

—Nunca hablaremos de esto —dijo—. Nunca lo haremos. ¿De acuerdo?

En ese momento, él pudo oler en ella el humo de cigarrillo y el olor de la piel extraña. Ella le agarró hasta que él repitió lo que ella dijo.

—De acuerdo.

Y ella se atuvo a lo que había dicho, incluso cuando él le dijo que Victor se había ido en el autobús de la mañana y había dejado una nota dirigida a ambos. Ella no pidió ver ni tocar la nota, no preguntó qué decía en ella.

(«Estoy muy agradecido y ahora que tengo bastante dinero creo que es hora de que me vaya a seguir mi vida en otra parte. He pensado ir a Montreal, donde disfrutaré hablando francés.»)

Al final de la escalera Barbara se inclina y recoge algo blanco. Ella y Murray caminan el uno hacia el otro por el paseo entablado y al cabo de un minuto Murray puede ver lo que es: un globo blanco, algo desinflado y arrugado.

—Mira esto —le dice Barbara cuando llega a su lado. Lee una tarjeta atada a la cuerda del globo—: «Anthony Burler, doce años. Escuela Elemental Joliet, Crompton, Illinois. 15 de octubre». Eso es de hace tres días. ¿Puede haber llegado hasta aquí en solo tres días?

»Estoy bien —dice luego—. No era nada. No era nada malo. No hay que preocuparse.

—No —dice Murray. La coge por los brazos. Respira el frondoso olor de cocina de su pelo blanco y negro.

—¿Estás temblando? —le pregunta.

Él no piensa que sea así.

Fácilmente, sin culpa, como una pareja que lleva años casada, él anula el mensaje que fulguraba cuando la vio en lo alto de la escalera: «No me decepciones de nuevo».

Mira la tarjeta en su mano y le dice:

—Hay más. «Libro favorito: El último mohicano».

—Oh, eso es para el profesor —dice Barbara con la risa familiar, que rechaza y promete en su voz—. Es una mentira.