II

Brasas de hielo

Para Joan, Morris tiene el aspecto del vigilante cuando le ve fuera, delante del edificio de pisos, cortando la hierba. Lleva pantalones de trabajo de un verde apagado, una camisa a cuadros escoceses y, por supuesto, sus gafas, con los cristales ahumados. Parece un hombre competente, incluso autoritario, pero responsable ante alguien más. Viéndole con una cuadrilla de sus propios trabajadores —ha añadido el negocio de la construcción al almacén de madera—, probablemente se le tomaría por el capataz, un capataz lince, justo, con una sólida pero limitada ambición. No por el jefe. No por el propietario del edificio de apartamentos. Tiene la cara redonda y está parcialmente calvo, con un bronceado reciente y nuevas pecas en la parte delantera de su cuero cabelludo. Fuerte, pero empezando a cargarse de espaldas, o ¿se le ve así solamente cuando está empujando la segadora? ¿Adquieren un aspecto peculiar los solteros, los hijos solteros…, los hijos solteros que han cuidado de los padres mayores, especialmente de las madres? ¿Una mirada ensimismada y paciente que llega casi a la humildad? Ella cree que es casi como si estuviera yendo a visitar a un tío.

Es 1972, y la misma Joan parece más joven que diez años antes. Lleva largo el oscuro pelo negro, puesto por detrás de las orejas; se pinta los ojos, pero no la boca, se viste con voluminosos algodones suaves y brillantes o animadas túnicas pequeñas que le cubren solo unos diez centímetros de muslo. Ella cree que puede salir airosa —espera poder salir airosa— porque es una mujer alta, de cintura estrecha, con piernas largas y bien formadas.

Su madre está muerta. Morris ha vendido la casa y ha construido, o reconstruido, este y otros edificios de apartamentos. Las personas que compraron la casa la están convirtiendo en un hospital particular. Joan le ha dicho a su esposo que quiere ir a su casa, es decir, que quiere volver a Logan, para ayudar a Morris a instalarse, pero ella sabe, de hecho, que él ya estará instalado; con su comprensión de las cosas, Morris siempre parecía instalado. En todo lo que necesita que Joan le ayude es en clasificar algunas cajas y baúles, llenos de ropa, libros, platos, cuadros, cortinas, que no quiere, o para los que no tiene sitio y que ha almacenado temporalmente en el sótano de su edificio.

Joan hace años que está casada. Su marido es periodista. Viven en Ottawa. La gente conoce su nombre, incluso conocen su aspecto, o el aspecto que tenía hace cinco años, por su fotografía en la parte superior de una columna de última página en una revista. Joan está acostumbrada a que la identifiquen como su esposa, aquí y en todas partes. Pero en Logan esa identificación comporta un orgullo especial. A la mayoría de la gente de aquí no les importa el juicio del periodista, que consideran cínico, ni tampoco sus opiniones, pero están encantados de que una chica de su ciudad se haya unido a una persona famosa, o medio famosa.

Le ha dicho a su esposo que se quedará allí durante una semana. Es domingo por la tarde cuando llega, un domingo de fines de mayo, en el que Morris corta la primera hierba del año. Tiene pensado irse el viernes y pasar el sábado y el domingo en Toronto. Si su esposo se enterase de que no ha pasado toda la semana con Morris, tiene una historia preparada: que decidió, cuando Morris ya no la necesitaba, visitar a una amiga que conoce desde que iban a la facultad. Quizá debería contar esa historia de todos modos…, sería más seguro. Le preocupa si debería hacerle la confidencia a su amiga.

Es la primera vez que hace algo así.

El edificio de apartamentos se adentra bastante en el terreno y sus ventanas dan al aparcamiento o a la iglesia baptista. Antiguamente había aquí un cobertizo, para que los granjeros dejasen sus caballos durante el servicio eclesiástico. Es un edificio de ladrillo rojo. Sin balcones. Sencillo, sencillo.

Joan abraza a Morris. Huele a cigarrillos, gasolina, a camisa suave, usada y sudorosa, y a hierba recién cortada.

—Oh, Morris, ¿sabes qué deberías hacer? —grita por encima del sonido de la segadora—. Deberías ponerte un parche en el ojo. ¡Entonces te parecerías a Moshé Dayán!

Cada mañana Joan va andando hasta la oficina de Correos. Está esperando una carta de un hombre de Toronto, cuyo nombre es John Brolier. Ella le escribió y le dio el nombre de Morris, el nombre de Logan, el número del apartado de Correos de Morris. Logan ha crecido, pero todavía es demasiado pequeño para tener reparto domiciliario.

El lunes por la mañana, apenas espera carta. El martes, espera una. El miércoles, le parece que debería tener todas las expectativas razonables. Cada día se siente decepcionada. Cada día la sospecha de que se ha puesto en ridículo —una sensación de estar aislada y de no ser deseada— se acerca cada vez más a la superficie. Le ha tomado la palabra a un hombre, cuando él no tenía la intención. Él se lo ha vuelto a pensar.

La oficina de Correos a la que va es un edificio bajo de ladrillo rosáceo. El antiguo, el que le hacía pensar en un castillo, ha sido derruido. El aspecto de la ciudad ha cambiado enormemente. No se han derribado muchas casas, pero la mayoría de ellas han sido mejoradas. Laterales de aluminio, ladrillo limpiado con chorro de arena, tejados relucientes, ventanas con doble cristal, terrazas derribadas o cerradas como porches. Y los jardines amplios y silvestres han desaparecido (eran realmente solares dobles) y los terrenos sobrantes se han vendido y se ha construido en ellos. Hay casas nuevas entre las antiguas. Éstas son todas de estilo de barrio periférico, largas y bajas, o de dos niveles. Los patios están arreglados y correctamente diseñados, con grupos de arbustos ornamentales, y macizos redondos y en forma de media luna. La antigua costumbre de cultivar flores como verduras, en una hilera junto a las judías o a las patatas, parece haberse olvidado. Han cortado muchos de los grandes árboles de sombra. Probablemente se estaban haciendo viejos y peligrosos. Las casas destartaladas, la hierba crecida, las aceras rotas, la profunda sombra, las calles sin asfaltar, llenas de polvo o de charcos, todo esto, que recuerda Joan, ya no se encuentra. La ciudad parece llena de gente, disminuida, con tantas fincas engalanadas, con tanto arreglo deliberado. La ciudad de su infancia, aquel fortuito y soñador Logan, era solo una fase de Logan. Sus vallas de madera inclinadas, los muros en los que el sol levantaba ampollas y las malas hierbas en flor no eran la expresión permanente de lo que podía ser la ciudad. Y las personas como la señora Buttler, trajeadas, obsesionadas, parecían estar ligadas a aquella vieja ciudad y ser ya imposibles.

El apartamento de Morris tiene un dormitorio, que le ha cedido a Joan. Él duerme en el sofá de la sala de estar. Un apartamento de dos dormitorios habría sido más adecuado para cuando tuviese visitas. Pero probablemente él no tiene intención de recibir visitas, ni muchas ni muy a menudo. Y él no querría perderse el alquiler del apartamento más grande. Debió de considerar coger uno de los apartamentos de soltero del sótano, para cobrar también el alquiler del piso de un dormitorio, pero debió de pensar que eso sería ir demasiado lejos. Parecería tacaño, llamaría la atención. Sería una especie de complacencia para consigo mismo que era mejor evitar.

El mobiliario del apartamento procede de la casa en la que Morris vivía con su madre, pero pocos muebles son de los tiempos en los que Joan vivía en casa. Todo lo que parecía una antigüedad ha sido vendido y reemplazado por muebles bastante duraderos y cómodos que Morris ha podido comprar en cantidad. Joan ve algunas cosas que le ha enviado como regalo de cumpleaños y de Navidad. No le van tanto, ni le dan tanta vida a las cosas como ella esperaba.

Un grabado de la iglesia de Saint Giles recuerda el año que ella y su esposo pasaron en Gran Bretaña…, su propia desconcertante añoranza de posgraduada y su impresión transatlántica. Y aquí, sobre la bandeja de cristal, encima de la mesita para el café, correcta y prominentemente exhibido, hay un libro que le envió a Morris. Es una historia de la maquinaria. Hay croquis y planos de máquinas, desde los tiempos anteriores a la fotografía, desde la época de Grecia y de Egipto. Luego hay fotografías del siglo XIX hasta nuestros días: máquinas de carreteras, de granjas, de fábricas, a veces tomadas a distancia, a veces en el horizonte, a veces en primer plano y vistas desde arriba. Algunas fotografías subrayan el funcionamiento de las máquinas, minucioso y prodigioso; otras procuran que las máquinas parezcan tan espléndidas como castillos o tan emocionantes como monstruos. «¡Qué libro tan maravilloso para mi hermano! —recuerda haber dicho Joan a la amiga que estaba con ella en la librería—. Mi hermano está loco por la maquinaria.» Loco por la maquinaria; eso fue lo que dijo.

Ahora se pregunta qué pensó realmente Morris de aquel libro. ¿Le gustaba? No debía de disgustarle realmente. Podía sentirse perplejo por él, podía darle poca importancia. Porque no era cierto que estuviera loco por la maquinaria. La utilizaba…, para eso era la maquinaria.

Morris la lleva en coche de paseo en las largas tardes de primavera. La lleva a dar vueltas por la ciudad y por el campo, donde ella puede ver qué campos tan enormes, qué extensiones de maíz, de judías, de trigo o de tréboles han permitido crear esas máquinas a los granjeros, qué enormes céspedes como parques han formado las segadoras. Matas de lilas florecen por encima de los sótanos de las casas de labranza abandonadas. «Las granjas se han consolidado», le dice Morris. Él sabe lo que valen. No solo las casas y los edificios, sino también los campos y los árboles; las zonas reservadas para la conservación del bosque y las colinas aparecen en su mente con un valor efectivo y la historia de ese valor unida a ellos, del mismo modo que cada una de las personas que menciona es definida como alguien que ha prosperado o que no ha prosperado. Esa manera de ver las cosas no se lleva en estos tiempos, se la considera poco imaginativa y anticuada, insensible y destructiva. Morris no es consciente de esto y su charla sobre el dinero prosigue con un tranquilo deleite. De vez en cuando hace un juego de palabras. Se ríe entre dientes al contar ciertas transacciones arriesgadas o fracasos costosos.

Mientras Joan escucha a Morris, y habla un poco, una corriente subterránea, familiar e irresistible arrastra sus pensamientos. Piensa en John Brolier. Es un geólogo que había trabajado para una compañía de petróleo y que ahora da clases —de ciencia y de teatro— en lo que se llama una escuela alternativa. Era una persona que prosperaba, y ahora no prospera. Joan le conoció en una cena en Ottawa hace un par de meses. Él había ido a visitar a unos amigos que también eran amigos de ella. A él no le acompañaba su mujer, pero había llevado a dos de sus hijos. Le dijo a Joan que si se levantaba bastante temprano a la mañana siguiente la llevaría a ver algo llamado «brasas de hielo», en el río Ottawa.

Piensa en su rostro y en su voz y se pregunta qué pudo obligarla en aquel momento a desear a aquel hombre. No parece tener mucho que ver con su matrimonio. Su matrimonio le parece bastante espacioso; ella y su esposo se han entretejido, desarrollando un lenguaje, una historia, una manera de ver las cosas. Hablan siempre. Pero también se dejan solos. Las miserias y las cosas desagradables que emergían durante los primeros años se han aliviado o han disminuido.

Lo que ella quiere de John Brolier parece ser lo que querría una persona de quien no hubiera oído hablar en su matrimonio, ni quizá antes de su vida. ¿Qué es lo que tiene? Ella no cree que él sea especialmente inteligente y no está segura de que se pueda confiar en él. (Su marido es inteligente y digno de confianza.) No es tan bien parecido como su esposo, no es un hombre tan «atractivo». Con todo, atrae a Joan, y ella ya tiene la sospecha de que ha atraído a otras mujeres. Por su intensidad, una especie de severidad, una profunda seriedad, todo concentrado en el sexo. Su interés no será satisfecho demasiado rápidamente, rechazado demasiado alegremente. Ella percibe eso, siente su promesa al respecto, aunque hasta ahora no esté segura de nada.

Su marido fue incluido en la invitación para ir a ver las «brasas de hielo», pero solo Joan se levantó y fue con el coche hasta la orilla del río. Allí se encontró con John Brolier y sus dos hijos y con los dos hijos de sus anfitriones, en el amanecer glacial, rosado e inmovilizado por la nieve, del invierno. Y realmente él le contó lo de las «brasas de hielo», cómo se forman sobre los rápidos sin ni siquiera tener la oportunidad de congelarse sólidamente, y cómo, cuando son arrastradas hacia un lugar profundo, se amontonan de inmediato, espléndidamente. Explicó que así fue como habían descubierto dónde se encontraban los agujeros profundos en el lecho del río. Y dijo:

—Mira, si puedes escaparte alguna vez, si te es posible, ¿me lo harás saber? Tengo muchas ganas de verte. Lo sabes. Lo deseo, mucho.

Le dio un trozo de papel que ya debía de tener preparado. Con el número de un apartado de Correos escrito en él, de una oficina de Correos de Toronto. Ni siquiera le rozó los dedos. Sus hijos iban haciendo cabriolas por los alrededores, intentando llamar su atención. ¿Cuándo podremos ir a patinar? ¿Podremos ir al museo de aviones de guerra? ¿Podemos ir a ver el bombardero Lancaster? (Joan se guardó esto para decírselo a su marido, a quien le gustaría en vista del pacifismo de John Brolier.)

Se lo dijo a su marido, y él bromeó.

—Creo que ese pelmazo con corte de pelo monjil te ha tomado simpatía —le dijo.

¿Cómo podía creer su marido que era capaz de enamorarse de un hombre que llevaba un flequillo de pelo ralo peinado hacia abajo sobre la frente, que tenía unos hombros bastante estrechos y un agujero entre los dientes delanteros, cinco hijos de dos esposas, unos ingresos insuficientes, una manera de hablar nerviosa y pedante, y un interés declarado por los escritos de Alan Watts? (Incluso cuando llegó el momento en que tuvo que creerlo, no pudo.)

Cuando ella le escribió, mencionó un almuerzo, una copa, o un café. No le dijo cuánto tiempo tenía libre. «Quizá eso será todo lo que sucederá», piensa. Después de todo, irá a ver a su amiga. Se ha puesto, aunque prudentemente, a la disposición de ese hombre. Cuando se dirige hacia la oficina de Correos, inspeccionando su aspecto en los escaparates, se siente suelta, en peligro. Ha hecho eso y apenas sabe por qué. Solo sabe que no puede volver a la vida que llevaba ni a la persona que era antes de ir al río aquel domingo por la mañana. Su vida de ir de compras y cuidar de la casa, de hacer el amor con su marido, de trabajar a tiempo parcial en la librería de la galería de arte, y las cenas, fiestas y salidas a esquiar a Camp Fortune…, ella no puede aceptar aquello como su única vida, no puede continuarla sin el secreto que la sustenta. Cree que realmente quiere seguir con ella y, para ello, debe tener esta otra. ¿Esta otra qué? Esta investigación…, en su interior, todavía lo considera una investigación.

Dicho así, lo que estaba maquinando podría parecer propio de alguien insensible. Pero ¿cómo puede llamarse insensible a una persona que va cada mañana a la oficina de Correos en un estado de temor tal que tiembla y retiene el aliento al girar la llave en la cerradura y que vuelve al apartamento de Morris sintiéndose tan vacía, confusa y desolada? A menos que esto también sea parte de lo que está investigando.

Desde luego, tiene que detenerse a hablar con la gente de su hijo, de su hija, de su marido y de su vida en Ottawa. Tiene que reconocer a amigos de la escuela de segunda enseñanza, recordar su infancia, y todo eso le resulta fastidioso e irritante. Las mismas casas, cuando pasa por delante, con sus patios arreglados y brillantes amapolas y peonías en flor, le parecen aburridas hasta el punto de hastiarla. Las voces de las personas que hablan con ella la hieren por ásperas, estúpidas y presumidas. Siente como si hubiese sido apartada a algún rincón del mundo donde la vida real y los pensamientos, el tumulto y la energía de los últimos años no hubieran penetrado en absoluto. Tampoco han penetrado muy eficazmente en Ottawa, pero allí, al menos, la gente ha oído rumores, han intentado imitar, han intuido lo que podría llamarse profundos, y también triviales, cambios de moda. (Joan y su marido, de hecho, se ríen de algunas de esas personas, de aquellas que adoptan tendencias, van a grupos de encuentro y a sanadores holísticos, y dejan la bebida por la droga.) Aquí apenas se ha oído hablar de los cambios triviales. De vuelta en Ottawa a la semana siguiente, y sintiéndose especialmente benevolente con su esposo, deseosa de llenar su tiempo juntos con charla, Joan dirá: «Habría estado hasta agradecida si alguien me hubiese dado un bocadillo de alfalfa germinada. De veras. Era así de horrible».

—No, no tengo sitio —es lo que dice Joan mientras ella y Morris examinan las cajas. Hay ahí cosas que había pensado que querría, pero no las quiere—. No, no puedo pensar en dónde ponerlas.

No, dice, a los vestidos de baile de su madre, a la frágil seda y al crespón de seda cubierto de telarañas. Se rompería la primera vez que cualquiera se los pusiera, y Claire, su hija, nunca se interesará por esa clase de cosas…, quiere ser preparadora de caballos. No a las cinco copas de vino que no se rompieron, y no a los ejemplares encuadernados en cuero de Lever and Lover, de George Borrow, A.S.M. Hutchinson.

—Tengo demasiadas cosas ahora —dice tristemente mientras Morris pone todo esto en el montón que ha de ir a la sala de subastas.

Morris sacude la pequeña alfombra que estaba en el suelo delante de la vitrina de la porcelana, puesta de modo que no le diera el sol, y que se daba por sentado que no debían pisar porque era valiosa.

—Vi una exactamente igual hace un par de meses —dice ella—. Fue en una tienda de segunda mano, ni siquiera en una tienda de antigüedades. Estaba allí buscando tebeos y carteles viejos para el cumpleaños de Rob. Vi una exactamente igual. Al principio ni siquiera recordaba dónde la había visto antes. Luego me disgusté mucho. Como si solo tuviera que existir una de ellas en el mundo.

—¿Cuánto pedían por ella? —pregunta Morris.

—No lo sé. Estaba en mejor estado que ésta.

Ella no comprende aún que no quiere llevarse nada a Ottawa porque ella misma no va a quedarse en aquella casa mucho tiempo más. El tiempo de acumular, de adquirir y arreglar, de rellenar los rincones de su vida ha llegado a su fin. (Volverá, al cabo de unos años, y deseará haber guardado al menos las copas de vino.) En Ottawa, en septiembre, su marido le preguntará si todavía quiere comprar muebles de mimbre para el cuarto orientado al sol, y si quiere ir a la cestería en la que hacen liquidación de existencias del verano. Un estremecimiento de disgusto la recorrerá entonces —con solo pensar en mirar sillas y mesas, pagarlas, ponerlas en el cuarto— y finalmente sabrá qué ocurre.

El viernes por la mañana hay una carta en el apartado de Correos con el nombre de Joan escrito a máquina. No mira el matasellos, rompe el sobre con gratitud, la recorre ávidamente con la mirada, lee sin comprender. Parece una carta en cadena. Una parodia de una carta en cadena, una broma. Si rompe la cadena, dice, le sucederá UNA ESPANTOSA CALAMIDAD. Las uñas se le pudrirán y los dientes se le cubrirán de musgo. Verrugas grandes como coliflores le brotarán en la barbilla y sus amigos la evitarán. «¿Qué puede ser esto?», piensa Joan. ¿Una clave con la que a John Brolier le ha parecido adecuado escribirle? Luego se le ocurre mirar el matasellos, lo hace, y ve que la carta viene de Ottawa. Es de su hijo, evidentemente. A Rob le encantan estas bromas. Su padre ha debido de escribir a máquina el sobre para él.

Piensa en cómo se habrá deleitado su hijo al cerrar el sobre y en su propio estado mental cuando lo abrió.

Falsedad y confusión.

Muy entrada ya la tarde, ella y Morris abren el baúl que han dejado para lo último. Ella saca un traje de etiqueta, un traje de etiqueta de hombre, todavía con una funda de plástico, como si no se lo hubieran puesto desde que lo limpiaran.

—Esto debe de ser de papá —dice ella—. Mira, el viejo traje de etiqueta de papá.

—No, eso es mío —dice Morris. Le coge el traje, lo sacude para sacarle el plástico y se queda sosteniéndolo delante de él por encima de los brazos—. Es mi viejo traje de «pingüino»…, debería estar colgado en el armario.

—¿Para qué te lo compraste? —le pregunta Joan—. ¿Para una boda?

Algunos de los trabajadores de Morris llevan vidas mucho más ostentosas y ceremoniosas que la suya, y le invitan a bodas exquisitas.

—Eso, y otras cosas, lo tengo para salir con Matilda —dice Morris—. A cenas con baile y a esas cosas a las que hay que ir muy vestido.

—¿Con Matilda? —le pregunta Joan—. ¿Con Matilda «Buttler»?

—Eso es. No utiliza su nombre de casada. —Morris parece estar respondiendo a una pregunta ligeramente diferente, no a la pregunta que Joan quería hacer—. En rigor, supongo que no tiene nombre de casada.

Joan oye de nuevo la historia que, acaba de recordar, ya ha oído antes (o leído en las animadas y largas cartas de su madre): Matilda Buttler se fugó para casarse con su novio. La expresión «se fugó» es de su madre, y Morris parece utilizarla con un énfasis inconsciente, con el respeto de un hijo; es como si la única manera en la que pudiese hablar de esto correctamente, o tuviese el derecho a hablar de ello, fuese con el lenguaje de su madre. Matilda se fugó y se casó con aquel hombre del bigote y resultó que las sospechas de su madre, sus desmedidas acusaciones, tenían por una vez algún fundamento. El novio resultó ser bígamo. Tenía esposa en Inglaterra, que era de donde procedía. Después de haber estado con Matilda durante tres o cuatro años —afortunadamente no tuvieron hijos—, la otra mujer, la mujer verdadera, lo localizó. El matrimonio con Matilda fue anulado, Matilda volvió a Logan, volvió para vivir con su madre, y consiguió un empleo en el Palacio de Justicia.

—¿Cómo pudo hacerlo? —dice Joan—. ¡Una tontería tan grande!

—Bueno. Era joven —dice Morris con un rastro de obstinación o de incomodidad en la voz.

—No me refiero a «eso». Me refiero a lo de volver.

—Bueno, tenía a su madre —dice Morris, aparentemente sin ironía—. Supongo que no tenía a nadie más.

Asomado por encima de Joan, con su lente oscura en el ojo y el traje puesto como un cuerpo por encima de los brazos, se le ve melancólico y preocupado. El rostro y el cuello se le han sonrojado de manera desigual, están moteados. Le tiembla ligeramente la barbilla y se muerde el labio inferior. ¿Sabe cómo le delata su apariencia? Cuando empieza a hablar de nuevo, es con un tono racional, explicativo. Dice que le parece que a Matilda no le importaba mucho dónde vivía. En cierto modo, según ella, su vida estaba acabada. Y ahí era donde él, Morris, entraba en escena. Porque de cuando en cuando Matilda tenía que asistir a actos oficiales. Banquetes políticos. Banquetes de jubilación. Actos oficiales. Formaba parte de su trabajo y no sería conveniente que no fuese. Pero también era violento para ella ir sola; necesitaba un acompañante. Y no podía ir con un hombre que se hiciese ilusiones, que no comprendiese cómo estaban las cosas. Que no comprendiese que la vida de Matilda, o una determinada parte de la vida de Matilda, se había acabado. Necesitaba a alguien que lo comprendiese todo y que no necesitase explicaciones.

—Y ese soy yo —dijo Morris.

—¿Por qué piensa así? —dice Joan—. No es tan mayor. Seguro que todavía es guapa. No fue culpa suya. ¿Está enamorada de él todavía?

—No creo que deba hacerle preguntas.

—¡Oh, Morris! —dice Joan con una voz cariñosa y reprobadora que la sorprende—. Apuesto a que sí. Sigue enamorada de él.

Morris sale a colgar su traje de etiqueta en un armario del piso, donde puede esperar el próximo requerimiento para ser el acompañante de Matilda.

En la cama aquella noche, despierta, mirando hacia la farola de la calle, que ilumina a través de las hojas nuevas la torre cuadrada y achaparrada de la iglesia baptista, Joan tiene algo en que pensar además de su propia situación. (También piensa en ella, desde luego.) Se imagina a Morris y a Matilda bailando. Los ve en las salas de baile del Holiday Inn, en las pistas de baile de clubes de golf, donde sea que se celebren las fiestas. Con sus trajes de etiqueta pasados de moda, el pelo de Matilda crepado y lacado, la cara de Morris brillando por el sudor del esfuerzo cortés. Pero quizá no sea un esfuerzo; quizá bailan muy bien juntos. Son tan terrible y perfectamente mesurados, cada uno de ellos con defectos tercamente conservados y aceptados de todo corazón. Defectos que podrían con mucha facilidad pasar por alto o corregir. Pero nunca lo harán. Morris enamorado de Matilda, de ese modo austero, insatisfecho y de toda la vida, y ella enamorada de su bígamo, obsesionada tercamente con su propio error y oprobio. En la imaginación de Joan bailan, tranquilos y absurdos, románticos. ¿Quién si no Morris, después de todo, con la cabeza llena de hipotecas y contratos, podría convertirse en un romántico así?

Ella lo envidia. Los envidia.

Ha cogido la costumbre de acostarse con el recuerdo de la voz de John Brolier, de su voz impaciente y baja cuando dijo: «Lo deseo, mucho». O se imagina su rostro; «era un rostro medieval», piensa…, largo, pálido y huesudo, con la sonrisa que ella rechaza como táctica, los sobrios y brillantes ojos oscuros, nada desechables. Su imaginación no funciona esta noche, no le abre las puertas a un territorio brumoso y tierno. No es capaz de situarse en otro lugar más que aquí, en la dura cama individual del apartamento de Morris, en su vida real y aparente. Y nada de lo que funciona para Morris y Matilda va a funcionar para ella. Ni el sacrificio, ni la exaltación de deseos frustrados, ni ninguna clase de irresolución exagerada. Ella no se va a quedar satisfecha así.

Lo sabe, y sabe lo que tendrá que hacer. Da rienda suelta a su imaginación…, inadmisible y vergonzosamente, da rienda suelta a su imaginación, buscando torpemente la imagen del próximo amante.

Eso no será necesario.

Lo que Joan ha olvidado completamente es que el correo llega en sábado a las oficinas de Correos de las ciudades pequeñas. El sábado no es aquí un día sin correo. Morris ha ido a ver lo que hay en su apartado de Correos; le entrega la carta. La carta indica una hora y un lugar. Es muy breve y está firmada solo con las iniciales de John Brolier. Esto es inteligente, desde luego. Tal brevedad, tal precaución no son del todo del agrado de Joan, pero en su alivio, en su transformación, no medita sobre ello.

Le cuenta a Morris la historia que pensaba contarle si la carta hubiese llegado antes. La ha invitado su amiga de la facultad, que se ha enterado de que estaba allí. Mientras se lava el pelo y hace las maletas, Morris le lleva el coche hasta la gasolinera barata del norte de la ciudad y llena el depósito.

Cuando se despide de Morris, ella no ve en su cara la menor sospecha. Quizá cierta desilusión. Son dos días menos para estar con alguien, dos días más para estar solo. Él no admitiría ese sentimiento. Quizá ella se lo imagina. Se lo imagina porque tiene la sensación de que le está diciendo adiós a su esposo y a sus hijos, a todas las personas que la conocen, excepto al hombre con quien se va a encontrar. Todos así de fácil e impecablemente engañados. Y ella siente remordimiento, seguro. Está impresionada por la inocencia en que viven; reconoce un irreparable desgarro en su vida. Esto es auténtico; su dolor y su culpa en este momento son auténticos, y nunca desaparecerán del todo. Pero tampoco obstaculizarán su camino. Está más que encantada; siente que no tiene otra elección que ir.