Capítulo XVIII

Raimundo abrió el cajón inferior de su mesa de despacho, cogió el arma, comprobó que las balas estaban en su sitio y el silenciador bien colocado, tal y como le había indicado aquel sujeto la tarde anterior. Tomó el gabán y se dispuso a salir de casa.

—¿Ya se va, señor, tan temprano? ¿Ha desayunado?

—Sí, María, muchas gracias, he desayunado, no se preocupe.

—Usted es el que está preocupado. Tiene bolsas bajo los ojos. Esas ojeras nos dicen que no ha dormido.

—¿Cómo quiere que duerma, María?

—Sí, tiene razón, y le diré que deseo que todo se resuelva cuanto antes. ¿Cómo pueden pensar que usted es el asesino, que ha sido usted quien ha matado a la señorita Justina, que en paz descanse? —Y los ojos de María se nublaron de lágrimas.

Salió a la calle y giró a la izquierda. Atravesó la Glorieta de Ruiz Jiménez, tomó la calle Carranza, rodeó la glorieta de Bilbao y, siguiendo por la calle Sagasta, llegó a la plaza de Alonso Martínez. Quería pasar desapercibido; para ello lo mejor era no llamar a ningún taxi y adentrarse en el suburbano. Las obras, que obstaculizaban el centro de Madrid, interceptaban también la plaza de Santa Bárbara. No hacía falta ir al campo para regresar con los zapatos manchados de polvo y, en los días de lluvia, de barro y fango. No solía viajar en metro, así que se detuvo ante el cartel del plano antes de pasar la máquina computadora. Recordó cómo en Praga y en otras ciudades europeas no había tales máquinas que obstaculizan el paso; sin duda alguna, se confiaba en la buena fe de los interfectos y en que éstos pagarían los billetes. Una vez que se situó en el plano y supo qué línea tomar y dónde bajarse, se dirigió a la ventanilla y compró un billete. Siguió la indicación de la línea cinco; se bajaría en Aluche y aquí enlazaría con la línea diez. Había nada menos que quince estaciones hasta Aluche; de modo que tomó un asiento y se llenó de paciencia para recorrerlas.

Había sentido que alguien al recorrer el andén lo observaba. ¿No había visto la tarde que estuvo en la Red de San Luis al inspector Morales que le escudriñaba desde el asiento trasero de un coche junto a otros dos policías? Si ahora alguien lo viese hacer, no tardarían en incriminarle. Miró hacia un lado y otro, y no creyó encontrar a aquel que le había dirigido una mirada esquinada, de modo que se dispuso a hacer él otro tanto y observar a los viajeros que lo rodeaban. Cuando leyó Aluche, se bajó del vagón y buscó la línea diez. Le faltaban tan sólo cuatro estaciones. Antes de llegar a Lago, el suburbano salió de debajo de tierra. Era un día nublado y el sol se mostraba velado tras capas grisáceas de nubes.

Tomó la avenida del Ángel y luego giró por el Paseo de los Castaños. Zona infantil, decía un cartel señalando hacia la derecha. Tendría gracia que el revólver, pese al silenciador, hiciese explosión junto a una zona infantil de juegos. Dado lo sombrío de la mañana, apenas se cruzaba con algún transeúnte. Al Parque de atracciones, leyó en otro cartel. Esto estaba mejor, el ruido de las atracciones podría sofocar el disparo; aunque ello le impidiese comprobar hasta qué punto el silenciador amortiguaba la detonación, que era uno de los motivos por los que se encontraba en la Casa de Campo.

Se giró a la izquierda y contempló el perfil de Madrid, los edificios más altos mostrándose guardianes del rebaño. ¿La ciudad entera, allí postrada, extendida, desparramada como una loma, iba a ser testigo del disparo? Por encima de los edificios, unas manchas amoratadas simulaban a primera vista una cadena de montañas; acto seguido su mirada se desengañó y pasó a contemplar la capa de polución que la ciudad, como un clamor, elevaba a los cielos. Si desandaba los pasos y seguía por la derecha, se toparía con el estanque. Hizo esto hasta que, acercándose al borde, vislumbró su figura reflejada en el agua. Los edificios que rodean la Plaza de España, la torre de Madrid y otros colindantes, hasta no hace mucho los más altos de la ciudad, le miraron. Sostuvo con ellos una mirada prolongada, como un duelo o un raro desafío, y, al cabo, bajó la vista, la imperturbabilidad de aquéllos les confería la victoria.

Rodeó, como si recorriese un espejo, el borde del estanque. Y, dándole la espalda, se dirigió hacia la indicación de Parque de atracciones; el ruido y la furia de éstas podrían sofocar la detonación. Pasaba de unos espacios a otros distintos, y no solamente cambiaba el paisaje, con éste variaban también los transeúntes con los que se iba topando. Volvió a pensar en la mirada del hombre del suburbano y se giró hacia un lado y otro. Quienquiera que fuese, ¿dónde estaría?; ¿cómo reconocer una mirada? Fue atravesando los pabellones del Recinto Ferial Ifema, y hombres de negocios con maletines en la mano le salieron al encuentro. Recordó la primera vez que visitó Bruselas, siendo muy joven. Entonces no sabía que un día como hoy caminaría como un fugitivo con un arma en el bolsillo del gabán; tampoco que las lágrimas le serían una compañía constante en la edad madura.

Tenía que decidirse. Se hallaba cansado. Además, estaba dejando rastros suyos por doquier. Se alejó de los Pabellones del Recinto Ferial y, antes de atravesar el Camino Viejo del Campamento y luego el Paseo del Robledal —a un extremo, la Puerta del Dante—, pensó en los Cantos del Infierno y se dijo que había llegado el momento. Tomó el revólver del bolsillo del gabán, cuya fría armadura había sido durante todo el recorrido su compañía; extendió el brazo derecho y apuntó; finalmente, apretó el gatillo. Apenas se dejó escuchar un estallido sofocado. Caliente por la detonación, volvió a guardar el arma, y un temor agitado y nervioso se apoderó de él. Como quien perpetra un crimen nefando, creyó llegado el momento de la huida. Antes de salir de casa, consultó con detenimiento una guía de Madrid. Se encaminó hacia la estación de metro más cercana, Alto de Extremadura, entre el Paseo de Extremadura y la Avenida de Portugal. Sudoroso y jadeante, caminaba apresuradamente. Le pesaba el arma, el gabán; hasta el cuerpo y el sufrimiento le pesaban.