Capítulo III

María, la sirvienta

En aquel piso, un dúplex abuhardillado de la calle de Alberto Aguilera, esquina con la plaza del Conde del Valle Súchil, donde ahora seguía viviendo Raimundo tras la muerte de Julia, entonces, hace siete años, parecía que la felicidad se hubiese instalado de buen grado. Y se diría, además, que fuese a durar para siempre. Si alguien hubiese recogido en un magnetófono aquellas charlas, aquellas risas, aquellos coloquios enamorados, los bailes que se celebraban, no solamente en navidad y en año viejo, no sólo con la llegada de la primavera o el calor del estío, en la noche más larga del año, la noche de San Juan, sino también, en los cumpleaños respectivos de Julia y de Raimundo, o, incluso, cuando la ocasión era propicia, los sábados al anochecer; si alguien, repetimos, hubiese grabado todo aquello con imagen y sonido, hubiese obtenido una bella película de juventud, con principio y final feliz, y un aire de enamorados. Así lo recuerda María, cuya vida se calentaba al calor de la hoguera de la vida de Julia. Era como su sombra y es ahora su voz, aunque alguien pueda decir que cambia el tinte y la tonalidad, porque Julia ya no vive para corroborarlo. Lo más curioso era que cuando Raimundo le comunicó que se casaba y que en breve serían tres los que vivirían en aquella casa, María se disgustó. Pensó que iba a ser despojada de algo que le pertenecía. Conocía a Raimundo desde niño, pues había comenzado a trabajar en casa de sus padres —la misma casa de la calle de Alberto Aguilera— dos años antes de su nacimiento. Cuando Raimundito nació, ella tenía veinte, y había llegado a la casa con dieciocho años. Transcurrieron cuarenta años hasta el día de la noticia del casamiento. Había presenciado la muerte de los padres de Raimundo y cómo la casa cambiaba de dueño. Conocía demasiados secretos de la misma; secretos de familia; la manera de ser y los gustos de unos y otros; pero a quien mejor se jactaba de conocer era a Raimundo, que lo conocía como si lo hubiese parido.

El muchacho fue creciendo, se matriculó en la Facultad, terminó Derecho y se licenció por la Universidad Complutense de Madrid. Después marchó a Bolonia para matricularse en algunos cursos y programas de postgrado e, incluso, estuvo un par de años ejerciendo como profesor contratado en sus aulas.

María vivió la expectación que el chico despertaba en sus padres; ella misma se fue contagiando de ella. ¡Había sido tan estudioso de pequeño, tan responsable! Su actitud y sus resultados correspondían a la crianza y educación que, como hijo único, había recibido. Y cuando durante aquellos dos años como profesor en las aulas de la Universidad de Bolonia escribía a sus padres, no había carta recibida para la que María no fuese convocada, haciéndole partícipe de su lectura.

Mientras os escribo estas líneas desde la Piazza Maggiore, una paloma ha tenido el atrevimiento de posarse en mi velador, frente a mi café y mis cuartillas; trazo estas palabras con el mayor sigilo posible para que no se vaya. Ya sabéis de mi soledad en Bolonia; todo son paseos solitarios y recorridos interminables por la angostura de sus calles. ¡Pero es tan bonita! El corazón de la ciudad está recogido en esta plaza, rodeada de Palacetes y de la Basílica di San Petronio. He escuchado cómo el reloj de la torre del Palazzo d'Arcussio, instantes antes, daba sus campanadas. Está siendo un invierno muy frío. Ahora, una mañana de sábado, en la que disfruto de día de asueto tras la semana escolar, luce el sol. Han sacado los veladores y las sillas a la plaza, y es posible estar sentado en ellas, siempre que sea con un buen abrigo y una bufanda al cuello. Observo que algunos de mis vecinos ostentan guantes en sus manos, que a mí, por otra parte, me impedirían escribiros. Pero el martes nevó. Cuando recorría la vía S. Stefano, pisaba la nieve y la sensación que sentía era la de pisar un fruto blanco y escarchado. Recordé a mamá en navidad delante de un buen plato de fruta escarchada. Pero no os preocupéis, que las fiestas navideñas las pasaré con vosotros. Me muero de ganas por abrazaros. Os quiere.

RAIMUNDO.

Tras escuchar la lectura de la carta en el salón, María bajaba la vista y enfilaba los pasos hasta la cocina. Había reparado cómo a doña Ana y a don Fernando se le habían saltado las lágrimas, pero ella, compungida, aguantaba hasta la cocina, aquí tomaba un pañuelo y enjuagaba sus ojos. Las lágrimas, como pequeños regueros, caían de sus lagrimales.

Era María quien recogía el correo cuando regresaba de hacer la compra. Ella era quien primero se enteraba de que había carta de Raimundo. Hoy hay carta, señora, decía, dejándole el correo sobre su escritorio. Y colocaba la carta de Raimundo encima, presidiendo el manojo de sobres, la mayoría sin interés alguno, correspondencia de bancos o incluso mera propaganda. Ya te llamaremos cuando regrese el señor, para que tú también la escuches, respondía doña Ana. María sabía que después de almorzar la llamarían para que estuviese presente en la lectura de la misiva. Aquellas epístolas eran una radiografía del corazón y del temperamento solitario y melancólico de Raimundo. ¡Cómo contaba, con especial delectación, las horas que pasaba en soledad y los paseos al caer la tarde! Esto le impresionaba de especial manera. Y es que recordaba cuando era su niñera y el niño se mostraba medroso ante algunas cosas, y una de ellas era, efectivamente, la hora en que la tarde declinaba y comenzaba a ser invadida por las sombras. Aquel momento del día, antes de que cayese la paloma de la tarde, como escribe el poeta, le causaba al chico un especial sobrecogimiento. Y ella, que conocía sus reacciones, lo notaba hasta en su piel, que el muchacho mostraba erizada de escalofrío. Por eso, le sorprendía cuando en las cartas hablaba de los paseos al atardecer por el casco viejo de Bolonia. No debía de estar el corazón de Raimundo de espaldas a la belleza de la ciudad, pero era muy peculiar su sentido de la belleza. Y María, que había pasado con el chico tardes y mañanas enteras, o incluso, las primeras horas de la noche, lo conocía lo suficientemente bien y sabía que el muchacho era muy temeroso, que la oscuridad, por ejemplo, le producía pánico. Doña Ana y don Fernando, que eran jóvenes, salían por la tarde a merendar con algunos amigos, o bien, al cine. No eran tiempos para otra cosa, entonces, no se iba tanto a cenar como ahora, pero sí, a cafeterías de moda donde tomar un chocolate con churros, unos sándwiches o emparedados, o incluso, unas tortitas con nata, acompañadas de sirope de diversos sabores para los más golosos. Cuando iban al cine, a la sesión de noche, de las diez o las diez y media, llegaban muy tarde a casa, y, entre tanto, María había permanecido a solas con el chico.

—Hay un hombre susurrándome cosas en el balcón.

Le dijo una noche cuando le estaba acostando.

—No hay nadie, Raimundito.

—Sí, sí, mira, está escondido en la esquina, arrinconadito en el extremo del balcón. Ha tenido que trepar hasta subir a él. ¿Es que tiene una cuerda?

Los balcones de la calle de Alberto Aguilera, en el tramo del que hablamos, casi esquina con la Plaza del Conde del Valle Súchil, cuando no son miradores, son, como los de principios del siglo XX, reducidos y estrechos, distintos a las terrazas que se pusieron de moda tiempo después; así como, posteriormente, fue moda cubrirlas y acristalarlas. A María le bastó volver a descorrer las cortinas y mirar a través del cristal.

—No hay nadie, niño.

—Pero abre la puerta del balcón y mira bien, está escondidito, hecho un ovillo, sentado en el suelo, sujetándose las piernas con los brazos y susurrándome cosas de miedo.

—Y ¿qué cosas? —preguntó María extrañada por la imaginación del chico.

—Me dice algo de la muerte, que a mí también me cogerá, como cogió a la abuela. Es un enviado de la muerte.

Y el chico se cubrió la carita con las manos, se giró, dando la espalda a María, e irrumpió en llanto. María lo abrazó, lo tomó fuerte entre sus brazos, le secó los ojos, lo consoló y le dijo que dejase de llorar, que todo eso eran fantasías e invenciones suyas. Luego le dejó encendida una lamparita del dormitorio, cubriéndolo de suave penumbra, para que no tuviese miedo. Al cabo, cuando parecía que lo dejaba tranquilo, volvió a llamarla:

—¡María! ¡María! ¡Tengo miedo! ¡No puedo dormir!

La sirvienta terminaba durmiendo con él hasta que Raimundo se dormía. Poco después abrían la puerta de la casa don Fernando y doña Ana, y ella, en sigilo, abandonaba el dormitorio del niño.

Un día llegó a casa del colegio diciendo algo extraño:

—Mira, María —y le mostró las palmas de las manos abiertas, tendidas hacia arriba.

—¿Qué pasa? —respondió ella, inclinándose a mirar las manos del niño.

—¿No lees nada en mis manos?

—No, ¿qué tengo que leer?

—Hay dos emes dibujadas en ellas, una en cada palma. ¿No sabes qué significan?

—No. ¿Qué significan? Dímelo tú —preguntó María extrañada.

—Muerte segura, sí, muerte segura. Me lo han dicho en el colegio, eso es lo que significa cada una de las dos emes. Y por si fuera poco, están repetidas, multiplicadas por dos.

Cuando Raimundo llegó a casa con aquella historia de las palmas de la mano, tendría unos once años. Y a quien primero se lo soltó, fue a María. Muchas cosas se las contaba exclusivamente a ella. La sirvienta también recordaba que, a raíz de este episodio, el niño volvió a sentir miedo al acostarse durante una temporada. Es como si la muerte y el temor que la rodeaba, hubiese estado presente en su vida desde niño. Sí, ella se jactaba de conocer a Raimundo como si le hubiese parido; mejor que su propia madre. La asistenta hubiese afirmado, a tenor del comportamiento de su señora, que la maternidad la había sorprendido, sacándola de sus casillas, y de manera alguna había querido resignarse, abdicando de lo que era su vida hasta entonces. Además, para eso estaba María. Así que doña Ana continuó saliendo por las tardes con su marido; reuniéndose con otras parejas y amigos; yendo al cine por las noches con don Fernando; incluso, viajando algún fin de semana; pues para eso estaba María, la sirvienta, que era de toda confianza, que se comportaba, en verdad, como alguien de la familia; que sabía tratar al niño, Raimundito, como nadie, mejor que ella misma, y que lo conocía tan bien, a fuerza de pasar tanto tiempo juntos.

Doña Ana, además, no quería dejar de sentirse joven y atractiva, dejar de arreglarse, de maquillarse y estar a la moda en la ropa y el atuendo. También quería seguir cultivando sus amistades. En una palabra: estar libre para todo lo que se refiriese a entrar y salir, y esto, sin cortapisa alguna. Pues nada aborrecía más, que las mujeres que se abandonan cuando tienen un hijo; que dejan de cuidarse, y se vuelven gordas y desaliñadas, y el marido termina tomando una querida. Es por esto por lo que, en todo lo relativo al cuidado del recién nacido, terminó delegando en María. Y ésta, que le gustaban los niños como a nadie, aceptó de buen grado, pues, además, la tarea encomendada la relevaba de otras tareas domésticas; ya que, sobre todo al principio de la crianza, don Fernando y doña Ana contrataron a una asistenta para que se encargase de la limpieza de la casa y cocinase. María, en cambio, seguía haciendo la compra, y la hacía llevando al niño consigo en el cochecito, en lo que también era el paseo matutino, María recordaba a la perfección el día del nacimiento del niño. Nació en la casa, como se nacía siempre antes. Doña Ana fue auxiliada por el médico de cabecera, D. Juan, y por una comadrona, doña Asunción. Y además, estaba ella, que ayudaba a unos y a otros, y que daba la mano a la señora para que hiciese fuerza y empujase en el momento oportuno. Apenas el recién nacido tenía medio cuerpo fuera, comenzó a llorar. Ese llanto la sobrecogió. Era un llanto insólito, sin precedentes, como una música nueva que se alzase de pronto e inaugurase una melodía desconocida.

Aquel día fue crucial y decisivo para María. A decir verdad, podía señalar solamente unos cuantos días de esta envergadura en la casa de Alberto Aguilera. Y era curioso cómo, además del nacimiento de Raimundo, los otros hacían referencia a muertes: al fallecimiento de doña Ana y al de don Fernando. Por encima de ellos, estaba el de la muerte de Julia. Éste sí que fue el día más terrible en aquella casa, pues María, que se había mantenido soltera y no había tenido hijos, había vivido también la muerte de sus propios padres.

Recordar la muerte de Julia y detenerse en ella era un episodio, además de doloroso, lleno de misterio y de incógnitas por resolver. Ninguno de los que siguieron viviendo en aquella casa —Emilio, el propio don Raimundo y ella misma—, se ponía de acuerdo en los incidentes, ni refería los mismos pormenores.

A partir de aquel momento, la vida de don Raimundo fue otra; pero no solamente cambiaron sus hábitos, ya que, evidentemente, no estaba con quien los compartía, el objeto de su amor, sino que él mismo se transformó en lo más profunda de su ser; se modificó su carácter, su temperamento; mudaron sus gustos y sus predilecciones; se alteraron hasta sus manías, que pasaron a ser otras. Hasta la propia casa se transfiguró y fue entonces cuando pasaron a estar revestidas de mármol columnas y baños, y las galerías se llenaron de vitrinas con gemas y minerales preciosos en sus anaqueles; aparecieron armarios y cámaras secretas, inexistentes antes. Todo, en resumidas cuentas, se revistió de enigma y misterio.

Cuando María hablaba de esto con Emilio, cada uno tenía su propia opinión sobre el asunto; nunca llegaban a ponerse de acuerdo. Ella quería hacer prevalecer el mayor conocimiento que tenía de Raimundo y de la propia Julia, ya que el secretario había entrado en la casa mucho después, cuando doña Ana y don Fernando ya no vivían.

—Te concedo —decía Emilio— que pienses que tienes más datos que yo con respecto a la vida de Raimundo, dado que estás con él desde su nacimiento, pero en cuanto a Julia, eso sí que no, de ninguna de las maneras —repetía taxativo—; ambos la llegamos a conocer en el mismo momento, y no te digo más…

Y Emilio se sumergía en un mutismo del que no había quien lo sacara. Tenían esta conversación en la cocina, que era el lugar de encuentro y de charla más habitual entre los dos domésticos, ya que la asistenta, que era quien cocinaba cuando Raimundito era pequeño, dejaron de tenerla cuando el niño creció y quedó en casa solamente María. Emilio apareció más tarde, fue una adquisición del propio don Raimundo, cuando éste vivía solo en la casa y antes de casarse con Julia. Aquél le ayudaba también en la administración de la casa y de su renta, y esto le venía a las mil maravillas cuando tenía que ausentarse y viajar.

María levantaba la vista para detenerla en Emilio cuando decía aquello, pero no llegaba a averiguar nada, no se hacía con el misterio. Por la cabeza de María pasaban las escenas de baño de Julia y los masajes y friegas con crema hidratante que ella le proporcionaba; del mismo modo, cuando se demoraba cepillando su cabello tras el baño. Se deslizaban las confidencias de su vida con Raimundo y otros secretos, paseos vespertinos cuando no estaba el señor.

—María, si llega el señor, no le digas nada, o mejor, dile que he salido a hacer alguna compra y que estoy al llegar.

Pero Julia manifestaba aquello con un aire risueño de niña, de chiquilla traviesa que comete una travesura sin importancia, pues nada había menos malicioso que su sonrisa, que María juzgaba siempre angelical.

De modo que, cuando Emilio declaraba aquello, ambos la llegamos a conocer en el mismo momento, y no te digo más…, María levantaba la vista hacia él y escrutaba su rostro, su mirada, que se tornaba huidiza.

Todavía podía recordar el día que llevó Raimundo por primera vez a Julia a la casa y, dado que ya no vivían doña Ana y don Fernando y ellos eran los únicos moradores y cuidadores de la misma, los convocó en el salón y se la presentó a ambos.

—Mucho gusto, señora —dijo ella, mirándola tímidamente, dado que le había sorprendido su belleza—. ¿Cuántos años tendrá? —se preguntó—. Quizás veinticinco, quizás veintiocho; en cualquier caso, menos de treinta.

Y en lo que reparó después, y se lo comentó al propio don Raimundo más tarde, fue en su extraño parecido con las fotografías de doña Ana de joven; y no debería de estar descaminada, pues apreció cómo aquél no asentía, pero sí se quedaba suspendido y hasta hubiese dicho que se ruborizaba.