Capítulo III

María, tesorera de recuerdos

—¿Dónde andará Emilio? María salió de la cocina ansiosa por enterarse del paradero de su compañero de servicio en la casa, y quieras que no, se dirigió al dormitorio de Raimundo. La puerta estaba cerrada, así que gritó desde fuera:

—¡Emilio!

—Estoy arreglando la habitación del señor —soltó, sin hacer amago de salir.

María permaneció en la puerta, sigilosa, dando unos pasos como quien se aleja, pero regresando y parándose delante de la misma otra vez. Escuchó un ruido de llaves y pensó en la obsesión de Emilio por acceder a la cámara de Raimundo. ¿Conseguirá abrir la nueva cerradura?, se preguntó. ¡Y pensar que ahí dentro está todo el vestuario de Julia! Porque lo que estaba claro era que Raimundo no se había desprendido de él; antes tiraba sus cosas, que separarse de las prendas que habían rozado el hermoso cuerpo de Julia. Y no sólo de sus vestidos, camisas, jerséis, pantalones, sino también de sus sombreros, ¡con lo que le gustaba llevar sombreros a la señora!, tenía tocados para invierno, esas boinas negras tan francesas, que llevaba sobre la cabeza, inclinadas hacia un lado, y ligeros y vaporosos para el verano; y quien dice sombreros, dice también sus zapatos, sus joyas e incluso su ropa interior. ¿Qué habrá hecho Raimundo, se preguntó instantes después, con la ropa interior de Julia? ¿Acaso Raimundo podría desasirse de algo de esto? Y hablando de joyas…

Y entonces abandonó su puesto de vigilancia tras la puerta, donde había permanecido de pie diciéndose todo aquello, y enfiló el pasillo hacia la cocina. Y mientras quitaba del fuego las judías rehogadas y sazonaba el arroz con azafrán, que era como le gustaba a Raimundo, para acompañar el asado de ternera, recordó el día que Julia le había regalado una de sus pulseras.

—María, puedes pasar ya al baño.

Aquel momento, el baño de Julia, no sólo era una delicia para ésta, lo era también para María. La sirvienta, haciéndose notar, llamaba con los nudillos, abría la puerta del baño y encontraba a su señora tendida a todo lo largo de la bañera; una bañera como las de antes, que se había respetado cuando la casa de la calle de Alberto Aguilera se remodeló, instalada como mueble independiente y separada del muro, con cuatro estilizadas y arqueadas patas, que terminaban en un pie con forma de pezuña de animal. María hallaba a Julia con la cabeza reposando en el extremo derecho del mueble y alzando de vez en cuando los pies, con los que jugueteaba en el agua.

—¿Está bueno el baño, señora?

—Delicioso, María. Lo he perfumado con unas bolitas de esencia que me ha regalado Raimundo.

—Ya, ya, ya lo noto.

Y María se deleitaba viendo el cuerpo de Julia tan blanco y de piel tan fina, perfumado con aquellas esencias y rociado de espuma de jabón, que ella iba a tener la suerte de frotar con una esponja natural, tras la que se dirigía nada más pasar al baño, ver a Julia en la bañera y entablar las primeras palabras.

La sirvienta se arrodillaba en el suelo e, inclinando Julia el torso hacia delante, frotaba con la esponja la espalda.

—No podría prescindir de ti, María, nadie lo hace tan bien como tú.

—Yo me esmero, señora —respondía la criada, ufana de escuchar aquello.

Y una vez había friccionado con delicadeza la espalda de Julia, ésta volvía a apoyarla sobre el respaldo de la bañera, y María frotaba luego su cuello, los brazos, terminando con las piernas y con los pies, con los que Julia había estado jugueteando en el agua durante todo aquel rato.

Aquel día fue cuando Julia se demoró un instante más en la ablución y María tomó una de las pulseras que reposaban en una bandejita plateada sobre el tocador. Frente a este mueble, María, después de haber secado el cuerpo de Julia con esmero, secaba su cabello, y luego lo cepillaba y peinaba. Julia, todavía en el baño, había visto cómo María había cogido una de sus pulseras de ágata verde y se recreaba poniéndosela.

—¿Le gusta, María?

—¿No me ha de gustar, señora? —y continuó luciéndola sobre su piel morena y avejentada, en la muñeca derecha.

—Pues ¿sabe lo que le digo, María…?

Y la criada volvió la cabeza hacia aquélla, aguardando sus palabras que, con harta frecuencia, solían ser afables y generosas. Julia rió, inclinando todavía más la cabeza hacia atrás y levantando el cuello.

—Te la regalo, María. La pulsera de ágata verde es para ti —y siguió riendo.

—¿Qué dice, señora?

—Anda, que es tuya, María, que te la regalo. Pero no me tengas más tiempo aquí, que mis piececitos —agregó coqueta, y tuteándola— se están arrugando de tanta agua; ¡si los viese Raimundo…!

Y María corrió diligente a tomar una toalla grande de baño, de color rosa, de la vitrina acristalada donde reposaban los lienzos de algodón, colocados unos sobre otros según el tamaño y color. Luego la extendió en vertical, haciendo de parapeto a la hermosura del cuerpo desnudo, contra la que parecía defenderse. Julia apoyó un pie en la alfombra y se rodeó de aquélla. Pasó a sentarse en la silla frente al tocador para que María, arrodillada, con una toalla más pequeña secase sus pies; cosa que hacía con esmero, como si se tratase de una exquisita filigrana, contorneando los delicados dedos, de uno en uno. Luego la criada comenzó a cepillar sus cabellos, rubios y crespos, que en esta ocasión no se habían mojado.

—¿Le gusta la pulsera? —preguntó, viendo la cara de gozo de María, como si no hubiese sido suficiente el haberla tenido a ella durante el baño, ayudándola a bañarse, primero, y a secarla después.

—Es muy bonita, señora, y estoy muy contenta y se lo agradezco de veras. Además…

Y calló con expresión misteriosa.

—¿Qué quiere decir, María?; además ¿qué?

—Que usted ha tenido puesta la pulsera en su brazo y ésta ha tocado su piel y, por tanto, es doblemente valiosa para mí.

—Era eso…,¿eh?

María se había levantado del suelo, donde había estado arrodillada secando sus pies, y, bajando la cabeza, besó a Julia en la mejilla.

—Venga, deme otro beso. Yo también la quiero, María.

La criada cogió un extremo de su delantal y secó sus ojos, cuya visión se había anublado. Y ahora, cuando toda esta escena discurría por su cabeza, volvió a tomar un extremo del delantal y a secarse los ojos con él. Yo también la quiero, María. Nadie le había dicho esto de igual manera; nadie, tampoco, tenía esa piel, ni esos ojos, que parecían que chisporroteaban cuando te miraban, ni esa melena, como el mismísimo oro, ni esa gracia y lozanía. Nadie, de eso no cabía la menor duda.

Sonó el timbre de la puerta y María se apresuró a abrir. Sabía que era Raimundo y que llegaba para el almuerzo. Desde pequeño, cuando Raimundo salía a la calle o más aún, cuando viajaba y se ausentaba de casa por una temporada, lo primero que ella hacía a su regreso era detenerse en su semblante, como si algo de lo que hubiese vivido en su ausencia quedase reflejado en aquél; en esta ocasión, lo juzgó extraño. Algo veía expresado que se le escapaba.

—¿Está la comida, María? —preguntó como un alto en el camino de su mutismo.

—Sí, señor; puede pasar al comedor cuando quiera.

—Hoy comeré solo.

No añadió nada más. Sabía que tenía que decirle a Emilio que no pasase al comedor, que comerían los dos juntos en la cocina. Y mientras así hacían, uno frente al otro, María observó su rostro. Es como si en esta casa, se dijo, hubiese espejos encadenados, en los que la apariencia de uno tuviese virtud sobre el siguiente. Pero si, a través de la fisonomía de Raimundo, podía adivinar cierta tonalidad de su estado de ánimo, la de Emilio la encubría.

—¿A qué se debe que estemos comiendo hoy aquí? —preguntó el secretario.

—Es una orden del señor. No te puedo decir nada más. Quería comer solo. Ha salido esta mañana y ha regresado algo serio.

—Ya, ya sé que ha salido esta mañana. Tenía una cita a las doce y media —y al terminar de decirlo, se arrepintió.

María lo miró escudriñándolo.

—¡Todo es muy raro ahora! —se limitó a decir.

—¿Ahora?

—Sí, desde la muerte de Julia.

—Ya era raro antes…

—¿Te refieres a Raimundo?

—A Raimundo y a la casa de la calle de Alberto Aguilera, y, por alusión, a sus habitantes.

—Y, entonces, a ti y a mi —añadió María, queriendo retirar del rostro frío y endurecido de Emilio la capa de indiferencia que lo cubría.

—Nosotros somos más sencillos; no en vano, somos los domésticos y se supone que no tenemos vida interior. Toda la vida interior debe residir en los señores o en los señoritos, en los señoritingos.

María adivinó la ironía de sus palabras. Bajó la vista tras contemplarlo y crispó los labios.

—Ya sé que no te parece bien muchas de las cosas que digo.

—Ellos son muy bondadosos. No me refiero sólo a Raimundo y a la señora Julia, que en paz descanse, sino también a doña Ana y a don Fernando, que Dios los tenga en su gloria.

Emilio apoyaba el hombro derecho en el respaldo de la silla y giraba la cabeza intermitentemente, manteniendo el lado izquierdo de su rostro en sombra.

—Yo no los conocí, pero me basta con Raimundo y Julia para adivinarlos.

—No te consiento que hables mal de la señora Julia —soltó María, poniéndose en pie, apoyando ambas manos sobre el borde de la mesa, inclinando el torso hacia delante y levantando la voz.

—¡Qué barbaridad! ¿Cómo la defiendes?

—Ella no está aquí para defenderse. Si lo estuviese, quizás tú no dirías esto… —y tras un instante de silencio, siguió—. Te veía cómo la mirabas.

Emilio rió.

—¡Ahora soy yo quien miraba a Julia…! Yo también te veía mirarla.

María se hallaba casi fuera de sí; es por ello que añadió:

—Pero tú no querías sólo mirarla, te hubiese gustado también ponerle las manos encima.

Emilio seguía sentado en la silla del mismo modo, con el hombro derecho sobre el respaldo y ocultando de vez en cuando el rostro hacia el lado de sombra, mostrándose casi impertérrito.

—Y tú no anhelabas ponerle las manos encima porque, evidentemente, se las ponías.

Esto fue el colmo para la veterana sirvienta, quien, tomando la barra de pan de sobre la mesa, se la arrojó a la cabeza.

María terminó de servir a Raimundo en el comedor, después regresó a la cocina y acabó de recogerla. Emilio, no teniendo otra cosa que hacer, marchó a su habitación. Entretanto, la doméstica, habiendo acabado sus tareas, se encaminó hacia la escalera de caracol y subió hasta el piso de arriba, abuhardillado, donde se encontraba su pequeño dormitorio y su aseo.

¡Qué cinismo, el de Emilio!, se dijo. Estallaba en cólera tras la discusión con él. Pero tú no querías sólo mirarla, te hubiese gustado también ponerle las manos encima. Esto era lo que ella le había dicho, y ¿acaso era mentira?; ¿habrá podido olvidar todo? ¡Todo!, repetía. Conocía su máscara de indiferencia, ese su rostro adusto y bronceado, como un calzado de charol recién embadurnado y a pesar de su edad, unos cuarenta y tantos años, sin arruga alguna. Ahora era el más joven de la casa, pero antes, no, antes era la señora Julia. Y ¿podría negar las miradas que le dirigía, cómo la atisbaba y, a veces, hasta seguía sus pasos, yendo de un sitio para otro, intentando acercársele? Y ¿podría tener esa pretensión él, el muy hijo de puta, viniendo de donde venía? Eso es, que dijese de dónde venía, cuál era su pasado, qué había hecho hasta llegar a esa casa de la calle de Alberto Aguilera. ¿Por qué tantos rodeos, tantos circun…, tantos circusloquios o circunloquios, o como se dijese? Se le iba la fuerza por la boca; estaba de un endiablado mal humor, de un humor de perros, y quería desahogarse, aunque fuese hablando sola. Y, a fin de cuentas, en esa casa, ¿hacía otra cosa que hablar sola? Desde que murió Julia, no hacía otra cosa que esto, hablar sola; y es que, además, aunque hubiese querido, no habría podido hacer nada distinto. Mira cómo había terminado la conversación en la cocina con Emilio para un día que comían los dos solos. Cuando almorzaban en el comedor, con Raimundo, Emilio se mostraba cortés y educado como un duque. Todo era presumir de su figura y de su rostro moreno y aceitunado, pero es que su ascendencia era india, vaya una cosa, que si inglés, sí, inglés de las colonias. ¿Qué había hecho su familia en Inglaterra o en la India, o dónde estuviesen, pues servir a sus señores como, al fin y al cabo, hacía ahora él?

Necesitaba tranquilizarse, pero diciéndose todo esto no hacía más que volver una y otra vez sobre lo mismo y ahondar su herida. Parecía como si, desde la muerte de la señora Julia, todos en la casa hubiesen vivido una Gran Guerra, no solamente Raimundo, como era lo que se suponía, sino también, por supuesto, ella, y hasta Emilio; sí, con ese rostro de indiferencia y esa apariencia de chuleta, de señorito achulapado, él también había vivido las consecuencias de la muerte de Julia. O incluso, había tenido algo que ver; y, al decirse esto, se santiguó y exclamó ¡Dios mío! Todo había sido soledad y silencio y dolor desde entonces.

María, diciéndose todo esto, iba de un sitio para otro en su dormitorio abuhardillado, de dimensiones tan reducidas que se recorría en unos pasos; se había sentado sobre la colcha de la cama y luego se había levantado y había mirado por la claraboya del techo el cielo; había probado que la ventana estuviese bien cerrada, no fuese que lloviese y la habitación se empapase de agua, como una vez, atolondrada, le pasó; después fue al aseo, abrió el grito del lavabo y llenó un vaso de agua y lo bebió con premura, todo para ver si se aliviaba. Luego dejó el vaso vacío sobre la mesilla de noche, se sentó sobre la cama y abrió el segundo cajón de la mesita. Allí estaba la pulsera de ágata verde que Julia le había regalado. La asió y se la colocó en la muñeca derecha. El brazalete se hallaba tan primoroso como el mismo día que se lo regaló Julia. Y era testigo tangible de lo que almacenaba su memoria; ésta podría caer en el olvido, pero aquella pulsera, con la resistencia de la piedra, del mineral, permanecería. Los objetos son como los eslabones que nos enlazan a unos con otros, también los muertos con los vivos; y esto era lo que ocurría con la casa por entero, con el quinto piso del número doce de la calle de Alberto Aguilera, casi esquina con la Plaza del Conde del Valle Súchil.

Se dijo esto y ella misma se sobresaltó, como si hubiese hecho un descubrimiento. Sí, aquella casa era testigo de muchas cosas. ¡Anda, que si las paredes hablasen!, exclamó. Pero hablaban para alguien como ella, que había vivido entre una generación y otra.

Permanecía sentada sobre la cama, se levantó y comenzó a mirar el techo, abuhardillado, siguiendo las líneas horizontales y los puntos donde confluían con las verticales.

¿Dónde habrán ido las voces que habían acogido esos muros; los gritos, los susurros, los llantos, las palabras? Los ojos se le enrojecieron y anublaron, regresó a la mesilla y tomó un pañuelo con el que se los enjuagó. Tras pensar esto, se estremeció. Realmente todo lo vivido debe de quedar en algún sitio, se dijo.

Continuaba con el pañuelito secándose los ojos y yendo de un sitio para otro. Se colocó bajo el tragaluz y, levantando la cabeza, contempló el cuadrado de cielo que enmarcaba. Las nubes se deslizaban a todo lo largo y pasaban. Eran distintas y eran las mismas. Lo mismo debe de ocurrir con nosotros, pensó. Han cambiado los actores de la función, como si al morir hubiesen hecho mutis por el foro, nada más. ¿Y dónde están ahora? ¿Dónde Julia, mi querida Julia? ¿Acaso si ella estuviese Raimundo tendría citas con ninguna otra mujer? Tenía una cita a las doce y media, había dicho Emilio. Y éste, ¡menudo pájaro estaba hecho!

Tras la retahíla, se hallaba más tranquila. Volvió a sentarse sobre la cama y, abriendo de nuevo el cajoncito de la mesilla de noche, lo revolvió hasta dar con unos papeles doblados. También tenía recuerdos de Raimundo, ¿cómo no? Conservaba cartas enviadas desde Bolonia, expresamente dirigidas a ella. De pequeño, pasaba más tiempo conmigo que con su madre, con doña Ana, ¿cómo no había de tenerme aprecio? Ella era la Tata; sí, Raimundo le llamaba por este nombre, hasta que creció y con los rubores propios de la juventud le daba vergüenza llamarla así, pero antes, ¿antes?, no escatimaba este nombre, que si Tata por aquí, que si Tata por allá… Sacó de entre aquellos papeles un poema compuesto por Raimundo, hablaba de Bolonia y lo había escrito en la misma Plaza Mayor, que tanto le gustaba.

María tomó el papel, lo extendió y leyó en voz alta:

Bologna. Piazza Maggiore

A la hora en que resplandecen las almenas

de los Palacios de Bolonia,

dorados por la luz de la tarde,

el reloj stancato de la torre

del Palazzo d’Arcussio

busca la sombra

y los jóvenes bologneses

y turistas

se arremolinan

en la Piazza Maggiore.

Un tiempo detenido es el que la plaza enmarca,

un tiempo que niega el tiempo;

los cuatro lados de la Plaza,

presididos por las torres de San Petronio,

del Palazzo dei Banchi

y por la torre del reloj del Palazzo d'Arcussio

son vigías insomnes

de un antiguo sueño,

un sueño que ahuyenta el presente

y lo lanza al olvido,

como hojas que el viento acumula

y esparce no se sabe dónde,

instaurando lo otro;

aquello que buscan sin saber qué

los estudiantes, tantos como abarrotan

la ciudad;

los turistas, que van en pos de Bolonia

y dirigen sus pasos

siempre al mismo lugar,

a la Piazza Maggiore y sus Palacios,

a la fuente del gigante Neptuno,

al campanile y su torre inclinada,

amantes de siglos ha;

a la Via dell’Independenza

bordeada de arcadas

que enmarcan el cielo,

el mismo cielo que cruzan palomas

que toman tierra y sueñan

también en la Piazza Maggiore.

En la hoja siguiente, se encontraba la traducción en italiano, hecha por el propio Raimundo. Y debajo del título en la primera hoja, en español y en bolígrafo de tinta azul, la dedicatoria que a ella le había dirigido. Este poema, escrito desde y sobre Bolonia, se lo dedico a María, la Tata, con cariño, y debajo, firmado: Raimundo. La dedicatoria del poema estaba escrita en puño y letra por el propio Raimundo. ¿Como si ella no tuviese recuerdos de unos y de otro? A decir verdad, era quien podía hablar con más criterio de todos. Nadie había sido testigo como ella de la vida de los moradores de la calle de Alberto Aguilera. Y sus conocimientos no se limitaban a doña Ana y don Fernando, también había llegado a conocer al padre de don Fernando, de quien éste había heredado la casa; y había oído hablar tanto de la abuela, así como de los padres de doña Ana, que vivían en Sevilla y que, en contadas ocasiones, venían a Madrid a visitar a su hija y se hospedaban igualmente allí. Recordaba que Raimundo le había dicho tiempo después: María, el poema que le envié desde Bolonia no tiene nada que ver con los Planes de Estudio que han firmado allí y de los que tanto habla la prensa y que tanto revuelo están ocasionando. Ya, ya, me imagino, le había respondido; a unos Planes de Estudio no se les hace un poema. Raimundo había escuchado su ocurrencia y había reído. Y a ella le había agradado, porque significaba, de alguna manera, que había acertado en su opinión.