Capítulo IX
Cuando Raimundo tocó el timbre de la vivienda, María, que le esperaba rebosante de júbilo, salió con presteza a abrirle la puerta.
—¡Qué alegría, don Raimundo! ¿Cómo se puede hacer una cosa así; a usted, que es todo bondad?
—Ya ve usted por dónde andan las cosas… Y, en cambio, el asesino de Justina anda vivo y coleando por las calles de Madrid.
—¿Han reconocido entonces que usted no ha sido?
—¡Qué va! Todavía no lo tienen muy claro. Yo creo que me han soltado para atraparme con las manos en la masa; y así, poder decir, ¿no ves?, pues ya te tenemos.
—¿Y qué le han hecho pensar eso de usted?
—Quizás la cámara —y, al decirlo, miró a María escrutándola—; y mi devoción por Julia.
—Vamos, ¿no es? —replicó la sirvienta—. Ellos no la han conocido, si la hubiesen conocido, como usted y como yo, otro gallo les cantara.
Raimundo había pasado a su dormitorio, había abierto la bolsa y entregado a la sirvienta la ropa sucia; después, había sacado los libros, el cuaderno de apuntes, el lapicero y la pluma, y se disponía a colocar cada cosa en su lugar. Se dirigió al baño y se miró en el espejo; se tocó la barbilla con la mano izquierda; tenía barba de casi tres días. Se encontraba sucio y maloliente. ¡Con lo bien que se está en casa!, exclamó.
Comenzó a llenar la bañera de agua caliente; luego echó gel líquido hasta dejarla impregnada de espuma de jabón; una vez así, se quitó la ropa y se introdujo en ella. Apoyó la cabeza sobre el borde del mueble y cerró los ojos. Sin darse cuenta, se durmió, y extrañas escenas comenzaron a pasar por el escenario del sueño. Le ponían las esposas y lo encerraban en una celda. Aquí es donde siempre has debido de estar: le gritaba uno de los hombres. Cerraban con doble vuelta la llave a la puerta, pero, una vez había sentido el sonido de la cerradura, la puerta desaparecía y exclusivamente barrotes le rodeaban por los cuatro lados. Aquello más parecía jaula de animal que celda. La recorría en círculo y no encontraba salida alguna. En esto, que el estrépito de una risa estalló. Se giró hacia el estruendo que ocasionaba la risotada y vio al otro lado de las barras la figura de un hombre cuyo rostro estaba oculto tras una máscara de goma, como si llevase colocada una media sobre la cabeza. Ésta le ocultaba los rasgos y le tapaba también el cabello. El hombre calvo reía, le señalaba con el dedo índice y reía aún más. Él quiso aprisionarle entre los hierros y, al introducir el brazo entre las barras, aquél desapareció. Entonces escuchó una voz en grito que le llamaba, decía ¡Raimundo, señor!, y, sobresaltado por aquélla, no menos que por la risotada del sueño, se despertó.
—¡Raimundo, señor, venga!
Era la sirvienta que se había acercado hasta la puerta del baño y le llamaba de aquella manera.
—¿Qué pasa, María?
—Alguien merodea enfrente de la casa. Me gustaría que lo viese.
Raimundo salió de la bañera y, mojado como estaba y recubierto de jabón, se colocó encima el albornoz.
—Venga, venga, señor —seguía gritando María.
Anduvo en pos de ella hasta el salón. La criada se acercó a uno de los balcones de la sala y alzó levemente las cortinas por un borde.
—Mire por aquí, en la acera de enfrente.
Raimundo se quedó atónito al ver la figura parada al otro lado de la calle. Y, no sabía por qué, le recordó al hombre de la media sobre la cabeza del sueño.