Capítulo VIII

Cruzó la calle de San Bernardo, intentando escapar del ángulo de visión de las ventanas y balcones del piso de Alberto Aguilera; y cuando, precipitadamente, atravesaba el semáforo, una voz conocida le hizo levantar la cabeza.

—¡Buenas tardes! Nos volvemos a encontrar.

—¡Ah! ¡Es usted! —exclamó sobresaltada, pensando que salía del trueno para caer en el relámpago.

—Quería volver a verla.

—Pero es que yo no quiero verle a usted.

Justina no había dejado de caminar; su paso era apresurado y, habiendo dejado atrás el metro de San Bernardo, pensaba descender los escalones del suburbano en la glorieta de Bilbao.

—¿Se dirige al Café Comercial? ¿Tiene allí una cita?

—No me dirijo a ningún café. Ya está bien de citas por hoy.

—¿Todo lo reserva para Raimundo? —soltó con descaro.

—Yo no reservo nada para Raimundo. Desempeño lo acordado, en el tiempo convenido, y ya está.

—Pero no me dice qué es lo acordado.

—¿Por qué tengo que decírselo?

—Porque le propondría un plan.

—¿Un plan? ¿Y quién le ha dicho que yo quiero un plan con usted?

—No es nada amoroso, ni sexual —puntualizó a continuación, queriendo separar una esfera de otra—. Y eso que es usted guapísima.

—¡Vaya! ¿Así que soy guapa?

—Si no lo fuese, no la habría contratado Raimundo. Él sólo se relaciona con beldades.

El secretario seguía a grandes pasos el caminar acelerado de Justina, quien había comenzado a descender las escaleras del metro de la Glorieta de Bilbao.

—¿A qué tanta prisa? ¿Quiere un chocolate con churros en el Comercial?

—No, gracias, voy a casa. Tengo que estudiar.

—En este caso, ¿le importa que le acompañe? —y consultó el reloj, haciendo un cálculo del tiempo libre que le quedaba.

—Preferiría que no.

La chica había introducido el abono mensual de transporte por la ranura de la máquina y el dispositivo había cedido, franqueándole el paso. Acto seguido, Emilio, que no llevaba bonobús ni abono de tipo alguno, se dirigió a la ventanilla de venta de billetes.

—Un bonobús, por favor.

Y depositó un billete de diez euros. El empleado esperó a ver el billete para imprimir el bono. Y, una vez, entregado éste, se dispuso con la misma tranquilidad a entregar el cambio. Cuando atravesó la máquina, Justina ya había desaparecido. Las distintas direcciones que partían desde allí, se bifurcaban a derecha e izquierda. ¿Por cuál determinarse? Por instinto y como para probar suerte, se encaminó hacia la línea uno, en dirección a Sol, y descendió con precipitación las escaleras.

El tren entraba en la estación y los viajeros daban unos pasos buscando cada uno la puerta más cercana. Emilio recorría el andén buscando entre los viajeros. Allí estaba Justina. La divisó de espaldas, entrando en el vagón. No quiso acceder por la misma puerta, y regresó a la anterior.

Como los nuevos vagones del metro de Madrid no están separados unos de otros, dado que, desde su interior, una plataforma los conecta, permitiendo el paso entre ellos, el secretario, pese a hallarse en un vagón distinto, se colocó de tal manera que veía a Justina sin que, al parecer, la chica lo divisase a él. También la dejó salir a ella primero, y, cediendo el paso a viajeros para que se colocaran entre la joven y él, la seguía sin que Justina supiese de su perseguidor.

La joven, una vez que creía haberse librado de él, redujo su apresuramiento, su andar era otro, pausado y caviloso, como quien se recrea en un pensamiento, caminando con la cabeza gacha. Se bajó en la estación de metro Gran Vía y subió las escaleras del subterráneo. Siguió transitando por calles estrechas, dejando atrás la populosa Gran Vía.

La dificultad era mayor para Emilio, que intentó resolverla dejando una mayor separación entre ella y él. También aguardó a que ella sacase la llave del bolso y franquease la puerta de su casa. No le había ido mal. Ya sabía en qué calle vivía y en qué número. Calle de la Salud, en torno a la plaza del Carmen. Quizás Raimundo le llevase ventaja, pues conocería no sólo estos datos, sino también el piso y el número de la puerta, y todo ello, sin dificultad ninguna. Pero no tenía por qué amilanarse, al cabo, siempre era él el que terminaba ganando la partida, dando jaque mate a sus adversarios.

Todos estos pensamientos habían recorrido su cabeza, sin que él hubiese hecho el menor esfuerzo, como quien abre una puerta y deja que el aire transite libremente por ella.

Había permanecido de pie, inerte, a una manzana de distancia de la casa de Justina, para que ella no se percatase de nada. Y una vez que ya no quedaba rastro de la chica, siguió caminando hasta su puerta. Observó ésta con detenimiento, dio unos pasos hacia atrás y escudriñó bien la fachada, después se decidió a pulsar un botón cualquiera del portero automático. Cuando le preguntaron, respondió: cartero comercial. Escuchó un ruido y la puerta, empujándola, se abrió. Buscó entre los buzones y allí dio con lo que pretendía. En el tercero C decía, Justina Toledo, y esto, debajo de un nombre de varón con el mismo apellido. Tendría que ser su padre, pensó, de ninguna de las maneras su esposo, pues no vendría a cuenta en España el mismo apellido, caso de ser marido y mujer. Anotó estos datos en su cabeza; en el camino de regreso, ya en el vagón de metro, podría tomar nota en el móvil, y salió de la casa.

Cruzó la acera, y desde la plaza del Carmen volvió a mirar la fachada. Intentó averiguar qué balcones serían los del 3.º C; el resto, lo escudriñaría a través de internet. Lamentó no haber conseguido todavía un ordenador portátil. De modo que no le restaba otra opción que irse a un cibercafé y teclear los datos que pretendía averiguar. Con todos estos pensamientos, tomó el camino de regreso. De pronto se dijo que no le apetecía regresar en el metro. Sabía que, a veces, las ideas le acometían como por sorpresa, sin que hubiese hecho el menor esfuerzo para ello. Si fuese escritor de novelas policíacas, con esa arrolladora inspiración, tendría un filón que explotar. Todo se andaría, masculló a continuación; de momento, tenía personajes y trama, y todo esto quedaba bien reflejado en su magín. De manera que se dispuso a caminar hasta casa. Consultó el reloj. María estaría a esta hora sirviendo la cena a Raimundo, quien habría preguntado «¿Ha llegado ya Emilio?», y, ante la respuesta negativa de la fámula, y según estuviese de humor, quizás añadiese: ¿Quiere usted cenar aquí en la sala?

Contestándose él mismo a estos interrogantes, intentó hacerse una idea de la situación en el piso de Alberto Aguilera. Raimundo estaría recluido en sus habitaciones o en el salón. Él, cuando llegase, se dirigiría a la cocina y María posiblemente estuviese recogiendo la cena. ¿Me has dejado algo para tomar? La cena la tienes aquí, cubierta con papel de aluminio, le respondería en el mejor de los casos. Y es que, si continuaba haciendo a pie el camino hasta casa, quizás llegase más tarde de lo acostumbrado.

Había dejado atrás la calle de la Salud, dando el último adiós a los balcones del tercer piso. La Gran Vía estaba como siempre llena de gente. Dentro de nada vendría la primavera y los veladores se exhibirían al aire libre en todo Madrid. La época del amor, se dijo. Para el amor, como para todo, había que tener los bolsillos llenos, y en esto Raimundo también le llevaba ventaja. Estaba claro que ya no se contentaba con la memoria de Julia, si no, no hubiese aparecido Justina por la casa. Qué hiciese con ésta era algo que, antes o después, sabría, y lo averiguaría de los labios de la propia chica. Se lo imaginaba llevándosela a la cámara secreta y en ésta haciendo cochinadas de todo tipo, el muy viejo verde, relamido y cabrón.

Llegó a la plaza del Callao y cruzó a la acera contraria siguiendo la Gran Vía hacia arriba. Al alcanzar la calle de San Bernardo, giró a la derecha y se dispuso a subir la cuesta hasta la glorieta de Ruiz Jiménez. Conocía un pequeño local con ordenadores.

—¡Buenas noches! —saludó al joven encargado del establecimiento—. ¿Puedo utilizarlo? —preguntó, señalando por el más alejado de la puerta, que se hallaba libre.

Tras la respuesta afirmativa del chico, se sentó frente a la mesa; abrió Internet y luego la barra de Google. Tecleó el nombre de Justina Toledo entre comillas, seguido de Universidad de Derecho. Recordaba que la chica le había dicho que iba a su casa a estudiar y, antes de descender los escalones del metro, él le preguntó qué estudiaba. Estudio Derecho, respondió ella. ¡Ah! ¡Futura abogada!, exclamó él. No tardó en aparecer por la pantalla el nombre y apellido que buscaba. Sí, había una estudiante de tercer curso en la Facultad de Derecho, y hasta encontró el nombre de la Universidad en la que lo cursaba: Universidad Complutense, y la dirección: Avenida Complutense sin número. Justina Toledo figuraba en las listas de distintas asignaturas con la calificación correspondiente. Por ejemplo, tenía un 5 en Derecho Mercantil y un 6 en Derecho Administrativo. Con estos datos fue haciéndose una idea de la muchacha. Estudiante regular, se dijo, aprueba todo, pero sin sobresalir; además, trabaja para pagarse los estudios; en qué trabaja, es harina de otro costal.

Sería harina de otro costal, siguió diciéndose, pero en esto radica el meollo de la cuestión y éste era el motivo por el que en estos momentos se hallaba en un cibercafé tecleando el nombre y apellido de la joven.

Todo había ido mejor que lo que esperaba. Sacó un pequeño bloc del bolsillo interior de la chaqueta y un bolígrafo bic de color azul y tomó nota de las referencias que había obtenido. El minúsculo cuaderno se hallaba engrosado con papeles rugosos, viejos y doblados. Había anotaciones de todo tipo, desde las cotizaciones de la bolsa en los distintos productos, datos que Raimundo le pedía continuamente, hasta direcciones y recortes de anuncios de periódicos de lo más variopinto; sobre todo, abundaban los relacionados con Se busca empleo y Ofertas de trabajo; también, recuadros de chicas y chicos de alterne, ofreciéndose. Anotó los datos que le interesaban en la pequeña libreta y se dispuso a cerrar el ordenador, sacó unas monedas para pagar al empleado y enfiló la calle de San Bernardo hasta la glorieta.

Una vez que todos los datos aparecieron reunidos en su cabeza, se dijo que, en realidad, las cosas obraban por sí mismas, o mejor, que se servían de cada uno para obrar; que él, en resumidas cuentas, no era dueño de su conducta. Había nacido en la India, de la India pasó a Inglaterra y ya no había dejado Europa. Se había hecho a las viejas ciudades europeas y de aquel continente difícilmente quedaba algo. Entre tanto, su padre, a quien apenas recordaba, se había perdido por el camino. Había continuado viviendo con la madre, pero también ésta le falló. Ella se hizo con un amante y a él no le gustaba nada el padrastro. Llegó a creerse con el título suficiente como para pegarle. ¿Lo iba él a consentir? En una de las peleas le hizo frente. También había intentado pegar a la madre, y él, con apenas doce años, se había puesto por medio. Sentía más que rabia, que habiendo agredido aquel hombre a su madre, ella quisiese seguir viviendo con él. ¿Lo prefieres a mí?, le había preguntado en una ocasión. No se trata de eso. Entonces, ¿de qué se trata? Vámonos, madre, tú y yo solos. Yo puedo buscar trabajo y ponerme a trabajar en seguida. ¿Con doce años? Con los que sean, además, pronto cumpliré trece.

¡Qué raro! Recordaba esta conversación como si hubiese ocurrido ayer. Había cosas que no se borraban de la memoria y, en cambio, otras… Ni siquiera sabía dónde vivía actualmente la madre. ¿Seguiría conviviendo con aquel hombre? Él, ya de adolescente, había vivido en pisos con otros muchachos de edades semejantes a la suya, bajo la tutela de un Patronato del Ayuntamiento, y la madre, a efectos jurídicos y de la vida cotidiana, también había dejado de contar. Estos pensamientos, cuando se le cruzaban por la cabeza, le hacían daño. Dejó atrás la calle del Divino Pastor y cruzó la de Manuela Malasaña. Ya estaba en la Glorieta de Ruiz Jiménez.

María le abrió la puerta.

—Raimundo ha preguntado por ti.

—No debía de recordar que me había dado la tarde libre —y le hubiese gustado añadir: Siempre me la da cuando viene a visitarlo esa joven.

—¿Tienes algo que ofrecerme para cenar?

La criada le miró con recelo. Hacía lo que le venía en gana, y después regresaba pidiendo. ¿Era obligación suya servirle a aquellas horas?

—Son más de las diez.

—¿No querrás dejarme sin cenar?

—Puedes servirte de la sopa —y señaló una cazuela cubierta, que se hallaba todavía sobre un hogaril, para que no perdiese el calor—. Y ahí tienes un buen trozo de tortilla de patatas. Coge la fruta que quieras.

María se dispuso a salir de la cocina para subir a la buhardilla y recogerse en su habitación. Antes de marchar, miró al compañero con la misma mirada de desconfianza de la vez anterior.

—Cuando termines —soltó— recoge los platos.