Capítulo I

Parque de San Isidro

Atravesó la Puerta de Toledo y divisó Madrid desparramado en lontananza. Continuó caminando por la calle de Toledo hacia abajo. Rodeó la Glorieta de las Pirámides y cruzó por el puente de Toledo el Manzanares. Siempre le había gustado ese puente, fastuoso, largo, cuyo recorrido era mucho mayor que el río que atravesaba. ¿Habrá decrecido?, se preguntó mirando hacia abajo. Hacía tiempo, es verdad, que no pasaba por él. El río ocupaba tan sólo un breve trecho y el puente discurría arriba, majestuoso, con sus farolas, con los dos grupos escultóricos, uno enfrente de otro, en la parte central. Se diría que le tuviese sin cuidado la angostura del río, sobre cuyo pequeño cauce —tan sólo un pretexto— discurría.

Llegó a la Glorieta Marqués de Vadillo. Todavía le quedaba recorrer el Paseo del 15 de Mayo y luego subir el pequeño montículo. Caminaba a buen paso; a decir verdad, no tenía prisa alguna. Sabía que en las distintas dependencias, familiares y amigos se demoraban hasta tarde. Aunque eso sí, luego tendría que bajar y deshacer lo andado, pues a esa hora, seguro, no habría taxi alguno esperando en la puerta. No había terminado aún de atravesar el puente de Toledo y ya el olor le había invadido. No era el olor del río, ni el de la gasolina de los coches que discurrían abajo por la autopista, tampoco el de los parques y jardines que seguían a continuación. Era un olor instalado en su memoria, que le visitaba de tanto en tanto, y que desde el escondrijo donde estuviese se apoderaba de la extensión de su cuerpo por entero, no dejando resquicio alguno de su piel despojado de él.

Dejó atrás la Glorieta y tomó la calle General Ricardos. Giró a la izquierda y se adentró por el Paseo del 15 de mayo. Continuó recorriéndolo; a la derecha, bloques de edificios, seguidos por el parque del Manzanares; pero él iba a la izquierda, y el pequeño montículo le hizo levantar la vista hacia arriba. Primero, el Cementerio de Santa María, después el Parque de San Isidro. Éste terminaba ya en el Paseo de la ermita del Santo, atravesando el cual, al otro latió, ascendía el Cementerio de San Isidro.

Subió por el Parque de San Isidro. Se dirigía al Tanatorio del mismo nombre. Se diría que, en momentos como éste, cuando aquel olor literalmente le asaltaba, su memoria quedase convertida en un pequeño cofre, un cofre que almacenase algo tan etéreo como una fragancia, una fragancia delicada, aunque con aromas de muerte. Terminó de ascender la pequeña colina, hasta que llegó a una explanada donde había coches aparcados. Gente en grupo o en parejas regresaba del edificio que contorneaba la cima. ¡Qué aire tan serio y severo observaba en sus rostros y en su porte! ¿Entenderían que él regresaba allí sin motivo alguno, como para pasar la tarde, una tarde de tantas, en la que no hubiese sido convocado a cita alguna, en la que el nombre de ninguno de sus muertos figurase en el rótulo de ninguno de aquellos aposentos y puertas? ¿Cómo entonces iba a poder acceder a alguno de aquellos departamentos?; ¿con qué pretexto?

Atravesó la puerta y el olor del que sentía saturada su memoria estalló en toda su hondura. Era como si le corroborase su certeza, como si le confirmase que aquello que guardaba su corazón fuese cierto sin la menor duda.

Recorrió el amplio vestíbulo hasta que se acercó a un monitor fijado en alto, similar a las pantallas del aeropuerto que comunican la salida y la llegada de los vuelos. ¡Aquel vuelo sí era el definitivo! ¡Y qué misterioso, qué oculto, qué secreto! A decir verdad, la única y remota puerta que quedaba aún por abrir.

Se había colocado bajo el monitor donde podían leerse los nombres y apellidos de los fallecidos cuyos cadáveres se velaban. Era conveniente que, antes de introducirse en alguno de los departamentos, recordase, al menos, los nombres.

«¿Desea alguna información, señor?» Escuchó de una de las dos mujeres que se hallaban frente a él, separadas por un mostrador. Se desconcertó al escuchar aquello y, sorprendido, antes de responder, contempló a la señorita que le hablaba. Nunca había presenciado mayor gravedad en la expresión, ni mayor seriedad en toda la persona. ¿Era buena actriz que desempeñaba bien su papel?

—No, muchas gracias; la pantalla muestra la información que necesito. —Pero como si no quisiese ser cogido en falta, agregó:

—Voy al número 25.

—En ese caso, tiene que dirigirse hacia la izquierda y subir por las escaleras hasta la primera planta, o bien, si lo prefiere, tomar el ascensor.

Buscó las escaleras. Y no más subir los primeros peldaños, le vino a la memoria el recuerdo de una escalinata muy parecida de un hotel. Estaba en la cafetería, sentado en un velador, leyendo un libro, mientras tomaba café, al tiempo que contemplaba tras el amplio ventanal el recoleto vergel de un jardín, con bancos, mesitas y primorosos maceteros repletos de verdor y de flores. Todo era recogimiento y serenidad; el cielo irrumpía con un azul celeste traslúcido, rasgado de franjas blancas. Al poco, se escucharon las primeras notas de una melodía y su estallido quebró la serenidad de su ánimo. Era una canción que bien conocía, y aunque en ese momento se hallaba solo, las notas le llevaron a unos meses atrás. La música se alzaba todopoderosa, como después ocurrió con el olor persistente que le embargaba. Diríase que algo de la mujer que amaba, había quedado encerrado en ella. Sus ojos se anublaron y, como estaba en un lugar público, sacó un pañuelo de hilo blanco que llevaba en el bolsillo derecho de la chaqueta, lo desplegó, se cubrió con él el rostro e irrumpió en llanto. En otro tiempo, hubiesen dicho que lloraba como una mujer; incluso, recordó cómo su madre, de niño, cuando lloraba porque le dolía el vientre —y, poco después, le operarían de un ataque agudo de apendicitis—, le amonestaba declarándole que los hombres no lloran. Pero él no era un hombre; él era un niño, con tan sólo cinco años; era demasiada la exigencia; y aún ahora, todo un hombre, un hombre hecho y derecho, en aquel lugar público, no podía contener el llanto y lloraba. Notó que se habían fijado en él y lo miraban. La sinfonía había continuado desarrollándose, y, mientras así hacía, sin dejar de llorar, el recuerdo de su mujer, abrazándole por detrás y mordiéndole el lóbulo de la oreja derecha, le asaltaba.

Llegó al piso primero y se dirigió al aposento número veinticinco, del que recordaba el nombre y los apellidos de la difunta. Era el cadáver de una mujer. No se le pasaría por la cabeza pasar al departamento de un hombre. Se colocó el nudo de la corbata y se abrochó el bolsillo de la chaqueta. Iba ataviado con un traje de lanilla de color negro; sobre éste, un abrigo negro de lana. Era noviembre, y el frío, un frío seco, de días soleados, propios del otoño madrileño, ya les había visitado. Le gustaba el frío, ese frío peculiar de la meseta. Y al decirse esto, otro frío bien distinto, al contacto del cuerpo de un cadáver, de su cadáver, le asaltó. Los ojos se le anublaron. Ni a propósito para entrar en ese aposento, pues ya se acercaba al número veinticinco. De pronto, sintió calor, y el abrigo comenzó a pesarle. Se lo quitó, lo dobló y se lo colocó en el brazo izquierdo. Volvió a arreglarse el nudo de la corbata. Sacó un pañuelo blanco del bolsillo derecho de la chaqueta y se limpió los ojos. Se hallaba delante del departamento número veinticinco.

La puerta se encontraba abierta, y grupos de familiares y amigos la rodeaban por fuera. Su porte no se diferenciaba nada del de ellos. La misma seriedad, la misma gravedad, quizás la humedad de sus ojos fuese aún mayor; pero él se encontraba solo y los demás hablaban en grupo; siempre esta diferencia.

—¿Me permite? —solicitó, esquinando el cuerpo y haciendo ademán de pasar.

Le miraron cuando así hacía y, al instante, se encontró dentro del compartimiento. Ya conocía de sobra estos ambientes. Un primer espacio con sillones, sofá y mesitas, y luego, doblando, a la derecha o a la izquierda, como en un reservado, el lugar al que se encaminaba. Sintió los ojos de los que allí se hallaban sentados puestos en él y vaciló por un momento. En seguida se dio cuenta de que el cadáver de la finada tenía que estar a la derecha, tras unas cortinas que, parcialmente, habían descorridos. Se asomó; no había nadie. Entonces, se decidió a entrar. Se encontró con el cadáver de una mujer de unos cincuenta años, con el pelo cano y muy corto. El rostro blanco, como de cera, extremadamente pálido, pero la expresión grotesca, casi en un rictus ahogado de risa. Nada de la belleza del cadáver que él adoraba y cuyas fotografías guardaba, aunque innecesariamente, pues estaba bien impreso en su corazón, inmarcesible, como si el tiempo no hubiese transcurrido; a decir verdad, el tiempo se había parado desde aquel momento; por eso él repetía una y otra vez los mismos pasos, en busca de lo inexplicable.

Sus ojos volvieron a humedecerse. Alguien levantó un extremo de las cortinas, que ocultaban el reducido habitáculo. Las atravesaron un hombre y una mujer. Hicieron un gesto con la cabeza, bajándola, y luego miraron abiertamente al otro lado del cristal. Tras contemplar el cadáver, se giraron levemente hacia la izquierda y fijaron la vista en él; la mujer, más insistentemente. Después de hacer así, cuchicheó en voz muy baja, arrimándose al oído del hombre. Entonces, se dirigió abiertamente hacia él y le preguntó:

—¿La conocía mucho?

Él se desconcertó al escuchar aquello. No sabía qué responder.

—A decir verdad, no; es una conocida de los últimos tiempos… —y al pensar, que podía suscitar algún tipo de sospecha, agregó—: del trabajo. Pero lo lamento de veras.

—¿Usted también trabaja en…? —y la palabra no acudía a sus labios.

Él aguardó, no podía ayudarla.

—En la clínica —arrojó el hombre.

—Sí —no tuvo más remedio que responder—; soy médico.

—Allí le detectaron el cáncer.

—Pero tarde… —añadió el hombre.

—¿Qué especialidad es la suya? —preguntó la mujer, con verdadera curiosidad.

No tenía sentido seguir por ahí. Comenzaba a enervarse. Soltó lo que pensaba podía ser más fácil para salir del paso.

—Radiólogo.

—A través de unas radiografías se lo detectaron —puntualizó ella; y, ávida por saber más, insistió—: ¿Usted se las hizo?

—No, no —respondió, asustado—. Somos un equipo de radiólogos —improvisó—. Yo me enteré tarde.

—Pues nosotros tampoco somos familiares suyos —soltó la mujer, queriendo seguir con la conversación—. Sus familiares se hallan sentados en el saloncito y otros aguardan en la puerta, recibiendo y despidiendo a amigos y allegados.

—Pero somos…, hemos sido muy amigos —aclaró el hombre—. Tanto de ella, como de su esposo.

—Si quiere —añadió aquélla tras un inciso—, le podemos presentar; estarán encantados de saludarle y le agradecerán su visita.

—Muchas gracias —respondió—, pero prefiero que no se molesten; a decir verdad, tenía bastante prisa y me disponía a marchar.

En ese caso, como quiera —soltó el hombre—. Encantados de conocerles —dijo él—; siento que haya sido en este trance. Y levantó las cortinas, que habían permanecido cerradas, para salir.

Con presteza abandonó el compartimiento, no sin antes echar un vistazo a los familiares, quizás padres o hasta abuelos de la fallecida, en razón a la edad. Cuando salió al pasillo, dejando atrás a pequeños grupos que se arremolinaban a la entrada de la puerta, sintió una liberación. No contaba con ese interrogatorio. Aunque quizás su pretensión, pasar desapercibido en lugares como estos, fuese absolutamente descabellada. La tensión nerviosa le había dejado exhausto; había estado manteniendo el aplomo y fingiendo en un momento tan delicado. Él sólo quería contemplar el cadáver y nadie podía imaginar la expectación con que lo vivía. Le había sorprendido la expresión risueña, casi grotesca del cuerpo, lejos de la gravedad y la acabada belleza que él recordaba. Si lo hubiese podido tocar, se dijo instantes después; si no fuese por el muro infranqueable de aquellos cristales, se lamentó, que tornaban inabordable el cadáver… Entonces hubiese reencontrado el frío del mármol; un frío semejante al que él sentía cuando le agarrotaba el miedo; el frío que le acometió cuando abrazó aquel otro cuerpo tan amado y lo envolvió con su manto, secando sus lágrimas.

Mientras recorría el pasillo buscando las escaleras para el descenso, aquel momento le asaltó la memoria. Recordó la mirada fija, como congelada, paralizada, la última mirada de ella, y se dijo que no había nada más misterioso que la última mirada de un moribundo. Entonces fue cuando se abrazó al cuerpo y ya no respondió a su abrazo. Permaneció toda la noche con ella, en la habitación de la clínica, sin llamar al médico cuando vio que había dejado de respirar, contemplándola, sin dejar de ser sorprendido por su belleza, esa extraña belleza, por su serenidad. Toda la noche, absorbiendo el minuto, el instante, callando el llanto, no fuese que lo escuchasen fuera y se llevasen el cuerpo, su cuerpo, el de ella. Asido a su mano, ¡la excelsa y delicada mano de la amada! Atento a sus transformaciones: sus dedos fueron cubriéndose, primero, de un color amoratado, para pasar después a la blancura del mármol. Pero aún no estaba cubierto por el frío del mineral. En un determinado momento, se encerró en el cuarto de baño y el llanto, con la fuerza del agua cuando se abre un dique en el mar, irrumpió con fuerza, raudo, inmenso, descomunal. Luego entró en la habitación un enfermero y dijo, tras examinarla, «que había terminado». No había olvidado esas palabras, que aquella mujer, su mujer, «había terminado». Había terminado de sostener un pulso con la vida y había abdicado, pensó. El enfermero avisó al médico y éste corroboró lo que había dicho aquél. Trajeron una camilla y la colocaron en ella. Él se aferró al cuerpo.

—Hay que sacarlo de aquí —dijo el sanitario—, después viene el rigor mortis.

Él seguía abrazado a ella. Y cuando uno de los camilleros intentó separarlos, volviéndose a éste, quiso asestarle un golpe en la mandíbula, que el otro, prevenido, atajó con el abrazo.

—Le disculpo por su estado —soltó—, pero no vuelva a intentarlo.

Pasó la segunda noche en el velatorio, en un lugar semejante al que ahora regresaba, con cirios que chisporroteaban alrededor del cuerpo, sobre el ataúd, y una cruz presidiendo el cadáver; pero todo esto, al otro lado del cristal; él se hallaba sentado enfrente, contemplando el cuerpo y el perfil de la amada. Ya de mañana, dos hombres entraron para decirle que, si quería despedirse de ella, llegaba el momento de cerrar la caja. Recorrió el pasillo para pasar al otro lado, aquel lado que había estado toda la noche contemplando con ansia. «Puede decirle adiós», escuchó. Se abrazó a ella, casi elevándola en el impulso del abrazo, y el frío, el frío de la muerte, ciñéndole con su manto, le devolvió el abrazo. De aquello, sobrevino su predilección por el mármol y su delectación de coleccionista por piedras y minerales. Transcurrió el tiempo convenido y, viendo que seguía aferrado al cuerpo, los dos hombres le sujetaron e hicieron un esfuerzo por separarle del cadáver. Antes de decirle adiós, hizo unas fotografías; aquellas fotografías las conservaba y contemplaba a diario.

Cuando este instante transitó su memoria, había dejado atrás el pasillo de la primera planta y, bajando las escaleras, terminaba de atravesar el vestíbulo y franqueaba la puerta de entrada. El olor de todo el pabellón había acentuado el de su recuerdo, que, en instantes de especial remembranza, se volvía físico, concreto; le inundaba su cuerpo por entero, se alzaba como el sentido hegemónico, evocándole lugares y emociones. Descendió el montículo y desanduvo el camino recorrido. Regresó por el Paseo del 15 de mayo en dirección a la calle General Ricardos, hasta la Glorieta Marqués de Vadillo.

Este recorrido que hacía casi por primera vez, iba a convertirse en habitual. Es por ello por lo que no quería ser reconocido. Sobre todo, por el personal del Tanatorio, porque quienes alquilaban las distintas dependencias, y sus amigos y familiares, eran gente de paso; por ahí no había problema alguno; pero los empleados y trabajadores de la empresa, estos sí podían reconocerle. Ya había cometido un error dirigiéndose a recepción y luego, otro más, al hablar con una de las mujeres; la próxima vez, tendría que buscar, él solo, los nombres y apellidos en la pantalla del monitor, alejándose de las recepcionistas, para que éstas no reparasen en él. Además, podía cultivar el disfraz; poco le costaba ponerse unas gafas de una montura o de otra, porque él tenía una vista de lince y hasta ahora no había necesitado nunca de ellas; o bien, bigotes y barbas postizas, o dejarse crecer o cortar el cabello; llevar bufandas, cubriéndole mentón y barbilla; alzarse el cuello del abrigo, ya que era noviembre y el frío en Madrid arreciaba; cubrirse la cabeza con un sombrero…

Llegó a la Glorieta Marqués de Vadillo cuando se iba diciendo todo esto a modo de retahíla. Además, su modo de ser era tan peculiar, tan distinto al resto, a la masa gregaria, que, de una manera u otra, con el atuendo o la palabra, iba encubierto. De ahí, el fingimiento a que estaba condenado. La muerte de Julia le había dejado una áspera soledad, cuyo dolor acentuaba este primer año de duelo.