Capítulo I

—¿Usted ha sido novio de la señorita Justina Toledo?

—Sí, señor.

—¿Desde cuándo se conocían?

—Desde este curso.

—¿Qué curso? Responda con más propiedad a las preguntas.

—Los dos éramos compañeros de tercer curso de Derecho en la Universidad Complutense de Madrid —explicó el muchacho—. Estábamos, además, en el mismo grupo y, por tanto, en el mismo aula.

El inspector de la brigada policial de homicidios del distrito centro de Madrid, Jaime Morales, interrogaba a Alberto M, joven de 20 años, pareja sentimental de la joven asesinada, Justina Toledo. Previamente, la policía había hecho una ficha del joven de marras; y a la descripción física —pelo castaño, más bien corto y bien peinado, piel muy blanca, ojos azules, estatura media, metro sesenta y ocho, delgado, espalda recta, cuello largo…—, seguían otros datos personales: familia, estudios, domicilio, aficiones…

—¿Cuándo vio por última vez a su amiga?

—El día anterior al descubrimiento… del cadáver —y sus ojos enrojecieron—; en clase, en la Facultad. Estábamos con exámenes; es por esto por lo que la tarde anterior no nos vimos; tanto ella como yo permanecimos en nuestra casa estudiando; aunque, bien es verdad —puntualizó—, en muchas otras ocasiones quedábamos y estudiábamos juntos.

—¿Dónde estudiaban?

—En su casa. Ella vivía sola y yo con mis padres. Ella era huérfana —añadió tras un instante.

—¿Por qué piensa que la tarde anterior ella permaneció en casa?

—Porque hablamos por teléfono en distintos momentos. Ella se encontraba mal; tenía la regla y le dolía mucho el vientre; no acudió al día siguiente a las clases en la Universidad. La llamé desde la Facultad. Quedé en visitarla por la tarde. Pero antes de hacerlo, la llamé por teléfono. Ya no me contestó. No me contestó —e irrumpió en llanto—. ¿Sabe? Yo la quería, la quería… Es algo que tienen que tener claro todos ustedes. ¿Cómo voy a matar a alguien a quien quiero? Ella era todo para mí… —y el llanto volvió a arreciar.

—¿Qué ocurrió la última tarde?

—La llamé a mediodía. Yo había almorzado con mis padres. Ella, estando sola, a veces no se hacía la comida y comía el menú del día en algún restaurante cercano y de precios asequibles. Es por esto por lo que no me extrañó no encontrarla en casa a esa hora, pero dieron las cuatro, las cuatro y media, las cinco, las cinco y media, y, no recibiendo contestación alguna, no solamente de su teléfono fijo, sino, todavía más extraño, tampoco de su móvil, decidí ir a su casa.

—¿Cómo abrió la puerta de su casa?

—Yo tenía la llave —soltó, abriendo los ojos—. Dese cuenta que ella vivía sola y era huérfana. No sé si sabe lo que le ocurrió a su padre…

—Sí, lo sabemos, prosiga.

—Yo tenía la llave por si pasaba algo. Siempre es conveniente que alguien tenga la llave de nuestra casa si vivimos solos —dijo, haciéndose explicar.

—¿Qué ocurrió cuando usted abre la puerta del piso tercero, letra B, y número 15 de la calle de la Salud?

El joven se levantó del asiento donde hacía la declaración, frente a la mesa del inspector jefe, y, con un estado nervioso cada vez mas exacerbado, declaró:

—La encontré muerta tendida en la cama de su dormitorio.

Abrió la boca, luego se la tapó con las manos, enrojecieron sus ojos y su cara; las lágrimas parecían salírseles tanto de los lagrimales como de la misma boca.

—Tranquilícese. ¿Qué hace usted entonces?

—¡Oh! Si la hubiese usted visto…

—La he visto, descuide. Lo que quiero que me diga es lo que vio usted y lo que hizo a continuación.

—La abracé, muerta como estaba, y le besé las mejillas, cerca de la comisura de los labios —soltó tembloroso.

—¿Por qué constató que estaba muerta?

—Porque estaba rígida, tenía la boca abierta, la lengua ligeramente fuera, y los ojos, también abiertos, con una mirada tija. ¡Qué mirada! No tenía pulso.

—¿Le auscultó el pulso?

—Sí, puse mi oído en su corazón y le cogí la muñeca. ¡Oh!, pero todo esto es horrible, horrible, no sé si no se da cuenta…

El inspector, aparentemente imperturbable, siguió preguntando:

—¿Se demoró en todo lo que me cuenta?

—No, no demasiado… Poco después llamé a la policía y le di cuenta de dónde estaba y de que una mujer, mi novia, estaba muerta.

—Bueno, ya está bien. Es mi última pregunta por hoy. Puede descansar.

Jaime se dirigió a la secretaria que había ido tomando nota puntual de la entrevista y le preguntó:

—¿El joven ha venido solo?

—No, están sus padres en la sala de espera.

—Dile que su lujo puede irse con ellos, pero que tiene que estar en todo momento localizado.

Alberto salió con la secretaria del inspector y, al rato, ésta regresó al despacho.

—¿Qué piensas? —le preguntó ella.

—El joven no ha sido. Dice la verdad. Pero no podemos bajar la guardia.

—¿En qué te basas?

—¿Cuántos años llevo de inspector de policía? —y acarició su barba de color castaño, teñida de hebras blancas—. No hay nada como la experiencia y la intuición, cuando se tiene, como es mi caso.

El inspector dijo aquello con una media sonrisa. Ana lo conocía lo suficientemente bien, como para saber que aquello no era fatuo engreimiento, sino que su intuición, verdaderamente, estaba basada en una sólida experiencia y en años de paciente estudio. Por lo demás, Jaime Morales, inspector de la brigada policial de homicidios del distrito centro de Madrid, poseía una intuición innata y una inteligencia natural.