Capítulo IV

Justina en la casa de la calle de Alberto Aguilera

Tras escuchar el timbre y, secándose las manos en el delantal, María salió a abrir la puerta. Al otro lado, se topó con una mujer joven y guapa.

—¿Vive aquí don Raimundo?

—Sí. ¿Qué quería?

No le dio tiempo a la joven a responder, porque de dentro se escuchó:

—María, déjela pasar. Voy enseguida.

—Pase, no se quede ahí —respondió al escuchar a Raimundo decir aquello—. Y luego «¿Dónde la paso?»

—Hágala entrar en mi despacho.

—Venga por aquí —señaló, indicándole el camino.

Justina enfiló un largo pasillo detrás de María. Le llamó la atención la mirada escrutadora de la vieja criada y su exceso de vigilancia.

—Siéntese, por favor. Enseguida viene el señor —y le señaló una silla.

Justina observó el despacho de Raimundo. Todo él se hallaba impecablemente ordenado. La mesa de despacho de madera de caoba con un tafilete verde en la parte superior acogía útiles de escritura, una antiguo tintero de cerámica, unas plumas y bolígrafos que reposaban sobre una bandejita de plata, un pisapapeles de cristal con coloreados motivos florales en su interior; tres libros se hallaban a la derecha de la mesa y un portarretratos con la fotografía de una bella mujer, a la izquierda.

—¿Será su esposa? —se preguntó.

Se levantó de la silla y la miró con detenimiento.

—A ella es a quien tengo que representar —se dijo. Y recordó las palabras de Raimundo—: Usted vendrá a casa, los días y el tiempo acordado, y simulará una escena con las ropas de Julia, mi esposa. No creo parecerme a esta señora en lo más mínimo —pensó instantes después.

La melena rubia y larga de la mujer de la fotografía contrastaba ostentosamente con su cabello negro y corto, a lo garçon. ¿En qué habrá encontrado parecido este señor? Del mismo modo, los ojos claros de aquélla diferían de los suyos, negros. La boca, sí, era algo semejante; de labios carnosos y sensuales, marcada la hendidura central del labio superior. ¿Y la nariz?, ¡la nariz! Recta la de ambas, sin anomalías, igualmente pequeñas. Con todo, era el óvalo de la cara y las mejillas lo que quizás produjesen esa impresión de parecido. Su piel era muy blanca y fina, siempre se lo habían dicho, y la fotografía dejaba adivinar una piel también delicada, sin granos, sin manchas. Observó todo esto en corto espacio de tiempo. Luego se dirigió al balcón, cuyas cortinas de tonos azules estaban abiertas y recogidas en los dos extremos. La claridad del día entraba por las dos puertas acristaladas, ocultas tras visillos blancos. Alzó un extremo de los visillos por la parte central y contempló la calle de Alberto Aguilera; a la izquierda, la fuente de la glorieta. ¡Con la de veces que he pasado yo por aquí, por los bulevares! ¡Y al Cine Conde Duque Alberto Aguilera, si habré yo venido!

Esto discurría por la cabeza de Justina, cuando la puerta, hasta ahora entornada, se abrió y apareció Raimundo.

—¿No hace muy buen día, verdad? —manifestó, al ver a la joven mirar a través de los visillos.

—El sol todavía no ha levantado.

Raimundo cruzó la habitación y le estrechó la mano.

—Pero, siéntese.

La joven se sentó en una silla junto a la mesa y Raimundo pasó a sentarse al otro lado. Antes de comenzar a hablar, contempló a Justina. Llevaba unos pantalones vaqueros y un jersey de cuello vuelto de color malva. El cabello negro ¡y tan corto…! ¿Y el calzado?, se preguntó, y miró hacia abajo. Zapatos de tacón, que contrastaban con el atuendo deportivo. El abrigo, negro, se hallaba plegado sobre el respaldo de la silla. No obstante, algo había en ella que le llevaba hasta Julia y la cuestión era cómo hacer para que la transformación fuese satisfactoria. Justina observó cómo Raimundo la escrutaba y, apremiada por el silencio, soltó:

—Me he fijado en la fotografía —y señaló el portarretratos plateado sobre la mesa—. ¿Es su esposa, verdad?

—Sí, es mi esposa, ha acertado.

—¿Y tengo que ponerme en su papel?

—Eso es; también ha acertado. Tiene que representar que es ella.

—Pero representar ¿cómo…, en qué situación? —Y por los ojos de Justina pasaron escenas lúbricas.

Raimundo no dejaba de mirarla; le costaba trabajo responder. Tras un instante, soltó:

—En el lecho de muerte.

Justina se levantó de la silla y sofocó un ¡No! mayúsculo.

—Pero, oiga…; ya sabe por lo que he pasado, y después de esto, ¿usted me pide que represente a una mujer en el lecho de muerte?

Continuaba de pie hablando, enfurecida. Aquello la había alterado. Raimundo adoptó una pose seria y agregó:

—Es una representación; una representación, al fin y al cabo. Y si usted está sin blanca y…, además tiene tablas como actriz, no veo el inconveniente.

Tras escuchar esto, Justina, que continuaba de pie, sobresaltada, se volvió a sentar. Tenía la boca abierta como para soltar algo, pero calló.

—No obstante, puede pensarlo. Ni siquiera tiene que responderme ahora. En caso de que… consienta —dijo finalmente—, acordaremos el precio y sobre todo, lo que es más importante para mí, tendremos que buscarle el atuendo adecuado para que el parecido sea el mayor posible.

Justina continuaba callada y perpleja. Raimundo continuó:

—La indumentaria será la de Julia, pero tendré que proporcionarle una peluca rubia, y los ojos… Usted los tiene negros, pero los de Julia eran azules. ¡Ah!, ¡la pureza de los ojos azules! —dijo instantes después, emocionado—. Tendríamos que conseguir una prótesis azul para el iris. —Y viendo que Justina abría los ojos en expresión de asombro, añadió—: Como en el cine. ¿No ha trabajado como actriz, pues sabrá que ese cambio es posible dentro del maquillaje de los actores?

—Pero, ¿para usted sólo será necesario esto? —preguntó Justina con desmedida expresión de asombro.

—Yo le pagaré la representación.

—Sí, pero no es eso… Es que me extraña mucho todo lo que me está diciendo.

Raimundo se mostraba decepcionado por la contrariedad de Justina.

—Ya le digo que no me tiene que responder ahora, puede pensarlo, y llamarme cuando lo haya decidido. Yo la estaré esperando. A decir verdad, hay algo en usted, que, pese a las diferencias, me sigue llevando hasta Julia, y no crea, no es solamente el nombre.

Justina seguía callada.

—Bien, no sé si tiene prisa. No la quiero entretener más.

—¿En cuanto al horario…?

—Yo prefiero a última hora de la tarde. No sé si estará ocupada en ese tiempo.

—No, no. Las clases en la Facultad son por la mañana. Y si consigo otro trabajo, ya vería.

—Bien —afirmó Raimundo más confiado, viendo que quizás Justina se estuviese decidiendo para aceptar su proposición—. Pues no la entretengo más. Espero su llamada.

Ambos se pusieron en pie. Salieron del despacho y Raimundo señaló a Justina la dirección del pasillo hacia el vestíbulo. Entretanto, Emilio se retiraba del salón, donde había estado trabajando en unas facturas. Raimundo lo saludó y siguió, detrás de la joven, el camino hacia el recibidor. Justina, al cruzarse con aquél, observó la mirada de extrañeza del desconocido.