Capítulo II
Justina apenas pudo pegar ojo durante la noche. Vio a Alberto ya en el Aula Magna, los dos, bolígrafo en mano, preparados para hacer el examen. El chico le hizo un gesto como diciendo ¿Qué, tal? Y ella le respondió abriendo la boca Mal. Cuando el ejercicio terminó, Justina esperó a Alberto en la puerta del aula.
—¡Qué mala cara tienes! —le dijo él tras el beso de saludo.
—Es que no he dormido bien. Te llamé al móvil poco después de salir de casa.
—¿Qué querías?
La chica reprimió lo que de buen grado le hubiese contado. Si Alberto tiraba del hilo, podía enterarse de su trabajo en el piso de la calle de Alberto Aguilera y eso no iba a causarle la mínima gracia.
—Nada —respondió tras dudarlo—; pensé que te habías olvidado los apuntes en casa.
—Pues no escuché la llamada.
En esto sacó el móvil y lo conectó. En la parte inferior de la pantalla leyó Notificación y ahí estaba evidentemente la llamada perdida de Justina.
—No, no me dejé los apuntes. Aunque me lo sabía bastante bien, me he levantado antes para darle un repasito.
—Me di cuenta tras hacer la llamada.
—Te invito a tomar un café.
—¡Me vendrá de maravilla! —exclamó ella abatida polla noche de insomnio.
El bar estaba lleno de bullicio como nunca. Ocurría así en tiempos de exámenes, pues muchos alumnos dejan de asistir a las clases anteriores a la hora del ejercicio.
—No va a haber quien encuentre una mesa.
Los dos recorrieron el bar y encontraron una libre en la parte más alejada de la puerta.
—¡Pues sí que tienes mala cara! —repitió él.
—Estoy cansada —y ella reclinó su cabeza en el hombro del chico y cerró los ojos.
Era cuanto tenía, Alberto, y no lo iba a dejar perder.
—Voy a ir al baño —declaró él, tras acariciar la mejilla de la chica y besarle los labios—. Aguárdame un momento.
Alberto recorrió el bar en pos de los aseos. Justina cogió el bolso y tomó de él el móvil. Igual que había hecho Alberto, también ella había tenido que desconectar el teléfono para el examen y ahora volvía a conectarlo. Levantó la cabeza al tener a alguien apostado en su mesa.
—No haga ningún tipo de movimiento extraño ni vaya a gritar. Me iré antes de que venga su amigo. Sólo quiero hablar un momento.
Y tras un Me permite, se sentó frente a ella.
—Yo no tengo nada que hablar con usted —dijo asustada.
—Soy yo quien quiere hacerlo. Y es mejor que su amiguito no se entere de nada. Es más, ¿no querrá que se entere, verdad?
—¿De qué tiene o no tiene que enterarse?
—De su trabajo en el piso de la calle de Alberto Aguilera.
—Ése es mi problema.
—Pero si no quiere que su amiguito se entere, tendrá que convenirlo conmigo.
—Con usted yo no tengo que convenir nada.
—Le propongo algo…
Justina había callado realmente atemorizada.
—Si quiere que los dos guardemos silencio y él no se entere —volvió a decir—, tendrá que pedirle un aumento de sueldo a Raimundo. Sé que lo que usted haga allí…, con él…, cualquier cosa que ésta sea, es por dinero.
—Yo no hago nada malo —se apresuró a soltar con ingenuidad.
—Eso es cosa suya. Pero para respetar lo acordado, el silencio ante su amigo, deberá pedir un aumento de sueldo y darme a mí una parte.
—¿Cree acaso que me da un fajo de billetes cada vez que le visito? —preguntó atónita.
—Pues será mejor que sea así. Y me voy, que viene él —dijo señalando hacia la derecha—. Deberá tenerlo para la semana que viene. ¡Ah! ¡Y no vaya a hacer ninguna tontería!
Alberto regresó cuando el hombre ya no estaba.
—¿He tardado mucho? —preguntó tras sentarse. Y al ver el rostro demudado de Justina, añadió:
—¿Te han dado un susto?
—Es broma —respondió el mismo Alberto, tras la incomprensión de la chica. Y volvió a sentarse en la misma actitud que antes de levantarse, rodeando con su brazo la espalda de ella—. Pero parece que últimamente estás llena de secretos.
—¿Secretos? —preguntó, haciéndose la incomprendida.
—¿Te parece que juguemos a adivinarlos?
—Como quieras —respondió, acariciando el pelo castaño del amigo y depositando un beso en su cuello.