Capítulo III

Jaime Morales, acompañado de un joven policía, pulsó uno de los botones del telefonillo del número 12 de la calle Alberto Aguilera. Tras responder diciendo Inspector de policía, la puerta del inmueble se abrió y nuestros dos hombres tomaron el ascensor hasta el piso quinto. María salió a abrirles y con rostro adusto, de sorpresa y temor, a un tiempo, preguntó:

—¿Qué desean los señores?

—Queremos hablar con don Raimundo —respondió el inspector, mostrando, a su vez, el carné de la policía judicial.

—Pasen, por favor.

Y María, llena de inquietud, les condujo hasta el despacho de don Raimundo; quien, tras el desayuno, se hallaba sentado junto a su mesa, enfundado en su bata de seda de color morado. Acababa de dejar a un lado los periódicos de la mañana y había retomado el cuaderno de notas, en el que daba cumplida cuenta de interrogantes, observaciones y comentarios que surgían tras las lecturas. Sorprendido, al ver a los dos hombres que seguían a María, se irguió del sillón con presteza. Miró a la sirvienta, quien le explicó:

—Estos señores de la policía quieren hablar con usted.

El estupor y la inquietud se reflejaron en su semblante y, aturdido, dijo:

—Siéntense. Discúlpenme; estaba aún sin vestir. Si les parece en seguida me pongo un traje.

—No, no, nada de eso —soltó el inspector—. No se preocupe por nosotros, queríamos intercambiar unas palabras con usted. Siéntese —y Jaime Morales con un gesto de la mano derecha le mostró al caballero su propio asiento, como si la situación se hubiese invertido y ahora los recién llegados fuesen los dueños y encargados de la hospitalidad de la casa. Raimundo colocó en el otro lado de la mesa, frente a su sillón, dos sillas, donde se sentaron los policías.

—Ustedes dirán.

—El asunto que aquí nos trae es el asesinato de la joven Justina Toledo. Habrá oído hablar de ello en la prensa.

Aquél abrió los ojos en exceso. Gesto que no pasó desapercibido al inspector.

—¿Usted la conocía, verdad?

—¿En qué se basa para afirmarlo?

—En que su número de teléfono aparece en la agenda de la chica, en la letra R.

Raimundo permaneció callado, aguardando conocer los testimonios que de ello tuviese el inspector. Y tras el silencio de aquél, éste prosiguió:

—¡Y es curioso! Su nombre se halla tan sólo aludido con la letra R, sin completar; tampoco aparece el apellido; debajo, dos A, en mayúscula, y su número de teléfono. Convendrá conmigo en que esto es algo sospechoso.

—¿Qué son esas dos A?

—Su dirección: calle Alberto Aguilera.

—Sí, yo conocía a Justina Toledo.

—¿Desde cuándo la conocía usted?

—Desde hacía unos cinco meses.

—¿Dónde la conoció?

Por un instante continuó con gesto meditativo, sin contestar, hasta que manifestó:

—No sé lo que ha pensado, pero yo siento enormemente lo sucedido a Justina.

—Mire, aquí todo el mundo siente muchísimo la muerte de Justina, pero tiene que entender que ella está muerta y su muerte no ha sido debida precisamente a causas naturales.

El inspector miró a Rodrigo, su ayudante, y entre ellos hubo una mirada de complicidad. El joven policía, grabadora en mano, no perdía ripio de la conversación. Aquél repitió la pregunta:

—¿Dónde conoció usted a Justina Toledo?

—En el Tanatorio Parque de San Isidro.

Ahora fue el inspector quien abrió los ojos.

—¿Y bien…?

—No sé si sabe que hace cinco meses falleció su padre.

—Sí, lo sabemos.

—Él se suicidó.

—¿Usted conocía a su padre?

—Sí.

—¿A su padre, pero no a la joven?

—No, a ella la conocí en el Tanatorio, el día que llevaron su cadáver.

—¿De qué conocía usted a su padre?

Raimundo no se inmutó y con el mismo ademán adusto que había mantenido hasta ahora, soltó:

—De la bolsa. Yo soy actualmente rentista y su padre también tenía algunas acciones.

—¿Lo conocía mucho? ¿Eran amigos?

—No, amigos, no; simplemente conocidos.

—Pero lo había tratado…

—Algo…

El inspector y el chico se miraron.

—¿Cómo se entera de su muerte?

—Por una esquela en la prensa.

—¿Me dice que en el Tanatorio Parque de San Isidro es donde conoce a Justina?

—Sí, allí la veo por primera vez y ella está desconsolada…

Jaime no dijo nada, incitando con su silencio al interpelado.

—Está desconsolada y rota —prosiguió—; también porque se encuentra en la calle. Su padre se ha ahorcado porque la empresa en la que trabajaba ha quebrado y a la hija no le deja nada, a no ser deudas.

—¿Qué más?

—Yo le ofrezco trabajo.

—¿Qué tipo de trabajo?

—Ayudar a María, la sirviente, que es quien les ha abierto a ustedes la puerta. Justina hacía a veces la compra en el supermercado.

—¿Y nada más?

—Algún que otro cometido semejante —replica, esquinando el gesto.

—¿Con qué frecuencia?

—Una vez por semana.

Los tres hombres callaron. Rodrigo paró la cinta de la grabadora. Jaime bajó la vista hacia las manos de su ayudante que maniobraba con el pequeño aparato.

—Precisamente, el día de su muerte era la tarde que le tocaba venir a trabajar.

—¿Ella le hizo alguna llamada, comunicándole algún contratiempo o alguna visita inesperada, que le impidiese acudir a su ocupación?

—¿Comunicarle que la iban a matar?

La salida del joven policía no agradó al inspector, que lo miró con enojo.

—Soy yo quien pregunta —zanjó.

—Lo siento —y permaneció callado.

Jaime Morales continuó:

—Había usted visitado en alguna ocasión a Justina Toledo en su casa.

—No.

—Pero sabe dónde vivía…

—Sí, en la calle de la Salud.

Raimundo recordó el día en que se citaron en la rotonda del Hotel Palace y él le acompañó a su casa. La chica antes de entrar en la vivienda le saludó agitando la mano. Él le dijo al taxista que esperara hasta que la vio desaparecer.

—¿Quién le hizo saber su dirección?

—Ella misma.

—¿También su teléfono?

—Sí, también su teléfono.

—Usted la solía llamar.

—No, no la solía llamar. Nuestra relación era una relación de trabajo; se circunscribía al motivo laboral.

—¿Por qué en su agenda, en lugar de su nombre y apellidos, aparece una R, y en lugar de su dirección, dos A mayúsculas?

—No lo sé.

—¿No lo sabe? Eso quiere decir que ella lo ocultaba, y que lo ocultaba a alguien. ¿Por qué lo ocultaba?

—No lo sé.

—¿Qué trabajo era el suyo o cuál era la relación con usted que le llevaba a ocultarlo?

—Le vuelvo a decir que ayudaba a María, mi sirvienta. A lo otro no le puedo responder, porque le repito que no lo sé.

—Es muy grande el desconocimiento que alega, ¿no cree? ¿Sabía que Justina tenía novio?

—Sí, algo me había dicho la muchacha.

—¿No se circunscribía su relación, como usted mismo acaba de decir, al motivo laboral?

—Pero alguna vez, no sé por qué, ella me hizo saber esto que usted me está diciendo.

—¿Por qué? ¿Acaso para que no se hiciese ilusiones? ¿Mantenía usted una relación sentimental con la fallecida y era esto lo que le llevaba a querer ocultarlo a su novio? —preguntó subiendo la voz.

—No, no.

—Ni siquiera, por su parte, de una manera platónica; es decir, ¿le gustaba a usted Justina?

—No, no, tampoco. Soy una persona fiel.

—¿Fiel, a quién? Que sepamos es usted soltero y no tiene relación alguna con ninguna otra mujer.

—Fiel a mi mujer, que está muerta.

Jaime Morales se detuvo y giró la cabeza a la derecha, mirando con extrañeza a su ayudante. Éste hacía otro tanto.

—¿Cuándo falleció su mujer? —y, al hacer la pregunta, se dijo que quizás hubiese de haber empezado diciendo Lo siento.

—Hará menos de dos años.

—¿Ella falleció por causas naturales?

—No lo podría asegurar.

Las miradas de los dos policías se cruzaron de nuevo. El inspector no insistió sobre ello.

—Y dice que sigue siendo fiel a su mujer.

—Por supuesto. Usted quizás no pueda entenderlo, pero es que ahora se entiende muy poquito.

Si hubiese sido un subordinado, Jaime Morales le hubiese replicado, pero el inspector estaba acostumbrado a las salidas de tono y a mucho más. También él había perdido hace años a su mujer y desde entonces había tenido sucesivas e intermitentes relaciones con otras mujeres. De su relación de casado le quedaba una hija, que ya había terminado Derecho y se había independizado. Sería un par de años mayor que la mujer cuyo crimen le hacía encontrarse en esta casa interrogando a este extraño caballero.

Guardó silencio tras la respuesta de éste y volvió a mirar al joven policía, quien desconectó la grabadora. El inspector se echó hacia atrás. Rodrigo aguardaba a que su jefe le diese nueva orden.

—¿Qué hizo la mañana del asesinato de Justina, hace dos días? —preguntó de repente.

Rodrigo se dio prisa por volver a conectar el aparato, de tal manera que pudiese recoger lo que era la pregunta definitiva a los encausados.

—Salí a dar un paseo.

—¿Solo?

—Sí, solo.

—Alguien puede testimoniar lo que dice.

—María, la sirvienta. Le comenté que salía a la calle y me acompañó a la puerta del piso a despedirme, como acostumbra.

—¿Pero ella no sabe a dónde fue usted?

—No, no lo sabe.

—¿A dónde se dirigió?

—Recorrí los bulevares en dirección a la plaza de Colón. Ya sabe cómo está Madrid de obras. Quería ver si aún queda mucho y, sabe, todavía queda obra para rato.

Jaime pensó ¡Qué me va a decir a mí!, pero lo que soltó fue distinto:

—¿Se cruzó con alguien durante el recorrido; alguien le vio que pueda dar cuenta de ello; algún vecino, algún conocido, algún amigo?

—No, no tengo tantos conocidos ni amigos.

—¿A qué hora salió de casa?

—En torno a las doce de la mañana.

—Y ¿a qué hora regresó?

—Pasada las dos de la tarde. A esta hora María ya tiene preparada la comida.

—Bien, nos gustaría hablar con su sirvienta. ¿No tiene más servidumbre, verdad?

—No, últimamente, no.

El inspector echó una última mirada a Raimundo, cuyo aspecto le causaba suma extrañeza y soltó:

—Ahora sí puede vestirse.

—Gracias —respondió.