Capítulo XVII

Una pistola sin silenciador

La mujer rubia había salido a las ocho y media de la tarde del número doce de la calle de Alberto Aguilera.

—La verdad es que es un trabajo bien simple —había dicho a Raimundo, antes de abandonar el piso.

—Tanto mejor para usted. El dinero se lo doy como siempre, por adelantado.

Y tomando su billetero, Raimundo depositó en la mano de Elena la cantidad acordada. Luego miró al hombre alto y desgarbado, que se hallaba junto a ellos.

—A usted, lo suyo. Lo prometido es deuda.

—¿Ha probado el revólver?

—No he tenido ocasión.

—Entonces, ¿cómo quiere prepararse para coger al tipo que anda buscando?

Raimundo se quedó perplejo.

—Tiene razón. Pero para ello necesitaríamos que el revólver tuviese un silenciador.

—¿No tiene?

—No entiendo demasiado, pero creo que no.

Y abriendo el cajón inferior del lateral izquierdo, sacó del fondo el arma y se la dirigió al hombre.

—Compruébelo usted mismo.

El hombre, tras observar el revólver, asintió a las palabras de aquél.

—También puedo conseguirle el silenciador, pero en este caso…

—En este caso, debo subirle la cantidad que hemos acordado, ¿no es?

—Usted lo ha dicho.

—Pues la próxima tarde me trae el silenciador y yo le aumentaré la suma estipulada.

Así habían transcurrido los instantes en los que los tres personajes coincidieron en el piso. A la misma hora de costumbre, la mujer abandonó la vivienda. El hombre dejó pasar unos momentos hasta hacerlo él. Y por último, fue Raimundo quien, no olvidando coger el arma y guardarla en el bolsillo derecho del gabán, salía a la calle.

Samuel y Rodrigo habían comenzado instantes ha su turno en el coche azul. Habían relevado a otros dos policías que hacían turnos considerados menos interesantes. Pronto se les unió el comisario, que se situó en el asiento trasero del coche.

—¿Ha comenzado el desfile?

—Falta Raimundo, pero helo ahí —replicó Samuel.

Y los tres policías giraron la cabeza hacia la derecha hasta contemplar al hombre del gabán, que salía con ambas manos en los bolsillos. Cuando Raimundo andino unos pasos y cruzó la entrada a la Plaza del Conde del Valle Súchil y luego, la Glorieta del Gran Capitán, el coche se puso en marcha. Todos sabían el camino: llegarían hasta el cruce de Alberto Aguilera con Princesa y, una vez aquí, girarían hacia la izquierda, en dirección a la Plaza de España, primero, y a la Gran Vía, después. Más tarde, dejarían atrás la plaza del Callao y alcanzarían la Red de San Luis. Bordearían, finalmente, las marquesinas de un antiguo y elegante comercio, convertido ahora en un prosaico Mac Donnal, dando fin al trayecto. La mujer despediría al taxi y después lo haría el hombre alto y desgarbado. Los policías verían entrar a la mujer rubia en el número cuarenta y siete de la calle de la Montera.

—¿Dónde se hospedan?

El comisario alzó la cabeza y respondió:

—En el hostal Metropol, en el tercer piso.

Samuel y Rodrigo levantaron también la cabeza. El piso bajo, alto y acristalado, con marquesinas redondeadas, a modo de sombrero, y una puerta giratoria, hablaba de otra época; también lo hacía la Gran Vía por entero; y el edificio en cuyo piso tercero se alojaba el Hostal Metropol. Un coche de policía que rondaba la zona se acercó al coche azul.

—Aquí no se puede aparcar.

Jaime Morales le enseñó el carné de inspector de la Brigada de Homicidios.

—Dispénsenos, inspector —y se retiraron.

Una gran terraza, en ángulo curvo, bordeaba la esquina de la calle Montera con la Gran Vía. Desde la plaza, ahora peatonal, los policías miraron hacia arriba. Vieron abrirse las contraventanas del último balcón del extremo derecho de la terraza, en el piso tercero.

—¿Será ella?

Divisaron la piel blanca de una mujer rubia y su cabellera crespa y ensortijada. La mujer se asomó al pretil de la terraza y miró hacia abajo, como buscando algo o a alguien.

—Mire, Morales.

Y el inspector se giró hacia la derecha. Allí estaba Raimundo.

—Nos va a ver.

Los tres hombres se introdujeron en el coche.

—Esperemos que no nos haya visto.

—Yo creo que no le importa que le veamos —intervino el inspector.

Raimundo había caminado a pie hasta la red de San Luis. En la plaza, observaba el ir y venir de los transeúntes. La recorrió y se apostó en un extremo de la calle Caballero de Gracia. Enfrente, tres mujeres jóvenes hacían la calle; y, al verlo a él solo, comenzaron a gesticular y a llamarle. Raimundo respondió con una sonrisa y una negativa con la mano derecha, el dedo índice alzado.

Más tarde, desde la esquina de Caballero de Gracia con la calle de la Montera repitió el mismo gesto que instantes antes habían hecho los tres policías. Miró hacia el edificio de enfrente, el número cuarenta y siete; luego hacia la terraza en el extremo derecho. La baranda tenía una especie de cenefa verde que la cubría a todo lo largo con la inscripción de Metropol y el signo del hostal.

—Él ha mirado lo mismo que nosotros —dijo Rodrigo—. ¿Subirá al piso tercero?

Los policías lo observaban.

—¿Quién sabe?

—¡Quizás no!

La mujer rubia había permanecido unos instantes en la terraza, había mirado hacia abajo: la Gran Vía plagada de transeúntes en las aceras y después, grupos de gentes transitando la reciente peatonal Montera y la Red de San Luis. Escuchó voces que la llamaban.

—¡Elena! ¡Elena!

La mujer se giró hacia la derecha. Vio a un grupo de tres mujeres en la esquina de Caballero de Gracia que gritaban su nombre levantando la mano derecha en señal de saludo. En la acera contraria observó a Raimundo; quizás no se lo esperase, pues arrugó el ceño. Devolvió el saludo a las mujeres y después agitó la mano, saludando a Raimundo.

Éstas lo contemplaron y una de ellas soltó:

—¿No te gustamos nosotras?; ¿prefieres a la rubia?

—Pues yo también lo soy —terció la de la derecha, espigada y blonda, y la más alta de las tres.

Los policías del coche azul permanecían expectantes, atentos a la actitud de Raimundo.

—¿Es un putero; así, sin más? —preguntó Samuel.

—No creo que lo sea. Está de acuerdo con la mujer rubia, sobre eso no hay duda. Ella trabaja para él, pero no porque requiera sus servicios, ni tampoco porque sea su chulo; lo es el hombre desgarbado y alto que sale de Alberto Aguilera tras ella.

—¿Entonces?

—Hay algo más Él sabe que estamos nosotros. Nos ha mirado. Sabe que estamos aquí, y está buscando también a alguien más. Quizás a quien busca la mujer al salir a la terraza, aunque no lo conozca. No sé… —terminó confundido Morales.