Capítulo VI

Venta de acciones

—Emilio, necesito que gestionemos la O. P. A. de Unión Fenosa.

—¿Qué características tiene la operación financiera? —preguntó el secretario con aire hosco.

—Le leo —declaró Raimundo, tomando unos volantes de banco, que se hallaban sobre un remolino de papeles encima de su mesa de despacho—: Oferta pública de adquisición de acciones de Unión Fenosa, S. A. El Oferente, Gas natural SDG, S. A., solicita adquirir el control de Unión Fenosa para la creación de un grupo energético internacional.

—¿Qué plazo tenemos?

—Hasta el 14 de abril.

—¿A cuánto se pagan?

—A dieciocho con cero cinco euros por acción.

—Considerando que en su cartera dispone de ocho mil cinco acciones, el montante sería de… —y Emilio tomó una calculadora para hacer la multiplicación—, ciento cuarenta y cuatro mil cuatrocientos noventa euros con veinticinco, que, si lo dividimos por seis mil sería… —añadió después— veinticuatro millones con ochenta y un mil setecientos ocho pesetas. ¡Buena tajada! —soltó a renglón seguido.

Raimundo le miró por encima de los pequeños anteojos de lentes graduadas para cerca, quizás algo molesto y sorprendido por aquella expresión.

—Ya sabe, Emilio, lo que con la bajada de la Bolsa hemos perdido.

—¿Hemos? —preguntó el empleado—. Dirá que ha perdido.

Y como añadidura, le dirigió una mirada huraña.

Eran otros tiempos, cuando el actual secretario tomaba las cosas de Raimundo como suyas, y quizás, demasiado suyas —se dijo Raimundo, quien, volviendo a colocarse las gafas para cerca, regresó al mare mágnum de papeles que regaban la mesa.

—Puede recordar la cartera de mi padre, el montante era otro y también el valor de las acciones tiempo después.

—Sólo puedo recordar lo que heredó de don Fernando, y sí, el valor era otro… Pero también podemos recordar —añadió, volviendo a dirigirle la misma mirada reconcentrada—, que entonces usted también se dedicaba a comprar acciones y a aumentar su capital, y ahora sólo las vende.

—Ahora vivo de ellas, Emilio —respondió.

Era también de un tiempo a esta parte, que Raimundo notaba un gesto airado en el secretario. Y aquél echaba de menos la antigua fidelidad de la primera época, cuando no hallaba fisuras entre ambos. Diríase que sus negocios y sus asuntos eran también los de Emilio. Ahora tenía que reconocer que era distinto. Así que se caló bien los lentes y regresó a sus papeles. Quizás tuviese que ocuparse más de ellos y no delegar, como hasta la fecha había hecho, en el empleado.

—Bien, hay que dar en Banesto la orden de venta de todas las acciones de Unión Fenosa para aprovecharnos de la O. P. A. —y abandonó la mesa de trabajo para dirigirse al baño y darse una ducha, pensando que había vuelto a utilizar ese nosotros indebidamente.

Al salir Raimundo del despacho, Emilio se levantó de su silla y pasó a colocarse al otro lado; de pie, estuvo poniendo orden en aquellos papeles. Miró hacia la puerta. Raimundo la había dejado ligeramente entreabierta, pero había estado hablando con él en bata, aún no se había aseado, y sabía que iba a tardar en regresar, salvo que hubiese olvidado algo. Escuchó el ruido del agua caer con fuerza y se dijo que, de seguro, no había olvidado nada. Dejó los papeles y volantes de banco sobre la mesa y abrió el primer cajón de la izquierda. Tomó la agenda de Raimundo, la abrió tirando del hilo rojo que señalaba el día en el que se hallaban, y leyó: Justina, a las ocho de la tarde. El resto de la página estaba en blanco. La volvió a dejar en su sitio y abandonó el despacho. Cuando volvió a ver a Raimundo, que se hallaba desayunando en el salón, para entregarle el periódico del día, le pidió si podía tener la tarde libre. Al menos, añadió, la última parte de la tarde. Raimundo le miró y le respondió:

—Lo importante es que se dirija ahora por la mañana al banco, con los volantes firmados por mí. De la tarde puede disponer como mejor le parezca.

Salió antes de la siete. Acudió a despedirse de María, a cuya puerta, en su habitación del piso de arriba, había llamado.

—Me voy a dar una vuelta.

María había sacado la cabeza por entre la jamba, sin abrirla del todo, como si guardase algún secreto. Y, viendo que ella nada le decía, agregó:

—Raimundo me ha dado la tarde libre.

—Para algunos todo son ventajas.

—Tú también puedes pedírselo.

—Con este frío, no hay quien salga. El secretario saludó con un gesto marcial, colocándose la mano derecha levantada sobre la sien derecha y se fue. Al franquear el portal, giró a la izquierda y se dispuso a pasear con tranquilidad, transitando por los bulevares. A decir verdad, no tenía nada que hacer hasta pasadas las nueve de la tarde. Hacía frío, como había dicho María, pero era un frío seco que, abrigándose, no había que temer en acatarrarse. Quizás un chocolate con churros en el Café Comercial le sentaría de maravilla. Además, un día era un día. Raimundo no debía reparar en eso. Él ya lo podía tomar en el Palace o en el Ritz, que las acciones daban para eso y para mucho más; en cambio, este año a él no le había subido el sueldo, como correspondía al IPC anual; para eso no había dinero. Él desdeñaba trabajar y de nada se privaba. Mira que pronto dejó las clases de derecho administrativo en Bolonia, pero para vivir bien y… La imagen de la joven le volvió a cruzar por la cabeza. Nadie hubiese pensado que después de Julia, se volviese a relacionar tan pronto con una mujer; aunque, qué trato pudiese tener con ésta, era algo que se le escapaba. Seguro que la relación no era de negocios, porque para todo lo relativo con el dinero y su movimiento estaba él, pero esas citas, más que sospechosas, en el propio piso y la misteriosa cámara secreta… Había llegado a la glorieta de Bilbao y se dispuso a cruzar el semáforo para bordearla. ¡Vicioso!, exclamó. Todo son formas y buenos modales. Lo suficiente para darse postín y poner una barrera entre él y los demás. ¡Exhibicionista, lleno de vanidad y presunción!; con esas camisas y corbatas y batas de seda… Porque todo tiene que ser de seda o de lino o, claro, de algodón cien por cien. Y María que le tenga la ropa bien limpia y planchada, y la casa más que limpia, y yo que me ocupe de todo el patrimonio y de los gastos de la casa, y hasta que la compra del supermercado, últimamente, la haga yo. Y él solo asearse, pasearse por la casa con las batas de seda y recibir a jovencitas, a las que les dobla la edad.

Atravesó la puerta giratoria del Comercial y buscó una mesa libre. Encontró en el café los mismos tipos que había visto en ocasiones anteriores. Estudiantes universitarios, solos, con algún amigo o en pareja; señores mayores, de pelo y barba cana, leyendo la prensa o un libro; grupo de mujeres jóvenes charlando. Él no llevaba libro como aquellos, ni periódico alguno, así que sacó un cigarrillo y se dispuso a pasar el rato, absorto en sus pensamientos. El camarero le preguntó qué iba a ser. Pidió una ración de chocolate con churros y un vaso de agua. Luego consultó el reloj, eran las diecinueve horas y cuarenta minutos. Podía estar allí alrededor de una hora, después volvería a coger la calle Carranza, si bien, por la acera contraria a la que había tomado al salir de casa. Aspiraba el cigarro y erguía la cabeza, inclinándola hacia atrás y abriendo la boca; de ésta salían espirales de humo blanco.

Uno de los camareros le dijo:

—Aquí no se puede fumar. Si lo desea, puede subir al piso de arriba.

Volvió a mirar el reloj. Todavía le quedaban, al menos, veinticinco minutos.

—A decir verdad, me apetece fumar.

—Entonces, ya sabe…

Como ya se había tomado el chocolate y los churros, cogió el vaso de agua, la caja de cigarrillos y las cerillas, y tomó la escalera hacia el piso superior. Otro empleado le preguntó de nuevo qué iba a ser. Él dirigió su vista hacia abajo y contempló el vaso de agua, como queriendo indicar que ya había tomado algo. No obstante, agregó:

—Una cerveza, quiero tomar una cerveza.

Desde los ventanales del piso de arriba, contemplaba la glorieta de Bilbao. Pronto pasó el tiempo que él mismo se había señalado. A las veinte horas y cuarenta minutos dejó en el platillo el importe de la consumición, se levantó de su asiento y bajó las escaleras de la primera planta. Volvió a franquear la puerta giratoria del Café Comercial y se dispuso a contornear la fuente de la glorieta de Bilbao para tomar la calle Carranza. Caminaba con pasos recios, como si le esperase una tarea decisiva. Estaba tan absorto en sus pensamientos, que, pese al ruido de los coches y de los demás transeúntes, podía escuchar el taconeo de sus propias pisadas en la calzada. En esto, comenzó a llover. Había sido precavido y, al salir, tras colocarse el abrigo, había cogido el paraguas; pero, al parecer, tampoco había pasado desapercibido a los demás peatones, pues los paraguas comenzaron a llenar las dos aceras del bulevar. En estas circunstancias, comenzó a temer que se le escapase. Redobló el paso y siguió caminando calle Carranza hacia arriba. Llegó a la glorieta de Ruiz Jiménez, cruzó la calle de San Bernardo y se colocó enfrente del portal de la vivienda. Allí, resguardado por el paraguas, que podía inclinar hacia un lado y hacia otro, era difícil que diesen con él. Dio unos pasos hacia la parada de autobuses y se colocó junto a la marquesina. No le cabía sino esperar. Consultó el reloj. Eran más de las nueve. Justina seguiría todavía en el piso. Había que tener paciencia y, al mismo tiempo, ser diligente.

Daba vueltas en torno a la marquesina, cuando vio a la muchacha. Se dirigió al semáforo para cruzar, pero, al hacerlo, vio que era la chica quien pretendía pasar al otro lado; entonces, esperó.

No quiso abordarla nada más atravesar la carretera, así que se echó hacia un lado. Justina no le vio; caminaba calle Alberto Aguilera hacia arriba. Si alguien del piso miraba a través de la ventana, podría verlo abordar a la chica, así que marchaba detrás, con el paraguas inclinado hacia el lado derecho, ocultándose, hasta transponer el ángulo de visión de los balcones y ventanas del inmueble.

La joven caminaba bajo el paraguas con paso rítmico, como si estuviese embebida en sus pensamientos y ello se reflejase en su andar. Él no mostraba tener prisa alguna; prefería seguir detrás, como adivinando así cuáles eran los pensamientos de la chica y qué había ocurrido en el piso de la calle Alberto Aguilera en el tiempo que ella había pasado en él. Pero ninguno de los dos se apercibió de que las cortinas de uno de los balcones se retiraban y escudriñaban a través del cristal.

Dejaron atrás la calle del Acuerdo, la del Conde Duque, la pequeña del gran Baltasar Gracián, la de Mártires de Alcalá. Se estaban acercando al edificio de El Corte Inglés. Tramo siempre lleno de bullicio y ajetreo, con gente que entra y sale de los grandes almacenes, la parada de autobuses y la confluencia con la calle de Princesa; así que, antes de atravesar la calle de Serrano Jover, la abordó. Se colocó a su derecha y giró la cabeza hacia la izquierda.

—¿Nos hemos visto en algún sitio, verdad?

Ella reconoció la mirada adusta que sobresalía de aquel rostro de piel cetrina y se sobresaltó.

—No sé. Usted dirá.

—Haga un esfuerzo por recordar. Nos hemos visto un par de veces en un piso de la calle Alberto Aguilera.

—No recuerdo.

La mirada incisiva y escudriñadora de aquel hombre la asustó. Que hubiese estado en aquel piso era un secreto, de modo que la intromisión del desconocido le desagradó. Habían llegado a la entrada de los grandes almacenes y ella se giró hacia el hombre.

—Si me permite, tengo que hacer unas compras.

—Querría hablar con usted. Sólo es un momento. Al fin y al cabo —soltó, mirándola con fijeza—, los dos trabajamos para el mismo cliente.

—Yo no tengo clientes. ¿Qué se ha pensado?

—Quizás me haya expresado mal —arrojó con socarronería, abriendo la boca y mostrando unos dientes blancos bien alineados—. Pero soy cortés, no crea. Y si me permite, se lo demostraré. Aquí cerca hay un café muy agradable, que conozco de hace tiempo; puedo invitarla a tomar lo que quiera.

—¿Por qué?; ¿por qué quiere invitarme? ¿A qué viene esto?

—Trabajamos para la misma persona, ya se lo he dicho, y me gustaría hacer un intercambio de opiniones con usted.

Quizás él supiese algo más del extraño señor para el que representaba la extravagante escena, de modo que vaciló en aceptar. Pero guardó silencio. Una mujer que corría para coger el autobús, le dio un empellón al pasar por su lado.

—¡Oiga! Tenga cuidado —gritó él. Y mirándola a ella:

—¿Le ha hecho daño?

—No, no ha sido nada.

—Lo siento. Nos hemos detenido en un sitio demasiado concurrido. Venga conmigo —manifestó, haciendo ademán de seguir caminando hacia delante.

Justina siguió sin moverse.

—Pero, venga, mujer. Es un sitio muy recomendable, y está a dos pasos, aquí mismo, en la calle Marqués de Urquijo, sólo cruzar Princesa.

Justina siguió caminando junto al hombre, aunque su proximidad le deparaba una sensación inquietante. Diríase que desde el suicidio de su padre, la vida no le ofrecía otra cosa que un cúmulo de horrores y, a su pesar, los dejaba pasar.

Cruzaron Princesa y siguieron por la acera de los números pares de la calle Marqués de Urquijo. Llegaron al número cuatro. Justina leyó New Age Hotel T3 Tirol. Emilio recordó el antiguo establecimiento. Unas tupidas cortinas rojas daban acceso a la cafetería; aquel aire de otro tiempo le encantaba. Tanto criticar a Raimundo, y quizás se estuviese dejando llevar por sus gustos. Pero nada de aquello quedaba.

El hotel había sido remodelado y el aspecto, aparentemente informal y funcional, era muy otro.

Emilio escogió una mesa.

—Siéntese —dijo a la joven.