Capítulo I
Justina
—¿Quiere que le acompañe?
—No, gracias, puede disponer de la tarde como mejor le plazca. E, incluso si tiene tiempo, arreglar los asuntos pendientes.
Ya sabía Emilio que Raimundo hacía referencia con ello al diablo de los números: debía ordenar facturas; sumar y volver a sumar los pagos realizados y los desembolsos pendientes; mirar las últimas cotizaciones de la bolsa en periódicos, o bien, consultar por internet; y la misma preocupación de siempre: las cuentas comenzaban a no casar.
Raimundo tomó el abrigo del armario del vestíbulo y comprobó que llevaba las llaves de casa en el bolsillo derecho; antes de salir, regresó a la cocina, abrió la puerta, introdujo la cabeza y saludó a María.
—Regreso para la cena.
—Que lo pase bien, don Raimundo.
Respondió con una mueca crispada de la boca. ¿Acaso desde aquello el pasarlo bien era lo que todos entendían por esto? Caminó por la calle de Alberto Aguilera hasta la confluencia con la de Princesa. Aquí tomaría el autobús circular y se bajaría cerca de la Puerta de Toledo. Regresaba al Parque de San Isidro. Aprovechaba para introducirse en el recinto aquellos días especiales, en los que una urgencia desconocida, pero apremiante, le llevaba hasta un nuevo cadáver. ¿Por qué visitaba más el tanatorio que el cementerio de San Isidro, donde se hallaba enterrada Julia, pese a encontrarse tan sólo un poco más allá?
El paisaje desde la Puerta de Toledo comenzaba a encontrarlo familiar. Atravesó la Glorieta de las Pirámides. El nombre le llevó hasta la civilización que, desde un tiempo a esta parte, le interesaba. En el fondo, él era un albatros, el gran pájaro con alas, tan grandes éstas que le impedían caminar. En momentos así se llenaba de compasión por sí mismo. En cualquier caso, estaba condenado a esta soledad sin retorno, salvo la que establecía con sus muertos, con Julia, y con sus padres, Ana y Fernando. Y que nadie pusiese en tela de juicio esta comunicación, aunque, en contadas ocasiones, él también se cansase y buscase entonces un vínculo, algo concreto, tangible, que le llevase hasta ellos. ¡Si pudiese acudir a alguna reunión espiritista!, se lamentó.
La relación con Julia en la cámara era muy especial, de eso no cabía duda. Estaba orgulloso de haberla recreado así. Era lo más parecido a tener en este desdichado comienzo de siglo XXI un hipogeo en casa, y además, en un piso de la mismísima calle Alberto Aguilera, a dos pasos de la céntrica Princesa. Allí, a través de una cerradura, más o menos convencional, pero de la que únicamente él tenía la llave, accedía a su cámara. No había que atravesar galerías subterráneas y secretas, como sí ocurría en las Pirámides y en los hipogeos; directamente, franqueando una puerta, se filtraba en su Palacio de la Muerte. Las galerías y las salas que conducen a la sala del sarcófago tienen techo plano y no rebasan una altura de ocho o diez pies; pero el santuario al que van aparar tales dédalos tienen proporciones muy distintas.[1] Por la cabeza de Raimundo transitaron todas estas palabras de una de sus últimas lecturas. Pero su cámara, su particular sala dorada, tenía igualmente esa vida inmóvil, el mismo movimiento petrificado, la misma intensidad misteriosa del arte egipcio, como un hombre amordazado que intentase hacer comprender su secreto.
En aquel momento estaba atravesando el puente de Toledo y ese olor peculiar ya le había atravesado la nariz y saturado el olfato y el resto de los sentidos por completo, como una tangible sinestesia. Era como una premonición de lo que le iba a acontecer, como si todo su cuerpo se preparase para entrar en el recinto. ¡Qué gran memoria la suya en cuanto a los olores! Diríase que tuviese una gran reminiscencia olfativa, y, a través de ella, un gran poder de evocación, de hechos, épocas, gentes y lugares. Todo cabía en la emanación de una fragancia, como una gota de un pequeño microcosmos que lo contuviese.
Había dejado atrás la Glorieta Marqués de Vadillo y entrado por la calle General Ricardos, luego enfiló el Paseo del 15 de mayo. Se preparaba para ascender al pequeño montículo. Que se cansase de la mera evocación y buscase algo concreto y tangible, era lo que le llevaba a visitar, una y otra vez, esos lugares.
Esta vez evitó dirigirse al mostrador de recepción. A este paso, dadas las frecuencias de sus visitas, terminarían conociéndolo y pensarían de él algo extraño. Que pensasen lo que pensasen. Cada uno tiene sus gustos y sus costumbres, y en él comenzaba a convertirse en una costumbre, una segunda naturaleza, como dice el filósofo.
Se colocó delante del monitor y consultó los nombres de las fallecidas. Empezaba a familiarizarse con la distribución de los distintos departamentos en pasillos y plantas, de modo que todo resultaba cada vez más fácil. No sabía por qué mostraba su predilección por la primera planta y por el pasillo de la derecha; así que lo retomó una vez más. ¿Y si me dirijo al mismo departamento del último día, el número veinticinco? Era el cadáver de una mujer. Sabía la disposición de aquél, memorizó su nombre y apellidos y, por tanto, no había por qué equivocarse.
Hacia allí se encaminaba cuando divisó una mujer joven vestida de negro muy compungida; se cubría por instantes la enrojecida cara con un pañuelo blanco, con el que se enjuagaba los ojos. Miró el nombre del fallecido. Era un hombre. Sería su marido, pensó; aunque por la edad, quizás fuese su padre. Se armó de arrojo y, dirigiéndose hacia ella, le soltó:
—Perdone que le moleste —y volviendo a mirar el nombre del difunto en la plaquita junto a la puerta, añadió—: ¿Es usted familiar de don Luis?
Ella retiró el pañuelo de la cara y, clavando la vista en el desconocido, respondió:
—Soy su hija.
—Lo siento. Me llamo Raimundo.
Se sorprendió diciendo su nombre y no uno fingido como acostumbraba.
—¿Era amigo suyo?
—Digamos que lo conocía.
—¿Hacía mucho que lo frecuentaba? —preguntó extrañada, pues ella se jactaba de conocer el entorno en el que se había movido su padre, aunque en la última etapa todo fuese de otra manera.
—No. Lo había tratado sólo de unos meses a esta parte. Había entablado una pequeña relación.
—¡Ah! —suspiró—. Su última etapa es la que se me escapa.
Ella le miró como inquiriendo de su actitud una respuesta a sus muchos interrogantes. Y él le devolvió la mirada, buscando en la joven una consternación semejante a la que él tan bien conocía.
—Ya sabe lo que pasó.
—¿Qué quiere decir?
—¿No lo sabe?
—¿La enfermedad que su padre sufría?
—¿Enfermedad? Sí, quizás tenga razón y lo suyo también fuese una enfermedad. Y ahora no tenga más remedio que heredarla yo.
¿Qué querrá decir?, se preguntó él.
—Bueno, pasemos —se lanzó a decir.
—Sí, claro, disculpe. Había salido un momento.
—¿Esperaba a alguien?
—Sí, es raro que todavía no se haya presentado nadie; aunque casos como el de mi padre no sean precisamente los más frecuentes. No obstante, llevo aquí poco tiempo —agregó—. Hace un par de horas que lo han traído desde el Instituto Anatómico Forense.
—¿Le han practicado la autopsia?
—Sí, ya veo que lo sabe.
Había acertado. Todo era cuestión de ir atando hilos. Lo que le extrañaba a Raimundo es que por primera vez desde aquello mostrase interés por la vida de un vivo.
Pasaron al departamento y enseguida buscó la cortina, como si se tratase del telón de una representación teatral. Raimundo se sorprendió mirando con prevención. Era el cadáver de un hombre y para él no era lo mismo.
Pasada la primera impresión, volvió a fijar la mirada al otro lado del cristal. Eran los restos de un hombre de unos sesenta años, de pelo cano, delgado y rostro alargado. No tenía esa expresión de risa, que tanto le había sorprendido en uno de los cadáveres que había visitado con anterioridad. Le habían trajeado con camisa blanca, corbata y chaqueta y pantalón de color negro; los zapatos quedaban ocultos por una especie de cortinilla.
Ella escrutaba la mirada de Raimundo, observando dónde se detenía.
—Pedimos que le pusieran la camisa con el cuello bien izado y el nudo de la corbata también bien prieto, elevándola.
Ramiro miró primero a Justina y luego al féretro, e hizo un ligero gesto de incomprensión, levantando los hombros y enarcando los labios hacia abajo.
—Así no se ve nada —aclaró ella, mirándole—; apenas un ligero rasguño, casi un moratón encima del borde superior de la camisa.
Algo le había ocurrido por ese lado y, además, el cadáver lo habían traído del Anatómico Forense, habiéndole practicado la autopsia; alguna agresión, se dijo. Y una acometida en esa parte podía ser perfectamente la de una cuerda apretándole el cuello.
—¿Es usted hija única? —preguntó, cambiando de conversación.
—Sí. Mi madre murió hace cuatro años. Cuando mi padre parecía que se iba sobreponiendo de la tristeza y de la soledad, sobrevino esto…
Raimundo fijó en ella la mirada, como implorando, venga, vamos, dígamelo de una vez.
—Me gustaría brindarle mi compañía en estos momentos. De verdad, si puedo ayudarle en algo…
—Hay que hacer gestiones, trámites, ya sabe; por lo demás, yo estudiaba y esto me obliga a demandar trabajo; a buscarme la vida, de algún modo, pero en estos momentos…
—Quizás yo pueda ofrecerle algo.
—¿De veras?
—Algo… sin importancia, pero algo, y en este trance…
Raimundo buscó en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una cartera, y, abriéndola, extrajo una tarjetita.
—Tenga, ahí figura mi domicilio, calle de Alberto Aguilera, esquina con la Plaza del Conde de Valle de Súchil. Aunque, quizás, antes de ir directamente a casa, debiéramos hablar y hacerle algo así como una pequeña entrevista. No la molesto con la tarjeta, en estos momentos…
Raimundo volvió a coger la tarjeta y a guardarla en la cartera, que sacó y abrió de nuevo.
—Pero bueno, está verdaderamente compungida —manifestó, viendo que volvía a cubrirse los ojos con el pañuelito.
—Siento molestarle con mi dolor —dijo ella, sofocando el llanto. Abrió el pañuelo y se lo llevó ahora a la nariz, sonándosela.
—No faltaría más. Yo sólo intento ayudarle de algún modo; en manera alguna contrariarla o causarle más padecimiento. Usted exclusivamente dígame cuándo podría quedar para concertar la entrevista.
—Deme su teléfono. Yo lo llamaré.
Justina se dirigió a una mesita al lado de la puerta, tomó una tarjeta con la dirección y teléfonos del Tanatorio y anotó en ella el que Raimundo le daba.
—Llámeme cuando le venga bien; y no dude decirme si puedo ayudarle en algo.
Una pareja tranqueaba la puerta del departamento y se dirigía a Justina.
—Querida, siento todo tanto —dijo la mujer, encajándole dos besos, uno en cada mejilla.
Después fue el hombre quien la besó de la misma manera.
—Ya sabes… —agregó.
Raimundo presenció la escena y se dispuso a despedirse.
—No la molesto más, Justina. No olvide llamarme. Espero su llamada.
Ella buscó de nuevo la tarjetita con el teléfono que había dejado sobre la mesa y la guardó en el bolso.
—Descuide, y muchas gracias por todo.
—En eso quedamos. Lo siento de veras.
Raimundo le dijo adiós dándole dos besos, como antes había hecho la pareja que se quedaba con ella en la sala.