Capítulo III
—¿Ya no trabaja con usted su antiguo secretario? —preguntó Justina a Raimundo en medio de la sesión, cuando se hallaba tendida en el lecho acostumbrado y él le tomaba la mano, embargado de dolor.
—Le rogaré que mientras actúe no haga interrupciones de este tipo; y, a ser posible, de ningún otro —respondió enojado.
—Disculpe.
Y la chica volvió a abrir y cerrar los ojos según la escena requería, y a alargarle la mano a Raimundo. A esto, y a algunas caricias en las mejillas y en el cabello, así como en los pies —que Raimundo recogía entre sus manos—, debía de limitarse las explosiones de afectuosidad entre el caballero y la joven actriz; así lo habían acordado.
Cuando la sesión hubo terminado y la chica quedó sola para cambiarse, Raimundo pasó a su despacho y la esperó como siempre sentado junto a su mesa.
—Siéntese —soltó Raimundo al verla.
La joven se acomodó en la silla frente a Raimundo.
—Quería pedirle algo.
—Dígame —respondió, temiendo fuese alguna cuestión relacionada con la interrupción durante la sesión.
—Quería pedirle que me subiese el sueldo.
Raimundo, por un lado, respiró de satisfacción al comprobar que la petición de la chica no tenía nada que ver con su anterior temor; pero, por otro, le extrañó mucho que le pidiese aumento de sueldo, dado que en la velada última habían brindado juntos y le había propuesto una subida.
—Ya se lo subí en la última ocasión —respondió disgustado.
—Pero no hablo de una cantidad similar a la que usted ya me había asignado.
—¿Entonces?
—Necesitaría unos doscientas cincuenta euros por sesión.
Raimundo abrió los ojos sin responder, confundido.
—Esa cantidad…; al mes serían mil euros.
—Justo, mil euros. Como si fuese mileurista.
—Pero los mileuristas trabajan todos los días laborables y, al menos, ocho horas cada día. Usted solamente trabaja una tarde por semana y dos horas cada tarde.
—Podría trabajar algún rato más; pero siento decírselo, necesito la cantidad de la que le hablo.
Raimundo calló por un instante. Se hallaba confundido y no sabía qué responder. En su fuero interno comenzó a hacer cuentas.
—Déjeme que lo piense.
Se echó hacia atrás, apoyándose en el respaldo del sillón y dio vueltas en la cabeza intentando hacer concertar los números con la ocupación que Justina podía desempeñar en la casa.
—Si quiere puedo llamarle por teléfono y le diré lo que he pensado al respecto.
—Prefiero llamarle yo.
La joven no le había proporcionado número de teléfono alguno para que Raimundo y la ocupación que ella desempeñaba en su casa no interfiriesen con el resto de su vida. Se había levantado del asiento y se disponía a salir, cuando Raimundo arrojó:
—Aguarde un momento.
La chica volvió a sentarse.
—Sí, podría trabajar un tiempo más en la casa y así justificar la subida del sueldo.
—Estaba claro —pensó Justina— que no quería prescindir de ella, pues en seguida su requerimiento le había hecho reflexionar.
—Déjeme, no obstante, que lo piense.
—¿La cantidad que le he mencionado la tendría ya el próximo día? —atajó ella.
A Raimundo le extrañó la urgencia con que lo solicitaba.
—¿De verdad que le es tan necesario? —preguntó, asombrado.
—Sí, y no es para mí.
Esto acabó de desconcertarle. Y al momento Justina se arrepintió de haberlo dicho.
—Pero no importa para quién sea; el caso es que yo lo necesito —aclaró.
—¿Lo necesita para alguien de su entorno?
—Más o menos —terció.
Raimundo la encontró preocupada. Por primera vez la había notado distraída en la sesión en la cámara; lo que no entendía es que le hubiese preguntado aquello sobre su secretario, como si el motivo de sus pensamientos o de sus preocupaciones estuviese relacionado, de algún modo, con éste. Después se dijo que quizás ella hubiese pensado en la ausencia del antiguo secretario para solicitar la subida de sueldo o, incluso, para desempeñar algunas de las tareas que aquél realizaba en la casa.
—No se preocupe —terminó diciendo—; si no me llama, para la próxima visita estará todo solucionado.