Capítulo V
Justina en la cámara de las sombras
—Le llaman por teléfono, señor. Cuando al cabo de dos días de la visita de Justina, Raimundo escuchó aquello, ya sabía a quién oiría tras el auricular.
—Esperaba su llamada. Y me alegro de que, finalmente, haya aceptado mi proposición. ¿Le parece que empecemos mañana mismo?
En la cocina, Emilio merodeaba alrededor de la mesa. Parece un perro olfateando, pensó María.
—¿La llamada por teléfono a Raimundo será de la misma mujer que vino a casa hace unos días?; ¿no?
Ya está aquí, se dijo María, tirándome de la lengua.
—No creo que a ti te importe mucho.
—¡La vida en esta casa es tan monótona! —soltó con indiferencia de gran señor—, que cualquier pequeño incidente es todo un acontecimiento Justina tocó el timbre de la puerta a la hora convenida. Previamente, Raimundo había anunciado:
—Tendré una visita y saldré yo mismo a recibirla.
—¿Está solo? —preguntó Justina.
—No, la mujer de servicio está en la cocina preparando la cena y Emilio, mi secretario, trabaja en sus cosas.
La chica recordó al hombre de mirada adusta con el que se topó en el pasillo.
—Pase al despacho, ya sabe, la tercera puerta a la derecha.
En la anterior ocasión, aunque estaba nublado, era de mañana y había luz suficiente en el interior de la estancia. Ahora, las siete de una tarde de invierno, ya había anochecido, y la iluminación, tenue, la proporcionaban dos lámparas, una sobre la mesa del despacho y otra, de pie, en el fondo de la habitación, junto a un sofá de dos piezas y un silloncito.
—Siéntese, por favor —dijo Raimundo con modales galantes—. Empezamos hoy mismo, ¿no?
Justina hizo un gesto mohíno, de aceptación, arrastrada por las infaustas circunstancias por las que atravesaba, pero contrariada en su voluntad. Raimundo intentó darle un aire festivo a lo que no era sino una extravagante y embarazosa costumbre.
—Vamos a pasar a la habitación donde se encuentra el vestuario de mi esposa. Por lo demás, para que vea que estaba seguro de que aceptaría mi proposición, le he conseguido una prótesis del iris de color azulado.
Raimundo abrió uno de los cajones laterales de su mesa y extrajo una cajita redondeada con una tapa de plástico duro transparente. Justina se levantó de la silla e inclinó el torso hacia delante para contemplar tan extraño artificio e insólita ocurrencia.
—¿Será complicado de colocar? —preguntó asustada.
—No, no crea. Me lo han explicado en la tienda, se ajusta de maravilla en el ojo y, aunque lo parezca, no debe de molestar lo más mínimo. Yo la ayudaré —dijo levantándose—. Hay que humedecerlo con estas gotas que también me han proporcionado. Pero venga, venga —soltó, viendo que la chica no hacía nada por acercarse.
Venciéndose a sí misma, Justina se acercó; inclinó la cabeza hacia Raimundo y éste tomó la pequeña prótesis del iris de la cajita; luego abrió el ojo de la chica con la mano izquierda e intentó colocárselo con la derecha.
—¡Ay! ¡Ay! —gritó Justina.
Pero enseguida el nuevo iris quedó colocado en el sitio convenido y Raimundo soltó:
—¡Ya está! ¿No ve que bien ha ido todo?
Dio unos pasos hacia atrás, entornando los ojos, para apreciar la impresión que ese iris azul producía en los ojos negros de Justina y más, contrastando un color con otro.
—A decir verdad, creo que está más guapa aún con los ojos azules, resaltan de maravilla con su cabello negro. Pongamos el otro —dijo tras un instante.
Justina aguantó paciente y volvió a acercarse, inclinando ahora la cabeza hacia la derecha.
—Ya está, ya está —repitió Raimundo adelantándose así a los ayes anteriores de Justina.
Volvió a echarse hacia atrás, repitiendo el gesto anterior y corroborando sus propias palabras.
—¡Está guapísima! Ahora tendría que colocarle la peluca rubia que también me he preocupado de comprar.
Raimundo se levantó del sillón y se dirigió a un armario de caoba que se hallaba a la derecha de la puerta del despacho. Lo abrió y sacó una primorosa peluca rubia sobre una cabeza de un maniquí de mujer.
—¡Aquí está! —exclamó.
Justina no daba crédito a lo que estaba presenciando. Lo propio sería que ese señor estuviese en un psiquiátrico y no en un piso de la céntrica calle de Alberto Aguilera proponiéndole a ella esa extraña representación en solitario.
—Esto sí que es fácil de colocar.
Raimundo tomó la peluca de la cabeza del maniquí y la acopló sobre la cabeza de Justina.
—Necesitaríamos un espejito.
Justina sacó el de su bolso y se contempló. La sensación que le deparaba su imagen en el espejo la desconcertaba. Raimundo la contempló y su nerviosismo y excitación aumentó. Se frotó una mano contra otra, luego las abrió y dijo:
—Ahora no nos queda sino pasar al escenario —sus ojos escudriñaron la impresión que esas palabras causaban en la chica.
Abrió la puerta y asomó la cabeza para ver si había alguien a lo largo del pasillo.
—Venga por aquí —y señaló hacia la derecha.
La siguiente puerta era la del dormitorio.
—¿Es aquí? —preguntó la chica asustada.
—No, no se preocupe, la cámara en la que vamos a estar se encuentra dentro de esta habitación.
Sacó una llave y franqueó con ella la puerta.
—¡Qué extraño es todo! —pensó Justina.
Una vez dentro volvió a cerrar la puerta con llave. Y al ver la expresión de extrañeza de la joven, manifestó:
—Es por el personal de servicio; son unos verdaderos metomentodos.
—¿Esto es una encerrona?
—Ni lo más mínimo. Mire, si quiere dejo la puerta sin cerrar —y, tomando de nuevo la llave, la volvió a abrir—. No creo que nos molesten —concluyó.
Por si no hubiese sido suficiente el recorrido hasta este punto de la casa, lleno de desconcierto y extravagancia, en este momento Justina creyó encontrarse dentro del aposento más extraño que había visto en su vida. ¿Esto es un tanatorio?, se dijo, y una sensación gélida le cubrió la epidermis y se la erizó. Y es que con lo primero que se topó fue con las fotografías de Julia ya cadáver en el féretro, que decoraban las paredes del comienzo de aquella extraña cámara. El azul del tapizado de los sillones y alfombras le infundía, asimismo, una sensación de escalofrío, y el mármol de las redondeadas y negras columnas, jaspeadas con vetas de distinta tonalidad, entre azul oscuro y marino, convertían aquel reducido espacio en un laberinto por el que costaba trabajo transitar.
—No, si todavía tendré que descender más —se dijo la joven.
Y por su cabeza pasó el episodio que había estudiado en bachillerato, y aún bien recordaba, de la cueva espantosa de Montesinos, por la que Don Quijote de la Mancha se despeña. A cuya sima se acercó el caballero y vio salir por ella una infinidad de grandísimos cuervos y grajos, y otras aves nocturnas como murciélagos, tan espesos y con tanta prisa, que dieron con Don Quijote en el suelo. Y cómo luego el hidalgo cuando se le hubo izado y hubo abandonada la cueva, y despertado de un como profundísimo sueño, contó que dentro de ella ofreciósele a la vista un real y suntuoso palacio o alcázar, cuyos muros y paredes parecían de transparente y claro cristal fabricado; del cual, abriéndose dos grandes puertas, vio que por ellas salía y hacia él se venía un venerable anciano, vestido con una capa cerrada y larga, de bayeta morada, que arrastraba por el suelo, y cubierta la cabeza por una gorra milanesa negra, y la barba, canísima, pasándole de la cintura. Este anciano le quiso mostrar las maravillas que el transparente alcázar ocultaba, de quien él era alcaide y guarda mayor perpetua, y dijo llamarse Montesinos, de quien la cueva tomaba nombre. A lo que don Quijote le preguntó si es verdad lo que en el mundo se cuenta, de que él había sacado de la mitad del pecho, con una daga, el corazón de su amigo Durandarte y se lo había llevado a la señora Belerma, como éste le había mandado en la hora de su muerte. Montesinos lo llevó por el cristalino palacio hasta una sala baja, de alabastro, donde se hallaba un sepulcro de mármol y sobre el cual, un caballero tendido a todo lo largo, pero no de bronce, ni de jaspe, ni de mármol hecho, sino de carne y hueso, a quien tenía encantado Merlin, aquel trances encantador, de quien se dice que fue hijo del diablo; y lo que yo creo —añade Montesinos—, es que no fue hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto más que el diablo. Todo esto pasó por la cabeza de Justina, nada más entrar en la habitación secreta, tras el dormitorio, a la que Raimundo le había conducido. Y lo primero que pensó fue que, quizás, más adelante, como en la escena que la extraña estancia le había traído a la memoria, encontrase también allí un sepulcro y a la difunta esposa de Raimundo sobre él tendida. En este instante, la voz de Raimundo le sacó de su ensimismamiento:
—Me gustaría que se fijase en las fotografías que puede ver sobre las paredes. En todas y cada una de ellas aparece mi difunta esposa —y, percatándose de la expresión de asombro de la joven, añadió—: ya viva, ya muerta. O mejor, en orden inverso.
—¿También tengo que fijarme en el cadáver, perdón, en la difunta? —preguntó Justina, corrigiéndose, por si ofendía en algo a quien iba a ser el director de aquel extraño delirio.
—Claro, también en eso…; yo diría que especialmente en esas fotografías, pues ese va a ser el escenario de nuestra representación.
El temor de Justina no había sido infundado, se cumplía así su negra premonición.
—Le pido que vaya fijándose en todas las fotografías desde el comienzo hasta el final. Aquí acaban —manifestó Raimundo, colocándose al final de aquel espacio, frente a los silloncitos y pequeños veladores; a partir de ahí, se encontraban las acristaladas vitrinas con las coloreadas gemas.
—Ha debido de ser muy guapa su esposa.
—Cierto, lo ha sido y aún lo es —y viendo cómo agrandaba ella los ojos, añadió— en mi memoria. Y estaba bellísima en el lecho de muerte; no me cansaba de contemplarla. Dejó de respirar y yo seguía a su lado, sentada junto a su cama, cogiéndole la mano, sin llamar al médico de la clínica, aunque claramente aparecían signos propios del rigor mortis.
Justina pensó si el hombre con quien hablaba se encontraba en sus cabales o era un loco como el mismísimo don Quijote, a quien su memoria le había traído a las mientes en el episodio del descenso a la cueva de Montesinos, en el corazón de la Mancha. La muchacha fue pasando revista a cada una de aquellas fotografías enmarcadas, mientras Raimundo la observaba con la peluca rubia y el iris azul, esforzando el parecido con su esposa.
—¿Y estas vitrinas?
—Muchas de ellas eran joyas de Julia, que yo le había comprado en vida. Me gustaba verla enjoyada; al fin y al cabo, ella misma era una preciosa joya.
El hombre calló y, tras un instante, agregó:
—Tiene que saber que tras la primera impresión de todo esto hay un significado simbólico. También las gemas nos hablan de la permanencia, luego…
Justina se perdía entre los entresijos de las palabras de Raimundo; ella no llegaba a comprender nada; salvo que aquel señor con quien hablaba quizás estuviese loco de remate, y ella no tenía otra cosa que hacer que seguirle la corriente.
—No entiendo bien lo que quiere decirme —manifestó la joven, no queriendo mostrar demasiado énfasis en ello, pues había dado por supuesto que si actuaba en esa representación, era aceptando su locura y por salir de la situación embarazosa y del aprieto en que se encontraba; de esta manera, con poco esfuerzo podría conseguir lo indispensable para ir llenando el frigorífico y no perecer de inmediato.
—Todo a su tiempo. Ya lo entenderá. Le decía que también las joyas y las gemas que puede ver en estas vitrinas nos hablan de la permanencia. —Y, viendo que la joven tampoco ponía cara de entender esto que acababa de repetir, agregó—: del mismo modo que yo quiero perpetuar el último instante de Julia; retener su última mirada, la última mirada de un moribundo. ¿Comprende?
Y entonces, los ojos del caballero se humedecieron de inmediato, como si un artilugio invisible los hubiese regado.
—Y aunque, si lo pensamos bien —manifestó sobreponiéndose—, no solamente la última mirada, y el gesto y la actitud, sino la muerte misma en aquellos instantes cercanos a la vida, pues es una manera también de mostrar el amor por la vida y, aún, la permanencia del amor, más allá de la muerte.
Mientras tanto, Raimundo se había alejado hasta la estantería que se hallaba una vez acabadas las vitrinas; tomó un libro de uno de sus estantes y leyó en voz alta: Cerrar podrá mis ojos la postrera sombra que me llevare el blanco día…, hasta acabar, abriendo cada vez más los ojos frente a la muchacha y elevando más la voz: polvo será, mas polvo enamorado.
—Es un soneto, ¿verdad? Lo recuerdo de bachillerato, de las clases de literatura.
Raimundo movió la cabeza en sentido afirmativo.
—A decir verdad, necesitaríamos más personajes para la representación, pero sólo estamos usted y yo, así que dejemos el libro en la estantería y pasemos al escenario. Venga, venga por aquí.
Justina le seguía. Dejaron atrás los silloncitos, las vitrinas que continuaban tras las fotografías enmarcadas, las estanterías con libros, hasta que llegaron a una mesa alta de mármol negra con vetas blancas y azules, y que se hallaba perpendicular entre un muro y otro. El asombro y el susto de la chica iban in crescendo. Prodigiosamente, pensó, aquellas paredes se alargaban, pues no hubiese creído al atravesar la puerta tras el dormitorio que allí pudiese haber una habitación tan interminable; como si se tratase de un episodio de Alicia en el país de las maravillas.
Raimundo se paró delante de la mesa. Entonces recordó que algo faltaba todavía.
—Aún nos queda vestirla con las ropas de Julia, pues sólo tiene colocada la peluca y el iris.
Justina siguió la mirada de Raimundo hacia un telón al fondo de la estancia.
—Tras las cortinas, se halla el guardarropa de Julia —soltó Raimundo—, en perchas y en estanterías. Observará todo ordenado. No sé si es partidaria del orden. Yo lo soy, como habrá visto, y creo que no habrá encontrado nada fuera de lugar.
—Ahora descorrerá el telón —pensó Justina—. ¿Es que acaso la función se representará allí?
La chica permanecía quieta observando todo. Raimundo la miró y dijo:
—Para mí todo lo relativo a Julia es sagrado. También su indumentaria, con la que yo la he visto ir ataviada.
Calló por un instante.
—Estaba pensando que accediese al ropero para vestirse con la ropa de Julia, pero mejor será que yo se la traiga. Veamos… ¿Qué talla usa?
—La treinta y ocho.
—Sí, está muy delgada —manifestó, observando su talle—. Julia utilizaba la cuarenta. Quizás estuviese algo más rellenita que usted. Pero no creo que no le pueda servir su ropa.
Tras contemplarla con detenimiento, atravesó las cortinas azules.
—¿Y si sale con un sable, me mete en un arcón y juega, como en el circo, a atravesarme con la espada?
Estos pensamientos recorrieron la mente de la joven. Su temor aumentaba. Al poco, Raimundo salió llevando en la mano un vestidito negro y unos zapatos de tacón.
—Puede vestirse. Mire si le queda bien. Yo me alejo —y volvió a introducirse tras las cortinas.
—Está totalmente loco —pensó Justina—. Loco de remate, loco de atar. Lo propio sería llamar a una ambulancia para que lo encerrasen. Me imagino a unos señores vestidos de blanco, viniendo de un Psiquiátrico, llevándoselo atado con una cuerda.
Mientras esto pensaba, había dejado los zapatos de tacón en el suelo y observaba el vestido negro de Julia, que tenía entre las manos.
—¡Es mono! Bien, tendré que ponérmelo.
Lo mismo hizo con los zapatos de tacón, dejando a un lado los suyos.
—Avíseme cuando se halle lista —se escuchó desde dentro de las cortinas—. ¡Oh! ¡Está guapísima! —exclamó, al verla con el vestido y los zapatos negros de Julia.
Justina apreció cómo la expresión de Raimundo se había transformado. Lo encontró atónito e, incluso, embelesado. Instantes después, él actuó como si Justina hubiese desaparecido de la escena y en su lugar se hallase la difunta Julia. Ya no contaba Justina para nada; hasta su nombre voló como por encantamiento.
—Ven, querida. ¡Qué contento estoy de que estés de nuevo a mi lado!
Raimundo tomó la mano derecha de Justina y la condujo hasta la mesa de mármol.
—¡Ah! Pero no quiero que hagas el mínimo esfuerzo.
Justina lo miraba extrañadísima, pensando hasta dónde pensaba llegar aquel perturbado.
—Espera un momento, no te muevas.
Y se apresuró a traer uno de los silloncitos azules de la entrada de la cámara.
—Vas a subir sobre él y te tenderás a lo largo de esta mesa.
La joven mostró una expresión de confusión.
—No entiendo.
—No pasa nada, querida —respondió él, interceptando la confusión de la chica y no queriendo por nada del mundo salir del embelesamiento a que la simulación de la escena le transportaba—. Sígueme en todo —soltó. Y le dirigió una mirada enérgica para que no se desmandase de lo que le indicaba.
Justina subió sobre el silloncito, contoneándose por el contraste entre lo muelle del sillón y el afilado y largo tacón. Se apoyó en la mesa y se sentó sobre ella.
—Bien, bien —repitió el caballero—. Ahora tiéndete sobre la mesa.
La joven pasó a hacer lo que le demandaba. Raimundo la ayudó a instalarse.
—Así, así.
Alineó sus piernas, una junto a otra. Tomó sus brazos y, uniendo las manos, la derecha sobre la izquierda, las dejó de esta guisa sobre el pecho de la joven. Una vez colocadas a su gusto las piernas, los brazos, las manos y el torso de Justina, el hombre se situó frente al rostro de la chica.
—Vamos a ver… —Y continuó como si se hallase solo—. Lo fundamental son los labios y los ojos, y el cabello, claro está.
Comenzó ajustando la peluca, cuyos cabellos rubios se habían ligeramente agitados y desparramados al tenderse sobre la mesa. Los alineó con verdadero esmero. Era un maniático del orden. Todo lo que le rodeaba debía de estar impecablemente ordenado, cada cosa en su sitio. Sólo llegar a una de sus habitaciones y encontrar en ellas algo fuera de su lugar habitual le encolerizaba, sacándole de sus casillas. De la peluca pasó a los labios.
—Esta expresión… —soltó con reticencia y aire interrogante. Y luego:
—Va a dejar los labios entreabiertos hasta que yo se los cierre; una vez así, los mantendrá cerrados.
Con delicadeza separó un poquitín más los labios de la joven, quien tenía muy abiertos los ojos esperando en qué iba a parar aquella escena.
—La fuerza de la expresión del rostro debe radicar en los ojos —afirmó a continuación—. Es en la mirada donde especialmente se va a concentrar. Y aquí tiene que ser muy escrupulosa y seguir mis indicaciones.
—Que no me diga que cierre los ojos —pensó Justina.
Si los cerraba, quedaría indefensa para un posible ataque. En ese instante, Justina escuchó:
—Va a mantener los ojos abiertos, con una mirada penetrante, fija, implorante. Y de momento no haga nada más, no se mueve, ni salga de la actitud, ni de la posición del cuerpo tal y como yo lo he dejado. Los ojos abiertos, desmesuradamente abiertos —repetía—, sin decir palabra, sin responder a lo que yo le diga. Es ahora que me toca a mí actuar. No diga nada, nada…
Raimundo dio unos pasos en dirección a las cortinas, descorrió un lado y se introdujo tras ellas, luego esperó unos minutos, pasados los cuales, volvió a abrirlas y salió del vestidor.
—Julia mía, querida —exclamó. Dio la vuelta a la mesa y se colocó del lado derecho de la muchacha—. ¿Cómo estás? ¿Cómo te encuentras? No tienes ganas de hablar, ¿verdad? —queriendo con ello al mismo tiempo recordar a Justina que no debía responder a sus preguntas.
En esto se apercibió de que había colocado las manos de la joven como si ya hubiese fallecido y eso no había ocurrido hasta ahora, es decir, hasta este momento de la representación.
—Retire las manos de esta posición, esto es, desligue los dedos. Deje sueltos los brazos, a su antojo —dijo esto como en un paréntesis, pasado el cual, volvió al ensimismamiento con Julia y su expresión arrobada no tardó en retornar.
Tras esto, se colocó en la cabecera de la mesa y acarició la cabeza de la muchacha, pasó la mano por su frente, la deslizó hacia atrás, rozando los cabellos y como componiéndoselos.
—¡Mi amor! —exclamó después lloroso—. ¿Cómo te encuentras? —repitió—. ¿Qué te apetece? ¿Qué quieres que haga? Dímelo ahora, ahora…
Justina permanecía muda y absorta, con los ojos como platos, no dejando de observar cada uno de sus gestos y atenta a cada una de sus palabras. Sabía que a la menor sospecha de agresión, tenía que sentarse sobre la mesa y saltar hacia fuera. Recordaba que no había cerrado la llave del extraño habitáculo. Pero ¿cómo había sido tan imprudente?; ¿acaso él no habría podido dar órdenes con antelación al personal de la casa para que lo cerrasen y, cuando no, estando ellos dos ahí dentro, hacer todo aquello que él les hubiese mandado? Al fin y al cabo, los moradores eran tres y ella estaba ahí sola, sola en una casa desconocida, y, para más inri, tendida sobre aquella mesa. Se lo ponía fácil; en cualquier momento, él podría sujetarla y neutralizarla. Esto era un verdadero callejón sin salida. Todo por unos cuantos euros, por llenar el frigorífico. ¿Valía la pena vivir así? Mejor morir. Y ¿qué hacía, que no se levantaba de aquella mesa y huía? Quizás estuviese a tiempo…
—Quiero cuidarte como nunca lo he hecho, mejor que nunca… —escuchó la joven—. Quiero detener el tiempo y entregarte todo mi amor, todo, todo…
Justina seguía paralizada, observando. Y vio cómo el caballero se ponía de rodillas y le cogía las manos en actitud implorante, con los ojos regados de lágrimas. Pero ¿es que iba a sentir compasión por él en este momento? Hasta ahí podía llegar.
—Todavía estoy a tiempo. Dime que es verdad —e hizo un gesto colocando el dedo índice de la mano derecha sobre los labios y sellándolos, para que la joven no hablase ni respondiese palabra; además, la miraba con enérgica fijeza.
A partir de este momento, él comenzó a gesticular e implorar, alisándole los cabellos, pasándole la mano por la frente en actitud de tomarle la temperatura, y revoloteando en torno suyo al borde de la mesa. Todo ello le producía una excitación nerviosa y le enardecía, de tal manera que tuvo que sacar el pañuelo blanco que llevaba, con gesto coqueto, en el bolsillo superior de la chaqueta y secarse con él la frente, pues, tras toda esta agitación, había comenzado a sudar.
Él también se había acicalado para la escena. Iba ataviado con un traje negro, como negro era el vestidito que llevaba Justina, y una corbata del mismo color. Y se diría que la joven había dado alto a sus temores, pues, aunque absorta, había continuado tal y como Raimundo le había ordenado que se colocara.
—Freud hubiese dicho de él que es un neurótico —se dijo para sí la chica—; un neurótico que representa, una y otra vez, la misma escena, la escena que le ha producido la neurosis; y ésta no es otra que la muerte de su esposa, a la que ha debido de querer de veras, y aún la quiere como si estuviese viva; es más, necesita fingir que todavía sigue viva y rendirle su amor, y para eso le hace a ella representar aquello. Si no lo veo, no lo creo… Aunque quizás, en el fondo —se dijo instantes después—, en su inconsciente haya una base de culpabilidad y, sobre ésta, se haya depositado la neurosis.
Justina era una joven universitaria que tenía sus lecturas. Antes de matricularse en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense, pensó hacerlo en psicología, pero su padre, que era abogado, le ayudó a que se inclinase por la abogacía, pues Psicología como tal, le había comentado, tenía menos salida, y eso que él no había vivido toda la época de crisis y recesión de España.
De esta manera transcurrió el tiempo acordado entre Justina y Raimundo. En un determinado momento, él consultó el reloj y pensó que ya estaba bien por aquel día.
—Ya es la hora —manifestó a la chica, como volviendo de un sueño.
Justina se levantó de la mesa, admirándose de sí misma, pues había tenido valor para arrostrar toda aquella escena, y felicitándose también porque había salido sana y salva de la misma, aunque aún no hubiese abandonado el piso que, a juzgar por la habitación secreta en la que habían estado recluidos, era extraño como un laberinto.
—Puede vestirse —agregó, y abandonó la habitación para que Justina pudiese cambiarse—. Le espero en el despacho.
Aquellas dos palabras le recordaron el papel que había temido representar.
—¿Cuándo puede volver a actuar? —le preguntó, ya en la mesa del despacho, sentados uno enfrente del otro.
—¿Cuándo quiere que vuelva? —preguntó, a su vez ella, con vacilación.
—Más o menos, ¿dos veces a la semana?
Y a Justina estas palabras le volvieron a sugerir aquello. Raimundo abrió uno de los cajoncitos de la mesa e introdujo en él la mano.
—¿Y si saca una pistola? —pensó la joven.
Pero Raimundo extrajo dos billetes, de cincuenta euros cada uno, y se los entregó a la joven.
—No estaba mal —pensó ella—. Debe de ser todo un potentado.
Antes de abandonar el piso, Justina volvió a toparse con el hombre de mirada adusta, con el que ya se había cruzado la vez anterior.