Capítulo XIV
Un coche azul se hallaba aparcado en la hilera de los números impares de la calle de Alberto Aguilera, entre la de San Bernardo y la del Acuerdo. Dentro, dos hombres, los policías Samuel y Rodrigo, vestidos de paisano. El comisario Jaime Morales acababa de salir de otro vehículo y caminaba hacia ellos. Abrió la puerta trasera y se introdujo en aquél.
—¿Qué tal la vigilancia?
—Ya sabes que recientemente han visitado el número doce un hombre y una mujer. Ésta es una chica de alterne, no tiene antecedente policial alguno. Sabemos que ha sido vista en cámaras de vigilancia de la calle de la Montera y que habita en una pensión de esta calle. El hombre, tiene antecedentes por robos de poca importancia, aunque a mano armada, sin derramamiento de sangre —explicó Samuel.
—Hemos colocado, según nos habías dicho, una pequeña cámara en el rellano del piso quinto, enfocando la puerta de Raimundo; con lo cual, sabemos perfectamente quien entra y sale de allí.
—Casi podía vigilarse a distancia —dijo el policía con una media sonrisa.
—Es necesaria continuar con la vigilancia que estamos haciendo en el coche. Ellos salen de la casa y hay que seguirles —declaró Morales.
—Sí, pero en este caso necesitamos al menos otro coche para el seguimiento.
—Sí, tienes razón. Rodrigo, llama a la comisaría y pide al menos un coche más; que venga a reforzar la operación.
A eso de las siete y media, el hombre moreno, alto y desgarbado, atravesó el portal del número doce de la calle de Alberto Aguilera. Samuel y Rodrigo lo vieron venir desde el final de la calle. Los policías miraron la pantalla de su pequeño ordenador portátil y vieron, tras unos instantes, cómo el hombre, franqueado el portal del inmueble y ya en el quinto piso, tocaba el timbre de la puerta izquierda. También observaron a una mujer mayor abrirle y cómo aquél pasaba al interior.
—Esperaremos a verlo salir —manifestó Rodrigo.
Pero antes de poder apreciar esto, una mujer joven, de cabello rubio y ensortijado, atravesaba el portal del mismo inmueble.
—Es ella. La prostituta que vive en una pensión de la calle de la Montera.
—¿Qué relación tendrá con el hombre alto?
—Quizás éste sea su chulo. En cualquier caso, la pregunta es qué relación tienen con Raimundo; cómo un hombre de modales corteses y educados, y de gustos tan exquisitos, aunque estrafalarios, se codea con gente del hampa.
—Siempre ha sido así en la mafia y en los asuntos públicos turbios.
—Raimundo no pertenece a ninguna mafia ni a grupo social ni político alguno. Eso está fuera de duda; es un hombre solitario; pero ¿cómo de pronto se rodea de gente así?, vuelvo a hacer la misma pregunta —declaró Samuel.
—Quizás quiera llamar nuestra atención o centrarla en algo.
—Sí, quizás quiera llamar nuestra atención o dirigir nuestra conducta hacia algo o alguien.
—En cualquier caso, creo que nuestra actitud es acertada —intervino el más joven—; siguiendo el hilo, daremos con la madeja.
—Muy pronto te estás haciendo buen profesional.
Rodrigo se sintió orgulloso de las palabras de su compañero, que llevaba tiempo en el oficio.
—¿Quién entró antes en la policía, tú o Jaime?
—Somos casi de la misma promoción; él me lleva apenas un año.
—¿Y qué tal el balance?
—Ha sido muy dificultoso llegar hasta aquí. Los dos hemos corrido bastante peligro, incluso, de muerte. Esto no lo pongas en duda. Pasarás por momentos en los que pensarás que ha llegado tu última hora. Jaime estuvo metido en una aventura realmente complicada; le pegaron un tiro y casi le descuajeringan una pierna. Realmente, iban a por él gente poderosa, con poder económico, que tenían secuaces en la política. Al final, cambiaron las tortas, se salvó y ganó en el caso. No le tuvieron que amputar la pierna. Le dieron una medalla al mérito y consiguió el ascenso a comisario. Siempre es así, la política va y viene, como las olas del mar.
Pero Samuel tuvo que interrumpir su prolija explicación porque del número doce vieron salir a la mujer rubia. La mujer retrocedió hasta cruzar el primer semáforo de la calle Alberto Aguilera, esquina con San Bernardo. Ya en la acera contraria, pasó por delante del coche azul y siguió con paso compuesto hacia arriba. Los dos policías no se movieron del vehículo; otro coche, aparcado unos cien metros más allá, se puso en marcha.
—Y ahora, ¿qué esperamos? —preguntó Rodrigo—. Esperaremos a ver salir al hombre alto; ¿y Raimundo, no saldrá?
El hombre alto y desgarbado no tardó en abandonar el inmueble tras un instante de haberse mostrado en la pantalla del ordenador. Se dio prisa en cruzar y siguió detrás de la mujer, intentando no perderla de vista, a juzgar por los movimientos que hacía con la cabeza, torciéndola hacia un lado y otro. De esta oscilación, unida al desgarbo del cuerpo, resultaba una figura pintoresca.
—¿No les seguimos? —preguntó impaciente Rodrigo.
—No, tenemos que esperar.
Y no bien había dicho esto, tocó el brazo a su compañero y le soltó:
—Mira quién sale ahora.
La pantalla del ordenador mostraba otra figura que pulsaba el botón del ascensor. El hombre introducía la mano derecha en el bolsillo, como si quisiese comprobar que no había olvidado algo. ¿Serán las llaves?, pensó Samuel; dado que no había cerrado la puerta al salir.
—Éste no cruza. ¿Va con los otros o no?
—Yo diría que sí, que se dirigen a un mismo sitio o persiguen la misma cosa.
—Parece toda una conspiración.