Veinticuatro

David Coleman había dormido mal. Durante toda la noche, no había dejado de pensar en el Hospital Tres Condados, en su servicio de Patología y en el doctor Joseph Pearson.

Ninguno de los sucesos de los últimos días había atenuado en lo más mínimo la culpabilidad del doctor Pearson en la muerte del niño Alexander. La responsabilidad contraída una semana atrás seguía siendo la misma. Y Coleman no había rectificado su opinión de que el servicio de Patología del Tres Condados era un desastre desde el punto de vista administrativo, de que se hallaba sumido en el marasmo de conceptos anticuados, y de que su eficacia se veía perjudicada por métodos pasados de moda y materiales que habrían tenido que ser renovados hacía tiempo.

Y, sin embargo, durante los últimos cuatro días, David Coleman había descubierto que sus sentimientos hacia Pearson sufrían una transformación, y se mitigaba su hostilidad. ¿Por qué? Una semana atrás consideraba a Pearson un viejo incompetente que se aferraba a su cargo cuando ya no servía para él. Desde entonces nada extraordinario había ocurrido en que fundar una rectificación de aquel convencimiento. ¿Cuál era, pues, la razón de sus dudas actuales? Era cierto, desde luego, que el viejo había combatido la crisis producida por la epidemia con una decisión y una eficacia tal vez superiores a las que habría podido ofrecer el mismo Coleman. Pero ¿era esto algo sorprendente? Después de todo, la experiencia servía para algo; y, dada la situación, era natural que Pearson tratara de lucirse.

Pero era su opinión general sobre Pearson la que era menos definida, menos firme que antes. Hacía una semana había clasificado al viejo patólogo —a despecho de sus posibles éxitos pasados— entre los valores intelectualmente «negativos». Ahora ya no estaba seguro. Y sospechaba que, en el futuro, tampoco estaría seguro de muchas otras cosas.

El insomnio había hecho que llegara muy pronto al hospital, y eran poco más de las ocho cuando entró en el departamento de Patología. Roger McNeil, el residente, estaba sentado ante la mesa de Pearson.

—Buenos días —dijo McNeil—. Es usted el primero. Supongo que los otros estarán durmiendo.

David Coleman preguntó:

—¿Nos hemos retrasado mucho… en los otros trabajos?

—No demasiado —respondió McNeil—. Hay acumulado bastante trabajo no urgente, pero todo lo demás lo he mantenido al día. —Y añadió—: Seddons me ha ayudado mucho. Le he dicho que debería quedarse en patología en vez de volver a la cirugía.

Otra cosa tenía inquieto a Coleman.

—Aquella estudiante de enfermera —le preguntó al residente—, la de la pierna amputada… ¿Se ha hecho ya la disección de la pierna?

Recordaba que, en aquel diagnóstico, él y Pearson habían discrepado.

—No —McNeil buscó un legajo entre varios que había sobre la mesa—. Vivian Loburton —leyó—; éste es el nombre de la muchacha. No era urgente, y por esto lo dejé a un lado. La pierna todavía está en la cámara frigorífica. ¿Quiere hacerlo usted?

—Sí —respondió Coleman—, lo haré yo.

Tomó el legajo y se dirigió a la sala de autopsias contigua. Sacó la pierna de la cámara y empezó a quitar el envoltorio. La carne estaba ahora fría y blanca, coagulada la sangre en el lugar del corte, a medio muslo. Buscó la zona del tumor y la encontró en seguida: un bulto duro justo debajo de la rodilla. Tomó un bisturí, hizo una profunda incisión, y lo que vio hizo que se redoblara su interés.

El criado tomó el abrigo y el sombrero de O’Donnell y los colgó en un armario del sombrío y enorme vestíbulo. Al mirar a su alrededor, O’Donnell se preguntó cómo era posible que alguien —fuese rico o pobre— quisiera vivir en aquel ambiente. Después pensó que acaso una persona como Eustace Swayne recibiría de aquella grandiosidad lúgubre, de la opulencia de las vigas y el artesonado, de los muros de fría piedra esculpida, un sentimiento de poder feudal, transmitido por la historia de viejos tiempos y lugares. La idea de que alguien pudiese considerarlo un hogar parecía inconcebible. Era un lugar en que las puertas, lógicamente, se cerrarían a las cinco y no volverían a abrirse hasta la mañana siguiente. Después recordó que entre aquellas austeras paredes había transcurrido la niñez de Denise. Se preguntó en aquel momento si había podido sentirse feliz.

—El señor Swayne está un poco fatigado hoy, señor —dijo el criado—. Me ha dicho que le pregunte si le importaría que le recibiera en su habitación.

—No importa —dijo O’Donnell.

Se le ocurrió pensar que tal vez el dormitorio sería el lugar más adecuado para lo que tenía que decir. Si Eustace Swayne sufría un ataque de apoplejía, al menos tendría cerca un lugar donde echarse. Siguió al criado por la amplia y curva escalera y a lo largo de un pasillo cubierto con una gruesa alfombra que apagaba el ruido de los pasos. El hombre llamó suavemente a una pesada y tachonada puerta, e hizo girar el tirador de hierro forjado. Introdujo a O’Donnell en un espacioso cuarto.

De momento, O’Donnell no vio a Eustace Swayne. En cambio, una enorme chimenea en la que ardía un gran fuego atrajo su mirada. El calor del hogar le produjo algo así como un impacto; el calor de la habitación era casi insoportable en la tibia mañana de finales de agosto. Después vio a Swayne, apoyado en un montón de almohadones, en la enorme cama de cuatro columnas, y arrebujado en un batín en que lucían sus iniciales. Al acercarse, O’Donnell se dio cuenta, sorprendido, de lo mucho que había perdido el viejo desde su último encuentro, la noche de la cena con Orden Brown y Denise.

—Gracias por haber venido —dijo Swayne.

También su voz era más débil. Con un ademán invitó a su visitante a sentarse en una silla al lado de la cama.

Al hacerlo, dijo O’Donnell:

—Me anunciaron que deseaba usted verme.

Y revisó mentalmente algunas de las rotundas declaraciones que se había propuesto hacer. Nada, desde luego, podría hacer cambiar su actitud con respecto a Joe Pearson; pero, en cambio, podía mostrarse amable. O’Donnell no deseaba ya reñir con el achacoso viejo; cualquier lucha sería excesivamente desigual.

—Joe Pearson vino a verme —dijo Swayne—. Creo que fue hace tres días.

Era, pues, aquí donde había estado Pearson durante aquellas horas en que le habían buscado en vano.

—Sí —respondió O’Donnell—. Pensé que lo haría.

—Me dijo que abandonaba el hospital.

La voz del anciano parecía cansada; no había en ella el menor tono de censura que había esperado. Sintiendo curiosidad por lo que vendría después, dijo:

—Sí, es cierto.

El viejo permaneció un momento silencioso, y luego dijo:

—Supongo que hay cosas inevitables.

Ahora sus palabras tenían un matiz de amargura. ¿O era de resignación? Resultaba difícil asegurarlo.

—Creo que sí —respondió O’Donnell, en tono amable.

—Cuando Joe Pearson vino a verme —prosiguió Eustace Swayne—, me pidió dos cosas: la primera, que mi donativo para las obras del hospital no fuera condicionado. Le di mi conformidad.

Hubo una pausa. O’Donnell guardó silencio, asimilando la significación de aquellas palabras. Después, siguió el viejo:

—La segunda petición fue de índole personal. Tienen ustedes en el hospital un muchacho…, creo que se llama Alexander.

—Sí —dijo O’Donnell, intrigado—. John Alexander. Es tecnólogo de laboratorio.

—¿Y ha perdido un hijo?

O’Donnell asintió con la cabeza.

—Joe Pearson me pidió que pagara los estudios del chico en la Facultad de Medicina. Desde luego, puedo hacerlo… sin ninguna dificultad. Al fin y al cabo, el dinero aún sirve para algo. —Swayne alcanzó un grueso sobre de papel de manila que había sobre la colcha—. He dado ya instrucciones a mis abogados. Haré una fundación…, lo necesario para sufragar los gastos y para que él y su mujer puedan vivir holgadamente. Después, si quiere especializarse, también habrá dinero para ello. —El viejo hizo una pausa, como si le fatigara hablar. Después prosiguió—: Pero estoy pensando en algo más duradero. Sin duda surgirán otros… con iguales merecimientos. Quisiera que la fundación continuara y fuese administrada por el Consejo facultativo del Tres Condados. Pongo sólo una condición.

Swayne miró fijamente a O’Donnell y dijo en tono de reto:

—La fundación se llamará «Fundación Médica Joseph Pearson». ¿Tiene algo que objetar?

Conmovido y avergonzado, respondió O’Donnell:

—En modo alguno, señor. En mi opinión será la acción más noble que haya realizado usted en su vida.

—Por favor, dime la verdad, Mike —dijo Vivian—. Quiero saberla.

Estaban frente a frente; Vivian, en su lecho de hospital; Mike Seddons, de pie a su lado, retraído.

Era su primer encuentro después de la separación. La noche pasada, después de anularse la orden de traslado de Vivian, ésta había intentado por segunda vez hablar por teléfono con Mike, sin resultado. Esta mañana él había venido, sin ser llamado, tal como habían convenido seis días atrás. Ahora los ojos de Vivian escrutaban su cara, temerosos, mientras el instinto le decía lo que su corazón se negaba a creer.

—Vivian —dijo Mike, y ella pudo ver que estaba temblando—, tenemos que hablar.

No hubo respuesta. Sólo la mirada fija de Vivian clavada en sus ojos. Él tenía los labios secos; los humedeció con la lengua. Sabía que su faz estaba sofocada, y sentía palpitar su corazón. Instintivamente, habría echado a correr. Pero permaneció inmóvil, vacilante, buscando unas frases que se negaban a acudir a su cerebro.

—Creo saber lo que quieres decirme, Mike. —La voz de Vivian era monótona; parecía desprovista de emoción—, no quieres casarse conmigo. Sería una carga para ti… tal como he quedado.

—¡Oh, Vivian querida…!

—¡No, Mike! —dijo ella—. Por favor…

Él dijo, apremiante, implorando:

—Por favor, te ruego que me escuches, Vivian… No es tan sencillo…

De nuevo le faltaron las palabras.

Durante tres días estuvo buscando las frases adecuadas para este momento, aun sabiendo que en todo caso el efecto sería el mismo. Desde su última entrevista, Mike Seddons había sondeado los más profundos abismos de su alma y de su conciencia. Lo que había encontrado allí le había dado asco y había hecho que se despreciara a sí mismo; pero había descubierto la verdad. Había comprendido que su matrimonio con Vivian sería un fracaso…, no por incapacidad de ella, sino de él.

En aquellos momentos de escrutador análisis de sí mismo, había querido imaginarse las situaciones en que habrían de encontrarse los dos. Se había visto entrando con ella en un salón lleno de gente; joven él, varonil, entero; y Vivian colgada de su brazo, caminando lentamente, tal vez apoyándose en un bastón y con la torpeza inherente a una pierna artificial. Se había visto a sí mismo zambulléndose en la rompiente, o tendido medio desnudo en la playa tomando el sol, mientras Vivian permanecía vestida púdicamente, porque el aparato ortopédico dañaba la vista, y, si se lo quitaba, parecería un grotesco e inmóvil fenómeno, un objeto digno de lástima o del que se aparta la mirada.

Y más aún.

Venciendo la repugnancia y el instintivo recato, había considerado el problema del sexo. Había imaginado la escena de antes de acostarse. ¿Se quitaría Vivian la pierna artificial o la conservaría? ¿Podría verla desnuda, sabiendo lo que había debajo? ¿Y cómo se amarían… con pierna o sin ella? El plástico rígido, o el muñón…

Mike Seddons sudaba. Había sondeado en lo más profundo y había encontrado su propia imagen.

—No tienes que explicar nada, Mike —dijo Vivian, esta vez con voz desfallecida.

—¡Es que quiero hacerlo! ¡Tengo que hacerlo! ¡Los dos tenemos tantas cosas en qué pensar!

Ahora las palabras habían brotado rápidamente, en un tremendo esfuerzo para hacer que Vivian comprendiera, que supiera la terrible angustia que había sufrido antes de venir. Incluso en este momento necesitaba su comprensión.

—Oye, Vivian —comenzó a decir—. He reflexionado mucho y estarás mejor…

Tropezó con los ojos de ella que lo miraban. Nunca había advertido antes su serenidad y su fijeza.

—Por favor, no mientas, Mike —dijo ella—. Creo que es mejor que te vayas.

Él comprendió que no había nada que hacer. Todo lo que deseaba ahora era salir de allí, no tener que enfrentarse con los ojos de Vivian, que seguían fijos en él. Pero vaciló aún.

—¿Qué vas a hacer? —preguntó.

—En realidad, no lo sé. Si he de ser franca, no he pensado mucho en ello. —La voz de Vivian era serena, pero se traslucía el esfuerzo que estaba realizando—. Tal vez seré enfermera, si me admiten. Además, todavía no sé si estoy curada, y, si no lo estoy, cuánto tiempo puedo vivir. Es así, ¿verdad, Mike?

Él tuvo el acierto de bajar los ojos.

Ya en la puerta, se volvió por última vez.

—Adiós, Vivian —dijo.

Ella intentó responder, pero su autodominio empezaba a flaquear.

Mike Seddons bajó por la escalera para ir a Patología. Entró en la sala de autopsias y encontró a David Coleman que estaba disecando una pierna. Seddons la miró y vio que estaba blanca y muerta. Una sangre negra brotaba de las incisiones de Coleman. Por un terrorífico instante se la imaginó cubierta con una media de nylon y calzado el pie con un zapato de tacón alto. Después, como cediendo a un horrible encantamiento, cruzó la sala y leyó el nombre escrito en el legajo.

Después salió al pasillo y vomitó contra la pared.

—¡Ah, doctor Coleman! Pase, por favor.

Kent O’Donnell se levantó cortésmente al entrar el joven patólogo. David Coleman se estaba lavando después de la disección cuando le dieron el recado del jefe de cirugía.

—Siéntese, ¿quiere? —O’Donnell sacó una pitillera de oro—. ¿Un cigarrillo?

—Gracias.

Coleman tomó el cigarrillo y aceptó la lumbre que O’Donnell le ofrecía. Después se arrellanó en uno de los sillones de cuero. Su instinto le decía que lo que iba a seguir marcaría un hilo en su vida.

O’Donnell se aparto de la mesa y se acercó a la ventana de su despacho. De espaldas a ella, contra el sol, dijo:

—Supongo que se ha enterado de la dimisión del doctor Pearson.

—Si, lo he oído decir —respondió Coleman, con voz pausada. Y después, para su propia sorpresa, añadió—; Desde luego, los últimos días trabajó hasta agotarse. Estuvo allí día y noche.

—Sí, lo sé. —O’Donnell contempló la punta roja de su cigarrillo—. Pero esto no cambia nada. ¿Comprende? Coleman comprendió que el jefe de cirugía tenía razón.

—No —dijo—. Supongo que no.

—Joe ha expresado el deseo de marcharse en seguida —prosiguió O’Donnell—. Esto significa que se va a producir inmediatamente la vacante de director de Patología. ¿Aceptará usted?

David Coleman vaciló un segundo. Esto era lo que había ambicionado: un departamento suyo; libertad para reorganizarlo, para adoptar los nuevos métodos de la ciencia, para practicar buena medicina y para hacer que la patología desempeñara el papel que le correspondía. Éste era el licor que deseaba; Kent O’Donnell había llevado la copa hasta sus labios.

De pronto le asaltó el miedo, le abrumó la tremenda responsabilidad que tendría que asumir. Pensó que no habría un jefe en quien descargar las decisiones; él tendría que hacer la última elección…, el «diagnóstico final». ¿Tendría valor? ¿Estaba bastante preparado? Todavía era joven; si quería, podía seguir de lugarteniente varios años más. Después vendrían otras oportunidades… Tenía tiempo por delante. De pronto comprendió que no tenía escape, que este momento había ido a su encuentro desde su llegada al Hospital Tres Condados.

—Sí —dijo—. Si me lo ofrecen, aceptaré.

—Puedo asegurarle que se lo ofrecerán. —O’Donnell sonrió—. ¿Quiere decirme una cosa?

—Si puedo…

El jefe de cirugía hizo una pausa, eligiendo las palabras adecuadas a la pregunta que quería formular. Tenía la impresión de que lo que se dijese sería muy importante para los dos. Finalmente, preguntó:

—¿Quiere decirme qué piensa usted… de la medicina y de este hospital?

—Es difícil traducirlo en palabras —dijo Coleman.

—¿Quiere intentarlo?

David Coleman reflexionó. Era cierto que creía en algunas cosas, pero pocas veces se las había dicho él mismo. Tal vez ahora era el momento de definirse.

—Supongo que la única realidad —dijo, hablando despacio— es que todos nosotros, médicos, hospitales, tecnología clínica, existimos sólo para una cosa: el enfermo, la curación del paciente. Creo que esto lo olvidamos a veces. Creo que nos abstraemos en la medicina, en la ciencia, en mejorar los hospitales, y olvidamos que todas estas cosas no tienen más que una razón de existir: la gente. La gente que nos necesita, que acude a la medicina en busca de ayuda. —Se interrumpió—. Me he expresado muy mal.

—No —dijo O’Donnell—, lo ha dicho muy bien.

Tuvo una impresión de triunfo y de esperanza. Su instinto no le había engañado; había elegido bien. Previo que los dos juntos —como jefe de cirugía y director de patología— podrían hacer grandes cosas. Seguirían construyendo, y el Tres Condados progresaría. No todo lo que forjarían sería perfecto; esto era imposible. Habría altibajos y habría fracasos, pero al menos tenían el mismo objetivo y compartían las mismas ansias. Tendrían que permanecer unidos; Coleman era más joven que él, y habría terreno en que la mayor experiencia de O’Donnell sería necesaria. En las últimas semanas el propio jefe de cirugía había aprendido muchas cosas. Había aprendido que el celo puede llevar al descuido igual que la indiferencia, que los desastres pueden llegar por muchos caminos. Pero de ahora en adelante combatiría la negligencia en todos los frentes, y Patología, con el jefe doctor Coleman al frente, sería su vigoroso brazo derecho.

Se le ocurrió una idea.

Preguntó:

—Otra cosa. ¿Qué piensa de Joe Pearson y de las circunstancias de su dimisión?

—No estoy seguro —respondió David Coleman—. Quisiera saberlo yo mismo.

—No es mala cosa el no estar seguro de algo. Ello nos defiende de la inflexibilidad de ideas. —O’Donnell sonrió—. De todos modos, hay cosas que me gustaría que supiese. He hablado con algunos de los miembros más antiguos del personal, y me han referido incidentes, cosas que yo no sabía. —Hizo una pausa—. Joe Pearson, en treinta y dos años, ha hecho mucho por este hospital; cosas en su mayoría olvidadas o que los hombres como usted y yo no habíamos tenido ocasión de conocer. Él creó el banco de sangre, ¿comprende? Ahora nos parece raro, pero en su tiempo hubo una gran oposición. Después luchó con empeño por la creación de un comité que había de contribuir no poco a elevar el nivel de la cirugía en este hospital. Joe hizo también algunos trabajos de investigación sobre la causa y las circunstancias del cáncer de tiroides. Ahora sus teorías son generalmente aceptadas, pero pocos se acuerdan de que fueron formuladas por Joe Pearson.

—Yo no lo sabía —dijo Coleman—. Gracias por habérmelo dicho.

—Bueno, estas cosas se olvidan. Joe también introdujo muchas novedades en el laboratorio: nuevos análisis, nuevos instrumentos. Desgraciadamente, llegó un momento en que ya no hizo cosas nuevas. Empezó a vegetar y se dejó llevar por la rutina. A veces ocurre esto.

De pronto Coleman pensó en su propio padre, y revivió la sospecha de que la sangre sensibilizada que había matado al hijo de Alexander procedía de una transfusión realizada por su padre años atrás… olvidando el factor Rh, aunque la medicina conocía ya sus peligros.

—Sí —dijo—; supongo que sí.

Ambos se habían levantado y se dirigían a la puerta. Al salir, O’Donnell dijo, sentidamente:

—Es buena cosa ser compasivo. Uno nunca sabe si algún día necesitará que lo compadezcan.

Lucy Grainger dijo:

—Kent, pareces cansado.

Era por la tarde, temprano, y O’Donnell se había detenido en un corredor del piso principal. Ella se había parado a su lado, sin que él lo advirtiera.

«¡Querida Lucy! —pensó—. Siempre igual, afectuosa y tierna, como un puerto acogedor en un mar de incertidumbre». ¿Hacía realmente menos de una semana que él había pensado en marcharse de Burlington y casarse con Denise? En aquel momento parecía algo muy remoto…, un nostálgico intermedio que ya no era nada. Él pertenecía a esto. En este lugar, para bien o para mal, arraigaba su destino.

La cogió del brazo.

—Lucy —dijo—, tenemos que vernos pronto. Hemos de hablar de muchas cosas.

—De acuerdo —sonrió ella, cariñosa—. Puedes invitarme a comer mañana.

Uno al lado del otro, anduvieron pasillo adelante, y él sintió que, teniéndola al lado, se sentía más tranquilo. Miró de reojo, observando su perfil, y tuvo la certeza de que les esperaban días felices. Tal vez les costaría algún tiempo adaptarse, pero sabía que al final encontrarían el camino del futuro.

Lucy pensaba: «Los sueños se hacen realidad; tal vez a los míos les ocurra… pronto».

En Patología oscurecía temprano. Era el tributo que pagaban por trabajar en los sótanos del hospital. Mientras encendía las luces, David Coleman decidió que uno de sus primeros proyectos sería trasladar el departamento a un emplazamiento mejor. Los días en que los patólogos eran relegados a lo más hondo de los hospitales tocaban a su fin; la luz y el aire eran tan necesarios para ellos como para cualquier otra rama de la medicina.

Entró en el despacho de patología y encontró a Pearson sentado a su mesa. El viejo estaba vaciando los cajones. Levantó la mirada al entrar Coleman.

—Es curioso —dijo— cuánta chatarra puede acumularse en treinta y dos años.

David Coleman lo estuvo observando un rato.

Después dijo:

—Lo siento.

—No hay de qué —respondió Pearson, ásperamente. Cerró el último cajón y metió los papeles en una maleta—. He oído decir que le destinan a un nuevo cargo. Enhorabuena.

Coleman dijo, sinceramente:

—Hubiese querido obtenerlo por otro camino.

—Ya es tarde para lamentaciones. —Cerró la maleta y miró a su alrededor—. Bueno, creo que lo he recogido todo. Si encontrara algo más, le ruego que me lo manden junto con el cheque de la pensión.

—Quisiera decirle una cosa —pidió Coleman.

—¿Qué?

—Sobre la estudiante de enfermera…, la muchacha a quien amputaron la pierna. He disecado la pierna esta mañana. Tenía usted razón, y yo estaba equivocado. El tumor era maligno: sarcoma osteogénico, sin duda alguna.

El viejo se detuvo. Daba la impresión de que tenía muy lejos el pensamiento.

—Celebro no haberme equivocado —dijo, hablando despacio—, al menos en esto.

Tomó su abrigo y se dirigió a la puerta. Parecía que iba a marcharse, pero volvió atrás. Casi agresivamente, preguntó:

—¿Le importa que le dé un consejo?

Coleman sacudió la cabeza.

—Se lo ruego.

—Es usted joven —dijo Pearson—; tiene muchas inquietudes, y esto es bueno. También sabe lo que trae entre manos. Sus conocimientos están al día; sabe usted cosas que yo nunca supe ni sabré nunca. Siga mi consejo, y procure seguir siempre así. Le costará; no se haga ilusiones. —Señaló la mesa que acababa de dejar—. Estará sentado en ese sillón y llamará el teléfono, y será el administrador… hablándole de facturas. Al minuto siguiente, uno de los empleados del laboratorio querrá marcharse, y usted tendrá que disuadirle. Y los médicos entrarán a todas horas pidiéndole información sobre esto y lo otro. —El viejo sonrió débilmente—. Además, tendrá que habérselas con el corredor, el hombre del tubo de ensayo irrompible o del hornillo que no se apaga nunca. Y, cuando logre quitárselo de encima, vendrá otro, y otro. Hasta que, al terminar la jornada, se preguntará usted cómo ha podido pasar tan pronto, y qué ha realizado, y qué ha terminado.

Pearson se detuvo, y Coleman esperó. Se daba cuenta de que las palabras del viejo descubrían una parte de su pasado. Prosiguió aquél:

—Esto ocurrirá un día, y otro, y el siguiente. Hasta que se dará usted cuenta de que ha transcurrido un año, y otro, y otro. Y, mientras haga todo aquello, enviará a otros a estudiar los nuevos descubrimientos de la medicina, porque usted no tendrá tiempo de hacerlo personalmente. Y abandonará la investigación y, como por la noche estará cansado, no tendrá ganas de leer nuevos tratados. Y entonces, repentinamente, se dará cuenta un día de que todo lo que sabe es anticuado. Pero ya será tarde para cambiar. Sobrecargada de emoción, le falló la voz. Apoyó una mano en el brazo de Coleman. Y dijo, implorante:

—Escuche a un viejo que ha pasado por todo esto y que cometió el error de quedarse rezagado. ¡No permita que le ocurra lo mismo! ¡Enciérrese en un armario si no tiene más remedio! Apártese del teléfono y de los montones de papeles, y lea y aprenda y escuche y manténgase al día. Entonces nunca podrán apartarlo, nunca podrán decirle: «Está acabado, inútil; pertenece al pasado». Porque sabrá tanto como ellos y más; porque tendrá su experiencia…

Se extinguió la voz, y Pearson dio media vuelta.

—Procuraré recordarlo —dijo Coleman, y añadió, amablemente—: Le acompañaré hasta la puerta.

Subieron la escalera de Patología. En la planta baja del hospital comenzaba el diario ajetreo de la noche. Una enfermera pasó por su lado muy de prisa; llevaba en la mano una bandeja de comida, y crujía su uniforme almidonado. Después se apartaron para dejar pasar una silla de ruedas; en ella iba un hombre de edad mediana, con una pierna escayolada, y sosteniendo un par de muletas como los remos de una barca. Un trío de estudiantes de enfermera pasó riendo. Una empleada auxiliar empujaba una carretilla con revistas. Un hombre que llevaba un ramo de flores se dirigía al ascensor. En algún lugar invisible lloraba un niño. Era el mundo del hospital: un organismo vivo, un espejo del más extenso mundo de fuera.

Pearson miraba a su alrededor. Coleman pensó: «Treinta y dos años, y ahora lo está viendo todo, acaso por última vez. —Y se preguntó—: ¿Cómo será cuando llegue mi hora? ¿Recordaré este momento dentro de treinta años? ¿Lo comprenderé mejor entonces?».

En los altavoces anunció una voz:

—Doctor David Coleman. Doctor Coleman, le llaman de Cirugía.

—Ya empiezan —dijo Pearson—. Trabajo de microscopio a la vista. Mejor que vaya en seguida. —Le tendió la mano—. Buena suerte.

A Coleman le costaba hablar.

—Gracias —dijo.

El viejo movió la cabeza y dio media vuelta.

—Buenas noches, doctor Pearson —dijo una de las enfermeras antiguas.

—Buenas noches —respondió Pearson.

Y, antes de salir, se detuvo bajo un letrero de «No fumar» y encendió un cigarro.