Veintitrés

Era por la tarde, temprano. Cuatro días habían transcurrido desde que se manifestaron en el Hospital Tres Condados los primeros casos de fiebre tifoidea.

Ahora, en el despacho del administrador, Orden Brown y Kent O’Donnell, silenciosos y graves, escuchaban lo que Harry Tomaselli decía por teléfono.

—Sí —decía el administrador—, lo comprendo. —Hubo una pausa, y luego añadió—: En caso necesario, estamos dispuestos a acatar las disposiciones. A las cinco, pues. Adiós. —Colgó el aparato.

—¿Y bien? —preguntó Orden Brown, impaciente.

—El Departamento de Sanidad de la ciudad nos da de plazo hasta esta noche —dijo Tomaselli, sin alzar la voz—. Si por entonces no hemos logrado descubrir dónde está el foco de infección, nos obligarán a cerrar las cocinas.

—Pero ¿se dan cuenta de lo que esto significa? —O’Donnell se había puesto en pie y su voz era agitada—. ¿Ignoran que, en la práctica, será lo mismo que cerrar el hospital? ¿No les has dicho que, fuera de aquí, no podemos conseguir comida más que para un puñado de enfermos?

Sin alterarse, respondió Tomaselli:

—Se lo he dicho, pero no ha servido de nada. Lo más grave es que los de Sanidad temen que la epidemia se extienda por toda la ciudad.

—¿No hay ninguna noticia de Patología? —preguntó Orden Brown.

—No. —O’Donnell sacudió la cabeza—. Siguen trabajando. He estado allí hace media hora.

—¡No puedo entenderlo! —O’Donnell nunca había visto tan alterado al presidente del Consejo directivo—. En cuatro días, diez casos de tifoidea en el hospital, cuatro de ellos en enfermos, ¡y aún no hemos descubierto el foco!

—No hay duda de que es ímprobo el trabajo del laboratorio —dijo O’Donnell—, y estoy seguro de que no han perdido el tiempo.

—No censuro a nadie —replicó Orden Brown—, al menos en estos momentos. Pero debemos lograr algún resultado positivo.

—Joe Pearson me ha dicho que espera haber terminado con todos los cultivos a media mañana de mañana. Si el que transmite la tifoidea está entre los que manejan la comida, forzosamente habrán de descubrirlo. —O’Donnell se volvió a Tomaselli—. ¿No podrías convencer a los de Sanidad de que al menos esperaran hasta mañana al mediodía?

El administrador negó con la cabeza.

—Ya lo he intentado antes. Pero nos han dado ya cuatro días y no quieren esperar más. Un funcionario de la oficina de Sanidad ha estado aquí esta mañana y volverá a las cinco. Si en aquel entonces no podemos darle un informe satisfactorio, temo que tendremos que acatar sus órdenes.

—Y entretanto —preguntó Orden Brown— ¿qué es lo que piensa hacer?

—Mi departamento ha puesto ya manos a la obra. —Ahora la voz de Harry Tomaselli delataba la misma inquietud que los embargaba a todos—. Se están haciendo los preparativos para el caso de que tengamos que cerrar.

Hubo un silencio, y después preguntó el administrador:

—Kent, ¿podrías venir a las cinco, para recibir los dos al funcionario de Sanidad?

—Sí —dijo O’Donnell, malhumorado—. Aquí estaré.

La tensión reinante en el laboratorio corría pareja con el cansancio de los tres hombres que trabajaban en él.

El doctor Joseph Pearson estaba ojeroso, tenía los párpados enrojecidos y demostraba su cansancio con la lentitud de sus movimientos. Durante los últimos cuatro días y tres noches, había permanecido en el hospital, durmiendo sólo unas pocas horas en una litera que se había hecho traer al despacho de patología. Llevaba dos días sin afeitarse; sus ropas estaban arrugadas, y tenía revuelto el cabello. Sólo el segundo día, se había ausentado unas horas de Patología, sin que nadie supiera dónde había ido, y sin que Coleman hubiese podido localizarle a pesar de haber preguntado al administrador y a O’Donnell. Después Joe Pearson había reaparecido, sin dar ninguna explicación de su ausencia, y había continuado con los cultivos y subcultivos, en los que seguían trabajando ahora.

—¿Cuántos hemos hecho? —preguntó Pearson.

El doctor Coleman consultó una lista.

—Noventa y nueve —respondió—. Quedan otros tres en la incubadora que estarán dispuestos mañana por la mañana.

David Coleman, aunque tema mejor aspecto que el viejo patólogo y no mostraba ninguno de los signos externos de abandono que presentaba Pearson, sentía un cansancio abrumador y se preguntaba si su resistencia duraría tanto como la del viejo. A diferencia de Pearson, Coleman había dormido en su casa las tres noches, saliendo del laboratorio bastante después de la medianoche y volviendo al hospital alrededor de las seis de la mañana.

Pero, por mucho que había madrugado, sólo en una ocasión había llegado antes que John Alexander, y sólo unos minutos. Las otras veces había encontrado ya al joven tecnólogo junto a una de las mesas del laboratorio, trabajando —como desde el primer momento— como una máquina de precisión, con movimientos exactos y breves, y anotando siempre los resultados con caracteres claros y legibles. Desde el momento inicial, no había hecho falta darle más instrucciones. La competencia de Alexander y la atención que ponía en el trabajo eran tan manifiestos que el doctor Pearson, después de observarle unos momentos, había aprobado con un movimiento de cabeza y le había dejado proseguir completamente solo.

Dejando a Coleman y volviéndose a Alexander, preguntó Pearson:

—¿Quiere darme las cifras de los subcultivos?

Después de consultar sus notas, respondió Alexander:

—De los ochenta y nueve cultivos comprobados, se han separado cuarenta y dos para subcultivo, y preparado doscientos ochenta de éstos.

Pearson hizo un cálculo mental y dijo, medio hablando para sí:

—Esto significa otros ciento diez subcultivos por examinar, incluyendo lo de mañana.

Al mirar a John Alexander, David Coleman se preguntaba lo que sentiría el joven en aquellos momentos, y si el ardor con que se había lanzado a la tarea no sería una válvula de escape a su particular angustia. Hacía cuatro días que había muerto el pequeño Alexander. En este período habían desaparecido, al menos superficialmente, el abatimiento y la desolación que el joven tecnólogo había mostrado en un principio. Coleman sospechaba, empero, que las emociones de John Alexander no estaban muy lejos de la superficie, y había creído advertir su presencia en la intención anunciada por Alexander de ingresar en la Facultad de Medicina. David Coleman no quiso profundizar de momento en la cuestión, pero decidió hablar largamente con Alexander, una vez superada la presente crisis. Podía brindarle buenos consejos y buena guía, fundados en su propia experiencia. Ciertamente, como había dicho Alexander, no le sería fácil —sobre todo, económicamente— abandonar un empleo retribuido para convertirse de nuevo en estudiante: pero Coleman podía indicarle ciertos hitos, y algunos escollos que el otro debía evitar.

El cuarto miembro del primitivo equipo del laboratorio, Carl Bannister, había trabajado durante tres días y la mayor parte de sus noches, haciendo el trabajo corriente de laboratorio y ayudando a los otros siempre que podía. Aquella mañana, sin embargo, había empezado a hablar confusamente, y se hallaba tan próximo al agotamiento que David Coleman, sin consultar a Pearson, le había enviado a casa. Bannister se había marchado agradecido y sin protestar.

El trabajo preparatorio sobre las muestras llegadas al laboratorio se había realizado ininterrumpidamente. El segundo día, los cultivos que habían sido preparados en primer lugar estuvieron ya en disposición de ser analizados. Una vez más el doctor Pearson había dividido sus fuerzas a fin de que el trabajo siguiera sin parar, dedicándose él y John Alexander a estos preparados, mientras David Coleman cuidaba de las muestras que seguían llegando.

Al salir de la incubadora, la rosada superficie de los preparados mostraba pequeña colonias de bacterias en los lugares en que el día anterior se habían añadido las minúsculas porciones de excrementos. La próxima tarea, con cada cultivo individual, que contenía millones de bacterias, era separar las colonias que fueran evidentemente inofensivas de aquellas que requiriesen ulterior investigación.

Las colonias de bacterias coloreadas de rosa eran al punto eliminadas como no conteniendo gérmenes de tifoidea. Las colonias descoloridas, en que era posible que anidasen los bacilos de la fiebre tifoidea, eran separadas para efectuar subcultivos en tubos de ensayo con soluciones de azúcares. Había diez tubos para cada cultivo, cada uno de ellos conteniendo un reactivo diferente. Serían estos reactivos los que, después de otra incubación, revelarían qué preparado contenían, en su caso, los evasivos y contagiosos gérmenes tifoideos.

Ahora, al cuarto día, se habían recibido todas las muestras. Procedían de todos aquellos empleados del hospital que tuvieran algo que ver con la recepción, la preparación o la distribución de la comida, y los procedimientos de laboratorio continuaron hasta bien entrado el siguiente día. En aquel momento, los doscientos ochenta subcultivos a que se había referido John Alexander estaban distribuidos en numerosos soportes, en el laboratorio y en las incubadoras. Pero, aunque en muchos de ellos se había hecho ya la comprobación final, ninguno había señalado al individuo —el supuesto vehículo de la tifoidea— que con tanta ansiedad y empeño buscaban día y noche.

Sonó el timbre del teléfono, y Pearson, que se hallaba cerca del aparato colgado de la pared, respondió a la llamada.

—¡Diga! —Escuchó y dijo—: No; nada todavía. Ya he dicho que lo comunicaré, en cuanto encontremos algo. —Y colgó.

John Alexander, sucumbiendo a un repentino cansancio, completó unas notas y se dejó caer en una de las sillas del laboratorio. Cerró un momento los ojos, aliviado por la súbita inactividad.

—¿Por qué no se toma una hora o dos de descanso, John? —le dijo David Coleman—. Podría ir arriba y pasar un rato con su esposa.

Alexander se puso en pie de nuevo. Comprendía que si permanecía mucho rato sentado se quedaría dormido.

—Haré otra serie —dijo—. Después iré a verla.

Tomando una hilera de subcultivos de la incubadora, extendió una hoja en blanco y ordenó los diez tubos que iba a examinar. Miró el reloj de pared y observó, con sorpresa, que otra tarde tocaba a su fin. Eran las cinco y diez minutos.

Kent O’Donnell colgó el teléfono. Contestando a la muda pregunta de Harry Tomaselli, dijo:

—Joe Pearson dice que aún no hay nada nuevo.

En el despacho del administrador se hizo el silencio, al comprender amargamente los dos hombres las consecuencias que tendría aquella falta de noticias. Ambos sabían, también, que a su alrededor, fuera del departamento de administración, el mecanismo del hospital estaba a punto de pararse.

Desde primeras horas de la tarde, el plan de restricciones ideado por Harry Tomaselli unos días antes, necesario ahora por el inminente cierre de las cocinas, había empezado a ponerse en práctica. A partir del próximo desayuno, un centenar de raciones para enfermos graves sometidos a dieta regular, serían preparadas por dos restaurantes de la localidad, sirviéndose en el hospital. En cuanto a los restantes pacientes, la mayoría de ellos serían enviados a sus casas, mientras los otros —los que necesitaban imprescindiblemente asistencia hospitalaria— serían trasladados a otras instituciones de Burlington y sus alrededores, que ponían a contribución todos sus recursos para atender a la afluencia de enfermos del Tres Condados.

Hacía una hora que, convencido de que los traslados tendrían que continuar hasta bien avanzada la noche, Harry Tomaselli había dado orden de que comenzara la evacuación. Una serie de ambulancias, pedidas por teléfono, habían empezado a reunirse frente a la entrada del servicio de Urgencia. Entretanto, en las salas y también en las habitaciones, las enfermeras y los médicos se afanaban trasladando a los enfermos desde las camas a las literas o a las sillas de ruedas, disponiéndolos para su imprevisto viaje. Para aquellos que aún tenían tiempo para pensar, fueron unos momentos tristes y amargos. Por primera vez en su historia de cuarenta años, el Hospital Tres Condados echaba de su recinto a los heridos y enfermos.

Sonó un golpecito en la puerta, y Orden Brown entró en el despacho del administrador. Escuchó atentamente la explicación de Harry Tomaselli sobre lo que se había hecho desde su reunión de unas horas antes. Al terminar, le preguntó el presidente:

—¿Han vuelto las autoridades de Sanidad?

—Todavía no —respondió Tomaselli—. Les esperamos de un momento a otro.

Orden Brown dijo, con calma.

—Entonces, si no les importa, esperaré con ustedes. Después de una pausa, el presidente se volvió a Kent O’Donnell.

—Kent, ahora esto no tiene importancia, pero se lo diré ya que me acuerdo. Me ha llamado por teléfono Eustace Swayne. Cuando termine todo esto, desea que vaya usted a verle.

Por un momento, el descaro de aquella petición dejó a O’Donnell sin habla. Estaba bien claro lo que Eustace Swayne quería hablar con él. Sólo podía existir una razón; a despecho de todo, el viejo pondría en juego su dinero y su influencia intercediendo por su amigo, el doctor Joseph Pearson. Después de lo que había pasado en los últimos días, parecía imposible que pudiera existir tanta ceguera e incomprensión. O’Donnell se sintió poseído de una furia terrible, y explotó:

—¡Al diablo con Eustace Swayne y todos sus líos!

—Debo recordarle —dijo Orden Brown, fríamente— que está usted hablando de un miembro de la junta del hospital. Sean cuales fueren sus desavenencias, tiene al menos derecho a que se le trate con cortesía.

O’Donnell se enfrentó con Orden Brown, echando chispas por los ojos. «Muy bien —pensó—, si ha llegado el momento de hablar claro, tanto mejor. He terminado con las intrigas del hospital… de una vez para siempre».

En el mismo momento, se oyó un zumbido sobre la mesa del administrador.

—Señor Tomaselli —dijo una voz de muchacha, por el teléfono interior—, los funcionarios de Sanidad acaban de llegar.

Eran las cinco menos tres minutos.

Igual que aquella mañana de hacía seis semanas —el día en que, según ahora advertía, recibiera O’Donnell el primer aviso de que el hospital se tambaleaba—, las campanas de la iglesia del Redentor anunciaron la hora, mientras el pequeño grupo avanzaba por los pasillos del Tres Condados. Guiados por O’Donnell, componían el grupo Orden Brown, Harry Tomaselli y el doctor Norbert Ford, inspector de Sanidad de Burlington. Detrás de ellos, seguía la señora Straughan, la jefe de dietética, que había llegado a la administración en el momento en que los otros salían, y un joven auxiliar de Sanidad, cuyo nombre se le había escapado a O’Donnell al hacerse las presentaciones.

Ahora que se había apaciguado su irritación, el jefe de cirugía se alegraba de que la interrupción de hacía unos minutos hubiese evitado que se agriara más su discusión con Orden Brown. Se daba cuenta de que todos, incluso él mismo, tenían los nervios tirantes desde hacía unos días, y, a fin de cuentas, el presidente del Consejo directivo no había hecho más que transmitirle un encargo. El verdadero conflicto estaba entre O’Donnell y Eustace Swayne, y aquél estaba ya resuelto a enfrentarse con el viejo tan pronto como hubiera pasado la presente crisis. Entonces, fuesen cuales fueran las proposiciones de Swayne, O’Donnell se proponía contestarle por las claras, sin importarle las consecuencias.

O’Donnell había sugerido una visita al departamento de Patología, diciéndole al inspector de Sanidad:

—Al menos verán ustedes que hacemos todo lo posible por descubrir el foco de la infección.

Al principio el doctor Ford se había mostrado reacio.

—Nadie ha dicho que no lo hagan ustedes, y dudo de que yo pudiera hacer más de lo que están haciendo sus patólogos —había dicho.

Pero, ante la insistencia de O’Donnell, había accedido al fin, y ahora se dirigían todos al laboratorio de Patología. John Alexander levantó la mirada al entrar el grupo, y volvió en seguida a su trabajo. Pearson, al ver a O’Donnell y a Orden Brown, salió a su encuentro, secándose las manos en su ya manchada chaqueta de laboratorio. A una señal de Harry Tomaselli, David Coleman le siguió. O’Donnell hizo las presentaciones. Mientras estrechaba la mano de Pearson, el doctor Ford preguntó:

—¿Han descubierto algo?

—Todavía no. —Pearson hizo un amplio ademán, abarcando el laboratorio—. Como puede usted ver, seguimos trabajando.

—Joe —dijo O’Donnell—, creo que debes saberlo. El doctor Ford ha ordenado que se cierren nuestras cocinas.

—¿Hoy? —dijo Pearson, incrédulo.

El inspector de Sanidad asintió con la cabeza, gravemente.

—Lamento decirle que así es.

—¡Pero no pueden hacer esto! ¡Es ridículo! —Volvía a ser el Pearson agresivo; su voz era retadora, y los ojos brillaban detrás de la máscara del cansancio. Bufó—: ¡Por Dios santo! Hemos estado trabajando toda la noche, y mañana, antes del mediodía, habremos terminado con el último subcultivo. Si existe un vehículo, sin duda habremos descubierto quién es.

—Lo siento. —Y el funcionario de Sanidad sacudió la cabeza—. No podemos correr este albur.

—Pero cerrar las cocinas equivale a cerrar todo el hospital —dijo Pearson, acaloradamente—. Sin duda querrán esperar ustedes… al menos hasta la mañana.

—Temo que no podrá ser. —El doctor Ford se mostraba cortés, pero firme—. En todo caso, no he sido yo sólo quien ha tomado esta decisión. La ciudad no puede correr el riesgo de que se extienda la epidemia. De momento está circunscrita a este hospital, pero en cualquier momento podría extenderse fuera de él. Hay que tener en cuenta todo esto.

—Serviremos la comida de la tarde, Joe —terció Harry Tomaselli—, y será la última. Enviaremos a casa a todos los enfermos que podamos, y trasladaremos a la mayoría de los otros.

Hubo un silencio. Pearson tenía la cara contraída. Sus ojos hundidos y enrojecidos parecían a punto de llorar. Su voz era casi un murmullo cuando dijo:

—Nunca pensé que llegaría el día…

Y, al volverse el grupo para salir, añadió O’Donnell, a media voz:

—Si he de decirte la verdad, tampoco lo pensé yo, Joe. Habían llegado a la puerta, cuando anunció Alexander:

—¡Ya lo tengo!

Los del grupo se volvieron como un solo hombre. Pearson preguntó, excitado:

—¿Qué es lo que tiene, John?

—La identidad del tifoideo —respondió Alexander, señalando la hilera de tubos en que había estado trabajando.

—¡A ver!

Pearson, casi corriendo, cruzó el laboratorio. Los otros se habían vuelto atrás.

Pearson estudió la hilera de tubos. Nerviosamente, se pasó la lengua por los labios. Si Alexander estaba en lo cierto, había llegado el momento que esperaban.

—Recite la lista —dijo.

Alexander tomó un libro de texto que tenía abierto en la página que contenía un cuadro de reacciones bioquímicas en soluciones de azúcar. Marcando con un dedo la columna encabezada con el nombre salmonella typhi, se dispuso a leer.

Pearson tomó el primero de los diez tubos y anunció:

—Glucosa.

Consultando la lista, respondió Alexander:

—Reacción ácida, sin gas.

Pearson asintió con la cabeza. Volvió a dejar el tubo en su sitio y tomó el otro.

—Lactosa.

—Ni ácido, ni gas —leyó Alexander.

—Bien. —Una pausa—. Dulcitol.

—Ni ácido, ni gas —repitió Alexander.

—Sacarosa.

—Ni ácido, ni gas.

Otra vez era correcta la reacción producida por los bacilos de la fiebre tifoidea. La tensión general iba en aumento. Pearson tomó otro tubo.

—Manitol.

—Reacción ácida, sin gas.

—Correcto. —Otro tubo—. Maltosa.

—Ácido, sin gas.

Pearson movió la cabeza afirmando. Seis comprobados; faltan cuatro. Dijo:

—Xilosa.

—Ácido, sin gas —volvió a leer Alexander.

Siete.

—Arabinosa.

—O reacción ácida sin gas, o sin reacción —dijo John Alexander.

—Sin reacción —anunció Pearson.

Ocho. Faltaban dos.

—¿Ramnosa?

—Sin reacción.

Pearson examinó el tubo. Dijo, con voz contenida:

—Sin reacción.

Faltaba uno.

Pearson leyó en el último tubo:

—Formación de indol.

—Negativa —dijo Alexander, dejando el libro.

Pearson se volvió a los otros y, anunció:

—No cabe ninguna duda. Aquí tenemos el vehículo de la fiebre tifoidea.

El administrador fue el primero en preguntar:

—¿Quién es?

Pearson leyó en uno de los platos:

—El número setenta y dos.

David Coleman había cogido ya una carpeta. Contenía la lista de entradas, escrita de su puño y letra. Anunció:

—Charlotte Burgess.

—¡La conozco! —dijo, rápidamente, la señora Straughan—. Trabaja en el mostrador donde se sirven las comidas.

Como instintivamente, todos los ojos se volvieron a mirar el reloj. Eran las cinco y siete minutos.

La señora Straughan dijo, apremiante:

—¡La comida! Están empezando a servir la comida de la tarde.

—¡Vamos en seguida al comedor!

Mientras decía estas palabras, Harry Tomaselli se había plantado ya en la puerta.

En el segundo piso del hospital, la enfermera inspectora entró en la habitación de Vivian, con aire compungido, después de mirar el número de la puerta.

—¡Ah, sí! Usted es miss Loburton. —Consultó una hoja e hizo una anotación en lápiz—. Será usted trasladada a la West Burlington Clinic.

—¿Cuándo, por favor? —preguntó Vivian.

Ya estaba enterada, desde primera hora de la orden, del inminente traslado y de las causas que los motivaban.

—Las ambulancias están ahora muy ocupadas —dijo la enfermera—. Supongo que aún tardarán varias horas… Probablemente a eso de las nueve de esta noche. Su propia enfermera acudirá antes de la hora a ayudarla a recoger sus cosas.

—Gracias —dijo Vivian.

Absorta de nuevo en sus papeles, la inspectora saludó con la cabeza y salió.

Había llegado el momento, pensó Vivian, de llamar a Mike. Los cinco días de separación no debían terminar hasta mañana, pero ninguno de los dos había previsto una cosa como ésta. Además, empezaba a lamentar ya su decisión, que ahora consideraba tonta e inútil.

Alargó la mano para coger el teléfono, esta vez sin ninguna vacilación. Al responder la telefonista, dijo Vivian:

—Con el doctor Michael Seddons, por favor.

—Un momento.

Pasaron varios minutos antes de que volviera a hablar la telefonista.

—El doctor Seddons ha salido del hospital con una de las ambulancias. ¿Puedo llamar a otro doctor?

—No, gracias —dijo Vivian—. Pero quisiera dejarle un recadó.

—¿Asunto facultativo? —preguntó la telefonista.

Vivian titubeó.

—Pues… en realidad, no.

—En este momento sólo podemos tomar recados sobre cuestiones médicas urgentes. Tenga la bondad de llamar más tarde.

Hubo un chasquido y se cortó la comunicación. Lentamente, Vivian colgó el aparato.

Fuera, en el pasillo, había mucho movimiento y se hablaba a voces. Sintió una sacudida de excitación; se oyó una orden breve, el choque de un objeto contra el suelo y alguien que reía. Todo parecía fuera de lugar, y, sin embargo, su mente reclamaba compartirlo, participar en lo que pasaba, fuese lo que fuese. Después su mirada se detuvo en la sábana, en el lugar donde ésta se hundía y en que hubiera debido estar su pierna izquierda. Y de pronto, por primera vez, Vivian se sintió terrible y desesperadamente sola.

—¡Oh, Mike! —murmuró—. Querido, dondequiera que estés… ¡no tardes en venir!

La enfermera Penfield estaba a punto de entrar en la cafetería cuando vio el grupo que se acercaba en su dirección. Reconoció al administrador y al jefe de cirugía. Detrás de ellos, con sus enormes pechos balanceándose a causa del esfuerzo que hacía la mujer por seguir el paso de los otros, venía la señora Straughan, la jefe de dietética.

Al cruzar la puerta de la cafetería, Harry Tomaselli aminoró la marcha y le dijo a la señora Straughan:

—Esto hay que hacerlo rápidamente y sin ruido.

La jefe de dietética asintió con la cabeza, y los dos entraron en las cocinas por la puerta de servicio.

O’Donnell le hizo una seña a la enfermera Penfield.

—Venga conmigo, por favor. Quisiera que nos ayudara.

Lo que pasó después fue rápido y realizado con precisión. Una mujer de edad mediana estaba sirviendo en el mostrador de la cafetería. Un instante después la señora Straughan la había cogido por un brazo y se la había llevado al «office» de la parte de atrás. O’Donnell le dijo a la asombrada mujer:

—Aguarde un momento, por favor —y le hizo una señal a la enfermera Penfield para que se quedara con ella.

—Recojan la comida que estaba sirviendo y quémenla —ordenó O’Donnell a la señora Straughan—. Recojan también todo lo que puedan de la que haya ya servido. Retiren todos los platos que pueda haber tocado y hiérvalos.

La jefe de dietética se dirigió al mostrador. En pocos minutos quedaron cumplidas las órdenes de O’Donnell y la cola volvió a circular en la cafetería. Sólo unos pocos de los que se hallaban más cerca se dieron cuenta de lo que ocurría.

En el «office» de atrás, O’Donnell le dijo a la mujer:

—Señora Burgess, debo pedirle que se considere hospitalizada. —Y añadió, amablemente—: No se alarme; se lo explicaremos todo. —Volviéndose a la enfermera Penfield, dijo—: Acompañe a esa enferma y que la tengan completamente aislada. No tiene que tener contacto con nadie. Avisaré al doctor Chandler y él dará las instrucciones oportunas.

Amablemente, la enfermera Penfield se llevó a la asustada mujer. Después la señora Straughan preguntó con curiosidad:

—¿Qué le harán ahora, doctor O.?

—Será reconocida a fondo —explicó O’Donnell—. Permanecerá aislada, y los internistas la observarán durante un tiempo. A veces, ¿sabe usted?, los transmisores de la fiebre tifoidea tienen infectada la vejiga de la hiel; en este caso, probablemente será operada. —Y añadió—. Desde luego habrá que tener mucho cuidado con todos los que han sido contagiados. Harry Chandler cuidará de ello.

Harry Tomaselli hablaba por teléfono con uno de sus ayudantes.

—Esto es lo que he dicho: suspéndalo todo; traslados, altas que no sean las normales, suministros de comida y todo lo demás. Y, cuando lo hayan hecho, llamen a la oficina de admisión. —El administrador sonrió a O’Donnell, que estaba al otro lado de la mesa—. Dígales que el Hospital Tres Condados vuelve a funcionar.

Tomaselli colgó el aparato y aceptó la taza de café que le había servido la jefe de dietética de la cafetera particular.

—A propósito, señora Straughan —dijo—, no había tenido tiempo de decírselo, pero tendrá usted sus nuevas máquinas lavaplatos. El Consejo directivo ha aprobado el proyecto, y espero que la instalación pueda comenzar ya a funcionar la semana próxima.

La jefe de dietética asintió con la cabeza; evidentemente, esperaba aquella noticia. Ahora estaba pensando en otras cosas.

—Ya que está usted aquí, quisiera enseñarle algo más, señor T. Necesito ampliar la máquina frigorífica. —Miró al administrador, severamente—. Espero que esta vez no necesitaré que se produzca una epidemia para justificar mi punto de vista.

El administrador suspiró y se puso en pie. Preguntó a O’Donnell:

—¿No hay ningún otro problema?

—Hoy, no —respondió O’Donnell—. Mañana, en cambio, hay un asunto que pienso despachar personalmente.

Estaba pensando en Eustace Swayne.