Dos
A dos manzanas del Hospital Tres Condados, las campanas de la torre de la iglesia del Redentor daban la hora, en el momento en que Kent O’Donnell bajaba del piso de cirugía a la Administración. El sonido de la campana, desentonada como siempre a causa de una grieta de origen, penetró por la ventana abierta de la escalera. Automáticamente, O’Donnell puso en hora su reloj de pulsera; después se apartó para dejar paso a un grupo de internos que subían apresuradamente, resonando sus pisadas en los peldaños metálicos. Los internos se contuvieron un poco al ver al presidente del cuerpo facultativo y le dedicaron un respetuoso «Buenos días, doctor» al pasar. En el piso segundo O’Donnell se detuvo para que pasara una enfermera que empujaba una silla de ruedas. En ésta iba una niña de unos diez años, con un ojo tapado por un vendaje, y, a su lado, una mujer que debía de ser la madre parecía cubrirla con sus alas, protectora.
La enfermera, a la cual sonrió sin lograr reconocerla, lo observó disimuladamente. En sus cuarenta y pico, O’Donnell aún atraía las miradas de las mujeres. Todavía conservaba la estructura que había hecho de él un tres-cuartos destacado en sus años de universidad: una figura alta, erguida, con fuertes y anchos hombros y brazos musculosos. Incluso hoy tenía una manera de cuadrar los hombros cuando se hallaba ante una labor difícil o tenía que tomar una decisión, que parecía disponerse a aguantar la carga brutal de un adversario. Sin embargo, a despecho de su corpulencia —hueso y músculo en su mayor parte, sin una libra de peso superfluo—, se movía con ligereza; y la práctica regular del deporte —tenis en verano, esquí en invierno— le había mantenido vigoroso y ágil.
O’Donnell nunca había sido guapo al estilo de Adonis, pero su cara tenía esa irregularidad tosca y estriada (su nariz mostraba aún la cicatriz de una antigua lesión de rugby) que tan a menudo, morbosamente, encuentran las mujeres atractiva en los hombres. Sólo su cabello mostraba las indelebles huellas de los años; totalmente negros no hacía mucho tiempo, encanecían ahora velozmente, como si los pigmentos hubiesen dejado de luchar y abandonaran el campo. O’Donnell oyó que le llamaban desde atrás. Se detuvo y vio que el que le llamaba era Bill Rufus, uno de los antiguos en el servicio de cirugía.
—¿Cómo estás, Bill?
O’Donnell le tenía simpatía a Rufus. Era un hombre concienzudo, del que uno podía fiarse; un buen cirujano con una enorme práctica. Sus pacientes confiaban en él a causa de su integridad rectilínea, que se manifestaba a través de sus palabras. Era respetado por el personal del establecimiento —internos y practicantes— que apreciaban la manera amable y simpática con que les daba sus acertadas instrucciones, tratándolos como iguales…, cosa que no siempre hacían otros cirujanos.
Su única rareza, si así puede llamarse, era su costumbre de usar corbatas terriblemente chillonas. O’Donnell se estremeció interiormente al observar la creación que hoy lucía su colega: círculos turquesa y zig-zag de bermellón sobre un fondo amarillo limón y malva. A Bill Rufus lo vapuleaban no poco con motivo de sus corbatas. Uno de los psiquíatras del hospital había manifestado recientemente que revelaba «un cráter de pus de un volcán interno, oculto bajo una superficie apacible». Pero Rufus se había echado a reír, tan campechano. Hoy, empero, parecía muy preocupado.
—Kent, tengo que hablar contigo —dijo Rufus.
—¿Quieres que vayamos a mi despacho?
O’Donnell sentía ahora curiosidad. Rufus no era hombre capaz de importunarle sino por algo realmente importante.
—No; este sitio es tan bueno como otro cualquiera. Oye, Kent; se trata de los informes quirúrgicos del servicio de Patología.
Se acercaron a una ventana para evitar el tránsito del corredor, y O’Donnell pensó: «Me lo temía». Díjole a Rufus:
—¿Qué piensas, Bill?
—Los informes se retrasan demasiado; muchísimo. O’Donnell conocía ya muy bien aquel problema. Como los otros cirujanos, Rufus operaba con cierta frecuencia a pacientes que tenían un tumor. Cuando se abría el tumor, se hacía examinar por el patólogo del hospital, doctor Joseph Pearson. El patólogo tenía que hacer los estudios del tejido.
Ante todo, en un pequeño laboratorio anejo al quirófano, y con el paciente aún anestesiado, separaba una pequeña porción de tejido y lo examinaba al microscopio. De aquella operación podían salir dos dictámenes: «maligno», que significaba que había cáncer y que el paciente necesitaba una intervención más profunda; o «benigno», que generalmente quería decir que nada más tenía que hacerse una vez extirpado el tumor. Si del examen resultaba un dictamen «maligno», la intervención quirúrgica proseguía en el acto. Por el contrario, el calificativo «benigno» dado por el patólogo era la señal para que el cirujano cerrara la herida y enviara al paciente al cuarto de recuperación.
—No habrá retraso en el primer examen, ¿verdad? —preguntó O’Donnell, pues, aunque no había oído de ningún caso, quería estar seguro.
—No —respondió Rufus—. ¡Menudo griterío se armaría si lo hubiera! Pero el informe completo sí que se demora.
—Ya veo.
O’Donnell trataba de ganar tiempo mientras ponía orden en sus pensamientos. Recordó el procedimiento. Después del primer examen, todos los tumores extirpados pasaban al laboratorio de patología, donde un técnico preparaba varios portaobjetos, con mayor cuidado y trabajando en mejores condiciones. Después el patólogo estudiaba las muestras y daba su dictamen definitivo. A veces un tumor que había parecido benigno o dudoso, resultaba ser maligno en el segundo y más detenido examen, y no se consideraba anormal que el patólogo rectificara su opinión. Cuando esto ocurría, el paciente volvía a la sala de operaciones para la necesaria intervención. Pero, naturalmente, tenía gran importancia que el segundo informe se formulara con rapidez. O’Donnell había comprendido que éste era el meollo de la queja de Rufus.
—Si no fuese más que una vez —dijo Rufus—, no me quejaría. Sé el trabajo que hay en Patología, y no intento perjudicar a Joe Pearson. Pero no es una vez, Kent; es continuamente.
—Concretemos, Bill —dijo O’Donnell vivamente, aunque estaba seguro de que Rufus tendría hechos en que apoyar una queja de tal naturaleza.
—Está bien. La semana pasada operé a una enferma, la señora Mason, de un tumor en el pecho. Lo extirpé y, en el primer examen, Joe Pearson dijo que era benigno. Sin embargo, después, al hacer el examen completo, lo diagnosticó como maligno. —Rufus se encogió de hombros—. No me quejaría de esto, pues no siempre se puede acertar la primera vez.
—¿Y bien? —Ahora que sabía de qué se trataba, O’Donnell quería llegar al fondo de la cuestión.
—Pearson tardó ocho días en hacer su informe quirúrgico. Cuando llegó a mis manos, la enferma había sido dada ya de alta.
—Ya veo.
Aquello era muy grave, pensó O’Donnell. No podía hacer la vista gorda.
—No resulta nada fácil —decía Rufus, sin alzar la voz— llamar de nuevo a una mujer para decirle que uno se ha equivocado, que tiene cáncer y hay que volver a operar. No, no era fácil; O’Donnell lo sabía de sobra. Una vez, antes de entrar en el Tres Condados, había tenido que hacerlo él mismo. Y esperaba no tener que hacerlo nunca más, —Bill, ¿me permites que lleve el asunto a mi manera? O’Donnell se alegraba de que fuese Rufus. Alguno de los otros cirujanos habría hecho la cosa mucho más difícil.
—Desde luego; siempre que se haga algo definitivo. —Rufus tenía derecho a mostrarse exigente—. No es un caso aislado, ya lo sabes. Sólo que éste ha sido grave. También sabía O’Donnell que esto era verdad. Lo peor era que Rufus no estaba al tanto de otros problemas anejos a aquél.
—Hablaré con Joe Pearson esta tarde —prometió—. Después de la conferencia sobre mortalidad quirúrgica. ¿Estarás allí?
—Allí estaré —asintió Rufus.
—Pues ya nos veremos, Bill. Gracias por haberme informado de esto. Algo se hará, te lo prometo.
Algo, pensaba O’Donnell mientras andaba por el pasillo; pero ¿qué, exactamente? Todavía pensaba en ello cuando entró en el departamento de Administración y abrió la puerta del despacho de Harry Tomaselli.
O’Donnell no vio a Tomaselli de momento, hasta que el administrador lo llamó:
—Estoy aquí, Kent.
Al extremo de la estancia con paredes chapadas de abedul, lejos de la mesa en que transcurrían la mayor parte de sus horas de trabajo, Tomaselli estaba inclinado sobre un pupitre. Desplegados ante él había varios planos y diseños. O’Donnell avanzó sobre la peluda alfombra y se inclinó también a mirarlos.
—¿Soñando despierto, Harry? —Tocó uno de los bocetos—. Mira, creó que podríamos construirte una terraza de fantasía aquí… sobre el ala del este.
Tomaselli sonrió.
—Aceptado, siempre que convenzas al Consejo de que es necesaria. —Se quitó los lentes y empezó a limpiarlos.—
Bueno, hela aquí… la Nueva Jerusalén.
O’Donnell observó el diseño, hecho por el arquitecto del Hospital Tres Condados, tal como aparecería después de las magníficas obras de ampliación, cuyo proyecto estaba ya muy avanzado. Los nuevos edificios comprenderían un ala entera y una nueva casa para las enfermeras.
—¿Alguna novedad? —preguntó, volviéndose a Tomaselli.
El administrador se había puesto de nuevo los lentes.
—He vuelto a hablar con Orden esta mañana.
Orden Brown, presidente de la segunda fundición de acero de Burlington en razón de su importancia, era también presidente del Consejo Directivo del hospital.
—¿Ah, sí?
—Está seguro de que podemos contar con medio millón de dólares en enero. Esto significa que podremos comenzar las obras en marzo.
—¿Y el otro medio millón? La semana pasada me dijo Orden que creía que no se tendría hasta diciembre.
Y aún así, pensó O’Donnell, había considerado que el presidente era demasiado optimista.
—Lo sé —dijo Tomaselli—, pero me pidió que te dijera que ahora piensa diferente. Ayer tuvo otra sesión con el alcalde. Están convencidos de que podrán tener el segundo medio millón para el verano y concluir las obras en otoño.
—Esto son buenas noticias.
O’Donnell decidió olvidar sus anteriores dudas. Si Orden Brown se había lanzado, lograría lo que quería.
—¡Oh!, a propósito —dijo Tomaselli con estudiada indiferencia—, Orden y el alcalde tienen una cita con el gobernador el próximo viernes. Parece que al fin se aumentará la subvención del Estado.
—¿Nada más? —dijo O’Donnell, con burlona acritud.
—Pensé que te gustaría saberlo —respondió Tomaselli. Más que gustarle, pensó O’Donnell. En cierto modo, aquello podía considerarse el primer paso en la realización de un sueño. Era un sueño que comenzaba en el momento de su llegada al Tres Condados, hacía tres años y medio. Es curioso cómo se acostumbra uno a un lugar, pensó. Si alguien le hubiese dicho, cuando estaba en la Facultad de Medicina de Harvard o, más tarde, de jefe de los cirujanos internos en el hospital Presbiteriano de Columbia, que iba a terminar en un establecimiento de segunda categoría como el Tres Condados, se habría echado a reír. Incluso cuando había ido al Bart, en Londres, para completar su práctica quirúrgica, estaba resuelto a volver a ingresar en la plantilla de uno de los hospitales de renombre, como el John’s Hopkins o el General de Massachussetts. Con los apoyos de que disponía, podía haber elegido fácilmente, pero, antes de que llegara el momento de tomar una decisión, Orden Brown había ido a verle a Nueva York y le había persuadido a visitar Burlington y el Tres Condados.
Lo que allí había visto le había espantado. El hospital estaba materialmente en ruinas; la administración era descuidada; el nivel facultativo —con unas pocas excepciones—, bajo. Los jefes de los servicios de cirugía y medicina llevaban muchos años en sus puestos; O’Donnell había comprendido que su único objetivo en la vida era conservar un cómodo statu quo. El administrador —cargo clave en las relaciones entre el Consejo directivo del hospital y el personal facultativo— era un hombre incompetente y decrépito. El programa de instrucción de los internos había caído en desuso. No había asignación para investigaciones. Las condiciones en que vivían y trabajaban las enfermeras eran casi medievales. Orden Brown se lo había mostrado todo; no le había ocultado nada. Después, habían ido juntos a casa del presidente. O’Donnell había aceptado la invitación de Brown y se había quedado a comer, pero después había resuelto tomar un avión de la noche para regresar a Nueva York. Asqueado, no quería volver a ver Burlington ni el Hospital Tres Condados.
Después de la comida, en el tranquilo y engalanado comedor de la casa de Orden Brown, en una ladera de la colina que dominaba Burlington, aquél le había referido la historia. No era nueva. El Hospital Tres Condados, un tiempo progresivo, moderno y muy considerado en el Estado, había sido presa de la pereza y de la rutina. La presidencia del Consejo directivo había recaído en un anciano industrial que casi siempre delegaba sus funciones, apareciendo sólo en el hospital con motivo de ceremonias oficiales. La falta de dirección se había infiltrado hacia abajo. La mayoría de los jefes de servicios llevaban muchos años en sus puestos y eran contrarios a toda transformación. Los más jóvenes, que estaban a sus órdenes, habían intentado hacer algo, pero, al fracasar, se habían marchado a otra parte. Al fin, la mala reputación del hospital llegó a ser tal, que los graduados de mérito dejaron de solicitar el ingreso en su plantilla. A consecuencia de ello, habían sido admitidos otros mucho menos preparados.
Ésta era la situación cuando O’Donnell había entrado en escena.
El único cambio se había producido con el nombramiento del propio Orden Brown. Hacía tres meses que había fallecido el anciano presidente. Un grupo de ciudadanos influyentes había persuadido a Brown de que ocupara su vacante. La elección no había sido unánime; un grupo de la vieja guardia del Consejo del hospital quería la presidencia para uno de los suyos, un antiguo consejero llamado Eustace Swayne. Pero Brown había sido elegido por mayoría, y ahora intentaba convencer a otros miembros del Consejo para que aceptaran alguna de sus ideas para la modernización del Tres Condados.
La lucha resultaba muy ardua. Existía una alianza entre el elemento conservador del Consejo, del que Eustace Swayne era el portavoz, y un grupo de médicos antiguos. Juntos, se oponían a los cambios. Brown tenía que obrar con cautela y diplomacia.
Una de las cosas que perseguía era ampliar el Consejo del hospital, dando entrada a miembros nuevos y más activos. Había planeado reclutar alguno de los jóvenes directivos y profesionales del mundo de los negocios de Burlington. Pero hasta entonces no había habido acuerdo en el Consejo y el plan se había archivado.
Si Orden Brown hubiese querido —explicó éste, francamente, a O’Donnell—, habría podido forzar un debate y salirse con la suya. Si hubiese querido, habría podido emplear su influencia para hacer dimitir a algunos consejeros más viejos e inactivos. Pero esto habría sido una torpeza, porque la mayoría de ellos eran hombres o mujeres ancianos y el hospital necesitaba los legados que normalmente recibía al fallecer sus directivos. Si ahora los derrotaba, podía ocurrir que los interesados cambiaran sus testamentos, borrando de ellos el hospital. Eustace Swayne, que controlaba unos grandes almacenes, había ya insinuado que aquello podía suceder. De aquí que Orden Brown tuviera que obrar con diplomacia y cautela.
Algún progreso había logrado, sin embargo, y una de las decisiones que había tomado, con la aprobación de la mayoría del Consejo, había sido buscar un nuevo jefe del servicio de cirugía. Por esto se había dirigido a O’Donnell.
Al terminar de comer, O’Donnell sacudió la cabeza.
—Creo que no es asunto para mí.
—Tal vez no —había dicho Brown—, pero quisiera que me escuchase.
Aquel hombre esforzado, que aunque hijo de una familia acaudalada, se había abierto su propio camino, empezando en los hornos de pudelar, pasando por los talleres y la oficina administrativa, para llegar a ocupar el sillón de presidente, sabía mostrarse persuasivo. Además, se interesaba por la gente; sin duda esto lo debía a los años en que se había codeado con los obreros en la fundición. Tal vez era ésta la razón de que hubiese aceptado la tarea de sacar al Tres Condados del cenagal en que había caído. Pero, fuese por la razón que fuese, O’Donnell, en aquel breve rato en que habían estado juntos, había apreciado la vocación del hombre.
—Si viene aquí —había dicho Brown antes de terminar—, no puedo prometerle nada. Quisiera poder decirle que tendrá las manos libres, pero temo que lo más probable es que tenga que luchar por conseguir lo que se proponga. Encontrará oposición, resistencia, intrigas, resentimientos. En algunos terrenos no podré ayudarle y tendrá que valerse usted solo. —Brown había hecho una pausa, y añadió con lentitud—: Creo que lo único bueno que puede encontrar en tal situación, desde el punto de vista de un hombre como usted, es que será como un reto, en cierto modo el mayor reto que un hombre puede recibir.
Ésta fue la última frase que Orden Brown pronunció aquella noche sobre el hospital. Después habían hablado de otras cosas: Europa, las próximas elecciones, el renacimiento del nacionalismo en el Oriente Medio —Brown había viajado mucho y estaba bien informado—. Más tarde, su anfitrión había conducido a O’Donnell al aeropuerto, y se habían despedido.
—Me ha complacido mucho nuestra entrevista —había dicho Orden Brown, y O’Donnell le había devuelto el cumplido, con toda sinceridad.
Entonces había subido al avión, tratando de no pensar más en Burlington y de considerar aquel viaje como una aleccionadora experiencia.
Durante el vuelo de regreso había intentado leer una revista, en la que había un artículo sobre el campeonato de tenis que le interesaba. Pero su mente no podía retener las palabras. Seguía pensando en el Hospital Tres Condados, en lo que había visto allí y en lo que tenía que hacerse. Después, súbitamente, por primera vez desde hacía muchos años, empezó a considerar el camino que había recorrido en el campo de la medicina. ¿Qué significado tenía?, se preguntó. ¿Qué es lo que quiero para mí? ¿Qué clase de logro persigo? ¿Qué tengo para dar? Al final, ¿qué dejaré detrás de mí? No se había casado, probablemente no lo haría nunca. Había tenido aventuras amorosas, pero ninguna duradera. ¿A qué conduce —se preguntó— esa senda que pasa por Harvard, el Presbiteriano, Bart…? ¿A dónde…? Y de pronto había conocido la respuesta: Burlington y el Tres Condados, y comprendió que su resolución era firme e irrevocable, y que el camino estaba trazado. En La Guardia, al apearse, había enviado un telegrama a Orden Brown. Decía, simplemente: «Acepto».
Ahora, al contemplar los planos de lo que el administrador había llamado humorísticamente «la Nueva Jerusalén», O’Donnell recordó los tres años y medio que quedaban atrás. Orden Brown había estado en lo cierto al decir que no serían fáciles. Todos los obstáculos que el presidente del Consejo había pronosticado se habían presentado. Gradualmente, empero, se había salvado el más formidable. Después de la llegada de O’Donnell, el antiguo jefe del servicio de cirugía se había marchado sin replicar. O’Donnell había reunido algunos de los cirujanos que ya estaban en la plantilla y que simpatizaban con la idea de elevar el nivel del hospital. Entre ellos habían reforzado las normas del servicio y habían formado un comité de quirófano para darles mayor eficacia. Se reanimó otro comité, casi extinto, cuya labor consistía en evitar que se repitieran los errores en cirugía, y principalmente la extirpación innecesaria de órganos sanos.
Los cirujanos menos competentes fueron obligados, con amabilidad pero con firmeza, a trabajar dentro de los límites de su capacidad. A unos cuantos carniceros, extirpadores profesionales de apéndices, hombres incompetentes, se les dio a elegir entre la dimisión discreta o la expulsión oficial. Aunque para algunos significaba la pérdida parcial de su medio de vida, la mayoría optó por marcharse sin ruido. Entre los últimos había un cirujano que había extirpado un riñón sin darse cuenta de que el paciente había perdido el otro en una intervención anterior. La horrible equivocación se había revelado en la autopsia.
La expulsión de aquel cirujano de la lista del hospital había sido fácil. Algunas otras, sin embargo, habían resultado más difíciles. Había habido querellas ante el Comité Médico del Condado, y dos cirujanos, que habían pertenecido a la plantilla del Tres Condados, tenían pleitos pendientes contra el hospital. O’Donnell sabía que esto originaría agrias controversias en el seno del Consejo y temía la publicidad que forzosamente se derivaría de ellas.
Pero, a pesar de estos problemas, O’Donnell y los que le apoyaban se habían salido con la suya, y las vacantes en la plantilla se habían cubierto cuidadosamente con hombres nuevos y bien preparados, graduados algunos de ellos en la universidad de O’Donnell, y a los cuales había convencido para que fueran a ejercer en Burlington.
Entretanto, la Sección de Medicina contaba con un nuevo jefe, el doctor Chandler, que había actuado bajo el antiguo régimen, pero que no le había regateado sus censuras. Chandler era especialista en medicina interna, y aunque a menudo él y O’Donnell discrepaban en cuestiones de política hospitalaria, y O’Donnell lo consideraba un poco fatuo, era al menos un hombre rectilíneo en cuanto concernía a la dignidad del médico.
Durante aquellos tres años y medio, habían cambiado también los métodos de administración. Pocos meses después de su llegada, O’Donnell le habló a Orden Brown de un joven auxiliar administrativo, uno de los mejores que había conocido en su vida de hospitales. El presidente había tomado el avión y había regresado a los dos días con un contrato firmado. Un mes más tarde, el antiguo administrador, contento de librarse de una tarea superior a sus fuerzas, había sido honradamente jubilado y sustituido por Harry Tomaselli. Ahora, toda la administración del hospital reflejaba la activa aunque delicada eficiencia de Harry. Hacía un año que O’Donnell había sido elegido presidente del Consejo Médico del hospital, cargo que llevaba consigo el decanato de los médicos del Tres Condados. A partir de aquel momento, él, Tomaselli y el doctor Chandler habían ampliado con éxito el programa de instrucción de los internos y médicos residentes en el hospital, y las solicitudes de ingreso crecían en número.
Quedaba aún mucho tiempo por andar. O’Donnell sabía que, en algunos aspectos, estaba aún al principio de un largo programa que abarcaba tres principios básicos de la medicina: servicio, práctica e investigación. Él mismo tenía ahora cuarenta y dos años; le faltaban unos meses para los cuarenta y tres. No sabía si, en los años de actividad que le quedaban, lograría realizar plenamente lo que se había propuesto. Pero el comienzo era bueno; esto era ya tranquilizador y le demostraba que la decisión que había tomado en el avión tres años y medio atrás había sido acertada. Desde luego, había puntos débiles en la actual situación. Una empresa tan grande no podía realizarse fácilmente y con rapidez. Algunos de los antiguos entre el personal médico seguían oponiéndose a los cambios, y su influencia se dejaba sentir en los miembros más viejos del Consejo, que aún permanecían, con Eustace Swayne, obstinado como siempre, a la cabeza. Tal vez esto era conveniente, pensó O’Donnell, y tal vez estaba justificado el dicho de que «los jóvenes hacen demasiadas cosas demasiado aprisa». Pero, por causa de aquel grupo y de su influencia, había momentos en que la prudencia tenía que poner freno a los proyectos. O’Donnell aceptaba esta realidad, pero a veces le costaba hacerla comprender al nuevo personal.
Era precisamente esta situación la que Je había hecho reflexionar después de su conversación con Bill Rufus. El departamento de patología del Tres Condados seguía siendo un reducto del viejo régimen. El doctor Joseph Pearson, que lo gobernaba como cosa de su pertenencia, hacía treinta y dos años que estaba en el hospital. Era íntimo amigo de la mayoría de los miembros antiguos del Consejo y solía jugar al ajedrez con Eustace Swayne. Y, lo que hace más aún al caso, Joe Pearson era un hombre competente; su historial era bueno. En sus años mozos había tenido fama de activo investigador, y había sido presidente de la Asociación de Patología del Estado. El verdadero problema estaba en que el trabajo de patología había llegado a ser excesivo para que un hombre sólo llevara las riendas. O’Donnell sospechaba también que algunos de los procedimientos de laboratorio del departamento de patología tenían que ser revisados. Pero, por muy deseables que fueran los cambios, éste sería difícil.
Había que tomar en consideración los fondos necesarios para las obras de ampliación del hospital. Si había cuestiones entre O’Donnell y Joe Pearson, ¿en qué medida la influencia de Pearson cerca de Eustace Swayne afectaría a los planes de Orden Brown para conseguir todo el dinero para el otoño del año próximo? Normalmente, la donación del propio Swayne sería considerable, y su pérdida significaría un grave contratiempo. Pero no menos importancia tenía la influencia de Swayne cerca de otra gente de la ciudad. De un modo u otro, el viejo zorro tenía el poder de hacer triunfar o fracasar sus planes inmediatos.
En tales circunstancias, O’Donnell había considerado que el problema de patología podía ser aplazado. Pero ahora la queja de Rufus le obligaba a tomar una decisión inmediata. Desvió la mirada de los planos.
—Harry —díjole al administrador—, creo que tendremos que declarar la guerra a Joe Pearson.