Tres
En contraste con el calor y actividad de los pisos superiores, el pasillo del sótano, revestido de azulejos blancos, estaba tranquilo y fresco. Quietud que ni siquiera fue turbada por una pequeña comitiva: la enfermera Penfield, y, detrás de ella, una camilla que se deslizaba silenciosamente sobre ruedas, empujada por un ordenanza que calzaba zapatos con suela de goma bajo sus blancas ropas de hospital.
La enfermera Penfield calculó las veces que habría hecho aquel camino, mientras contemplaba la figura que yacía en la camilla, envuelta en una sábana. Probablemente cincuenta veces durante los últimos once años. O tal vez más, porque no era cuestión de llevar un registro de aquellos viajes finales entre la sala y el depósito de cadáveres, entre el país de los vivos y el de los muertos.
Aquel último paseo con el paciente que había muerto, realizado a una hora discretamente calculada, a lo largo de los pasillos posteriores del hospital y empleando el montacargas para bajar, a fin de que los vivos no se asustaran por la proximidad de la muerte, era toda una tradición. Era el último servicio que prestaba la enfermera que lo había cuidado; la afirmación de que, aunque la medicina había fracasado, no arrojaría sumariamente al enfermo. Las operaciones anejas al cuidado, al servicio, a la atención del paciente continuarían, al menos, un cierto tiempo después de la muerte.
El blanco corredor se bifurcaba. Por el pasillo de la derecha llegaba un zumbido de máquinas. Al final estaban las dependencias mecánicas del hospital: calefacción, sistemas de agua caliente, instalaciones eléctricas, grupos electrógenos para casos de emergencia. En el otro pasillo había un solo letrero que rezaba: «Departamento de patología. Depósito».
Cuando Weidman, el ordenanza, hizo girar la camilla hacia la izquierda, un conserje —que, o bien estaba en su hora de descanso, o bien se lo tomaba— dejó la Coca-Cola que bebía y se apartó a un lado. Se enjugó los labios con el dorso de la mano y señaló al amortajado.
—¿No lo consiguió, eh? —dijo, dirigiéndose a Weidman; era el resultado de una amable apuesta, un juego repetido muchas veces.
Weidman tampoco era la primera vez que oía el comentario.
—Supongo que hicieron trampa, Jack.
El conserje asintió con la cabeza; después volvió a levantar su botella de Coca-Cola y echó un largo trago.
¡Cuán poco tiempo —pensó la enfermera Penfield— mediaba entre la vida y la sala de autopsias! Hacía menos de una hora que el cuerpo que yacía bajo la mortaja era George Andrew Dunton viviente, de cincuenta y tres años, ingeniero. Recordaba los detalles de la historia clínica anotada en la libreta que llevaba bajo el brazo.
La familia se había mostrado después de la muerte igual que antes de producirse ésta: serena, afligida, pero sin histeria. Al doctor Mac Mahon le había resultado así más fácil solicitar su permiso para la autopsia. «Señora Dunton —había dicho en voz baja—, sé que es muy duro para usted hablar y pensar ahora en estas cosas, pero tengo que pedirle algo. Me refiero al permiso para practicar la autopsia a su esposo».
Y había proseguido, empleando las frases de ritual: que el hospital quería conservar su alto nivel para el bien de todos; que el diagnóstico de los médicos tenía que ser comprobado, aumentando con ello sus conocimientos; que era una tranquilidad para la familia y para los otros que acudirían al hospital en el futuro. Pero nada de ello podía hacerse sin permiso.
El hijo le había interrumpido, diciéndole amablemente:
—Nos hacemos cargo. Disponga usted lo necesario y mi madre lo firmará.
Y la enfermera Penfield había sacado la orden de autopsia, y allí estaba ahora George Andrew Dunton, difunto, de cincuenta y tres años, esperando el cuchillo del patólogo. George Rinne, el negro «diener» —guardián del depósito— del servicio de patología, levantó la cabeza al entrar la camilla: había estado limpiando la mesa de autopsias, que brillaba ahora con blancura inmaculada.
Weidman le saludó con la broma acostumbrada.
—Aquí traigo un paciente para ti.
Cortésmente, como si no hubiese oído aquella frase centenares de veces, Rinne mostró los dientes al sonreír. Señaló la blanca mesa esmaltada.
—Aquí.
Weidman maniobró con la camilla y Rinne retiró la mortaja que cubría el cuerpo desnudo de George Andrew Dunton. La plegó cuidadosamente y se la devolvió a Weidman. A despecho de la muerte, la sábana tenía que ser devuelta a la sala. Después, sirviéndose de una segunda sábana colocada debajo del difunto, los dos hombres lo trasladaron a la mesa.
George Rinne gruñó al comprobar el peso. He aquí un hombre robusto que mediría seis pies y había engordado al acercarse al fin de su vida. Mientras apartaba la camilla, Weidman hizo un guiño.
—Te estás haciendo viejo, George. Pronto te llegará la vez.
Rinne sacudió la cabeza.
—Todavía estaré aquí para subirte a ti a la mesa.
La escena se desarrollaba plácidamente. Se había representado muchísimas veces. Tal vez en un pasado lejano los dos se habían hecho macabras bromitas por el instinto de crear una barrera entre ellos mismos y los muertos que eran su compañía de todos los días. Pero, si había sido así, lo habían olvidado hacía tiempo. Ahora era una charla obligada, una formalidad prevista; nada más. Se habían acostumbrado demasiado a la muerte para sentir inquietud o temor.
Al otro extremo de la sala de autopsias estaba el residente de patología, el doctor McNeil. Se estaba poniendo la bata blanca cuando entraron la enfermera Penfield y su carga. Ahora, al repasar la historia clínica y los demás papeles que ella le había dado, sentía, agudamente, la proximidad y el calor de la enfermera Penfield. Sentía la tiesura almidonada del uniforme, una débil ráfaga de perfume, unos mechones revueltos bajo la cofia; sería agradable pasar por ellos los dedos. Volvió a fijar la atención en los papeles que tenía en la mano.
—Bueno, parece que todo está en regla.
¿Le pondría los puntos de una vez, o no? A sus veintisiete años, le hervía un poco la sangre. La Penfield tenía atractivos superiores a los corrientes; tendría unos treinta y dos años; era, pues, lo bastante joven para ser interesante y lo bastante vieja para haber perdido la inocencia. Era inteligente, simpática; y también tenía buena figura. Roger McNeil hizo un cálculo. Probablemente tendría que salir con ella un par de veces antes de conquistarla. Bueno, esto resolvía la cuestión: no podía ser este mes… pues andaba escaso de dinero. Espérame, Penfield. Ya volverás; morirán otros enfermos y tú vendrás con ellos.
—Gracias, doctor.
Sonrió y dio media vuelta. Aquello podría arreglarse; estaba seguro. La llamó:
—No deje de traérnoslos. Necesitamos hacer práctica.
Otra vez la gastada chanza, la ligereza defensiva ante la muerte.
Elaine Penfield salió detrás del ordenanza. Había terminado su viaje, se había rendido culto a la tradición, se había prestado el servicio extraordinario y no solicitado. Ahora su deber volvía a llamarla junto a los enfermos, junto a los vivos. Tenía la impresión de que el doctor McNeil había estado a punto de proponerle algo. Sería otro día.
Mientras George Rinne colocaba un tarugo de madera debajo del cuello del difunto y estiraba los brazos a los lados, McNeil empezó a sacar los instrumentos que necesitaba para la autopsia. Bisturíes, costotomos, pinzas, la sierra mecánica para el cráneo… Todo muy limpio —Rinne era un trabajador concienzudo—, pero no esterilizado como habría estado en los quirófanos cuatro pisos más arriba. Allí no había por qué preocuparse de no contagiar al paciente; sólo los patólogos necesitaban tomar precauciones consigo mismos.
George Rinne miró interrogador a McNeil, y el residente asintió con un movimiento de cabeza.
—Puedes llamar al despacho de las enfermeras, George. Diles que ya pueden bajar las estudiantes. Y avisa al doctor Pearson que estamos preparados.
—Sí, doctor.
Rinne salió, obedeciendo. McNeil, como médico residente de patología, tenía autoridad aunque su sueldo no era mucho mayor que el del propio conserje. Sin embargo, tardaría poco en aumentar aquella diferencia. Con tres años y medio de residencia que llevaba, sólo otros seis meses le separaban del momento en que podría solicitar su inclusión en la plantilla como patólogo. Entonces podría empezar a pensar en los cargos de veinte mil dólares al año, puesto que, afortunadamente, la demanda de patólogos seguía siendo superior a la oferta. Y ya no tendría que preocuparse de si podía o no invitar a la enfermera Penfield… o a otras.
Roger McNeil sonrió interiormente al pensar aquello, aunque no lo reflejó en su semblante. Los que tenían que tratar con McNeil lo tenían por huraño, cosa que era a veces, y por hombre desprovisto de sentido del humor, cosa que no era. En realidad, le costaba hacer amistad con los hombres; pero en cambio las mujeres lo encontraban atractivo, circunstancia que no había tardado en descubrir y que no había desaprovechado. Cuando estaba de interno, sus colegas no habían llegado a entenderlo. McNeil, el macilento y rumión personaje de la celda común, había tenido grandes éxitos con una serie de estudiantes de enfermera, mientras otros, que blasonaban de sus dotes de conquistadores, habían fracasado.
La puerta de la sala de autopsias se abrió de golpe y Mike Seddons entró en tromba. Seddons era cirujano residente, desfinado temporalmente en Patología, y siempre parecía moverse a impulsos de un vendaval. Su pelo rojo se erizaba aquí y allá, como si un viento interior se empeñara en no dejarlo nunca tranquilo.
Su cara aniñada y franca se mostraba siempre plegada por una sonrisa amistosa. McNeil consideraba a Seddons un exhibicionista, aunque había que decir en su favor que se había mostrado mucho mejor dispuesto para la patología que muchos de los otros cirujanos residentes que McNeil había conocido.
Seddons miró el cadáver de encima de la mesa.
—¡Ah, más trabajo!
McNeil le indicó el legajo de papeles y Seddons lo tomó. Preguntó:
—¿De qué ha muerto? —Y añadió, al leer—: Trombosis coronaria, ¿eh?
—Esto es lo que dice —respondió McNeil.
—¿Vas a hacerlo tú?
El residente sacudió la cabeza.
—Viene Pearson.
Seddons lo miró, curioso.
—¿El jefe en persona? ¿Qué tiene este caso de particular?
—Nada especial. —McNeil sujetó un formulario de autopsias en una tablilla con un clip—. Vienen algunas estudiantes de enfermera a presenciarlo. Supongo que querrá impresionarlas.
—¡Una representación por el alto mando! —dijo Seddons, con un guiño—. Esto tengo que verlo.
—En tal caso puedes también trabajar. —McNeil le pasó la tablilla—. Llena algo de eso, ¿quieres?
—¡Claro! —Seddons tomó la tablilla y empezó a tomar notas sobre las particularidades del cadáver. Mientras trabajaba, hablaba para sí—: He aquí una clara cicatriz de apéndice. Pequeño lunar en el brazo izquierdo. —Movió el brazo hacia un lado—. Dispénseme, viejo. —Tomó una nota—. Ligera rigidez. —Movió los párpados y escribió—: Pupilas redondas, 0,3 cm diámetro. —Tiró de la mandíbula ya contraída—. Echémosle un vistazo a los dientes Desde el corredor llegó un ruido de pies. Después se abrió la puerta y asomó una enfermera, a quien McNeil reconoció como una de las maestras de la escuela. Dijo:
—Buenos días, doctor.
Detrás de ella había un grupo de jóvenes estudiantes.
—Buenos días. —El residente invitó—: Pueden pasar.
Las estudiantes cruzaron el umbral. Eran seis, y todas, al entrar, dirigieron una mirada nerviosa al cuerpo que reposaba en la mesa. Seddons sonrió:
—Apresúrense, muchachas. Tenemos las mejores localidades.
Seddons paseó una mirada experta sobre el grupo. Había dos a las que no había visto nunca; una de ellas la trigueña. La miró por segunda vez. Efectivamente, aunque disimulado por el espartano uniforme de estudiante, allí había algo notable. Aparentando indiferencia, cruzó la sala de autopsias y, al volver, se las ingenió para situarse entre la muchacha que le había llamado la atención y el resto del grupo. Le dedicó una sonrisa y le dijo en voz baja:
—No recuerdo haberla visto nunca antes.
—Llevo aquí el mismo tiempo que las otras chicas. —Lo miró con franqueza y curiosidad, y luego añadió, burlona—: Pero me han dicho que los médicos nunca reparan en las estudiantes de primer año.
Él fingió reflexionar.
—Bueno, ésta es la norma general. Pero a veces hacemos excepciones… que dependen de la estudiante, naturalmente. —Poniendo ojos de cándida admiración, añadió—: A propósito, me llamo Mike Seddons.
—Y yo Vivian Loburton —dijo ella, y rió.
Luego, sorprendiendo una mirada de reproche de la instructora, se contuvo bruscamente. A Vivian le había gustado el aspecto del médico pelirrojo, pero no estaba bien que hablaran y bromearan en aquel lugar. Después de todo, el hombre de la mesa estaba muerto. Acababa de morir, según le habían dicho arriba; ésta era la razón de que ella y otras estudiantes hubiesen interrumpido su trabajo para presenciar la autopsia. La palabra «autopsia» le hizo pensar de nuevo en lo que iba a producirse allí. Se preguntó cómo reaccionaría, y antes de empezar se sintió inquieta. Suponía que, como enfermera, acabaría acostumbrándose a la muerte, pero de momento era una experiencia nueva y bastante temible.
Se oyeron pasos en el corredor. Seddons le tocó un brazo y murmuró:
—Ya seguiremos hablando… pronto.
Entonces se abrió la puerta y las estudiantes se echaron atrás, respetuosas, al entrar el doctor Joseph Pearson. Él las saludó con un seco «Buenos días», y, sin esperar la respuesta murmurada entre dientes, se dirigió a un armario, se quitó la chaqueta blanca e introdujo los brazos en las mangas de una bata que había sacado de la alacena. Pearson le hizo una seña a Seddons, y éste se acercó y le ató las cintas de la espalda. Después, los dos, como una pareja bien adiestrada, se fueron al lavabo, donde Seddons vertió polvos de un tarro en las manos de Pearson, sosteniendo después un par de guantes de goma en los que el viejo introdujo los dedos. Todo esto se había realizado en silencio. Finalmente, Pearson levantó un poco el cigarro y gruñó:
—Gracias.
Se aproximó a la mesa y, tomando la tablilla que Seddons le ofrecía, comenzó a leer, olvidando aparentemente todo lo demás. Hasta entonces Pearson no había mirado siquiera el cuerpo tendido sobre la mesa. Al observar disimuladamente aquella representación, mientras él se acerca a su vez, se le ocurrió a Seddons pensar que aquello se parecía a la entrada del director de una orquesta sinfónica. Lo único que faltaba eran los aplausos.
Una vez digerida la historia clínica, Pearson examinó el cadáver, cotejando sus observaciones con las notas que había tomado Seddons. Después dejó la tablilla y, quitándose el cigarro de la boca, se dirigió a las enfermeras que estaban de pie al otro lado de la mesa:
—Tengo entendido que es ésta la primera vez que asisten a una autopsia.
—Sí, señor —o—: Sí, doctor —murmuraron las jóvenes. Pearson asintió con la cabeza.
—Entonces les diré que soy el doctor Pearson, patólogo de este hospital. Estos caballeros son el doctor McNeil, médico residente de patología, y el doctor Seddons, cirujano residente, en su tercer año… —Se volvió a Seddons—. ¿Es así, Mike?
Seddons sonrió.
—Exacto, doctor Pearson.
Pearson continuó:
—… en su tercer año de residencia, y que nos honra colaborando una temporada en Patología. —Lanzó una mirada a Seddons—. El doctor Seddons podrá en breve plazo ejercer la cirugía contra un público que nada sospecha.
Dos de las muchachas se rieron; sonrieron las otras. Seddons hizo un guiño; aquello le divertía. Pearson nunca perdía una ocasión de zaherir a los cirujanos y a la cirugía, probablemente con sus buenas razones… En cuarenta años de patología el viejo debía de haber descubierto a muchos cirujanos de cuidado. Miró de soslayo a McNeil. El residente tenía el ceño fruncido. «No le ha parecido bien —pensó Seddons—; Mac quiere a la patología de buena fe». Pearson seguía hablando:
—Se ha definido a menudo el patólogo como el médico al que el paciente apenas ve. Sin embargo, pocos departamentos de un hospital contribuyen más al bien del paciente, «Ahora viene la propaganda» —pensó Seddons—, y las frases siguientes de Pearson demostraron que tenía razón. —La patología analiza la sangre del enfermo, examina sus excrementos, averigua el origen de sus males, manifiesta si un tumor es maligno o benigno. La patología es consejera del médico del paciente, y cuando a veces fallan todos los recursos médicos…—. Pearson hizo una pausa, miró significativamente el cuerpo de George Andrew Dunton, y los ojos de las enfermeras siguieron su mirada—… es el patólogo quien formula el último diagnóstico.
Pearson hizo una nueva pausa. «¡Qué soberbio actor es el viejo! —pensó Seddons—. ¡Qué naturalidad y qué tupé!». Ahora Pearson señalaba algo con el cigarro.
—Quiero llamar su atención —decía a las enfermeras— sobre unas palabras que leerán en las paredes de muchas salas de autopsia. —Los ojos de ellas siguieron la dirección de su dedo hasta una máxima encuadrada en un marco, regalo de una fábrica de instrumentos científicos: «Mortui Vivos Docent». Pearson leyó el latinajo en voz alta y tradujo—: Los muertos enseñan a los vivos. —Volvió a mirar el cadáver—. Y esto es lo que vamos a ver ahora. Ese hombre, aparentemente —e hizo hincapié en la palabra «aparentemente»—, ha muerto de trombosis coronaria. Por la autopsia sabremos si esto es cierto.
Dicho lo cual, Pearson dio una fuerte chupada a su cigarro, y Seddons, conocedor de lo que vendría, se acercó más. Él podía no ser más que un comparsa en aquella comedia, pero estaba decidido a no tener ni un fallo. Pearson exhaló una nube de humo azul y tendió el cigarro a Seddons, que lo tomó y fue a dejarlo lejos de la mesa. Después Pearson examinó los instrumentos que tenía delante y eligió un bisturí. De una ojeada calculó el lugar donde debía cortar, y después, rápida, limpia, profundamente, aplicó la afilada hoja de metal.
McNeil observaba disimuladamente a las estudiantes de enfermera. «Una autopsia —pensó— no es nunca recomendable a los débiles de corazón, pero incluso para los que tienen experiencia, la primera incisión es a veces difícil de soportar. Hasta este momento, el cuerpo que yace sobre la mesa conserva al menos una semejanza física con los vivos. Pero después de la cuchillada ya no es posible hacerse ilusiones. Aquello ya no es un hombre, una mujer, un niño, sino sólo carne y huesos; algo que se parece a la vida, pero desprovisto de vida. Es la última verdad, el fin a que todo debe llegar. Es la culminación del Viejo Testamento: “Eres polvo, y volverás al polvo”».
Con la destreza, facilidad y rapidez nacidas de la larga experiencia, Pearson comenzó la autopsia con una profunda incisión en forma de «Y».
Con dos fuertes golpes de bisturí, trazó las dos ramas de la «Y» partiendo de los hombros y juntándolas en la base del pecho. Partiendo de este punto, cortó hacia abajo, abriendo el vientre desde el pecho al aparato genital. Se oyó como un susurro, casi como si se rasgara algo, al correr el bisturí y separarse la carne, poniendo al descubierto una capa de grasa amarilla bajo la superficie.
Como seguía mirando a las estudiantes, McNeil observó que dos de ellas se habían puesto mortalmente pálidas, mientras una tercera había ahogado un grito y se había vuelto de espaldas; las otras tres seguían la operación estoicamente. El residente se fijó en las pálidas; no era extraño que una enfermera se desmayara en la autopsia. Pero esas seis parecía que lo aguantarían bien; el color empezaba a volver a las mejillas de las que habían palidecido, y la otra muchacha estaba otra vez de frente, aunque se tapaba la boca con un pañuelo. McNeil les dijo, en voz baja:
—Si alguna de ustedes quiere salir unos minutos, puede hacerlo. La primera vez siempre es un poco difícil.
Ellas le miraron agradecidas, pero ninguna se movió. McNeil sabía que algunos patólogos no dejaban entrar a las enfermeras a una autopsia hasta después de practicada la primera incisión. Pearson, sin embargo, no creía en esas medidas de prudencia. Pensaba que tenían que verlo todo desde el principio, y en esto McNeil le daba la razón. Una enfermera tenía que ver muchas cosas desagradables: llagas, miembros mutilados, gangrenas, intervenciones quirúrgicas; cuanto antes aprendiera a ver y a oler la medicina, mejor para todos, incluso para ella misma.
Al rato McNeil se puso también sus guantes y empezó a trabajar al lado de Pearson. Por aquel entonces, con rápidos movimientos, el viejo había separado la piel del pecho, echándola hacia atrás, y, desprendiendo la carne con un bisturí de gran tamaño, dejó las costillas, se abrió paso en la caja torácica, y descubrió el pericardio y los pulmones. Los guantes, los instrumentos y la mesa empezaban ya a cubrirse de sangre. Seddons, también enguantado, trabajaba al otro lado de la mesa, en la cavidad abdominal. Fue a buscar un cubo, y extrajo el estómago y los intestinos, que depositó en aquél después de un breve examen Empezó a sentirse olor. Después, Pearson y Seddons, conjuntamente, ligaron y cortaron las arterias, para que el de la funeraria no tuviera dificultades cuando fuera a embalsamar el cadáver. Tomando un tubito de un estante, encima de la mesa, Seddons tiró del émbolo y aspiró sangre de la que se había derramado por el abdomen, y, después de una señal de asentimiento por parte de Pearson, hizo lo mismo con la sangre del pecho.
Entretanto, McNeil trabajaba en la cabeza. Primero hizo una incisión en la parte posterior del cráneo, partiendo de detrás de ambas orejas y cortando un poco por encima del borde de los cabellos, de forma que la señal quedara oculta si la familia volvía a ver el cadáver. Después, empleando toda la fuerza de sus dedos, arrancó todo el cuero cabelludo y lo dejó colgando sobre la frente, tapando los ojos. Todo el cráneo había quedado al descubierto y McNeil tomó la sierra eléctrica que estaba ya enchufada. Antes de accionar el conmutador, miró a las estudiantes de enfermera y vio que lo observaban con una mezcla de incredulidad y de horror.
«Calma, muchachas —pensó—; dentro de unos minutos lo habréis visto todo».
Pearson extraía cuidadosamente el corazón y los pulmones cuando McNeil aplicó la sierra a la bóveda craneana. El chirrido metálico de la rueda dentada al morder el hueso del cráneo sonó lúgubremente en la silenciosa estancia. Al levantar los ojos, vio que la muchacha del pañuelo se tambaleaba; esperó que, si iba a vomitar, no lo haría allí. Siguió accionando la sierra hasta que se desprendió la bóveda del cráneo. Dejó la sierra a un lado. George Rinne quitaría de ella la sangre al limpiar más tarde los instrumentos. McNeil levantó el hueso, dejando al descubierto la lisa membrana que cubría el cerebro. Miró de nuevo a las enfermeras. Aguantaban bastante bien; si podían soportar esto, aguantarían cualquier cosa.
Una vez removida la porción ósea del cráneo, McNeil tomó unas tijeras afiladas y abrió la ancha vena —el seno longitudinal superior— que corría de delante a atrás por el centro de la membrana. Brotó la sangre, salpicando las tijeras y los dedos. La sangre era fluida, observó; no había señales de trombosis. Examinó minuciosamente la membrana; después la corló y la levantó para descubrir la masa encefálica. Empleando un bisturí, separó el cerebro del cordón espinal y lo desprendió. Seddons se aproximó a él, con una cubeta de cristal llena de formol, y McNeil depositó en ella el cerebro con cuidado.
Al observar a McNeil, sus manos firmes y hábiles, Seddons se preguntó una vez más qué discurriría la mente del residente de patología. Conocía a McNeil desde hacía dos años; primero, como compañero de residencia, aunque superior a él en la organización piramidal del establecimiento; después, más íntimamente, durante los meses que él llevaba en patología. La patología había interesado a Seddons; se alegraba, empero, de no haber elegido aquella especialidad. Nunca había dudado de su vocación por la cirugía, y se alegraba de volver a ella dentro de unas semanas. En contraste con este reino de los muertos, el quirófano pertenecía a los vivos; era algo que palpitaba y vivía; había en él una poesía del movimiento, un sentido de realización que sabía que aquí no podría encontrar jamás. Cada cual a lo suyo —pensó—; la patología, para los patólogos.
En la patología había aún algo más. Uno se exponía a perder el sentido de la realidad, la noción de que la medicina es de y para los seres humanos. Ese cerebro, por ejemplo… Seddons experimentó la viva impresión de que, sólo unas horas antes, era el centro intelectivo de un hombre. Había sido coordinador de los sentidos: tacto, olfato, vista, gusto. Había pensado y conocido el amor, el miedo, el triunfo. Ayer, posiblemente incluso hoy, podía enviar lágrimas a los ojos o saliva a la boca. Había observado que el difunto era ingeniero de profesión. Éste, pues, era un cerebro que empleaba las matemáticas, calculaba las fuerzas, proyectaba sistemas de construcción, tal vez había edificado casas, trazado una carretera, construido una presa o una catedral… Legados todos de este cerebro para que vivieran y los utilizaran otros seres humanos. Pero ¿qué era ahora este cerebro? Sólo una masa de tejidos puestos en adobo y destinada a ser cortada, examinada e incinerada.
Seddons no era creyente. Entendía que, cuanto más avanzaban el conocimiento, la ciencia, la reflexión, tanto más improbables se hacían las religiones. Pero creía en lo que, a falta de mejores frases, designaba como «la chispa de la humanidad, el credo del individuo». Desde luego, como cirujano que era, no siempre tendría que tratar con individuos; no conocería siempre a sus pacientes, e incluso, cuando los conociera, los olvidaría al concentrarse en los problemas de la técnica. Pero hacía tiempo que se había hecho el propósito de no olvidar nunca que en cada caso había un paciente, un individuo. En sus años de práctica, Seddons había visto como otros se encerraban en el capullo del aislamiento personal, como salvaguardia contra el contacto estrecho con el paciente individuo. A veces era una medida de defensa, un deliberado aislamiento de las emociones personales y de los compromisos personales. Sin embargo, él se sentía lo bastante fuerte para seguir su camino sin aislarse. Es más, para evitarlo mejor, se imponía a veces la tarea de hablar consigo mismo, tal como estaba haciendo ahora. Tal vez habría sorprendido a algunos de sus amigos, que consideraban a Mike Seddons un alegre extravertido, conocer alguno de los pensamientos que rumiaba su mente. Aunque tal vez no. La mente, el cerebro, o como quiera llamársele, es una máquina que escapa a todo pronóstico.
¿Y McNeil? ¿Sentía algo, o también se había formado una concha alrededor del residente de patología? Seddons lo ignoraba, pero sospechaba que la concha existía. ¿Y Pearson? Sobre éste no le cabía la menor duda. Joe Pearson era frío y clínico hasta la medula. A pesar de su exhibicionismo, los años de patología lo habían congelado. Seddons contempló al viejo. Había extraído el corazón y lo estaba examinando cuidadosamente. Se volvió a las estudiantes para enfermeras.
—La historia clínica de ese hombre nos dice que hace tres años sufrió un primer ataque de trombosis coronaria y que el segundo ataque se produjo a principios de esta semana. Por consiguiente, examinaremos ante todo las arterias coronarias.
Mientras las enfermeras observaban atentamente, Pearson abrió delicadamente las arterias del músculo cardíaco.
—Por aquí deberíamos descubrir la zona de la trombosis… Sí, aquí está.
Señaló un punto con el extremo de una sonda de metal. En la rama principal de la arteria coronaria izquierda, a una pulgada de su origen, había descubierto un coágulo pálido de media pulgada. Lo acercó a las muchachas para que lo vieran.
—Ahora examinaremos el corazón.
Pearson colocó el órgano sobre una tabla de disección y lo cortó por el centro con un bisturí. Después abrió, examinó las dos secciones y con un ademán ordenó a las enfermeras que se acercaran más. Ellas avanzaron, vacilantes.
—¿Ven esa zona cicatrizal del músculo? —Pearson señaló unas hebras de tejido fibroso blanco en el corazón, y las enfermeras se inclinaron sobre la roja cavidad para verlo más de cerca—. Ésta es la prueba del ataque de hace tres años; un antiguo infarto cicatrizado. —Pearson hizo una pausa y prosiguió—: Las señales del último ataque las tenemos en el ventrículo izquierdo. Adviertan la zona pálida central, rodeada de una zona hemorrágica. —Y señaló una pequeña mancha de color rojo oscuro, pálida en su centro, en contraste con el tejido rojo pálido del resto del músculo cardíaco.
Pearson se volvió al cirujano residente.
—¿Está de acuerdo, doctor Seddons, en que el diagnóstico de muerte por trombosis coronaria parece plenamente confirmado?
—Sí, doctor —respondió Seddons cortésmente.
No había duda, pensó. Un pequeño coágulo de sangre, no mucho más grueso que un spaguetti; he aquí lo que bastaba para enviarle a uno al otro mundo. Observó cómo el patólogo dejaba a un lado el corazón.
Vivian estaba ahora más serena. Tenía la convicción de haberse dominado. Al principio, cuando vio que la sierra partía el cráneo del hombre, había sentido que la sangre se le iba de la cabeza y que flaqueaban sus sentidos. Sabía que había estado a punto de desmayarse, y que había decidido aguantar. Sin motivo alguno, había recordado de pronto un incidente de su infancia. Durante unas vacaciones, en los bosques de Oregón, su padre había caído sobre la hoja de un cuchillo de caza, malhiriéndose una pierna. Sorprendentemente, en un hombre de su fortaleza, se había desmayado a la vista de la propia sangre; mientras que su madre, más acostumbrada a permanecer en casa que a correr por los bosques, se había mostrado de pronto valerosa. Había confeccionado un torniquete, conteniendo la sangre, y había enviado a Vivian a buscar ayuda. Después, mientras trasladaban a su padre por el bosque en una camilla de ramas improvisada, había aflojado el torniquete cada media hora para conservar la circulación, apretándolo de nuevo para contener la hemorragia. Posteriormente habían dicho los médicos que ella había salvado la pierna de ser amputada. Vivian había olvidado hacía tiempo aquel incidente, pero el recordarlo ahora le había dado fuerzas. Y se convenció de que en lo sucesivo no sería problema para ella el presenciar autopsias.
—¿Alguna pregunta? —dijo el doctor Pearson.
Vivian tenía una.
—Los órganos…, los que sacan del cuerpo… ¿Qué hacen con ellos, por favor?
—Los guardaremos probablemente una semana. Me refiero al corazón, pulmones, estómago, riñones, hígado, páncreas, bazo y cerebro. Después haremos un examen de conjunto cuyos resultados serán anotados. Examinaremos al mismo tiempo las vísceras procedentes de otras autopsias… Probablemente, de seis a doce casos en total.
A Vivian le pareció aquello muy frío e impersonal. Pero tal vez era el resultado de hacer siempre lo mismo. Involuntariamente se estremeció. Tropezó con la mirada de Mike Seddons, y éste le dedicó una ligera sonrisa. Ella se preguntó si se estaría burlando o si querría hacerse simpático. No estaba segura. Ahora otra de las muchachas hacía una pregunta. Parecía inquieta, casi asustada de hacerla.
—Entonces… el cuerpo… ¿se entierra… tal como está?
La pregunta era vieja.
Pearson respondió:
—Según. En los centros de enseñanza como éste, generalmente se hacen después de la autopsia más estudios que en los hospitales no docentes. En el nuestro, sólo la envoltura del cuerpo pasa a los enterradores. —Y añadió, como recordando algo—: No nos agradecerían que volviéramos a poner las vísceras en su sitio. Serían un estorbo para el embalsamamiento.
Esto era verdad, pensó McNeil. Tal vez no era la manera más amable de expresarlo, pero era la verdad a fin de cuentas. A menudo se había preguntado si los familiares y los otros que acudían a los entierros sabían lo poco que quedaba de un cuerpo después de la autopsia. Después de una como ésta, y dependiendo también del trabajo acumulado en el departamento de patología, podían pasar semanas antes de que se dispusiera definitivamente de las vísceras, y aun entonces sólo pequeñas muestras de las mismas se guardaban indefinidamente.
—¿No hay nunca excepciones?
La estudiante que hacía las preguntas era perseverante. Sin embargo, Pearson no parecía molesto. Tal vez era uno de sus días de paciencia, pensó McNeil. El viejo los tenía de vez en cuando.
—Sí que las hay —respondió—. Antes de practicar ninguna autopsia debemos obtener el permiso de la familia del difunto. Algunas veces la autorización es ilimitada, como en este caso, y entonces podemos examinar todo el cuerpo y la cabeza. Otras veces el permiso es limitado. Por ejemplo, la familia puede pedir que se deje intacto el cráneo. Cuando esto ocurre, nosotros, en este hospital, respetamos su deseo.
—Gracias, doctor.
Por lo visto la muchacha había quedado satisfecha, fuese cual fuera la razón de sus preguntas. Pero Pearson no había terminado.
—A veces tropezamos con casos en que, por motivos religiosos, las vísceras tienen que ser enterradas con el cuerpo. En tales ocasiones, por supuesto, atendemos la petición.
—¿Y los católicos? —Era otra de las muchachas la que preguntaba—. ¿Hacen hincapié en esto?
—La mayoría, no; pero hay algunos hospitales católicos que sí. Esto dificulta la labor del patólogo… generalmente.
Al añadir la última palabra, Pearson dirigió una mirada irónica a McNeil. Ambos sabían lo que pensaba Pearson. Uno de los hospitales católicos más importantes de la ciudad tenía establecida la norma de que las vísceras de todos los cadáveres a los que se hiciera la autopsia tenían que ser devueltas al cuerpo para el entierro. Pero a veces se practicaba algún ligero escamoteo. El atareado departamento de patología de aquel hospital tenía a menudo a mano un juego de vísceras de recambio. Así, cuando se hacía una autopsia, los órganos extraídos eran reemplazados por los de recambio, y el cadáver podía ser enterrado y el último juego de vísceras examinado con calma. Estos órganos, a su vez, servían para el cadáver siguiente. Los patólogos siempre llevaban un tanto de ventaja.
McNeil sabía que Pearson, aunque no era católico, censuraba aquel procedimiento. Y, se pensara lo que se quisiera del viejo, siempre insistía que las condiciones de los permisos de autopsia se observaran en su letra y en su espíritu. Había una frase, empleada a veces al llenar los impresos oficiales, que rezaba: «Limitada a la incisión abdominal». Algunos patólogos que conocía, realizaban una autopsia completa a base de aquella sola incisión. Como había oído decir a uno de ellos: «Con una incisión abdominal, si uno se lo propone, puede hurgar hacia arriba y coger lo que quiera, incluso la lengua». Pearson —McNeil pensaba en su honor— nunca permitiría tal cosa, y una «incisión abdominal» en el Tres Condados significaba el solo examen del abdomen.
Pearson había vuelto a fijar su atención en el cadáver.
—Ahora seguiremos examinando… —Se interrumpió y se inclinó para mirar. Tomó un bisturí y tentó débilmente. Después emitió un gruñido de interés.
—McNeil, Seddons, vean esto.
Pearson se hizo a un lado y el residente de patología se inclinó sobre la zona que aquél había estado observando. Asintió con la cabeza. La pleura, la membrana normalmente brillante y transparente que cubre los pulmones, presentaba una tupida red de cicatrices, un tejido fibroso denso y blanquecino. Era un síntoma de tuberculosis; si era antigua o reciente lo sabrían dentro de un momento. Se apartó para que lo viera Seddons.
—Palpe los pulmones, Seddons —dijo Pearson—. Supongo que encontrará en ellos la prueba.
El residente de cirugía tentó los pulmones, pinchando con los dedos. Las cavernas bajo la superficie se manifestaban al punto. Miró a Pearson y movió la cabeza asintiendo. McNeil se acercó a los papeles que contenían la historia clínica. Empleó un bisturí limpio para pasar las páginas a fin de no mancharlas.
—¿Se le hizo examen radioscópico al ingresar? —preguntó Pearson.
El residente sacudió la cabeza.
—El enfermo estaba inconsciente. Hay una nota que dice que no se hizo.
—Haremos un corte vertical, a ver lo que vemos.
Pearson se había dirigido de nuevo a las enfermeras al volver a la mesa. Extrajo los pulmones e hizo un limpio corte en el centro de uno de ellos. Allí estaba, inconfundible: tuberculosis fibrocaseosa, en estado avanzado. El pulmón tenía el aspecto de un panal, como un conjunto de pelotas de ping-pong, y, hacia el centro, una excrecencia purulenta y diabólica, cuyo mortal designio sólo el corazón había podido adelantar.
—¿Lo ven?
Seddons respondió:
—Sí. Parece como si eso y el corazón se hubiesen jugado la vida del paciente a cara o cruz.
—La muerte siempre es un juego de cara o cruz. —Pearson miró a las enfermeras—. Este hombre padecía una tuberculosis en grado avanzado. Como ha observado el doctor Seddons, le habría matado muy pronto. Probablemente, ni él ni su médico habían advertido su presencia.
Pearson se descalzó los guantes y empezó a quitarse la bata. «La representación ha terminado», pensó Seddons. Los comparsas y los empleados limpiarían el escenario. McNeil y el residente colocarían las vísceras principales en un cubo, marcado con el número del caso. El resto volvería a introducirse en el cuerpo y, en caso necesario, se añadirían trapos viejos para llenar las cavidades. Después lo coserían de cualquier manera, con una aguja gruesa, porque la zona en que habían trabajado quedaría cubierta decorosamente por la mortaja al introducir el cadáver en el ataúd. Finalmente, después de coserlo, meterían el cuerpo en la cámara frigorífica en espera de los enterradores.
Pearson se había puesto la chaqueta blanca que llevaba al entrar en la sala de autopsias y estaba encendiendo un nuevo cigarro. Era típico en él el ir dejando por todo el hospital un rastro de cigarros a medio fumar, que generalmente otros cuidaban de depositar en los ceniceros. Se dirigió a las enfermeras:
—En el decurso de su carrera —les dijo— verán morir algunos de sus enfermos. En tales casos hay que solicitar del más próximo pariente el permiso para la autopsia. A veces lo hará el médico; otras, tendrán que hacerlo ustedes. En ocasiones tropezarán con resistencia. Es duro para cualquiera sancionar, incluso después de la muerte, la mutilación de un ser querido. Es algo muy comprensible. Pearson hizo una pausa. Por un instante, Seddons pensó si tendría que rectificar su opinión sobre el viejo. ¿Sería posible que hubiese en él algo sentimental y humanitario?
—Cuando tengan que convencer a alguien —prosiguió Pearson— de la necesidad de la autopsia, espero que recuerden lo que han visto hoy y lo citen como ejemplo.
Su cigarro tiraba ya perfectamente, y con él señaló otra vez la mesa.
—Este hombre ha sido tuberculoso durante muchos años. Es posible que haya contagiado a alguno de los que lo rodeaban: su familia, sus compañeros de trabajo, incluso alguien de este hospital. Si no se hubiese practicado la autopsia, alguna de aquellas personas podría incubar la tuberculosis sin que nadie lo sospechara hasta que fuese ya, como en este caso, demasiado tarde.
Dos de las estudiantes se apartaron instintivamente de la mesa aquélla.
Pearson sacudió la cabeza.
—Lógicamente, no corremos aquí ningún peligro de contagio. La tuberculosis es una enfermedad del aparato respiratorio. Pero, gracias a lo que hemos visto hoy, aquellas personas que han tenido trato frecuente con este hombre serán sometidas a observación y a revisiones periódicas durante varios años.
Para su propia sorpresa, Seddons se sintió impresionado por las palabras de Pearson. «Sus frases suenan bien —pensó—; y, lo que es más, las cree». Y descubrió que en aquel momento le tenía simpatía al viejo.
Como si hubiese leído el pensamiento de Seddons, Pearson miró al residente cirujano y dijo, con burlona sonrisa:
—La patología también tiene sus victorias, doctor Seddons.
Saludó a las enfermeras con un movimiento de cabeza y se marchó, dejando a su espalda una nube de humo.