Doce

Frente a la puerta principal del Hospital Tres Condados, el doctor Coleman se detuvo para mirar a su alrededor. Eran poco más de las ocho de la mañana cálida de mediados de agosto, preludio de un día tórrido y bochornoso. En aquel momento había poco movimiento a la entrada del hospital. Además de él mismo, sólo se veía un mozo que limpiaba con una manguera parte del atrio, y una enfermera de edad mediana que acababa de apearse del autobús al otro lado de la calle. La actividad del hospital, presumió, no empezaría hasta dentro de una hora o cosa así.

David Coleman examinó la manzana de edificios que constituía el Tres Condados. Desde luego, pensó, no podía acusarse a los que habían construido el hospital de gastar dinero en arrequives de estética. La arquitectura era estrictamente utilitaria; las paredes, de ladrillo sin ninguna clase de adornos, producían el efecto de una serie de rectángulos convencionales formados por muros, puertas y ventanas. Sólo cerca de la entrada principal variaba el estilo gracias a una sola lápida con esta inscripción: «Fundado por el Ilmo. Sr. Alcalde Hugo Stouting. Abril 1918». Mientras subía la escalera de la entrada, David Coleman se preguntó qué clase de hombre había sido el olvidado dignatario.

Carl Bannister estaba arreglando unos papeles en la mesa del doctor Pearson cuando Coleman llamó y entró en el despacho del patólogo.

—Buenos días.

Sorprendido, el jefe técnico del laboratorio levantó la mirada. No era corriente recibir visitas a esa hora. La mayoría de los que frecuentaban el hospital sabían que Joe Pearson raras veces llegaba antes de las diez.

—Buenos días.

Devolvió el saludo con bastante brusquedad. Bannister nunca estaba de buen humor a primeras horas de la mañana. Preguntó:

—¿Busca usted al doctor Pearson?

—En cierto modo, sí. Hoy es mi primer día de trabajo en este hospital. —Y viendo el sobresalto del otro, añadió—: Soy el doctor Coleman.

Su declaración, pensó Coleman, produjo el mismo efecto que si hubiese disparado un petardo contra una gallina. Bannister dejó los papeles apresuradamente y acudió casi corriendo, echando chispas por la calva.

—Oh, discúlpeme, doctor. No le he reconocido. Sabía que vendría usted, pero no pensé que lo hiciera tan temprano.

—El doctor Pearson me espera —dijo Coleman, con calma—. ¿Está por aquí?

Bannister pareció asombrado.

—Es demasiado temprano para él. Tardará un par de horas en llegar.

En su cara se pintó una sonrisa confidencial que parecía decir: Supongo que usted observará el mismo horario cuando deje de ser un novato aquí.

—Ya.

Mientras Coleman miraba a su alrededor, Bannister recordó que había omitido algo y dijo:

—A propósito, doctor, me llamo Carl Bannister, y soy jefe técnico del laboratorio. —Y con estudiada amabilidad, añadió—: Espero que nos veremos a menudo.

Bannister solía mostrarse prudente con los que tenían más autoridad que él.

—Así lo espero.

Coleman no estaba muy seguro de que aquella perspectiva le complaciera demasiado. Pero estrechó la mano de Bannister y buscó con los ojos un lugar donde colgar el ligero impermeable que había traído consigo; el parte meteorológico anunciaba chubascos tormentosos durante el día. Una vez más se apresuró Bannister a mostrarse amable y servicial.

—Permita que cuelgue su impermeable.

Tomó una percha metálica, colgó la prenda y la colocó cuidadosamente en un perchero, junto a la puerta.

—Gracias —dijo Coleman.

—De nada, doctor. ¿Quiere que le enseñe los laboratorios?

Coleman vaciló. Tal vez debía esperar al doctor Pearson. Por otra parte, dos horas eran mucho tiempo para estarse allí sentado, cuando podía aprovecharlas para hacer algo. A fin de cuentas, los laboratorios constituirían su dominio. Contestó:

—Ya vi parte de los laboratorios con el doctor Pearson cuando estuve aquí hace unas semanas. Pero echaré otro vistazo si no está usted demasiado ocupado.

—Bueno, el caso es que aquí siempre lo estamos, doctor. Pero tendré mucho gusto en brindarle un poco de mi tiempo. Será un placer para mí.

La mente de Bannister era extraordinariamente transparente.

—Por aquí, tenga la bondad.

Bannister abrió la puerta del gabinete de serología y se apartó a un lado para que entrara Coleman. Alexander, que no había visto a Bannister después de su discusión de la noche anterior, desvió la mirada de la centrifugadora en que acababa de poner una muestra de sangre.

—Doctor, ése es John Alexander, que precisamente comienza a trabajar aquí. —Parecía disfrutar con su papel de guía. Añadió, dándoselas de gracioso—: Tiene todavía el pelo de la dehesa; bueno, de la escuela de tecnología, ¿verdad, amigo John?

—Cuando usted lo dice… —respondió Alexander, un poco molesto por la confianza, pero no queriendo mostrarse rudo.

Coleman fue a su encuentro, tendiéndole la mano.

—Soy el doctor Coleman.

Al corresponder a su saludo, Alexander preguntó con interés:

—¿Es usted el nuevo patólogo, doctor?

—El mismo.

Coleman miró en torno. Como había advertido ya en su primera visita, comprendió que allí había que hacer no pocos cambios. Bannister, dijo, expansivo:

—Véalo todo, doctor…, y diga lo que necesita.

—Gracias. —Y, volviéndose a Alexander, preguntó—: ¿Qué está haciendo?

—Una sensibilización de sangre. —Señaló la centrifugadora—. Da la casualidad que esa pertenece a mi esposa.

—¿De veras? —Coleman pensó que aquel joven ayudante era mucho más convincente que Bannister. Al menos, lo parecía—. ¿Cuándo tiene que dar a luz su esposa? —preguntó.

—Dentro de cuatro meses, doctor. —Alexander puso en marcha la centrifugadora y consultó el reloj. Coleman observó que todos sus movimientos eran precisos y rápidos. Aquel hombre tenía una agilidad especial en las manos. Cortésmente, preguntó Alexander:

—¿Es usted casado, doctor?

—No —respondió Coleman, sacudiendo la cabeza. Alexander pareció que iba a preguntar algo más, pero se contuvo.

—¿Quería preguntarme algo?

Hubo una pausa. Después, John Alexander tomó su resolución.

—Sí, doctor —dijo—, quisiera hacerlo.

Tanto si esto suponía alguna complicación como si no, pensó Alexander, al menos acabaría con sus dudas. La noche pasada, después de su discusión con Bannister, había estado tentado de dejar correr todo lo referente a la tercera prueba en los análisis de sangre. Recordaba solamente el vapuleo que le había dado el doctor Pearson la última vez que había intentado hacerle una sugerencia. El nuevo doctor, empero, parecía más asequible. Y, aunque considerase que Alexander estaba equivocado, no parecía probable que le hiciese una escena. Se decidió.

—Es acerca de los análisis de sangre que hacemos… de sensibilización.

Mientras hablaban, había advertido que Bannister permanecía en segundo término, moviendo la cabeza de un lado a otro para no perder nada de lo que se decía. Ahora aquél se adelantó, malhumorado y agresivo, dispuesto a mantener a raya a Alexander.

—Escuche: si se trata de lo que hablamos anoche, más vale que no insista.

Coleman preguntó, curioso:

—¿De qué hablaron anoche?

Sin responder a la pregunta, Bannister siguió en su reprimenda a Alexander:

—No quiero que moleste al doctor Coleman con esas monsergas a los cinco minutos de haber llegado. Olvídelo. ¿Me entiende? —Se volvió a Coleman, con la estereotipada sonrisa entre los labios—. Es una manía que se le ha metido en la cabeza, doctor. Bueno, si quiere acompañarme, le enseñaré el gabinete de histología.

Asió de un brazo a Coleman para llevárselo de allí.

Durante varios segundos, Coleman no se movió. Después, deliberadamente, dejó caer el brazo desprendiéndolo de la mano del otro.

—Un momento —dijo, tranquilamente. Y, volviéndose a Alexander—: ¿Es algo profesional? ¿Algo referente al laboratorio?

Prescindiendo de la risita de Bannister, Alexander respondió:

—Sí, señor.

—Bueno, veamos de qué se trata.

—La cuestión surgió con motivo de este análisis…, el de la sangre de mi mujer —dijo Alexander—. El caso es que ella es Rh negativo, y yo soy Rh positivo.

Coleman sonrió.

—Bueno, esto le ocurre a mucha gente. No existe problema…, es decir, mientras las pruebas de sensibilización ofrezcan un resultado negativo.

—Ésta es precisamente la cuestión, doctor…, el análisis.

—¿Y qué pasa con él?

Coleman estaba intrigado. No veía claramente a dónde quería ir a parar el ayudante de laboratorio.

—Yo creo —dijo Alexander— que deberíamos hacer un Coombs indirecto, «después» de la prueba salina y la de proteínas.

—Naturalmente.

Se produjo un silencio que rompió Alexander.

—¿Quiere repetir esto, doctor?

—He dicho «naturalmente». En general siempre hay que hacer un Coombs indirecto.

Coleman no podía comprender aún el motivo de discusión. Aquello era elemental en un laboratorio de serología.

—Pero aquí no hacemos el Coombs indirecto. —Alexander lanzó una mirada de triunfo a Bannister—. Aquí, doctor, las pruebas de sensibilización Rh se hacen sólo a base de solución salina y de proteínas. No se emplea para nada el suero Coombs.

Al principio Coleman pensó que Alexander debía de estar en un error. Por lo visto el joven tecnólogo hacía poco tiempo que trabajaba allí; sin duda habría sufrido una confusión. Después recordó el tono de firme convencimiento con que había hecho su declaración. Preguntó a Bannister:

—¿Es cierto eso?

—Aquí hacemos los análisis de acuerdo con las instrucciones del doctor Pearson —respondió el viejo técnico, dando a entender que su opinión no contaba para nada.

—Tal vez el doctor Pearson ignora que se hacen en esta forma los análisis de Rh.

—Lo sabe perfectamente.

Esta vez Bannister dejó traslucir su mal humor. Siempre ocurría lo mismo con la gente nueva. Antes de los cinco minutos ya estaban armando jaleo. Había procurado mostrarse amable con el nuevo médico, y he aquí lo que había sacado.

Bueno, de algo podía estar seguro: Joe Pearson no tardaría en cantarle las cuarenta al novato. Lo único que deseaba era estar presente para verlo.

Coleman decidió ignorar el tono del jefe técnico. Le gustara o no, tendría que trabajar con él durante algún tiempo. Pero era mejor dejar aclarado aquel asunto en el acto. Dijo:

—No acabo de entenderlo. Sin duda saben ustedes que algunos anticuerpos pueden no manifestarse en la prueba salina ni en la proteínica. En cambio, esto es imposible si se hace una tercera prueba con suero Coombs.

—Esto es lo que yo digo —terció Alexander.

Bannister no respondió. Prosiguió Coleman:

—Hablaré de ello con el doctor Pearson, en todo caso. Estoy seguro de que no se habrá enterado.

—¿Y qué haremos con este análisis? —preguntó Alexander—. ¿Y con los que hagamos en lo sucesivo?

—Hágalos a base de las tres pruebas —respondió Coleman—: solución salina, proteínas y suero Coombs.

—No hay suero Coombs en el laboratorio, doctor. Alexander se alegraba ahora de haber planteado la cuestión. Le gustaba el nuevo patólogo. Tal vez provocaría otros cambios en el servicio. Dios sabe, pensó, que hace buena falta.

—Pues hay que comprarlo —dijo Coleman con deliberada sequedad—. Afortunadamente no escasea en el mercado.

—Pero aquí no podemos salir sencillamente a comprar lo que haga falta, sino que hay que hacer un pedido en regla. Subrayó sus palabras con una sonrisa de superioridad. Después de todo, había cosas que no podía saber ese advenedizo.

Coleman tuvo buen cuidado en sofrenar sus sentimientos. Sin duda, a no tardar, tendría que poner a raya al tal Bannister; desde luego, no estaba dispuesto a aguantar su genio de modo permanente. Pero el mismo día de su llegada no parecía momento oportuno. Amablemente, pero con voz firme, dijo:

—Entonces, tenga la bondad de darme un impreso de pedido. Supongo que podré firmarlo, puesto que es ésta una de mis funciones.

El viejo técnico titubeó un instante. Después abrió un cajón y sacó un bloc de impresos que tendió a Coleman.

—Un lápiz, por favor.

Bannister sacó un lápiz a regañadientes. Al entregárselo, dijo ásperamente:

—El doctor Pearson acostumbra hacer personalmente los pedidos para el laboratorio.

Coleman llenó la hoja y la firmó. Con fría sonrisa, dijo:

—Creo que me esperan aquí mayores responsabilidades que firmar un pedido de suero de conejo por valor de quince dólares. Ahí tiene el pedido.

Mientras le devolvía el bloc y el lápiz, sonó el teléfono al otro extremo del laboratorio.

Esto le sirvió de excusa a Bannister para volver la espalda. Enrojecido el semblante por la irritación y el chasco, se dirigió al teléfono. Escuchó un instante, dio una breve respuesta y colgó el aparato.

—Tengo que ir a Transeúntes. —Sus palabras, apenas murmuradas, iban dirigidas a Coleman.

—Vaya usted —respondió éste, fríamente.

Terminado el incidente, Coleman se sintió más irritado de lo que había imaginado. ¿Qué disciplina era ésta, que permitía insolentarse a un técnico de laboratorio? Los procedimientos inadecuados eran ya de por sí una circunstancia bastante grave. Pero tropezar, al intentar corregirlos, con las objeciones de un tipo como Bannister, era sencillamente intolerable. Si todo andaba por el estilo, habría que presumir que el servicio de patología en peso era mucho más deficiente de lo que en un principio había imaginado.

Al marcharse Bannister, observó con mayor atención el laboratorio. Sabía ya que los instrumentos eran viejos, y, algunos de ellos, anticuados.

Ahora vio la suciedad y desorganización que reinaba por doquier. En las mesas había una confusión horrible de aparatos y materiales. Observó una serie de cubetas sucias y un montón de papeles amarillentos. Al recorrer el laboratorio, notó que había moho en el ángulo de una mesa de trabajo. Desde el otro lado de la estancia, Alexander contemplaba intranquilo la inspección.

—¿Es así como está habitualmente el laboratorio? —preguntó Coleman.

—No está muy limpio, ¿verdad?

Alexander se sintió avergonzado de que alguien viera el estado en que el laboratorio se encontraba. Pero no podía decir que él mismo se había brindado a reorganizarlo y que Bannister le había respondido categóricamente que dejara las cosas como estaban.

—Yo emplearía palabras más fuertes.

Coleman pasó un dedo sobre un estante y lo retiró lleno de polvo. Pensó, con disgusto: «Esto no puede seguir así». Sin embargo, después de pensarlo dos veces, decidió que podía esperar un poco. Sabía que tenía que mostrarse prudente en sus tratos con los que estaban allí antes que él, y su propia experiencia le había enseñado que había cosas que no podían realizarse de prisa. Comprendía, empero, que le sería difícil dominar la propia impaciencia, sobre todo con aquel desorden a la vista.

Durante un rato, John Alexander había observado a Coleman atentamente. Desde que el nuevo doctor había entrado con Bannister, algo en él le había parecido vagamente conocido. Era joven… probablemente no mucho mayor que el propio Alexander. Pero no era sólo esto. De pronto, Alexander dijo:

—Discúlpeme, doctor; pero tengo la impresión de que nos hemos visto antes.

—Es posible. —Coleman mostró una deliberada indiferencia. El hecho de que hubiese apoyado al joven en el pasado incidente no debía darle la impresión de que fuese a establecerse una alianza entre ellos. En seguida se le ocurrió pensar que acaso su respuesta había sido demasiado seca, y añadió—: Hice el internado en Bellevue; después estuve en Walter Reed y en el General de Massachussetts.

—No. —Alexander sacudió la cabeza—. Tuvo que ser antes. ¿Ha estado usted alguna vez en Indiana? ¿En New Richmond?

—Sí —respondió Coleman, sorprendido—. Nací allí.

John Alexander hizo una zalema.

—Tenía que haber recordado el nombre, desde luego. Su padre debió de ser… el doctor Byron Coleman, ¿no?

—¿Cómo lo sabe?

Había pasado mucho tiempo sin que nadie le mencionara el nombre de su padre.

—Yo también soy de New Richmond —dijo Alexander—. Y también mi esposa es de allá.

—¿De veras? —dijo Coleman—. ¿Nos conocimos allí?

—No lo creo, aunque recuerdo haberle visto un par de veces. —En la vida social de New Richmond, John Alexander vivía unos cuantos peldaños más abajo que el hijo del doctor. Cuando lo estaba pensando, el reloj de la centrifugadora lanzó un «ting». Sacó de ella la muestra de sangre, y prosiguió—: Mi padre era granjero. Vivíamos a unas cuantas millas de la ciudad. Pero es posible que recuerde usted a mi esposa. Sus padres eran dueños de una ferretería. Se llama Elizabeth Johnson.

Coleman hizo memoria y dijo:

—Sí, creo que la recuerdo. ¿No pasó algo…, algo así como un accidente?

—Exacto —respondió John Alexander—. Su padre murió en su coche al cruzar un paso a nivel. Elizabeth iba con él.

—Recuerdo haberlo oído contar. —La memoria de David Coleman saltó hacia atrás y evocó el despacho de médico rural en que su padre había recompuesto tantos cuerpos hasta que falló el suyo. Dijo—: Yo entonces estaba en el colegio, pero mi padre me lo refirió más tarde.

—Elizabeth estuvo a las puertas de la muerte. Pero gracias a unas transfusiones de sangre logró reponerse. Creo que fue aquélla la primera vez que pisé un hospital. Casi viví allí durante una semana. —Alexander hizo una pausa. Después, encantado con su descubrimiento—: Si tiene usted alguna noche libre, doctor Coleman, mi mujer tendrá mucho gusto en saludarle. Tenemos un pisito…

Titubeó al darse cuenta de la realidad: aunque los dos procedieran de New Richmond, persistía entre ellos la diferencia social.

Coleman también lo advirtió. Su cerebro le lanzó un consejo: «Cuidado con las alianzas con los subordinados…, aunque sean como ése». Reflexionó: «No es fachenda, sino sólo cuestión de disciplina y sentido común». En voz alta dijo:

—Bueno, de momento tendré mucho trabajo. Veamos primero cómo van las cosas, y luego ya veremos.

Incluso a él mismo sonáronle sus palabras a huecas y falsas. Pensó: «Podías haberle desengañado más sencillamente». Y, mentalmente, añadió una observación: «No has cambiado, amigo mío; no has cambiado en absoluto».

De momento, Harry Tomaselli deseó que la señora Straughan se volviera a sus cocinas y se quedara allí. Después volvió atrás: una buena jefe de Dietética era una joya que había que conservar. Y la señora Straughan era buena; de esto estaba bien seguro el administrador.

Pero en ocasiones se preguntaba si Hilda Straughan tenía idea de lo que era el hospital Tres Condados en su totalidad. Casi siempre, cuando hablaba con ella, sacaba la impresión de que el corazón del hospital estaba en la cocina, y que de allí brotaban los demás órganos menos importantes. Pensó, sin embargo —Harry Tomaselli era por encima de todo un hombre leal—, que tal actitud era frecuente en las personas que se tomaban en serio su labor. Y, si tenía que considerarse una falta, la prefería a la dejadez y a la indiferencia. Y, otra cosa: un buen jefe de servicio siempre estaba dispuesto a luchar y argüir por sus convicciones, y la señora Straughan era luchadora y argüidora hasta la medula de sus huesos.

En este momento, desbordando su exuberante persona del sillón en que se hallaba sentada, en el despacho del administrador, estaba luchando de firme.

—No sé si se ha dado usted cuenta, señor T., de lo serio que es esto.

La señora Straughan empleaba invariablemente la inicial del apellido cuando se dirigía a un amigo; al referirse a su propio marido lo llamaba el «señor S.».

—Creo que sí —respondió Tomaselli.

—Las máquinas lavadoras que tengo hoy eran ya anticuadas hace al menos cinco años. Siempre que he venido aquí me han dicho: El próximo año las tendrá nuevas. Y, cuando llega el año próximo, ¿dónde están mis lavadoras? Pues se han retrasado otros doce meses.

La señora Straughan siempre empleaba el posesivo «mis» cuando se referían a los utensilios a su cargo. Tomaselli no tenía nada que oponer a esto, pero, en cambio, sí que chocaba con el empeño de Hilda Straughan en no considerar otros problemas al margen del suyo. Se dispuso, una vez más, a repetir los argumentos que le había formulado un par de semanas atrás.

—Es indudable, señora Straughan, que las lavadoras serán sustituidas. Ya sé los problemas que se Je presentan en la cocina, pero esas máquinas son muy caras. Si no lo ha olvidado, el último presupuesto que hicimos se acercaba a los once mil dólares, comprendidas las mejoras en la instalación de agua caliente.

La señora Straughan se inclinó sobre la mesa, apartando un fichero con el voluminoso pecho.

—Y, cuando más espere usted, más subirá el coste.

—Desgraciadamente, también yo lo sé. —La progresiva elevación de precios de todo lo que compraba el hospital constituía un problema que Tomaselli vivía diariamente—. Pero, precisamente en este instante, no podemos disponer de fondos para compras de importancia. En parte se debe a las obras de ampliación. Se trata sólo de un orden de preferencia, y hay que atender antes a algunas renovaciones de instrumental médico.

—¿Y de qué sirve el instrumental médico, si los enfermos no tienen platos limpios donde comer?

—Señora Straughan —replicó él, con firmeza—, la situación no es tan grave como eso, y los dos lo sabemos.

—Pues no falta mucho. —La jefe de Dietética se inclinó de nuevo, y el fichero adoptó otra posición. Tomaselli sintió el vivo deseo que dejara de una vez de apoyar los senos en la mesa. Prosiguió ella—: Varias veces, recientemente, hileras enteras de platos han salido sucios de las lavadoras. Procuramos comprobarlo siempre que podemos, pero en las horas de aglomeración no es siempre posible.

—Sí —dijo él—. La comprendo.

—Lo que más me preocupa es el peligro de infección, señor T. Últimamente ha habido muchos casos de trastornos intestinales entre el personal. Desde luego, cuando esto ocurre, todos le echan la culpa a la comida. Pero no me sorprendería que aquella falta de limpieza fuese la verdadera causa.

—Necesitaríamos pruebas más convincentes para afirmarlo. —Harry Tomaselli empezaba a perder la paciencia. La señora Straughan había elegido para visitarle una mañana de mucho trajín. Por la tarde había reunión de Consejo, y antes tenía que considerar algunos problemas urgentes.

Con la esperanza de poner fin a la entrevista, preguntó:

—¿Cuándo hicieron en Patología el último análisis bacteriológico de las lavadoras?

Hilda Straughan hizo memoria.

—Tendría que comprobarlo, pero me parece que hace unos seis meses.

—Entonces será mejor hacer otro. Así conoceremos exactamente la situación.

—Está bien, señor T. —La señora Straughan se resignó a no conseguir nada más aquel día—. ¿Tengo que hablar con el doctor Pearson?

—No. Yo lo haré.

El administrador tomó nota. «Al menos —pensó— le evitaré a Joe Pearson una sesión como ésta».

—Gracias, señor T.

La jefe de Dietética salió trabajosamente del sillón. Él esperó a que se hubiese marchado y después volvió a colocar cuidadosamente el fichero en su sitio primitivo.

David Coleman volvía a Patología después de almorzar en la cafetería. Mientras recorría los pasillos y bajaba la escalera del sótano, reflexionaba sobre el rato que había pasado con el doctor Pearson. De momento, concluyó, no se había alcanzado nada satisfactorio ni definitivo.

Pearson se había mostrado bastante cordial… No al principio, pero sí después. Al encontrar a Coleman esperándole en su despacho, su primera observación había sido:

—Ya veo que habló en serio cuando dijo que quería empezar en seguida.

—Me pareció inútil esperar. —Y había añadido, amablemente—: He echado un vistazo a los laboratorios. Supongo que no le sabe mal.

—Tenía derecho a hacerlo. —Pearson lo había dicho con un medio gruñido, como si fuera una incursión poco agradable, pero que tenía que soportar. Después, al advertir su propia fuerza, había añadido—: Bueno, sea usted bien venido.

Después de estrecharse las manos, había dicho:

—Ante todo tengo que despachar unos cuantos asuntos. —Señaló un desordenado montón de envoltorios de muestras, impresos e informes sueltos que había sobre su mesa—. Después pensaremos en lo que puede usted hacer aquí. Coleman se había sentado, sin más quehacer que leer una revista médica, mientras Pearson revisaba algunos de sus papeles. Después había entrado una joven a escribir lo que le dictó Pearson, y, finalmente, Coleman había acompañado a aquél a la sala de autopsias contigua, para un examen general de vísceras. Sentado junto a Pearson, con los dos residentes —McNeil y Seddons— al otro lado de la mesa de disección, había tenido la impresión de ser también un joven residente. Casi no había tenido que intervenir en nada; Pearson había dirigido la sesión, con Coleman de mero espectador. El viejo no había demostrado el menor reconocimiento de la categoría de Coleman como nuevo director auxiliar del departamento.

Más tarde, él y Pearson habían ido a almorzar juntos y, durante la comida, Pearson le había presentado a varios facultativos. Después el viejo patólogo se había excusado y levantado de la mesa, diciendo que tenía un trabajo urgente que atender. Ahora Coleman regresaba solo a Patología, considerando mentalmente el problema que parecía presentarse.

Desde luego, había ya previsto una ligera resistencia por parte del doctor Pearson. De algunos rumores llegados hasta él había deducido que Pearson no deseaba la presencia de un segundo patólogo, pero, de todos modos, no había esperado una cosa así.

Había esperado que, al menos, encontraría un despacho dispuesto para su uso y unas cuantas funciones que cumplir. Claro que no había confiado en que, desde el principio, se le encargaran múltiples importantes tareas. No tenía ningún inconveniente en que el jefe patólogo comprobara su actuación durante un tiempo; de hallarse en el lugar de Pearson, él lo habría hecho ante cualquier recién llegado. Pero las cosas parecían ir mucho más lejos. Por lo visto, y a pesar de su carta, no se había pensado aún en enseñarle los deberes que debía de cumplir. Al parecer, debía quedarse sentado hasta que el doctor Pearson, terminada la lectura de su correspondencia y sus demás tareas, tuviera tiempo de encargarle algún trabajo. Bueno, si éste era el caso, habría que cambiar un poco el plan… y pronto.

David Coleman había descubierto desde hacía tiempo algunos defectos en su propio carácter, pero también se daba cuenta de sus buenas condiciones. Entre las más importantes estaban su historial y sus dotes de médico y de patólogo. Kent O’Donnell no había dicho más que la verdad al afirmar que Coleman estaba perfectamente capacitado. A pesar de su juventud, tenía títulos y experiencia que a muchos patólogos en funciones les sería difícil igualar. Ciertamente, no tenía por qué sentirse atemorizado ante el doctor Pearson, y, aunque estaba dispuesto a transigir un poco por causa de la edad y antigüedad del otro, no tenía la menor intención de dejarse tratar como a un simple e inexperto empleado.

Además, tenía otro motivo, un convencimiento que anulaba cualquier otra consideración debida al carácter, a la tolerancia o a cualquier otra cosa: su determinación de ejercer la medicina sin compromisos, clara, honradamente, con toda la exactitud posible en el campo medico. Para todos los que no pensaban así —y en sus pocos años de experiencia los había encontrado y conocido—, para los claudicantes, los intrigantes, los perezosos, los ambiciosos a toda costa, David Coleman no tenía más que desprecio y asco.

Si le hubiesen preguntado de dónde provenía aquel sentimiento, le habría sido difícil explicarlo. No era en modo alguno un sentimental; no se había dedicado a la medicina por un estímulo acuciante de ayudar a la humanidad. El ejemplo de su propio padre podía haber influido algo, pero según él sospechaba, no mucho. Ahora se daba cuenta de que su padre había sido un buen médico, dentro de los límites de la medicina general, pero siempre había existido una gran diferencia entre sus caracteres. El viejo Coleman había sido una persona afectuosa, extravertida, y había tenido muchos amigos; su hijo era frío, difícil de penetrar, más bien solitario. El padre, bromeando con sus clientes, les había dado cuanto tenía. El hijo —en sus tiempos de interno, antes de que la patología lo alejara de los pacientes— sólo había bromeado reflexivamente, con exactitud, con habilidad, y les había dado un poco más de lo mejor que otros podían darles. E incluso cuando, por ser patólogo, había cambiado su relación con los enfermos, su actitud había seguido siendo la misma.

A veces, en sus momentos de sinceridad consigo mismo, David Coleman sospechaba que sus relaciones con el prójimo habrían sido las mismas, aunque se hubiera dedicado a otra profesión. En el fondo, suponía, se fundaban en la mezcla de los principios de exactitud y de intolerancia ante el error y el fracaso, y, además, en el sentimiento de que aquéllos a los que uno se proponía servir tenían derecho a exigirlo todo de uno. Tal vez, en cierto modo, eran dos sentimientos contradictorios. O, posiblemente, los había compendiado con gran tino un compañero de facultad que hizo una vez un brindis con estas palabras: «Por David Coleman, el chico del corazón aséptico».

Al recorrer ahora el pasillo del sótano, su mente volvió al instante presente, y cierto instinto le advirtió que el conflicto estaba en puertas.

Al entrar en el gabinete de patología encontró a Pearson inclinado sobre el microscopio, con varios portaobjetos delante de él.

—Acérquese y eche un vistazo. A ver qué le parece. —Apartóse del microscopio e invitó a Coleman con un ademán.

—¿Cuál es la historia clínica? —preguntó Coleman, sujetando el primer portaobjetos y ajustando los oculares.

—Se trata de una enferma de Lucy Grainger. Lucy es uno de nuestros cirujanos; ya la conocerá usted. —Pearson consultó unas notas—. La paciente es una chica de diecinueve años, Vivian Loburton, una de nuestras estudiantes de enfermera. Le salió un bulto bajo la rodilla izquierda. Dolores persistentes. Los rayos X revelaron una irregularidad en el hueso. Esas muestras son de la biopsia.

Había siete preparados, y Coleman los estudió todos sucesivamente Comprendió al punto por que Pearson le había preguntado su opinión. Era un caso muy dudoso, dificilísimo de diagnosticar. Al fin, dijo:

—Mi opinión es «benigno».

—Pues yo creo que es maligno —dijo Pearson, sin alzar la voz—. Sarcoma osteogénico.

Sin responder, Coleman tomó de nuevo el primer portaobjetos. Lo estudió de nuevo, minuciosa y pacientemente, e hizo lo propio con los otros siete. Ya la primera vez había pensado en la posibilidad de un sarcoma osteogénico, y ahora volvió a estudiarlos pensando en lo mismo. Al estudiar las transparencias manchadas de rojo y azul que tantas cosas podían revelar al patólogo experimentado, sopesó en su mente los pros y los contras… Todas las muestras revelaban la existencia de una nueva formación ósea: actividad osteoblástica con porciones cartilaginosas… Había que pensar en el traumatismo. ¿Había éste producido una fractura? ¿Era la nueva formación ósea consecuencia de la función regeneradora, del esfuerzo de cicatrización propio del cuerpo? Si era así, la excrecencia sería ciertamente benigna… ¿Había señales de osteomielitis? En el microscopio era fácil confundirla con el gravísimo sarcoma osteogénico. Pero no; no había leucocitos polimorfonueleares, que se encuentran típicamente entre las partículas óseas… No había invasión de vasos sanguíneos… Por tanto, todo volvía a reducirse al examen de los osteoblaslos, de la nueva formación ósea. Era la eterna cuestión con que tenían que enfrentarse todos los patólogos: ¿Era la proliferación consecuencia de un proceso natural encaminado a llenar un hueco en las defensas del cuerpo? ¿O se debía a la presencia de una neoplasia, y era por ello, maligna? ¿Maligno o benigno? ¡Era tan fácil equivocarse! Todo lo que uno podía hacer era sopesar las pruebas y juzgar en consecuencia.

—Temo discrepar de usted —le dijo a Pearson, amablemente—. Sigo pensando que la lesión es benigna.

El viejo patólogo permaneció un momento silencioso y pensativo, reforzando visiblemente su propia opinión contra la del joven. Después dijo:

—Supongo que reconocerá que el caso es dudoso; en ambos sentidos.

—Sí, en efecto. —Coleman sabía que a menudo se presentaba la duda en casos semejantes. La patología no es una ciencia exacta; no hay en ella fórmulas matemáticas para demostrar que la solución es acertada o errónea. A veces todo lo que se puede formular es una opinión bien meditada; alguien quizá lo denominaría «adivinación fundada». Comprendía perfectamente la vacilación de Pearson; el viejo tenía la responsabilidad de la decisión final. Pero las decisiones de esta clase eran parte de la función del patólogo, algo que éste tenía que admitir.

Coleman añadió:

—Desde luego, si está usted en lo cierto y es un sarcoma osteogénico, significa la amputación.

—¡Ya lo sé! —Lo dijo con vehemencia, pero sin hostilidad. Coleman pensó que, por muy vastas que pudieran ser otras costumbres del departamento, Pearson era un patólogo demasiado experimentado para protestar de una sincera diferencia de opinión. Además, ambos sabían lo delicadas que eran las premisas de todo diagnóstico. Pearson había cruzado la estancia. Volviéndose, exclamó, irritado—: ¡Malditos sean los casos confusos! ¡Los odio! He de tomar una decisión, a sabiendas de que puedo equivocarme.

Coleman dijo, tranquilo:

—¿No es esto muy frecuente en patología?

—Pero ¿quién más lo sabe? ¡Ésta es la cuestión! —dijo con voz fuerte, casi apasionado, como si el joven le hubiese tocado un nervio sensible—. El público no lo sabe…, ¡de esto puede estar seguro! ¡Ven al patólogo en el cine, o en la televisión! Es un hombre de ciencia que viste bata blanca. Se inclina sobre el microscopio, echa una mirada y dice «benigno» o «maligno», y ya está todo. La gente se figura que cuando miramos ahí dentro —y señaló el microscopio que los dos acababan de usar— vemos una serie de piezas que se ajustan como los ladrillos de un edificio. Lo que ignoran es que a veces ni remotamente podemos sentirnos seguros de algo.

David Coleman había pensado a menudo lo mismo, aunque sin expresarlo de un modo tan rotundo. Pensó que aquella explosión tal vez hacía tiempo que el viejo la había estado conteniendo. Al fin y al cabo, era un punto de vista que sólo otro patólogo podía realmente comprender. Mansamente, replicó:

—Pero ¿no cree usted que la mayoría de las veces acertamos?

—De acuerdo. —Pearson no había dejado de andar mientras hablaba. Ahora los dos hombres estaban casi juntos—. Pero ¿y las veces que nos equivocamos? ¿Qué me dice de este caso? Si yo digo que es maligno, Lucy Grainger amputará; no podrá hacer otra cosa. Y, si me equivoco, una niña de diecinueve años habrá perdido una pierna para nada. Por el contrario, si es maligno y no se amputa, probablemente la niña morirá antes de dos años. —Hizo una pausa y añadió, amargamente—: Es posible que muera de todos modos; la amputación no siempre los salva.

Era ésta una faceta del carácter de Pearson que Coleman no había sospechado: el retorcimiento mental ante un caso particular. Y no había nada malo en ello, desde luego. En Patología convenía recordar que uno no se las había simplemente con trocitos de tejidos, sino con vidas humanas cuyo rumbo la decisión del patólogo podía trocar para bien o para mal. Y este recuerdo contribuía a que el trabajo fuese más realista y concienzudo; es decir, siempre que se evitara que el sentimiento influyese el juicio científico. Coleman, aunque mucho más joven, había experimentado ya algunas de las dudas que manifestaba Pearson. Tenía por costumbre guardarlas para sí, pero esto no quería decir que le turbaran menos. Tratando de ayudar al viejo, dijo:

—Si es maligno, no hay tiempo que perder.

—Lo sé.

De nuevo Pearson meditaba.

—¿Puedo sugerirle que examinemos algunos casos anteriores —dijo Coleman—, casos que hayan presentado síntomas análogos?

El viejo sacudió la cabeza.

—Es inútil. Tardaríamos demasiado.

Con cierta circunspección, Coleman insistió:

—Creo que si consultáramos el fichero sistemático…

—No lo tenemos. —Lo había dicho en voz baja, y al principio Coleman pensó que no había oído bien. Después, casi como saliendo al paso de la incredulidad del otro, Pearson prosiguió—: Es algo que intento organizar desde hace largo tiempo. Pero aún no lo he logrado.

Negándose casi a creer lo que había oído, preguntó Coleman:

—¿Quiere usted decir… que no podemos consultar ningún caso antiguo?

—Tardaríamos una semana en encontrarlos. —Esta vez la confusión de Pearson era manifiesta—. No se presentan muchos casos como éste. Y no tenemos tiempo.

Nada habría podido decir Pearson que causara en Coleman tan amarga impresión. Para él, y para todos los patólogos con quienes había trabajado hasta entonces, el fichero sistemático era un artículo de primera necesidad. Constituía una fuente de referencia, un medio de enseñanza, un complemento de los conocimientos y propia experiencia del patólogo, un detective que descubría pistas y ofrecía soluciones, un medio de comprobación, un consultor al que acudir en momentos de duda.

Todo esto era, y aún más. Era una muestra de la eficacia de un servicio de patología, que, prestando una ayuda actual, acumulaba conocimientos para el porvenir. Era una garantía de que los enfermos del mañana se aprovecharían de lo aprendido hoy. Los servicios de patología de los nuevos hospitales consideraban tarea primordial la formación de un fichero sistemático. En los antiguos variaban los tipos de índices. Algunos eran muy sencillos; otros, detallados y complejos, facilitaban la investigación y proporcionaban datos estadísticos, así como eran fuente de información para el trabajo cotidiano. Pero, sencillos o complicados, todos tenían una cosa en común: la utilidad de poder comparar los casos actuales con los antiguos.

Para David Coleman, la falta de uno de aquellos ficheros en el Tres Condados sólo merecía un calificativo: criminal. Hasta aquel momento, a despecho de la impresión que tenía de que el servicio de Patología del Tres Condados necesitaba importantes reformas, había procurado no formarse ninguna opinión sobre la persona del doctor Pearson.

A fin de cuentas, el viejo había estado trabajando solo durante largo tiempo, y no habría sido fácil para un único patólogo realizar toda la labor que implicaba un hospital de aquella importancia. Este cúmulo de trabajo podía explicar los procedimientos inadecuados que Coleman había ya observado en el laboratorio, y, aunque el defecto no fuera excusable, al menos era comprensible.

También había pensado que Pearson podía ser eficaz en otro sentido. En opinión de David Coleman, la buena administración y la buena medicina solían ir del brazo. Pero, de ambas cosas, la medicina —en este caso la patología— era la más importante. Conocía a muchos hipócritas de brillante presentación y muy duchos en el papeleo, que dejaban la medicina en segundo término. Había pensado que posiblemente se daba aquí el caso inverso: deficiente administración y buena patología. Por esto había dominado el impulso que le inclinaba a juzgar al viejo patólogo por lo que hasta entonces había visto. Pero ahora ya no le era posible seguir engañándose. El doctor Joseph Pearson era un descuidado y un incompetente.

Disimulando la voz para no revelar el desprecio que sentía, Coleman preguntó:

—¿Qué piensa hacer?

—Puedo hacer una cosa.

Pearson había vuelto a su mesa y descolgó el teléfono. Apretó un botón con el rótulo «Interior». Luego dijo:

—Dígale a Bannister que venga. —Y dirigiéndose a Coleman—: Hay dos hombres muy expertos en este terreno: Chollingham, de Boston, y Earnhart, de Nueva York. Coleman asintió con la cabeza.

—He oído hablar de ellos.

Entró Bannister.

—¿Me ha llamado?

Dirigió una mirada a Coleman, como si no le conociera.

—Tome esas preparaciones. —Pearson cerró el envoltorio y lo empujó sobre la mesa—. Envíe dos series de ellas esta noche: avión, certificado y urgencia. Uno de los paquetes debe dirigirlo al doctor Chollingham, de Boston, y el otro al doctor Earnhart, de Nueva York. Ponga las notas de costumbre; incluya copia de la historia clínica, y pídales a los dos que manden su dictamen por teléfono lo antes posible.

—Muy bien —dijo Bannister, y salió con el paquete bajo el brazo.

«Al menos —pensó Coleman—, el viejo se ha mostrado eficaz en esta ocasión». Recabar la opinión de dos expertos era una buena idea, con fichero o sin él.

—Podemos tener la respuesta en dos o tres días —dijo Pearson—. Entretanto, será mejor que hable con Lucy Grainger. —Murmuró—: No le diré mucho. Sólo que existe una ligera duda y hemos pedido —miró agudamente a Coleman— alguna confirmación.