Diecinueve
Valiéndose de las dos aperturas en forma de tragaluz que la incubadora tenía a ambos lados, el doctor Dornberger examinó minuciosamente el niño Alexander. Tres días y medio habían transcurrido desde el nacimiento, hecho que, por sí solo, podía constituir un síntoma esperanzador. Pero existían otros, cada vez más manifiestos, que Dornberger sabía que había que considerar con prevención, Terminó su examen sin ninguna prisa, y después se incorporó, pensativo, pesando las circunstancias mentalmente y poniendo a contribución sus largos años de experiencia y los innumerables casos anteriores. Al fin el razonamiento le confirmó lo que le había dicho con anterioridad el instinto: el pronóstico era sumamente grave.
—Bueno —dijo en voz alta—, hubo momentos en que pensé que saldría adelante.
La joven enfermera encargada de la «nursery» de prematuros —la misma que había visto John Alexander pocos días antes— había estado mirando a Dornberger atentamente. Dijo:
—Su respiración fue regular hasta hace una hora, en que empezó a debilitarse. Por esto le avisé.
Una estudiante de enfermera seguía atentamente la conversación desde detrás de la incubadora, mirando alternativamente a Dornberger y a la enfermera encargada.
—No, no respira bien —dijo Dornberger, hablando despacio. Y prosiguió, pensando en voz alta, asegurándose de que no olvidaba nada—: Hay más ictericia de la debida y los pies parecen hinchados. ¿Quiere repetirme el contaje globular?
La enfermera consultó la hoja clínica:
—Hematíes, cuatro coma nueve millones. Siete células rojas nucleadas por cien blancas.
Hubo otra pausa. Las dos enfermeras quedaron a la expectativa mientras Dornberger digería la información. Pensaba: «La anemia es excesiva, aunque también puede deberse a una reacción exagerada». En voz alta, dijo:
—Si no fuera por el análisis de sensibilización, yo diría que ese niño tiene eritroblastosis.
La enfermera encargada pareció sorprendida.
—Pero, doctor… —dijo, y se interrumpió.
—Ya lo sé, no puede ser. —Alargó una mano—. De todos modos, déjeme ver el informe del laboratorio, el primitivo de la sangre de la madre.
Volviendo varias hojas, la enfermera encontró lo que buscaba y la sacó. Era el dictamen firmado por el Dr. Pearson después de su altercado con David Coleman. Dornberger lo estudió minuciosamente y lo devolvió a la enfermera.
—Bueno, esto parece decisivo: sensibilización negativa. Tenía que ser decisivo, desde luego; pero en el fondo de su cerebro empezaba a roerle una duda: ¿Y si el dictamen estuviese equivocado? Pero esto era imposible, se dijo: el servicio de Patología no cometería nunca un error tan craso. De todos modos, resolvió hablar con Joe Pearson al terminar la visita. Díjole a la enfermera:
—De momento no podemos hacer nada más. Llámeme, si se produce algún cambio.
—Sí, doctor.
Cuando Dornberger hubo salido, preguntó la estudiante de enfermera:
—¿Qué es lo que ha dicho el doctor? ¿Eritro…? —Y no supo terminar la palabra.
—Eritroblastosis. Es una enfermedad de la sangre de los niños, que se presenta a veces cuando la sangre de la madre es Rh negativa y la del padre Rh positiva.
La joven enfermera pelirroja había contestado la pregunta pensando las palabras, pero con el aplomo de siempre. A las estudiantes les gustaba trabajar con ella, pues, además de tener fama de ser una de las enfermeras más aptas del hospital, hacía poco más de un año que había dejado de ser estudiante, obteniendo el número uno en el curso superior. Sabedora de esto, la estudiante no vaciló en ampliar su interrogatorio.
—Tenía entendido que, cuando esto ocurría, se cambiaba la sangre del niño al nacer.
—¿Quiere decir mediante transfusión?
—Sí.
—Esto sólo se hace en algunos casos —siguió explicando la enfermera, pacientemente—. Depende del análisis de sensibilización de la sangre de la madre. Si el resultado es positivo, significa, generalmente, que el niño nacerá aquejado de eritroblastosis y que precisará una transfusión sanguínea inmediatamente después de nacer. En nuestro caso, el dictamen del laboratorio fue negativo, y, por tanto, no era necesario hacer la transfusión. —La enfermera se interrumpió y después añadió, pensativa, como hablando para sí—: Sin embargo, es extraño, con esos síntomas…
Desde la discusión que habían tenido días atrás sobre las comprobaciones de laboratorio, el jefe patólogo no había vuelto a aludir las actividades de David Coleman en el laboratorio de serología. Coleman no tenía la menor idea de lo que significaba aquel silencio: si había logrado su objetivo e iba a encargarse directamente de Serología, o si Pearson pensaba volver más tarde al ataque. Mientras tanto, el joven patólogo había adquirido la costumbre de dejarse caer por el laboratorio regularmente y revisar el trabajo que en él se hacía. Como resultado de ello, había expuesto ya algunas ideas sobre cambios de método, y algunas de las menos importantes se habían puesto ya en práctica desde hacía un par de días.
Entre él y Carl Bannister, el viejo técnico de laboratorio, existía una situación que podía considerarse muy próxima al conflicto armado. En cambio, John Alexander había demostrado que le encantaba la atención que Coleman prestaba al laboratorio, y, durante los últimos días, había hecho algunas sugerencias que Coleman había aprobado. Alexander había vuelto al trabajo al día siguiente al del ingreso de su mujer en el hospital, a pesar de una brusca pero amable invitación de Pearson que podía tomarse el tiempo que quisiera. Coleman había oído que Alexander le respondió al viejo patólogo: «Se lo agradezco mucho, doctor: pero, si no trabajo, pienso demasiado y aún es peor». Pearson había asentido con la cabeza y había replicado que podía hacer lo que quisiera, así como salir del laboratorio para ir a ver a su mujer y al niño siempre que tuviera ganas.
Ahora David Coleman abrió la puerta del laboratorio de serología y entró.
Halló a John Alexander en la mesa central, delante del microscopio, y, frente a él, una mujer vestida de blanco y con unos pechos enormes, a la que Coleman recordaba vagamente haber visto alguna vez por el hospital.
Cuando él entró, Alexander le estaba diciendo:
—Creo que debería preguntar al doctor Pearson o al doctor Coleman. Yo les entregaré mi informe…
—¿De qué informe se trata? —preguntó Coleman, con naturalidad, y las dos cabezas se volvieron hacia él.
La mujer fue la primera en hablar.
—¡Oh, doctor! —Lo miró, escrutadora—. ¿Usted es el doctor Coleman?
—En efecto.
—Yo soy Hilda Straughan. —Le tendió la mano y añadió—: Jefe de dietética.
—¿Cómo está usted? —Al estrecharle la mano observó, fascinado, que sus opulentos senos se movían al compás del brazo con una oscilación ondulante y rotatoria que recordaba a una ballena. Frenando su imaginación, preguntó—: ¿Tiene algún problema en que podamos ayudarla?
Sabía por propia experiencia que los patólogos y los encargados de dietética solían trabajar juntos en las cuestiones referentes a la higiene de la comida.
—Ha habido muchos trastornos intestinales durante las últimas semanas —dijo la mujer, y añadió—: la mayoría entre el personal de la casa.
Coleman se echó a reír.
—Dígame un hospital donde esto no ocurra de vez en cuando.
—¡Oh, ya lo sé! —El tono de la señora Straughan indicaba una ligerísima desaprobación de la broma—. Pero, si la culpa la tiene la comida, y generalmente la tiene, me gusta descubrir la causa siempre que sea posible. Entonces se puede evitar que se repita.
Aquella mujer demostraba un celo tal, que David Coleman se sintió inclinado a admirarla.
Preguntó, amablemente:
—¿Tiene usted alguna idea?
—Y bien definida. Sospecho de las máquinas lavadoras, doctor C.
Por un instante, quedóse Coleman sobrecogido ante aquel tratamiento. Después, reponiéndose, preguntó:
—Ya. ¿Por qué?
Por el rabillo del ojo vio que Bannister entraba en el cuarto. Ahora eran dos los técnicos que escuchaban su conversación.
La mujer respondió:
—Mi sistema de agua caliente es del todo inadecuado.
Él contuvo el impulso de sonreír y preguntó:
—¿Se ha hecho alguna indicación a este respecto?
—Yo personalmente, doctor C. —Por lo visto era aquél un asunto que a la señora Straughan le llegaba al alma. Prosiguió—: He hablado de ello al administrador, señor Tomaselli, en varias ocasiones. En realidad, lo que le dije al señor T. indujo a éste a pedir al doctor Pearson que hiciera algunas pruebas con las lavadoras de platos.
—Comprendo. —Coleman se volvió a John Alexander—. ¿Ha hecho ya alguna prueba?
—Sí, doctor.
—¿Y qué ha descubierto?
—La temperatura del agua «no es» lo suficientemente elevada. —Alexander consultó unas notas—. Hice tres pruebas en cada máquina, a distintas horas del día, y la temperatura oscilaba siempre entre los 110 y los 130 grados.
—¿Lo está usted viendo? —exclamó la mujer, alzando las manos con expresivo ademán.
—Sí —asintió Coleman—. Es una temperatura excesivamente baja.
—Pero esto no es todo, doctor. —John Alexander había dejado el pliego de notas y tomado una preparación del laboratorio—. Creo que he encontrado bacterias productoras de gases, del grupo fecal, en los platos… «después» de haber pasado por las lavadoras.
—Déjeme ver.
Coleman tomó el portaobjetos y se dirigió al microscopio. Cuando aplicó el ojo al aparato vio inmediatamente las típicas bacterias de forma agusanada. Se irguió.
—¿Qué es? —preguntó la señora Straughan—. ¿Qué significa eso?
Coleman dijo, pensativo:
—La preparación muestra bacterias productoras de gas. Normalmente, el agua caliente tendría que destruirlas, pero se da el caso de que pasan por sus lavadoras y contaminan sus platos limpios.
—¿Es grave eso?
Él lo pensó bien antes de responder:
—Sí y no. Probablemente es causa de alguno de los trastornos intestinales de que usted hablaba, pero éstos tampoco tienen nada de graves. La gravedad puede surgir si se diera el caso de que tuviéramos algún agente transmisor en el hospital.
—¿Un agente transmisor?
—Sí —explicó Coleman—, alguien que lleva en su cuerpo gérmenes de una enfermedad sin padecer la propia enfermedad. Puede ser una persona aparentemente normal y llena de salud. Ocurre más a menudo de lo que puede figurarse.
—Sí, ya veo lo que quiere decir —declaró la señora Straughan, pensativa.
Coleman, que se había vuelto a los dos técnicos, preguntó:
—Supongo que «hacemos» reconocimientos periódicos a todos los que manejan la comida en el hospital…
Bannister respondió, dándose importancia:
—Oh, sí. El doctor Pearson es muy exigente a este respecto.
—¿Y estamos al día en los procedimientos?
—Sí. —El viejo técnico reflexionó, añadiendo—: Ahora creo que hace bastante tiempo que no hemos hecho ninguno.
—¿Cuándo fue la última vez?
Coleman hizo la pregunta como sin darle importancia.
—Si espera un minuto, consultaré el libro.
Y Bannister se dirigió al extremo opuesto del laboratorio. David Coleman sopesaba mentalmente los factores del caso. Si las lavadoras de platos eran ineficaces —y al parecer lo eran—, algo tenía que hacerse sin pérdida de tiempo; esto estaba fuera de discusión. Por otra parte, mientras se llevase un absoluto control de todos los que manejaban la comida —y, según Bannister, se llevaba—, no había motivo real para alarmarse. Sin embargo, no había que tomarlo con indiferencia.
—Le aconsejo que presente su informe cuanto antes al doctor Pearson —le dijo a John Alexander.
—Sí, doctor.
Al otro lado de la estancia, Bannister acabó de consultar un dietario de hojas rayadas que había abierto sobre un fichero.
—Veinticuatro de febrero —gritó.
Sorprendido, le preguntó Coleman:
—¿Ha dicho febrero?
—Sí, señor.
—Luego hace casi seis meses. —Y volviéndose a la mujer, observó—: No parece que haya mucho movimiento en el personal de las cocinas.
—¡Oh! Sí que lo hay, desgraciadamente. —La señora Straughan sacudió la cabeza, enérgicamente—. Desde febrero ha ingresado mucha gente nueva, doctor C.
Aún sin comprender, Coleman le preguntó a Bannister:
—¿Está seguro de la fecha?
—Es la última anotación —se engalló Bannister, seguro de sí. Eso de poderle enseñar algo al sabelotodo del joven doctor era una agradable novedad—. Véalo usted mismo, si quiere.
Sin hacer caso del ofrecimiento, dijo Coleman:
—Pero ¿y los nuevos empleados…, los que han ingresado desde febrero?
—Aquí no dice nada más. —Bannister se encogió de hombros—. Si la oficina de higiene no nos envía nada, no tenemos manera de saber nada de los nuevos empleados.
Su actitud reflejaba una completa indiferencia, rayana en el desprecio.
Coleman empezaba a irritarse. Dominándose, le dijo con voz normal a la mujer:
—Creo que debería usted profundizar en esta cuestión.
Por primera vez, empezaba a darse cuenta de que ocurría algo realmente grave.
La señora Straughan pareció tener la misma idea. Dijo:
—Lo haré… inmediatamente. Gracias, doctor C.
Y salió del laboratorio, saltándole los pechos a cada paso que daba.
Hubo un momento de silencio. Coleman advirtió por vez primera que Bannister estaba intranquilo. Al cruzarse su mirada con la de él, le preguntó fríamente:
—¿No se le ocurrió pensar «por qué» no se les encargaban análisis de los nuevos empleados?
—Pues… —Bannister rebulló inquieto, desvanecido su anterior aplomo—… supongo que me habría dado cuenta más pronto o más tarde.
Coleman lo observó, con disgusto, y dijo, irritado:
—Más bien más tarde, ¿no? Especialmente si para ello tenía que pensar un poco. —Al llegar a la puerta, se volvió—: Voy a ver al doctor Pearson.
El viejo técnico había palidecido intensamente y se quedó inmóvil, mirando la puerta por donde salía Coleman.
Sus labios formaron unas amargas palabras de derrota:
—Él lo sabe todo, ¿no? Todo lo que dicen los libros. Hasta la última coma.
En aquel momento, Bannister se hallaba envuelto en una nube de fracaso y de hundimiento. Su mundo familiar —el mundo que había creído inviolable y que por ello no había hecho nada por defender— se venía abajo. Surgía un nuevo orden, y en este nuevo orden, por su propia negligencia, no había sitio para él. Alicaído, desplazado, quedó reducido a una débil y patética figura a cuyo lado se deslizaba el tiempo sin reparar en él.
Joe Pearson levantó la mirada al entrar Coleman.
Sin ningún preámbulo, anunció el joven patólogo:
—John Alexander ha encontrado bacterias productoras de gases… en los platos limpios pasados por las lavadoras. Pearson no pareció sorprendido. Dijo, en tono áspero:
—Es el sistema de agua caliente.
—Ya lo sé. —David Coleman trató en vano de ocultar su sarcasmo—. Pero ¿se ha intentado remediarlo?
El viejo lo miró, zumbón, y dijo con sorprendente calma:
—Supongo que se figura que aquí tenemos las cosas un poco abandonadas.
—Pues, ya que me lo pregunta…, sí.
Coleman tenía ahora los labios apretados. Se preguntaba cuánto tiempo podrían seguir los dos trabajando juntos en aquel ambiente.
Pearson abrió uno de los cajones inferiores de su mesa y empezó a buscar entre montones de papeles, mientras hablaba con una extraña mezcla de ira y de pesar:
—Es usted joven, inexperto, y está lleno de ideas elevadas. Llega aquí, precisamente en el momento en que hay una nueva administración y en que el dinero corre más que en todos los años anteriores. Y por esto se figura que todo lo que está mal se debe a que nadie se ha preocupado de mejorarlo, ¡a que nadie ha pensado en ello!
Había encontrado lo que buscaba y echó un legajo de papeles sobre la mesa.
—No he dicho esto —replicó Coleman, en tono casi defensivo.
Pearson empujó los papeles en su dirección.
—Aquí hay un montón de correspondencia sobre el abastecimiento de agua caliente para las cocinas. Si se toma la molestia de leerla, verá que desde hace años estoy reclamando un nuevo sistema. —Su voz se elevó, desafiadora, al proseguir—: Vamos, ¡eche un vistazo!
Coleman abrió la carpeta y leyó el índice que había encima de todo. Volvió una hoja; después, otra, y finalmente echó una rápida mirada a las restantes. Inmediatamente se dio cuenta del error que había cometido. Aquella correspondencia contenía la condena rotunda formulada por Pearson del sistema de higiene de las cocinas del hospital, en términos mucho más contundentes que los que él mismo habría empleado. Y se remontaba a varios años atrás.
—¿Y bien? —dijo Pearson, que le había estado observando mientras leía.
Sin vacilar, respondió Coleman:
—Lo siento. Le debo mis excusas… al menos en lo que a esto se refiere.
—No hay de qué. —Pearson agitó una mano, irritado, y sólo después reparó en las últimas palabras del otro—. ¿Quiere decir que hay algo más?
—Al enterarme de lo de las máquinas lavadoras —respondió Coleman, con calma—, he descubierto también que desde hace seis meses no se han hecho exámenes de laboratorio con referencia a los empleados que manejan toda la comida.
—¿Qué?
La pregunta estalló como una repentina explosión.
—Por lo visto no enviaron las órdenes de la oficina de higiene La jefe de dietética lo está comprobando ahora.
—Y quiere usted decir que no protestamos, que nadie de Patología se interesó por las causas de aquella falta, ¿eh?
—Al parecer, así es.
—¡Estúpido de Bannister! Esto es grave.
Pearson estaba realmente impresionado y había olvidado su antigua hostilidad hacia Coleman.
Coleman dijo, con voz tranquila:
—Pensé que debía informarle.
Pearson había descolgado el teléfono. Después de una pausa, dijo:
—Póngame con el administrador.
Siguió una conversación breve y concreta. Después Pearson colgó el aparato y se levantó.
—Tomaselli viene en seguida —le dijo a Coleman—. Vamos al laboratorio a esperarle.
En pocos minutos se repasó en el laboratorio todo lo que David Coleman ya sabía. Con Pearson y Harry Tomaselli a la escucha, John Alexander recapituló sus notas. Pearson examinó las preparaciones. Al dejar de mirar por el microscopio, entró en el laboratorio la jefe de dietética. El administrador se volvió a ella.
—¿Qué ha averiguado?
—Es increíble, pero es verdad. —La señora Straughan sacudió la cabeza, con gesto de incredulidad, y se dirigió al doctor Pearson—: A principios de este año entró una nueva empleada en la oficina de higiene, doctor P. Nadie le dijo nada sobre los análisis referentes al personal que cuida de la comida. Por esto no se ha enviado ninguna orden.
—Así, pues —dijo Tomaselli—, ¿cuánto tiempo hace que no se ha hecho?
—Aproximadamente, seis meses y medio.
Coleman advirtió que Carl Bannister se mantenía alejado del grupo, muy ocupado en apariencia; pero tuvo la seguridad de que no se perdía nada de lo que se estaba diciendo.
El administrador preguntó a Pearson:
—¿Qué sugiere usted?
—Que se haga el examen de todos los nuevos empleados, con la mayor rapidez posible. —Esta vez el viejo patólogo hablaba incisiva y vivamente—. Después habrá que hacer una revisión a todos los demás: análisis, Rayos X y examen médico. Esto comprenderá a todos los que trabajan en la cocina y a cuantos tengan algo que ver con la comida.
—¿Quiere ocuparse de ello, señora Straughan? —dijo Tomaselli—. Póngase de acuerdo con la oficina de higiene, donde cuidarán de todas las cuestiones de detalle.
—Sí, señor T. Pondré manos a la obra inmediatamente. —Y, ondulante como siempre, salió del laboratorio.
—¿Algo más? —preguntó Tomaselli, volviendo su atención al doctor Pearson.
—Necesitamos una nueva caldera de vapor para las máquinas lavaplatos. O esto, o tirarlas y poner otras nuevas. —Pearson levantó la voz, acalorado—. Lo estoy diciendo a todo el mundo desde hace años.
—Ya lo sé —asintió Tomaselli—. Yo heredé el archivo, y lo tengo en la lista. Lo malo es que hayamos tenido tantos gastos. —Murmuró—: Si supiera lo que puede costar… Irrazonablemente irritado, gritó Pearson:
—¿Y cómo quiere que yo lo sepa? ¡Yo no soy fontanero!
—Yo sé algo de fontanería; tal vez pueda ayudarles. —Al oír estas palabras, los otros volvieron la cabeza. Era el doctor Dornberger, ocupado, ¡cómo no!, en llenar su pipa. Había entrado en el laboratorio sin hacer ruido y sin que nadie lo advirtiera. Al ver a Harry Tomaselli, preguntó—: ¿Acaso les interrumpo?
—No; puedes quedarte —dijo Pearson, ásperamente. Dornberger vio a John Alexander, que le estaba mirando.
—He visto a su pequeño hace un rato, hijo mío. Temo que está bastante mal.
—¿Queda alguna esperanza, doctor?
Alexander hizo la pregunta a media voz. Los otros se habían vuelto, dulcificadas sus expresiones. Bannister dejó una pipeta y se acercó.
—No muchas, según temo —respondió Dornberger, lentamente. Hubo un silencio, y después, como si recordara algo, se volvió a Pearson—: Supongo, Joe, que no puede haber ninguna duda sobre la sensibilización de sangre de la señora Alexander, ¿verdad?
—¿Duda?
—Quiero decir, si pudo haber error.
Pearson sacudió la cabeza.
—No existe ninguna duda, Charlie. En realidad, lo hice yo mismo… y con gran cuidado. —Y añadió, curioso—: ¿Por qué lo preguntas?
—Sólo para asegurarme. —Dornberger chupó su pipa—. Por un momento sospeché esta mañana que el niño podía tener eritroblastosis. Fue una vaga suposición, desde luego.
—Altamente improbable —dijo, enfáticamente, Pearson.
—Sí, esto fue lo que pensé —convino Dornberger.
De nuevo se hizo el silencio. Los ojos se volvieron a Alexander. David Coleman sintió la necesidad de decir algo, algo que distrajera la atención, en bien del joven tecnólogo. Casi sin pensarlo, le dijo a Dornberger:
—Podía existir alguna duda en las pruebas de sensibilización cuando los laboratorios sólo empleaban los métodos de la solución salina y de las altas proteínas. Podía darse el caso de que algunas reacciones positivas aparecieran como negativas. Hoy, en cambio, con un Coombs indirecto, los resultados son infalibles.
Al terminar de hablar, recordó que aquel cambio se había introducido en el laboratorio a raíz de su llegada. No hubiese querido que pareciera una indirecta dirigida a Pearson, y esperó que el viejo no se diera cuenta. Bastantes discusiones habían tenido para que deseara añadir leña al fuego innecesariamente.
—Pero, doctor Coleman…
Alexander se había quedado boquiabierto, la alarma asomándose a sus ojos.
—¿Qué? ¿Qué pasa?
Coleman se sintió intrigado. Nada de lo que había dicho podía producir tal reacción.
—Es que no hicimos el Coombs indirecto.
A pesar de su interés por Alexander, Coleman empezaba a sentirse molesto. Por causa de Pearson, habría querido no seguir con aquel tema; pero ahora no podía ya elegir.
—Sí que lo hicieron —dijo de sopetón—. Recuerdo haber firmado el pedido de suero Coombs.
Alexander lo miraba desesperadamente, con ojos suplicantes. Dijo:
—Pero el doctor Pearson dijo que no era necesario. El análisis se hizo sólo a base de solución salina y proteínas. Coleman necesitó varios segundos para comprender lo que acababa de oír. Harry Tomaselli, sin comprender nada, observaba la escena con curiosidad. La atención de Dornberger se había despertado de pronto.
Pearson parecía inquieto. Le dijo a Coleman, con un matiz de desasosiego:
—Quería decírselo, pero se me olvidó.
Ahora Coleman tenía el cerebro totalmente despejado. Pero, antes de seguir adelante, quería dejar bien establecida una cuestión.
—¿Debo entender, pues —le preguntó a Alexander—, que no se hizo ningún Coombs indirecto?
Al asentir Alexander, terció bruscamente el doctor Dornberger:
—¡Un momento! Hay que aclarar esto. ¿Quiere decir que la madre, la señora Alexander, podía tener a pesar de todo la sangre sensibilizada?
—¡Claro que podía! —Saltó Coleman, sin importarle ya nada, elevando el tono de su voz—. Las pruebas con solución salina y con altas proteínas son buenas en muchos casos, pero no en todos. Esto lo sabe cualquiera que esté al corriente de los avances de la hematología. —Miró de soslayo a Pearson, que no pareció darse por enterado. Prosiguió, dirigiéndose a Dornberger—: Por esto ordené que se hiciera un Coombs indirecto.
El administrador intentaba captar el sentido médico de las frases.
—Ese análisis de que están hablando, ¿por qué no se hizo si usted lo ordenó?
Coleman giró en redondo, enfrentándose con Bannister. Despiadadamente, preguntó:
—¿Qué ocurrió con el pedido que yo firmé, el pedido de suero Coombs? —Y, como el técnico vacilara—. Conteste.
Bannister estaba temblando. Con voz apenas audible, murmuró lacónicamente:
—Lo rasgué.
Dornberger exclamó, incrédulo:
—¿Rasgó el pedido de un médico… y sin advertírselo siquiera?
Implacable, dijo Coleman:
—¿Quién le dio orden de romperlo?
Bannister tenía los ojos fijos en el suelo. Dijo, a regañadientes:
—El doctor Pearson.
Dornberger pensaba rápidamente.
—Esto significa —le dijo a Coleman— que el niño puede tener eritroblastosis; todo parece indicarlo.
—¿Hará una transfusión de sangre?
—De ser necesaria —respondió Dornberger, tristemente— tendría que haberse hecho al nacer el niño. Pero, a pesar de la demora, aún puede haber alguna posibilidad. —Miró al joven patólogo como si, después de lo ocurrido, sólo en su opinión pudiese confiar—. Pero quiero asegurarme. Al niño no le sobran fuerzas.
—Es preciso un Coombs directo de la sangre del niño —reaccionó inmediatamente Coleman. Ahora la conversación se había circunscrito a él y Dornberger; Pearson permanecía silencioso, como anonadado por la rapidez de los acontecimientos. Coleman preguntó a Bannister:
—¿Hay un poco de suero Coombs en el laboratorio?
El técnico tragó saliva.
—No.
Esto afectaba al administrador, que preguntó con voz tensa:
—¿Dónde podemos adquirirlo?
—No hay tiempo para ello —respondió Coleman, sacudiendo la cabeza—. Tenemos que hacer el análisis en otra parte…, donde tengan los medios necesarios.
—La Universidad nos servirá para el caso; tienen un laboratorio más completo que el nuestro. —Harry Tomaselli se había dirigido ya al teléfono. Dijo a la telefonista—: Póngame con el Hospital de la Universidad, por favor. —Y, volviéndose a los otros—: ¿Quién es el jefe de patología allí?
—El doctor Franz —respondió Dornberger.
—Con el doctor Franz, por favor. —Y preguntó Tomaselli—: ¿Quién hablará con él?
—Lo haré yo mismo. —Coleman tomó el aparato, y los otros oyeron que decía—: ¿Doctor Franz? Soy el doctor Coleman, ayudante de patología en el Tres Condados. ¿Podría hacernos un Coombs urgente? —Hubo una pausa, mientras Coleman escuchaba. Después dijo—: Sí, le enviaremos la sangre inmediatamente. Muchas gracias, doctor. Adiós. —Se volvió hacia los demás—. Necesitaremos la sangre en seguida.
—Yo le ayudaré, doctor —dijo Bannister, llevando ya en la mano una bandeja con el instrumental.
Coleman estuvo a punto de rechazar el ofrecimiento, pero vio una muda súplica en los ojos del hombre. Titubeó, y luego dijo:
—Muy bien. Venga conmigo.
Cuando salían les gritó el administrador:
—Pediré un coche a la policía. Así podremos llevar la sangre con mayor rapidez.
—¡Por favor! Yo quisiera llevarla…, acompañarles —dijo John Alexander.
—Está bien. —El administrador había asido de nuevo el teléfono. Gritó—: Póngame con la Policía Municipal. —Y, dirigiéndose a Alexander—: Vaya con los otros y lleve la muestra de la sangre a la puerta de Urgencia. Haré que el coche de la policía le espere allí.
—Sí, señor. —Y Alexander se marchó a toda prisa.
—Soy el administrador del Hospital Tres Condados. —Tomaselli volvía a hablar por teléfono—. Necesitaríamos un coche de la policía para llevar con urgencia una muestra de sangre. —Escuchó un momento—. Sí; les esperaremos en la puerta del servicio de Urgencia. Muy bien. —Colgó el aparato y dijo—: Iré a asegurarme de que se encuentran.
Y salió, dejando solos a Pearson y Dornberger.
Durante los últimos momentos, la semilla de una serie de ideas había arraigado en la mente del viejo tocólogo. Inevitablemente, en sus largos años de ejercicio de la medicina, Charles Dornberger había visto morir a muchos pacientes. A veces aquellas muertes habían parecido obedecer a una especie de predestinación. Pero siempre había luchado por la vida de las enfermas, a veces con furia, y sin ceder jamás hasta el final. Y siempre —tanto en los triunfos como en los fracasos— podía proclamar sin mentir que había actuado dignamente, no dejando nada a la casualidad y poniendo a contribución todo su saber. Sabía bien que había otros médicos menos exactos en el cumplimiento de su deber. Pero nunca, conscientemente, había pecado Charles Dornberger por descuido o negligencia.
Nunca, hasta este momento.
Ahora, al parecer, cerca ya del final de su carrera, tendría que compartir los tristes y amargos frutos de la incompetencia de otro; y de otro que, además, era su amigo.
—Joe —dijo—, quiero que sepas una cosa.
Pearson se había dejado caer en un taburete del laboratorio, desprovisto el semblante de color y perdida la mirada. Ahora levantó los ojos lentamente.
—Era un niño prematuro, Joe, pero normal; podíamos haber hecho una transfusión de sangre al nacer. —Dornberger hizo una pausa y, al proseguir, el torbellino de sus emociones se reflejó en su voz—. Joe, somos amigos desde hace mucho tiempo, y a veces he callado para no perjudicarte, y te he ayudado en tus batallas. Pero esta vez, si muere ese niño, te juro que te llevaré al Consejo médico y te arruinaré para siempre.