Veintidós
Como un general revisa sus fuerzas antes del combate, así el doctor Joseph Pearson inspeccionaba el laboratorio de Patología.
Con él estaban David Coleman, el residente de patología doctor McNeil, Carl Bannister y John Alexander. Pearson, Coleman y McNeil habían venido directamente de la sala de juntas, donde se había celebrado la reunión de urgencia. Los otros dos, siguiendo instrucciones previas, habían despejado el laboratorio de todo lo que no fuera trabajo inmediato y esencial.
Cuando Pearson hubo terminado su inspección, se dirigió a los otro cuatro:
—El nuestro —dijo— es un problema de investigación. Entre un grupo de unas noventa y cinco personas, tenemos que descubrir a un solo individuo: el que suponemos que siembra los gérmenes de fiebre tifoidea en el hospital. También es un problema de rapidez: cuanto más tardemos, más se agravará la infección. Nuestra clave serán los excrementos que hoy empezarán a llegar y que en su mayor parte se recibirán mañana. —Se dirigió a Roger McNeil—. Doctor McNeil, usted cuidará durante los próximos días de evitar al laboratorio todo trabajo que no sea indispensable. Compruebe todas las órdenes y decida cuáles sean urgentes y cuáles pueden demorarse, al menos un par de días. Los análisis que en su opinión sean urgentes los hará Carl Bannister. Ayúdele en lo que pueda, y no lo cargue más que con lo estrictamente necesario; el tiempo que le reste lo emplearemos en nuestro objetivo principal. —McNeil asintió con la cabeza, y prosiguió Pearson—: Usted personalmente tendrá que encargase de todos los dictámenes de cirugía. Despache los que le parezcan urgentes, y guarde los que puedan esperar. Si se le presenta alguna duda en un diagnóstico, llame al doctor Coleman o a mí mismo.
—Bien. Me pondré de acuerdo con la oficina —dijo McNeil, y salió.
Pearson se volvió a los otros tres.
—Emplearemos una lámina separada para cada cultivo. No quiero arriesgarme a poner juntos varios cultivos, y que uno se adelante a los otros; significaría perder tiempo y tener que volver a empezar. —Preguntó a Alexander—: ¿Tenemos bastante medio MacConkey para cerca de un centenar de cultivos?
John Alexander estaba pálido y tenía los ojos enrojecidos. Se había separado de Elizabeth hacía sólo media hora. Sin embargo, respondió prestamente:
—No. Dudo de que haya más que un par de docenas. Normalmente tenemos para varios días.
Al terminar de hablar se dio cuenta de que su reacción ante una pregunta referente al laboratorio había sido fruto de la costumbre, y se preguntó qué era lo que sentía por el doctor Pearson. Y no pudo definirlo. Pensó que debía odiar al viejo cuya negligencia había causado la muerte de su hijo, y tal vez más adelante lo odiaría. Pero, en este momento, no sentía más que un dolor sordo y profundo, y una especie de melancolía. Tal vez era mejor en estas circunstancias verse frente a un agobio de trabajo. Al menos podría intentar aturdirse con él.
—Comprendo —dijo Pearson—. Entonces, ¿tiene la bondad de ocuparse de la estufa hasta que todas las láminas estén en condiciones de ser usadas? Tenemos todo el día de hoy.
—Empezaré en seguida. —Y Alexander salió detrás de McNeil.
Pearson pensaba ahora en voz alta:
—Tendremos noventa y cinco cultivos, digamos cien. Supongamos que el cincuenta por ciento nos dé lactosa positiva; quedará otro cincuenta por ciento para seguir examinando. La proporción no tendría que ser mayor.
Miró a Coleman, en demanda de confirmación.
—De acuerdo —asintió Coleman.
—Veamos ahora: necesitamos diez tubos de ensayo por cultivo. Cincuenta cultivos… significan quinientos subcultivos. —Volviéndose a Bannister, preguntó—: ¿Cuántos tubos de ensayo tenemos… limpios y estériles?
Bannister calculó.
—Probablemente unos doscientos.
—¿Está seguro? —dijo Pearson, con una mirada escrutadora.
Bannister se puso colorado. Después dijo:
—Ciento cincuenta, seguros.
—Entonces encargue otros trescientos cincuenta. Llame a los proveedores y dígales que los necesitamos hoy. —Prosiguió—: Cuando haya hecho esto, empiece a disponer los tubos en grupos de a diez. Emplee primero los que tiene a mano, y después los otros, cuando lleguen. Compruebe las existencias de azúcares. Recuerde que necesitará glucosa, lactosa, dulcitol, sacarosa, manitol, maltosa, xilosa, arabinosa, ramnosa, y un tubo para producción de indol. Pearson había pronunciado todos aquellos nombres sin la menor vacilación. Con una sombra de sonrisa, le dijo a Bannister:
—Encontrará la lista y la tabla de reacciones del salmonella typhi en la página sesenta y seis de la guía del laboratorio. Bueno, ¡andando!
Bannister se dirigió corriendo al teléfono.
Volviéndose a David Coleman, preguntó Pearson:
—¿He olvidado algo?
Coleman sacudió la cabeza. La presteza con que el viejo se había hecho cargo de la situación, así como su rapidez y eficiencia, habían sorprendido e impresionado a Coleman.
—No —repuso—; no se me ocurre nada más.
Pearson contempló al joven un instante. Después le dijo:
—Entonces, vayamos a tomar una taza de café. Tal vez no podremos volver a hacerlo en varios días.
Ahora que Mike Seddons se había marchado, Vivian sintió el enorme vacío que le dejaba con su ausencia y pensó que, sin él, los próximos días transcurrirían lentos. Creía, sin embargo, que había hecho bien en pedirle a Mike que se mantuviera alejado un tiempo. Así los dos podrían reflexionar y ver el futuro con mayor claridad. Y no es que Vivian necesitara un solo instante para pensar ella misma, pues estaba segura de sus propios sentimientos, sino que así le parecía obrar con mayor lealtad ante Mike. ¿O acaso no? Por primera vez se le ocurrió pensar que, obrando en esta forma, le pedía a Mike que demostrara su amor por ella, mientras él aceptaba el suyo sin dudar.
No había sido ésta su intención. No obstante, se preguntó, inquieta, si Mike se lo habría tomado en aquel sentido…, si la habría tenido por desconfiada y reacia a aceptar su cariño en todo lo que valía. Cierto que no parecía habérselo tomado de aquel modo; pero tal vez, después de reflexionar, lo mismo que hacía ella, se le ocurriría pensarlo. Pensó en llamarle o enviarle una nota explicándole cuál había sido su verdadera intención… aunque para ello tenía que estar segura de sí misma. Pero ¿lo estaba ahora? ¡A veces es tan difícil pensar con claridad! Uno empieza a hacer algo que cree justo, pero después piensa que otro puede interpretarlo mal y buscar intenciones ocultas que uno jamás ha tenido. ¿Cómo se puede estar realmente seguro de lo que es lo mejor… en cualquier ocasión… en cualquier lugar… en cualquier tiempo?
Llamaron suavemente a la puerta, y entró la señora Loburton. Al verla, Vivian olvidó de pronto que tenía diecinueve años, que era una chica mayor, capaz de resolver sus propios asuntos. Tendió los brazos.
—¡Oh, mamá! —exclamó—. ¡Qué terriblemente confusa estoy!
Los reconocimientos médicos de todos los que manejaban la comida se sucedían rápidamente. En un pequeño consultorio —primero de la hilera de cuartos similares en el departamento de Transeúntes—, el doctor Harvey Chandler terminó el reconocimiento de uno de los cocineros.
—Muy bien —dijo—; puede vestirse.
Al principio el jefe de medicina no había estado muy seguro de si sería digno de él realizar alguno de los reconocimientos personalmente. Pero al fin había decidido hacerlo, adoptando una actitud parecida a la del comandante que se siente moralmente obligado a colocarse al frente de sus tropas para realizar el asalto a una cabeza de puente.
En realidad el doctor Chandler se había sentido un poco molesto de que los doctores O’Donnell y Pearson asumieran la dirección hasta tal punto.
Desde luego, O’Donnell era presidente del Consejo facultativo y como tal estaba directamente interesado en cuanto concerniera al bien del hospital. Pero, a pesar de esto —razonaba Chandler—, «no era» más que un cirujano, y la fiebre tifoidea era de la competencia de la medicina interna.
En cierto sentido el jefe de medicina se sentía desposeído del papel estelar en la crisis actual. En lo más recóndito de sus pensamientos, el doctor Chandler se imaginaba a veces que estaba destinado a hacer grandes cosas, aunque no se le presentaban oportunidades para demostrarlo. Y ahora, con una oportunidad al alcance de la mano, se veía relegado, si no a un papel de comparsa, sí a uno secundario. Tenía que reconocer, sin embargo, que las disposiciones tomadas por O’Donnell y Pearson parecían eficaces, y, a fin de cuentas, todos perseguían el mismo objeto de terminar con el deplorable estallido de la tifoidea. Frunciendo ligeramente las cejas, díjole al cocinero, que había acabado ya de vestirse:
—Recuerde que tiene que ser extraordinariamente cuidadoso en cuestiones de higiene, y, cuando trabaje en la cocina, observe una limpieza absoluta.
—Sí, doctor.
Al salir el hombre, entró O’Donnell.
—¡Hola! —dijo—. ¿Cómo va esto?
El primer impulso de Chandler fue contestar desabridamente. Pero, pensó después, tal vez la cosa no valía la pena de sentirse molesto. Aparte del leve defecto de Kent O’Donnell —en opinión de Chandler— de mostrarse a veces excesivamente democrático, era un hombre capacitado para ocupar la presidencia del Consejo y, ciertamente, mucho más apto que su predecesor. Por consiguiente, respondió con bastante amabilidad:
—Ya he perdido la cuenta hace rato. Supongo que estamos terminando. Pero, hasta ahora, nada hemos podido descubrir.
—¿Qué se sabe de los atacados de tifoidea? —preguntó O’Donnell—. ¿Y de los cuatro casos sospechosos?
—Puedes apuntar cuatro seguros —dijo Chandler— y borra dos de los sospechosos.
—¿Corren algún peligro?
—No lo creo. ¡Demos gracias a Dios por los antibióticos! Quince años atrás habríamos pasado muchos más apuros que ahora.
—Sí, supongo que sí.
O’Donnell se guardó muy bien de preguntar si se había aislado a los enfermos. A pesar de su engreimiento, se podía tener la seguridad de que Chandler, médicamente hablando, haría siempre lo más adecuado.
—Dos de los pacientes son enfermeras —explicó Chandler—. Una es de Psiquiatría y la otra de Urología. Los otros dos son hombres: un mecánico electricista y un escribiente de la oficina.
—Los cuatro trabajan en lugares del hospital muy separados entre sí —dijo O’Donnell, reflexivamente.
—¡Exacto! El único denominador común es la comida del hospital. Los cuatro suelen comer en nuestra cafetería. Creo que no hay duda de que seguimos la buena pista.
—No te entretengo, pues —dijo O’Donnell—. Tienes a otros dos esperando fuera; pero alguno de los otros médicos tiene más gente, y la estamos repartiendo.
—Muy bien —dijo Chandler—. Seguiré al pie del cañón hasta que hayamos terminado; nada nos detendrá… por mucho que dure.
Se sentó en su butaca, un poco envarado. Tenía la impresión de que había pronunciado unas palabras solemnes.
—Magnífico —dijo O’Donnell—. Lo dejo en tus manos.
Un poco picado por la naturalidad de la respuesta, el jefe de medicina dijo, secamente:
—Dile a la enfermera que haga pasar al siguiente, ¿quieres?
—Desde luego.
O’Donnell salió, y un momento después entró una chica de la cocina. Llevaba una tarjeta en la mano.
—Démela —dijo Chandler— y siéntese, por favor.
Dejó la tarjeta sobre la mesa y sacó una hoja clínica en blanco.
—Gracias, señor —dijo la joven.
—De momento, necesito conocer su historia clínica, la suya y la de su familia…, todo lo lejos que podamos llegar. Empecemos con sus padres.
Y empezó a preguntar minuciosamente, apuntando las respuestas, y la hoja se llenó rápidamente con sus anotaciones. Como siempre, aquella hoja sería, al terminar, un modelo de historia clínica, digno de figurar en un libro de texto. Una de las causas de que el doctor Chandler fuese jefe de medicina del Tres Condados era su extraordinaria precisión clínica.
Al alejarse del atareado departamento de Transeúntes, Kent O’Donnell se puso a pensar, por primera vez, con cierta perspectiva, en algunos de los acontecimientos del día. Mediaba ahora la tarde, y desde la mañana habían ocurrido tantas cosas que le había sido imposible meditar en todas sus consecuencias.
En rápida e imprevista sucesión, se había presentado, ante todo, el diagnóstico equivocado del niño, y, poco después, la muerte de éste. Después, el caso de Pearson, el retiro de Charlie Dornberger, el descubrimiento de que una medida elemental de higiene había sido olvidada en el hospital desde hacía meses, y, ahora, el caso de la fiebre tifoidea, y la amenaza de que se agravara la probable epidemia sobre el Tres Condados como una espada de Damocles. Todo parecía haberse desatado a la vez. ¿Por qué? ¿Cómo había podido ocurrir? ¿Era la súbita manifestación de un mal, hasta ahora ignorado, que había arraigado en el hospital? ¿Se producirían nuevas desgracias? ¿Era esto el anuncio de una desintegración total a corto plazo? ¿Eran todos culpables de una despreocupación… de lo que el propio O’Donnell era el inductor?
Pensó: «Todos estábamos seguros, ¡y tan seguros!, de que este régimen era mejor que el anterior. Trabajamos para que fuera así. Creímos estar creando y progresando, edificando un templo a la salud, un lugar donde se practicaría y aprendería buena medicina. ¿Habremos fracasado —ignominiosa y ciegamente— a causa de la bondad de nuestras intenciones? ¿Habremos sido estúpidos y ciegos, mirando a las nubes, dejándonos arrebatar por los ideales e ignorando los avisos terrenos del acontecer cotidiano? ¿Qué hemos construido?». O’Donnell escrutó su recuerdo. «¿Es, de veras, un lugar de salud? ¿O hemos levantado con nuestra locura un sepulcro blanqueado, una urna vacía y antiséptica?».
Preocupado, en el ardor de sus pensamientos, O’Donnell había cruzado el hospital instintivamente, sin darse cuenta de lo que le rodeaba. Ahora llegó a su despacho y entró en él.
Se acercó a la ventana y se quedó mirando el atrio. Como siempre, había gran movimiento de gente que entraba y salía. Vio un hombre que cojeaba, colgado del brazo de una mujer; pasaron y se perdieron de vista. Llegó un automóvil; un hombre saltó de él y ayudó a subir a una mujer; apareció una enfermera que le entregó un niño; la portezuela se cerró, y el coche, veloz, emprendió la marcha. Se presentó un muchacho con muletas; andaba de prisa, balanceando el cuerpo con soltura nacida de la práctica; le detuvo un viejo con gabardina; el viejo parecía indeciso sobre el rumbo a seguir; el muchacho señaló algo, y los dos se dirigieron a la puerta del hospital.
O’Donnell pensó: «Vienen a nosotros con una súplica, llenos de fe. ¿La merecemos? ¿Compensan nuestros éxitos nuestros fracasos? ¿Podemos, con nuestra abnegación, reparar nuestros errores? ¡Quién sabe!».
Después, más práctico, razonó: «A partir de hoy habrá grandes cambios. Se taparán muchos huecos…, no sólo los que se han manifestado, sino los que descubrirán una investigación diligente. Se explorarán los puntos débiles… de los hombres y del edificio. Será mayor la autocrítica, el autoexamen. Que lo de hoy —pensó— sea una señal luminosa…».
Había mucho que hacer, mucho trabajo por delante. Empezarían con Patología, el punto frágil donde habían empezado las tribulaciones. Después, se reorganizaría todo; sospechaba que había varios servicios que lo necesitaban. Ahora era ya seguro que los trabajos de ampliación comenzarían en la primavera; habría que adaptar los dos programas. O’Donnell empezó a forjar planes, su cerebro funcionaba a toda máquina.
El teléfono sonó con estridencia.
La telefonista anunció:
—Doctor O’Donnell, una llamada de larga distancia para usted.
Era Denise. Su voz tenía la misma ronquera suave que antes le había seducido. Después de cambiar unos saludos, dijo ella:
—Kent, querido, quiero que vengas a Nueva York el próximo fin de semana. He invitado a varias personas el viernes por la noche, y quiero presentarte.
Él vaciló sólo un momento. Después dijo:
—Lo siento terriblemente, Denise… Pero me será imposible.
—Aun así, «tienes» que venir. —La voz era apremiante—. He cursado ya las invitaciones y no puedo cancelarlas.
—Creo que no me has entendido. —Luchó por encontrar las palabras adecuadas—. Aquí se ha producido una epidemia. No puedo moverme hasta que se solucione esta cuestión, y después aún quedarán otras cosas por hacer.
Su voz tenía un ligerísimo acento de irritación. Él hubiese deseado estar con Denise. Sin duda habría logrado hacerle comprender… ¿O acaso, no?
—Desgraciadamente —dijo— no sabía que esto iba a ocurrir.
—Pero tú eres jefe del hospital, y sin duda por un día o dos, puedes delegar en otra persona.
Era evidente que Denise se había propuesto no comprender.
—Siento no poder hacerlo —dijo él, con voz pausada. Hubo un silencio al otro extremo de la línea. Después, Denise dijo, ligeramente:
—Ya te lo advertí, Kent… Soy una persona muy dominadora.
Él empezó a decir:
—Denise, querida, te ruego… —y se interrumpió.
—¿Es realmente tu última respuesta? —La voz del teléfono seguía siendo suave, casi acariciadora.
—Tiene que serlo —dijo él—. Lo siento. —Y añadió—: Te llamaré, Denise, en cuanto pueda dejar esto.
—Sí —dijo ella—, hazlo, Kent. Adiós.
—Adiós —respondió él, y colgó, pensativo, el teléfono.
Era media mañana… del segundo día de descubrirse la fiebre tifoidea en el hospital.
Como había pronosticado el doctor Pearson, por la tarde anterior, sólo habían llegado unas pocas muestras al laboratorio, mientras que la gran mayoría las habían traído durante la última media hora.
Las muestras, en pequeños recipientes de cartón rotulados, se alineaban en la mesa central del laboratorio de Patología. Constaba en todas ellas su procedencia, y Pearson, sentado en un taburete de madera al extremo de la mesa, añadía un número de orden al rótulo y preparaba las hojas en que más tarde se anotarían los resultados del análisis.
Al terminar este trabajo preliminar, pasaba cada muestra a David Coleman y John Alexander, que trabajaban detrás de él preparando los cultivos.
Bannister, sólo en una mesa lateral, preparaba otros análisis que McNeil —entronizado ahora en el cuarto de patología— había juzgado que no podían demorarse.
El laboratorio apestaba.
Con excepción de David Coleman, todos fumaban. Pearson, particularmente, lanzaba grandes bocanadas de humo para contrarrestar el hedor que surgía al levantarse la tapa de cada recipiente. Al principio, Pearson le había ofrecido un cigarro a Coleman en silencio, y el joven patólogo había fumado durante un rato. Pero había encontrado el olor del cigarro casi tan desagradable como el que reinaba en el ambiente, y lo había dejado apagar.
El joven botones, que era enemigo declarado de Bannister, estaba gozando no poco al traer las muestras, y acompañaba cada remesa con una nueva sarta de chirigotas. La primera vez había mirado a Bannister, anunciando: «Ciertamente, hallaron el lugar más adecuado para enviar este material…». Más tarde, le había dicho a Coleman: «Seis nuevos perfumes para usted, doctor». Y ahora, dejando una serie de recipientes de cartón frente a Pearson, preguntó: «¿Lo quiere con nata y azúcar, señor?». Pearson lanzó un gruñido y siguió escribiendo.
John Alexander trabajaba metódicamente concentrando la atención en el trabajo que tenía entre manos. Con la misma agilidad de movimientos que Coleman había observado cuando lo conoció, cogió uno de los recipientes de cartón y levantó la tapa. Se acercó un plato y, con un lápiz, copió en él el número del rótulo. Después tomó una pequeña anilla de platino sujeta a un mango de madera y la esterilizó pasándola por la llama de un hornillo. A continuación pasó la anilla por la muestra de excrementos y trasladó una pequeña porción a un tubo con solución salina estéril. Luego repitió la operación y, con la misma anilla de platino, depositó parte de la solución en el plato de cultivo, con regulares y firmes movimientos.
Tapó el tubo y lo colocó en un soporte, y llevó el plato de cultivo a una incubadora que estaba al otro lado del laboratorio. Allí permanecería hasta la mañana siguiente, y entonces, si fuese preciso, se harían subcultivos. Era un procedimiento que no podía acelerarse.
Al volverse vio a David Coleman que estaba detrás de él. Cediendo a un impulso, le dijo en voz baja, mirando de reojo a Pearson:
—Doctor, quisiera decirle una cosa.
—¿Y es?
Coleman metió a su vez un plato en la incubadora y cerró la puerta.
—Yo…, es decir, nosotros… hemos decidido seguir su consejo. Voy a ingresar en la Facultad de Medicina.
—Lo celebro —dijo Coleman, con absoluta sinceridad—. Estoy seguro de que será para bien.
—¿Qué es lo que será para bien? —dijo Pearson, levantando, alerta, la cabeza.
Coleman volvió a su sitio de trabajo, se sentó y abrió un nuevo recipiente. Con naturalidad, dijo:
—John acaba de comunicarme que ha decidido ingresar en la Facultad de Medicina. Hace algún tiempo que yo se lo aconsejé.
—¡Oh! —Pearson miró a Alexander, vivamente. Preguntó—: ¿Cómo podrá pagarlo?
—Mi mujer puede trabajar, doctor. Y además, he pensado hacer trabajos de laboratorio fuera de las horas de clase; hay muchos estudiantes de medicina que lo hacen. —Hizo una pausa y, mirando a Coleman, añadió—: Supongo que no será fácil; pero mi mujer y yo pensamos que vale la pena probar.
—Ya veo. —Pearson soltó una bocanada de humo y dejó el cigarrillo. Pareció que iba a decir algo, pero titubeó. Finalmente, dijo—: ¿Cómo está su esposa?
—Se pondrá bien —respondió Alexander, con voz apagada—. Gracias.
Por un instante reinó el silencio. Después, Pearson dijo, lentamente:
—Quisiera poder decirle algo. —Hizo una pausa—. Pero no creo que las palabras sirvieran de gran cosa.
La mirada de Alexander se encontró con la del viejo.
—No, doctor Pearson —dijo—. No creo que sirvieran.
Sola en su cuarto del hospital, Vivian había intentado leer una novela que le había traído su madre, pero su cerebro se negaba a registrar las palabras. Suspiró y dejó el libro. En aquel momento lamentó desesperadamente haber obligado a Mike a mantenerse alejado. ¿Y si le llamara?, se preguntó. Miró el teléfono; si le llamaba, seguramente dentro de unos minutos estaría allí. ¿No había sido una idea tonta la de esa separación por unos días, para poder reflexionar los dos? Después de todo, se amaban; ¿no era esto bastante? ¿Le llamaría? Estiró una mano, estaba a punto de levantar el teléfono cuando su fuerza de voluntad se impuso. ¡No! Esperaría. Estaban ya en el segundo día. Los otros tres pasarían de prisa. Y después Mike sería suyo… para siempre.
En el salón de descanso del personal, Mike que tenía media hora de holganza, hallábase arrellanado en un mullido sillón de cuerpo. Hacía precisamente lo que Vivian le había pedido: pensar en lo que sería vivir con una mujer que sólo tenía una pierna.