Diez

Boston, Massachussetts 7 de agosto.

Mr. H. N. Tomaselli Administrador Hospital Tres Condados Burlington.

Querido señor Tomaselli:

Desde mi visita a Burlington, hace una semana, he reflexionado mucho sobre mi ingreso en el servicio de Patología del Hospital Tres Condados.

El objeto de la presente es comunicarle que, siempre que ustedes sigan pensando lo mismo, he decidido aceptar su ofrecimiento en los términos que hablamos.

Mencionó usted su deseo de que la persona que aceptara el cargo comenzara a trabajar lo más pronto posible. Nada hay en realidad que me retenga aquí, por lo que, después de solventar algunos asuntos de poca importancia, espero estar en Burlington para empezar el día 15 de agosto, o sea, dentro de una semana a contar de hoy. Espero que esto le satisfaga.

Cuando hablé con el doctor O’Donnell, manifestó éste que sabía de unos pisos de soltero a punto de terminarse y que están próximos al hospital. Si pudiera usted informarme acerca del particular, le agradecería que me lo comunicara. Entretanto, le ruego tenga la amabilidad de hacer que me reserven habitación en uno de los hoteles de la ciudad, a partir de mi llegada, el 14 de agosto.

Con referencia a la labor que tendré que desempeñar en el hospital, hay un punto que no quedó del todo aclarado y al cual voy a referirme, en la esperanza de que quiera usted discutirlo con el doctor Pearson antes de mi llegada. Pienso que sería ventajoso, tanto para el hospital como para mí, delimitar claramente unas zonas de responsabilidad en las que gozara de una razonable libertad de acción, tanto en la dirección del trabajo cotidiano como en la implantación de mejoras de organización técnica, que siempre es necesario realizar de vez en cuando.

Mi propio deseo a este respecto sería tener la responsabilidad directa, dentro del departamento de Patología, de las secciones de Serología, Hematología y Bioquímica, aunque, naturalmente, ayudaría al doctor Pearson en la Anatomía patológica y en otras materias siempre que él lo juzgara conveniente.

Como le he dicho, he suscitado ahora esta cuestión a fin de que usted y el doctor Pearson puedan tomarla en consideración antes del 15 de agosto. Sin embargo, tenga por seguro que en todo momento me esforzaré en colaborar con el doctor Pearson y en servir al Hospital Tres Condados hasta el máximo de mis posibilidades.

Atentamente suyo,

Dr. David Coleman

Coleman releyó la carta recién escrita, la metió en un sobre y cerró éste. Después volviendo a su máquina de escribir portátil, redactó una carta similar, pero un poco más breve, dirigida al Dr. Joseph Pearson.

David Coleman salió del piso amueblado que había alquilado para los pocos meses de su estancia en Boston, y se dirigió al buzón de correos para echar las dos cartas. Pensando en lo que había escrito, todavía no estaba seguro del motivo de haber elegido el Tres Condados en vez de otros siete hospitales que habían solicitado sus servicios durante las últimas semanas. Ciertamente, no era el que pagaba mejor. Desde un punto de vista económico, figuraba en la segunda mitad de la lista. Y tampoco era un hospital «famoso». Dos de los otros establecimientos médicos que le habían ofrecido un cargo ostentaban nombres que eran internacionalmente conocidos. En cambio, el Tres Condados apenas se le conocía fuera de la zona inmediata a su emplazamiento.

¿Por qué, pues? ¿Acaso tenía miedo de perderse, de que lo engulleran, en otros centros más importantes? No era probable que fuera esto, pues su historial demostraba ya que sabía mantener su personalidad en aquellos medios. ¿Pensaba tal vez que gozaría de más libertad en un lugar pequeño, para dedicarse a la investigación? Cierto que pensaba hacer alguna indagación por su cuenta; pero si esto le hubiese interesado tanto, habría elegido un instituto de investigación —figuraba uno en su lista—, y nada más. ¿Era el puntillo lo que había determinado su elección? Posiblemente. Era seguro que muchas cosas andaban mal en el servicio de Patología del Hospital Tres Condados. Había podido averiguarlo durante los dos breves días que había pasado allí, en respuesta a una llamada telefónica del administrador invitándolo a visitar el hospital y capacitarse de la situación. Y el trabajo con el doctor Pearson no iba a resultar fácil. Había percibido el enfado del viejo cuando los presentaron, y el administrador, a las preguntas de Coleman, había reconocido que Pearson tenía fama de hombre difícil para entenderse con él.

¿Era, pues, por puntillo que había elegido el Tres Condados? ¿Era realmente por esto? ¿O había algo más…, algo completamente distinto? ¿Era acaso… afán de sacrificio? ¿Persistía aún el viejo espectro que lo había hostigado durante tanto tiempo?

De todos sus rasgos de carácter, David Coleman hacía tiempo que sospechaba que el orgullo era el más fuerte, y éste era precisamente el defecto que más temía y que más odiaba. En su propia opinión, jamás había logrado dominar el orgullo; lo había combatido, lo había rechazado, y, sin embargo, volvía siempre…

Su orgullo dimanaba principalmente de su conciencia de la propia superioridad intelectual. Cuando estaba en compañía de otros, a menudo se sentía muy por delante de ellos mentalmente, y generalmente era verdad. Y así lo demostraba todo lo que hasta entonces había realizado en la vida. Hasta donde podía recordar, le había sido fácil recoger los frutos de la enseñanza. Instruirse le había resultado tan sencillo como respirar. En la escuela primaria, en el instituto, en el colegio y en la facultad había sobresalido de los demás, y alcanzado las mayores distinciones, como si fuera algo natural en él. Tenía una mentalidad que era a un tiempo absorbente, analítica, comprensiva y orgullosa.

La primera lección sobre el orgullo la había recibido en sus años de instituto. Como todos los que poseen una brillantez natural, fue mirado al principio por sus compañeros con recelo. Después, al no ocultar el convencimiento de su superioridad intelectual, el recelo se transformó en antipatía y, finalmente, en odio.

Él se había dado cuenta de ello, pero no se había preocupado hasta un día en que el director del instituto, que había sido también un brillante escolar y era hombre comprensivo, lo había llamado aparte.

Aún recordaba David Coleman lo que le había dicho:

—Creo que ya es usted lo bastante mayor para aguantar el golpe, y, por tanto, voy a decirle una cosa. Entre estas cuatro paredes, aparte de mí, no tiene usted un solo amigo.

Al principio no lo había creído. Después, sobre todo a causa de que era absolutamente sincero, había pensado para sí que era verdad.

Luego, el director había proseguido:

—Usted es un escolar brillante. Lo sabe y no hay ninguna razón que lo impida. En cuanto al futuro, puede llegar a ser lo que quiera. Tiene una inteligencia extraordinariamente superior, Coleman; podría decir, la mejor que he conocido. Pero tengo que hacerle una advertencia: si quiere vivir entre sus semejantes, a veces tendrá que aparentar ser inferior a lo que es.

Era una cosa muy atrevida para ser dicha a un joven impresionable. Pero el maestro había juzgado bien a su alumno. Coleman aceptó el consejo, lo digirió, lo analizó, y acabó despreciándose.

Desde entonces emprendió, con más empeño que nunca, la tarea… de rehabilitarse, mediante un plan preconcebido, casi de mortificación. Había empezado con los juegos. Desde sus más lejanos recuerdos, David Coleman había despreciado los deportes de toda clase. Hasta entonces nunca había participado en ellos, y había sostenido la opinión de que los que asistían a los partidos y chillaban eran jóvenes bastante estúpidos. Pero ahora comenzó a practicarlos él mismo: fútbol en invierno y baseball en verano. A pesar de sus antiguas prevenciones llegó a ser bastante hábil. En el colegio jugó con los primeros equipos. Y, cuando no jugaba, asistía a los partidos y chillaba como todos los demás.

Sin embargo, nunca había sido capaz de jugar sin sentir indiferencia por el juego, cosa que disimulaba cuidadosamente. Y nunca había gritado sin sentir la vergüenza interior de comportarse como un chiquillo. Esto le hacía creer que, aunque había humillado su orgullo, jamás había logrado desterrarlo.

En sus relaciones con la gente había ocurrido algo parecido. En los primeros tiempos, al encontrarse con alguien a quien consideraba intelectualmente inferior, no se había preocupado en disimular su fastidio o su falta de interés. Después, como parte de su plan, se apeaba de su altura para mostrarse cordial con aquella clase de gente. Resultado de ello fue que, en el colegio, todos le tuvieron por un amigo sabio. Los que se hallaban en dificultades académicas solían decir: «Vamos a tener una sesión a fondo con David Coleman. Él nos sacará del atolladero». E, invariablemente, así lo hacía.

Normalmente pensando, un tal proceso debería haber moldeado sus sentimientos para con el prójimo, inclinándolos hacia el afecto. El tiempo y la experiencia hubieran debido acrecentar su simpatía por los menos dotados. No obstante, dudaba de que hubiese sido así. En su interior, Coleman seguía sintiendo el antiguo desprecio por la incompetencia intelectual. Lo disimulaba, luchaba contra ello con disciplina de hierro y con buenas acciones, pero, por lo visto, nunca lo echaría fuera de sí mismo.

Había elegido la medicina, en parte porque su padre, ya difunto, había sido médico rural, y en parte porque era algo que siempre le había gustado. Pero, al tener que especializarse, había escogido la patología, porque era considerada generalmente como la menos brillante de las especialidades. Era parte de su plan deliberado para derrotar definitivamente al inevitable orgullo.

Durante una temporada pensó que lo había logrado. La patología es en ocasiones una especialidad solitaria, alejada de los estímulos y presiones que trae consigo el contacto directo con los enfermos del hospital. Pero más adelante, al aumentar su interés y sus conocimientos, descubrió que volvía el antiguo desprecio por aquellos que sabían menos que él de los recónditos misterios que el poderoso microscopio revelaba. Pero no con la misma intensidad, naturalmente, porque en el campo de la medicina había encontrado inteligencias que podían competir con la suya. Más tarde aún, descubrió que podía relajar un poco la férrea disciplina que se había impuesto. Seguía tropezando con hombres a los que consideraba imbéciles… pues incluso en el terreno médico se encuentran algunos; pero nunca lo dio a entender, y aun a veces se encontró con que el trato con aquéllos le molestaba menos. Ello le llevó a pensar que tal vez al fin había derrotado a su viejo enemigo.

Sin embargo, todavía se mostraba prudente. Un programa de autoreforma que había durado quince años no podía abandonarse de repente. Y, a veces, se daba cuenta de que ignoraba si sus acciones eran fruto de la libre elección o consecuencia del cilicio que con tanta paciencia y durante tan largo tiempo había llevado.

De ahí sus dudas en lo que a su elección del Hospital Tres Condados se refería. ¿Lo había escogido porque era realmente lo que deseaba: un hospital de segunda categoría, sin fama ni brillo? ¿O había obedecido a un impulso subconsciente, porque era allí donde su orgullo sufriría más?

Al echar las cartas al correo, pensó que sólo el tiempo podría contestar aquellas preguntas.

En el séptimo piso del «Medical Arts Building», de Burlington, Elizabeth Alexander se estaba vistiendo en el gabinete de reconocimiento anexo al despacho del doctor Dornberger. Charles Dornberger le había hecho un examen a fondo que había durado media hora, y después había vuelto a su mesa. A través de la puerta entornada, le dijo:

—Venga aquí y siéntese cuando haya terminado, señora Alexander.

Metiéndose el vestido por la cabeza, respondió ella, alegremente:

—Estaré en seguida, doctor.

Sentado ante su mesa, Dornberger sonrió. Le gustaban las pacientes que se mostraban contentas con su embarazo, y Elizabeth Alexander era una de ellas. Sería una buena y concienzuda madre, pensó. Parecía una joven atractiva, no bonita en el sentido corriente, pero dotada de una personalidad vivaz que compensaba sobradamente su falta de belleza. Repasó las notas que antes había tomado: tenía veintitrés años. Cuando él era más joven, hacía siempre que estuviera presente una enfermera cuando examinaba a sus pacientes. Sabía de médicos que no lo hacían y que después habían sido torpemente acusados por mujeres desequilibradas. Hoy, empero, esto le preocupaba poco. Al menos, ésta era una de las ventajas de ser viejo.

Gritó:

—Bueno, yo diría que va a tener un hijo normal y sano. No parece que haya ninguna complicación.

—Esto es lo que me dijo el doctor Crossan.

Abrochándose el cinturón de un vestido verde estampado de verano, Elizabeth salió del gabinete y se sentó en una butaca frente a la mesa.

Dornberger volvió a comprobar sus notas.

—Era su médico en Chicago, ¿verdad?

—Sí.

—¿Le asistió en su primer parto?

—Sí —Elizabeth abrió su bolso y sacó un pedazo de papel—. Tengo aquí su dirección, doctor.

—Gracias. Le escribiré para que me envíe su historia clínica —Dornberger unió el papel a sus notas con un clip y preguntó, con naturalidad—. ¿De qué murió su primer hijo, señora Alexander?

—De bronquitis, cuando tenía un mes —respondió Elizabeth, serenamente.

Un año atrás le habría costado mucho pronunciar estas palabras y habría tenido que contener las lágrimas. Ahora, con otro hijo en camino, la pérdida podía soportarse mejor. Esta vez su hijo viviría…, estaba segura.

El doctor Dornberger preguntó:

—¿Fue normal el parto?

—Sí.

Él volvió a sus notas. Como para contrarrestar el disgusto que sus preguntas pudieran producir, dijo en tono de charla:

—Tengo entendido que acaba de llegar a Burlington.

—Cierto —dijo ella, vivamente, y añadió—: Mi marido trabaja en el Tres Condados.

—Sí…, ya me lo ha dicho el doctor Pearson —sin dejar de escribir, preguntó—: ¿Le gusta aquello?

Elizabeth reflexionó antes de contestar:

—John no me ha dicho gran cosa. Pero yo creo que le gusta. Es muy hábil en su trabajo.

Dornberger secó lo que había escrito.

—Esto es una gran cosa; sobre todo en patología —levantó los ojos y sonrió—. Todos los demás dependemos mucho del trabajo de los laboratorios.

Era lo que él suponía. Reflexionó por un momento y luego dijo:

—Se lo explicaré con la mayor sencillez posible. Todos nosotros tenemos ciertos factores en la sangre. Y, cuando hablamos de un «factor», puede usted decir que es el equivalente de «ingrediente».

Elizabeth asintió con la cabeza.

—Comprendo.

Procuró concentrarse, disponiéndose a asimilar mentalmente lo que el doctor Dornberger le estaba diciendo. Por un instante recordó, casi con nostalgia, sus días de estudiante. En el colegio se había enorgullecido siempre de su capacidad para comprender las cosas y enfocar los problemas, absorbiendo unos hechos mediante la exclusión de todos los demás en su propia conciencia. Gracias a ello había sido una de las discípulas más sobresalientes. Ahora sentía curiosidad por comprobar si aún conservaba aquella facultad. Dornberger proseguía:

—Seres humanos diferentes tienen diferentes factores sanguíneos. La última vez que se contaron, había cuarenta y nueve de esos factores conocidos en medicina. La mayoría de la gente, usted y yo por ejemplo, tenemos entre quince y veinte de ellos en nuestro torrente circulatorio.

En el cerebro de Elizabeth sonó un timbre de alerta. Pregunta número uno:

—¿Cuál es la causa de que las personas nazcan con diferentes factores?

—Muchas veces son debidos a la herencia, pero esto no nos interesa ahora. Lo importante es recordar que algunos factores son compatibles entre sí y otros no.

—¿Quiere decir…?

—Quiero decir que cuando estos factores de la sangre se mezclan, los hay que siguen juntos sin que nada ocurra, mientras que otros luchan entre sí. Por esto andamos con tanto cuidado al comprobar los grupos sanguíneos antes de las transfusiones. Tenemos que estar seguros de que la sangre que inyectamos es la adecuada a la persona que la recibe.

Frunciendo las cejas, pensativa, preguntó Elizabeth:

—Y esos factores que luchan entre sí, los incompatibles, ¿causan trastornos? Me refiero a cuando se tienen hijos.

De nuevo había puesto en práctica su fórmula escolar: aclara bien cada punto antes de pasar al próximo. Dornberger respondió:

—De vez en cuando, sí; pero lo más frecuente es que no los produzcan. Tomemos el caso de usted y de su esposo. Ha dicho usted que él es Rh positivo.

—Así es.

—Bien; esto significa que su sangre contiene un factor llamado «D mayúscula». En cambio, usted es Rh negativo, y por ello, no tiene «D mayúscula».

Elizabeth asintió lentamente con la cabeza, mientras registraba en su cerebro: Rh negativo = No «D mayúscula». Y, empleando un truco mnemotécnico, hizo rápidamente un pareado:

Cuando falta la «D grande».

Es negativa la sangre.

Entonces vio que Dornberger la estaba observando.

—Dicho por usted, ¡resulta tan interesante! —explicó ella—. Nadie me lo había explicado de esa manera.

—Bueno; ahora hablemos de su niño —señaló la comba del vientre de la joven—. Todavía no sabemos si el jovencito tiene sangre Rh negativa, o Rh positiva. En otras palabras, no sabemos si tiene «D mayúscula».

Elizabeth olvidó por un instante su ejercicio mental y, con una sombra de ansiedad, preguntó:

—¿Y qué ocurre si la tiene? ¿Significa que su sangre luchará contra la mía?

Dornberger respondió con calma:

—Siempre existe esta posibilidad. —Después añadió, con una sonrisa—: Ahora, escuche con atención.

Ella asintió. Su atención volvía a concentrarse.

Dornberger continuó, recalcando sus palabras:

—La sangre del niño está completamente separada de la de la madre. Sin embargo, durante el embarazo, pequeñas cantidades de sangre del feto se introducen a menudo en el torrente sanguíneo de la madre. ¿Entiende esto?

—Sí.

—Muy bien. Si la madre es Rh negativo y el niño resulta ser Rh positivo, esto puede significar algunas veces que nuestro viejo amigo «D mayúscula» se introduce en la sangre de la madre, donde no es bien recibido. ¿Comprendido ahora?

—Si —repitió Elizabeth.

—Cuando esto ocurre —prosiguió él, hablando despacio—, la sangre de la madre suele producir una cosa a la que llamamos anticuerpos, y estos anticuerpos luchan contra «D mayúscula» e invariablemente lo destruyen.

Elizabeth estaba confusa.

—Entonces, ¿dónde está el problema?

—No existe problema… para la madre. El problema, si es que se presenta, empieza cuando los anticuerpos, los enemigos de «D mayúscula» que ha creado la madre, cruzan la barrera placentaria y se introducen en el torrente circulatorio del pequeño. Comprenda: aunque no hay un intercambio regular de sangre entre la madre y el hijo, los anticuerpos pueden pasar, y de hecho pasan, de una a otro con toda facilidad.

—Ya veo —dijo Elizabeth, muy despacio—. Quiere usted decir que los anticuerpos empezarán a luchar contra la sangre del niño… y la destruirán.

Ahora su mente lo había captado todo con claridad. Dornberger la observó, admirándola. He aquí una chica lista, pensó. No se le había escapado nada. En voz alta dijo:

—Los anticuerpos pueden destruir la sangre del niño, o parte de ella… si les dejamos. Es un estado al que nosotros llamamos Eritroblastosis foetalis.

—¿Y cómo pueden evitarlo?

—Si se produce, no podemos evitarlo. Pero sí que podemos combatirlo. En primer lugar, si hay anticuerpos en la sangre de la madre podemos saberlo en seguida por medio del análisis. Este análisis se hace periódicamente durante el embarazo.

—¿Cómo se hace? —preguntó Elizabeth.

—Es usted una niña preguntona —sonrió el tocólogo—. Yo no sabría explicarle el procedimiento que emplean en el laboratorio. Su esposo podrá decírselo mejor que yo. —Pero ¿qué más hay que hacer? Me refiero en bien del pequeño.

—Lo más importante —respondió él, pacientemente— es hacerle al niño una transfusión de sangre, del tipo adecuado, inmediatamente después del nacimiento. Generalmente da resultado. —Deliberadamente omitió referirle el gran peligro que existe de que un niño aquejado de eritroblastosis nazca muerto, y que los médicos a menudo provocan el parto, anticipándolo varias semanas, para que sean mayores las probabilidades de supervivencia del niño. En todo caso, pensó que la explicación había ido ya bastante lejos, y decidió resumir—: Le he contado todo esto, señora Alexander, porque pensé que estaba un poco preocupada por eso del Rh. Además, usted es una joven inteligente, y yo siempre he sido de la opinión de que es mejor saber toda la verdad que sólo una parte de ella.

Ella sonrió al oírlo. Tenía el convencimiento de ser inteligente. Después de todo, había demostrado que aún poseía sus antiguas dotes de escolar para comprender y retener las cosas en la memoria. Después se dijo: «No seas tonta; se trata de que vas a tener un niño, no de que vas a examinarte».

El doctor Dornberger hablaba de nuevo:

—Deje que le recuerde sólo las cosas importantes. —Ahora estaba serio y se inclinaba hacia ella—. Primero: es muy posible que, ni esta vez ni las otras sucesivas, tenga un niño Rh positivo. En este caso, no hay ningún problema. Segundo: aunque su hijo sea Rh positivo, puede no contaminarse usted. Tercero: aunque su hijo se viera aquejado de eritroblastosis, las posibilidades de tratamiento y de curación son francamente favorables. —La miró cara a cara—. Y ahora, ¿en qué estado de ánimo se siente?

Elizabeth estaba radiante. La habían tratado como a una persona mayor, y esto la complacía.

—Doctor Dornberger —dijo—, creo que es usted maravilloso.

Dornberger, muy divertido, alcanzó su pipa y empezó a llenarla.

—Sí —dijo—; a veces también a mí me lo parece.

—Joe, ¿puedo hablar contigo?

Lucy Grainger se dirigía a Patología cuando vio la abultada figura de Pearson delante de ella en el pasillo de la planta baja. Al llamarle, él se había detenido.

—¿Tienes algún problema, Lucy?

Era la misma voz catarrosa y gruñona de siempre, pero ella se alegró al advertir que no había enemistad en ella. Pensó que seguía siendo inmune a su mal humor.

—Sí, Joe. Quisiera que vieses a una enferma mía.

Él estaba muy ocupado encendiendo uno de los inevitables cigarros. Cuando éste empezó a tirar, observó la punta roja del mismo.

—¿Qué le pasa?

—Es una de nuestras estudiantes de enfermera. Se llama Vivian Loburton. Tiene diecinueve años. ¿La conoces? Pearson sacudió la cabeza. Lucy prosiguió:

—Su caso me preocupa un poco. Sospecho la existencia de un tumor de hueso y he dispuesto la biopsia para pasado mañana. Desde luego, tú deberás hacer el examen, pero he pensado que acaso podrías echarle un vistazo a la chica.

—Bueno. ¿Dónde está?

—La he hecho ingresar en observación —le respondió Lucy—. Está en el segundo piso. ¿Podrías verla ahora? Pearson asintió con la cabeza.

—¿Y por qué no?

Se dirigieron al vestíbulo y al ascensor público.

La petición de Lucy a Pearson no estaba fuera de lo corriente. En un caso como aquél, en que la malignidad era posible, incumbía al patólogo dar el dictamen definitivo sobre el estado del paciente. En el diagnóstico de cualquier tumor jugaban muchos factores —a veces contradictorios— que tenía que sopesar el patólogo. Pero el diagnóstico de los tumores de hueso presentaba aún mayores dificultades, cosa que Lucy sabía perfectamente. Por consiguiente, resultaba ventajoso para el patólogo conocer el caso desde el principio. Así podía examinar al paciente, discutir los síntomas y oír la opinión del radiólogo, todo lo cual contribuía a un mayor conocimiento y ayudaba al diagnóstico.

Al entrar en el ascensor, Pearson se encorvó y se llevó una mano a la espalda.

Lucy apretó el botón del segundo piso. Al cerrarse las puertas automáticas, preguntó:

—¿Te molesta la espalda?

—Alguna vez. —Se irguió haciendo un esfuerzo—. Probablemente, demasiado estar agachado sobre el microscopio. Ella lo miró, apenada.

—¿Por qué no te vienes a mi despacho? Te echaré un vistazo.

Él chupó el cigarro y le hizo un guiño.

—Te diré la verdad, Lucy. No podría pagarte los honorarios.

Se abrieron las puertas y salieron al piso segundo. Mientras andaban por el pasillo, dijo ella:

—Te trataría como amigo. No suelo cobrarles a mis colegas.

Él le dirigió una mirada zumbona.

—Entonces, ¿no eres como los psiquiatras?

—No; no lo soy —rió—. Tengo entendido que envían la factura aunque el enfermo trabaje en su mismo despacho.

—Exacto —pocas veces le había visto tan tranquilo—. Dicen que es parte del tratamiento.

—Ya estamos.

Abrió una puerta y Pearson pasó el primero. Ella le siguió, cerrando la puerta a su espalda.

Era una habitación semiprivada, con sólo dos pacientes. Lucy saludó a una mujer que yacía en la cama más próxima a la puerta y después se acercó a la segunda, donde estaba Vivian leyendo una revista.

—Vivian, te presento al doctor Pearson.

—Hola, Vivian —dijo Pearson, distraídamente, mientras cogía la hoja que le ofrecía Lucy.

—Buenas tardes, doctor —respondió Vivian, cortésmente. Vivian todavía no comprendía por qué la habían traído allí. Cierto que había vuelto a dolerle la rodilla, pero esto parecía muy poca cosa para que la obligaran a guardar cama. Sin embargo, no le importaba mucho. En cierto modo, la interrupción de la rutina de las clases resultaba agradable, como lo era también el estarse leyendo y descansar. Mike acababa de llamarla por teléfono. Parecía preocupado y le había prometido venir a verla más tarde, en cuanto pudiera.

Lucy corrió la cortina que separaba las dos camas, y Pearson dijo:

—Déjeme ver las dos rodillas, por favor.

Vivian retiró la sábana y levantó el borde de su camisón. Pearson dejó la hoja clínica y se inclinó para hacer el examen.

Lucy observaba los cortos y gruesos dedos del patólogo palpando cuidadosamente las rodillas. Pensó: «Es curioso que un hombre tan rudo pueda mostrarse tan amable». En una ocasión Vivian se estremeció al contacto de un dedo.

—Duele aquí, ¿eh?

Vivian asintió con la cabeza.

—Según el informe de la doctora Grainger, te diste un golpe en la rodilla hace unos cinco meses.

—Sí, doctor. —Vivian se esforzaba en dejar los hechos bien sentados—. Al principio no lo recordé… hasta que empecé a hacer memoria. Me di un golpe en el fondo de una piscina. Creo que me zambullí demasiado.

—¿Te dolió mucho en el primer momento? —preguntó Pearson.

—Sí. Pero después se marchó el dolor y ya no volví a acordarme… hasta ahora.

—Muy bien, Vivian.

Le hizo un ademán a Lucy, y ésta volvió la sábana a su sitio. Le preguntó:

—¿Tienes las radiografías?

—Aquí están. —Sacó un sobre grande papel manila—. Hay dos series. En la primera no se ve nada. Por esto disminuimos la intensidad para que pudieran verse los músculos, y en la segunda serie puede verse una irregularidad en el hueso.

Vivian escuchaba con interés la conversación. Se sentía importante al pensar que todo aquello se refería a ella.

Ahora Pearson y Lucy se habían acercado a la ventana, y el patólogo exponía las radiografías a la luz. Cuando miraba la segunda, le dijo a Lucy:

—Aquí. ¿Lo ves? —Y la estudiaron los dos.

—Creo que sí. —Pearson gruñó y volvió a los negativos. Su actitud frente a los rayos X era siempre la de un especialista que invade el terreno ajeno que le es poco conocido. Dijo—: Sombras en el país de la sombra. ¿Qué dice el radiólogo?

—Ralph Bell confirma la existencia de una irregularidad —respondió Lucy—. Pero no puede ver lo bastante para formular un diagnóstico. Está de acuerdo en que tendríamos que hacer una biopsia.

Pearson se volvió hacia la cama.

—¿Sabes lo que es una biopsia, Vivian?

—Tengo una idea —titubeó la muchacha—. Pero no estoy muy segura.

—No habéis llegado a eso en el curso de enfermeras, ¿eh? Ella sacudió la cabeza. Pearson dijo:

—Bueno, la cosa es que la doctora Grainger te sacará un trocito de tejido de la rodilla… del lugar donde parece que está el mal. Después me lo enviará… y yo lo estudiaré.

—Y con esto —preguntó Vivian—, ¿pueden saber cuál es el mal?

—La mayoría de las veces, sí —inició la salida, pero se detuvo—. ¿Has hecho mucho deporte?

—¡Oh, sí, doctor! Tenis, natación, esquí. —Añadió—: También me gusta la equitación. En Oregón solía montar mucho a caballo.

—En Oregón, ¿eh? —dijo él, pensativo. Y después, volviéndose—: Está bien, Vivian. Esto es todo, por ahora.

—Volveré más tarde —sonrió Lucy.

Recogió la historia clínica y las radiografías, y salió detrás de Pearson.

Al cerrarse la puerta, Vivian sintió por primera vez un escalofrío de miedo.

Cuando habían andado un buen trecho pasillo adelante, preguntó Lucy.

—¿Qué opinas, Joe?

—Podría ser un tumor de hueso —respondió Pearson, reflexivo.

—¿Maligno?

—Es posible.

Llegaron al ascensor y se detuvieron. Dijo Lucy:

—Desde luego, si es maligno, tendré que amputar la pierna.

Pearson asintió con la cabeza, lentamente. De pronto parecía muy viejo.

—Sí —dijo—. Esto es lo que estaba pensando.