Siete

En un anexo de la sala de autopsias, Roger McNeil, el residente de Patología, estaba preparado para la revisión. Todo lo que se necesitaba para empezar era la presencia del doctor Joseph Pearson.

En el Tres Condados, como en muchos hospitales, la revisión era la segunda etapa de la autopsia. Hacía media hora que George Rinne, el «diener» del depósito de cadáveres, había traído las vísceras extraídas en tres autopsias aquella semana. Dos series de órganos permanecían cuidadosamente ordenados en sendos cubos blancos de marbete, y, junto a ellos, tres cerebros en otros tantos tarros de vidrio. Constituía la pieza más importante de la estancia una mesa de piedra con una gran pila en el centro y un grifo encima de ésta. Ahora estaba la espita abierta, dejando caer el agua sobre el tercer cubo de vísceras, al objeto de librarlas del formol en que habían sido conservadas y de lo más desagradable de su hedor.

McNeil echó una última mirada a su alrededor. Pearson solía irritarse mucho si no lo encontraba todo dispuesto. McNeil pensó que la estancia en que trabajaban era realmente macabra… sobre todo cuando las vísceras estaban desparramadas —tal como estarían dentro de unos minutos— y daban al lugar el aspecto de una carnicería. Él había estado en las salas de disección, donde el metal brillaba inmaculado; pero esto eran adelantos que aún no habían llegado al departamento de Patología del Tres Condados. Al cabo de un rato oyó el ruido familiar de unos pies que andaban medio arrastrándose, y entró Pearson, envuelto en la inevitable nube de humo del cigarro.

—No puedo perder un minuto. —Pearson raras veces se molestaba con frases preliminares—. Hace una semana y media que tuve la agarrada con O’Donnell y aún andamos retrasados. Cuando haya terminado les pediré cuentas a los cirujanos. ¿Cuál es el primer caso?

Mientras hablaba se había puesto un delantal de caucho negro y unos guantes de goma. Después se acercó a la mesa central y se sentó frente a ella. McNeil se encaramó en un taburete al otro lado y revisó las notas del caso.

—Mujer de cincuenta y cinco años. Causa de la muerte, según el médico: carcinoma de mama.

—Déjeme ver.

Pearson cogió los papeles. A veces permanecía sentado pacientemente mientras el residente describía el caso; otras, quería leerlo por sí mismo. En esto, como en todo, era imposible prever lo que haría.

—¡Hum!

Dejó los papeles y cerró la espita. Después metió la mano en el cubo y revolvió su contenido hasta encontrar el corazón. Lo abrió, empleando ambas manos.

—¿Lo cortó usted?

El residente sacudió la cabeza.

—Ya me lo figuraba. —Pearson volvió a observar el corazón—. ¿Seddons?

McNeil asintió de mala gana. Él también había advertido que el corazón estaba mal cortado.

—Ha dejado la marca del Zorro —rió Pearson—. Parece que haya sostenido un duelo con él. A propósito, ¿dónde está Seddons?

—Creo que había algo en cirugía…, una intervención que deseaba presenciar.

—Pues dígale de mi parte que, cuando a un residente se le destina a Patología, espero que asista a todas las sesiones. Bueno, prosigamos.

McNeil colocó una libreta sobre su rodilla y se dispuso a escribir. Pearson dictó:

—La válvula mitral presenta un grosor ligeramente excesivo. ¿Lo ve aquí? —Y se la mostró.

McNeil se inclinó hacia delante y respondió:

—Sí, lo veo.

Prosiguió Pearson:

—Los tendones aparecen acortados y gruesos. —Añadió, como sin darle importancia—: Parece como si hubiese padecido una fiebre reumática. Sin embargo, no fue ésta la causa de la muerte.

Cortó una pequeña porción de tejido y la depositó en un tarro con un marbete, aproximadamente del tamaño de una botella de tinta, para un ulterior examen microscópico. Después, con la facilidad que da una larga práctica, arrojó el resto por un agujero que había en la parte baja de la mesa.

Debajo del agujero había un cubo de metal, que más tarde sería recogido y limpiado, mientras el contenido se reducía a cenizas en un incinerador especial.

Pearson asió después los pulmones. Abrió el primero por la mitad, como dos hojas de un libro, y dictó a McNeil:

—Los pulmones muestran nódulos de metástasis múltiples. —Y de nuevo tendió la víscera al residente para que lo viera.

Examinaba el segundo pulmón cuando se abrió la puerta.

—¿Está ocupado, doctor Pearson?

Pearson se volvió en redondo, irritado. La voz pertenecía a Carl Bannister, jefe técnico de laboratorio en el servicio de Patología. Bannister asomaba la cabeza, insinuante, y detrás de él, en el pasillo, había otra figura.

—¡Claro que estoy ocupado! ¿Qué quieres?

Era el tono medio burlón, medio enfadado, que Pearson empleaba generalmente con Bannister. Al correr de los años, los dos se habían acostumbrado a él; una mayor cordialidad probablemente les habría molestado a los dos. Bannister permaneció impávido y le hizo una seña al hombre que le seguía.

—Entre —se dirigió a Pearson—: Es John Alexander. ¿Recuerda…? Nuestro nuevo técnico de laboratorio. Usted lo contrató hace una semana. Hoy empieza a trabajar.

—¡Ah, sí! Había olvidado que hoy era el día. Pase usted. Pearson parecía más amable con él que con Bannister. McNeil pensó: «Tal vez no quiera asustar a un nuevo empleado el primer día de trabajo».

McNeil miró con curiosidad al recién llegado. Tendría veintidós años, calculó; y más tarde tenía que comprobar que había acertado exactamente. Había oído decir que Alexander acababa de salir del instituto con un título de tecnología médica. Bueno, no vendría mal un chico así; Bannister, de fijo, no era ningún Luis Pasteur.

McNeil volvió la mirada al jefe técnico. Como de costumbre, su aspecto recordaba a un Pearson de menor categoría. Su breve y rolliza figura aparecía parcialmente cubierta con una manchada chaqueta de laboratorio. La llevaba desabrochada, y, debajo de ella, el traje estaba raído y arrugado. Bannister era casi calvo, y parecía descuidar en absoluto el poco cabello que le quedaba.

McNeil conocía un poco la historia de Bannister. Había ingresado en el Tres Condados un año o dos después de la llegada de Pearson. Tenía estudios superiores, y Pearson lo había empleado en trabajos diversos: almacén, recados, lavado de utensilios. Poco a poco, al compás de los años. Bannister había aprendido muchas cosas prácticas de laboratorio, convirtiéndose en el brazo derecho de Pearson. Oficialmente, se habían asignado a Bannister los trabajos de serología y bioquímica. Pero, llevaba tanto tiempo en el departamento que, en caso necesario podía suplir, y a menudo lo hacía, a los técnicos de otras secciones del laboratorio. En consideración a ello, Pearson le había ido confiando gran parte del trabajo administrativo del laboratorio, otorgándole, en la práctica, la jefatura de todos los técnicos del laboratorio.

McNeil opinaba que Bannister, en sus buenos tiempos, había sido un buen técnico, y que, con una mejor educación, habría podido prosperar mucho más. En la actualidad, consideraba a Bannister muy rico en experiencia y muy pobre en teórica. El residente había observado que la mayoría del trabajo de Bannister en el laboratorio era fruto de la rutina más que de la reflexión. Era capaz de hacer análisis químicos sin comprender en realidad la ciencia en que se apoyaban.

McNeil había pensado que esto podía llegar a ser peligroso algún día.

Alexander, desde luego, era un caso muy diferente. Había seguido la ruta de la mayoría de los técnicos de laboratorio actuales, con tres años de instituto en su haber, el último de ellos en una escuela oficial de tecnología médica. La palabra «tecnología» era a menudo causa de agravio para hombres como Bannister que sólo reconocían la acostumbrada «técnica».

Pearson señaló con el cigarro el taburete desocupado junto a la mesa.

—Siéntese, John.

—Gracias, doctor —respondió cortésmente Alexander.

Con su inmaculada chaqueta de laboratorio, su pelo recién cortado, su planchado pantalón y sus zapatos relucientes, ofrecía un buen contraste tanto con Pearson como con Bannister.

—¿Cree que le gustará esto?

Pearson miró los pulmones que tenía en las manos, prosiguiendo su examen mientras hablaba.

—Estoy seguro de que sí, doctor.

«Simpático muchacho —pensó McNeil—. Parece que habla sinceramente».

—Bueno, John —seguía diciendo Pearson—, pronto se dará cuenta de que aquí tenemos nuestros métodos. A veces no coincidirán con los que le han enseñado a usted, pero a nosotros nos resultan eficaces.

—Comprendo, doctor.

«¿De veras? —pensó McNeil—. ¿De veras comprende lo que quiere decirle el viejo? Quiere decir que no tolerará ningún cambio, que no debe hacer tonterías con las ideas que le hayan inculcado en la escuela; que nada en el departamento, por insignificante que sea, puede modificarse sin su aprobación».

—Alguien tal vez dirá que somos anticuados —prosiguió Pearson. Se mostraba bastante amable, a su manera—. Pero nosotros creemos en los métodos probados y comprobados. ¿Verdad, Carl?

Ante el aval que se le pedía, Bannister se apresuró a responder:

—Cierto, doctor.

Pearson había terminado con los pulmones y, metiendo una mano en el cubo, como quien saca una lotería, extrajo de él un estómago. Gruñó y le mostró una sección abierta a McNeil.

—¿Ve esto?

El residente asintió con la cabeza.

—Ya lo vi antes. Está anotado.

—Muy bien. —Pearson se inclinó sobre la libreta y dictó—; Existe una úlcera situada precisamente debajo del píloro, en el duodeno.

Alexander se había estirado un poco para verlo mejor. Pearson advirtió su movimiento y empujó la víscera en su dirección.

—¿Le interesa la disección, John?

Alexander respondió, respetuoso:

—Siempre me ha interesado la anatomía, doctor.

—Tanto como el trabajo de laboratorio, ¿eh?

McNeil advirtió que Pearson estaba complacido. La anatomía patológica era el gran amor del viejo.

—Sí, señor.

—Pues bien, éstas son las vísceras de una mujer de cincuenta y cinco años. —Pearson abrió las páginas de la historia clínica. Alexander prestaba una atención absorta—. Es un caso interesante. La enferma era viuda, y la causa inmediata de la muerte fue un cáncer de mama. Hacía dos años que sus hijos sabían que estaba enferma, pero no lograban convencerla de que se hiciera visitar por un médico. Parece que tenía un prejuicio contra ellos.

—Esto les pasa a muchos.

Había hablado Bannister, quien lanzó una risita aguda que se extinguió de pronto al tropezar su mirada con la de Pearson.

—No haga observaciones irónicas. Estoy hablando con John, pero también usted puede aprender con lo que digo. Cualquiera que no hubiese sido Bannister se habría sentido abrumado por la réplica de Pearson. Pero el técnico se limitó a sonreír.

—¿Y qué pasó, doctor? —preguntó Alexander.

—Aquí dice: «Declara la hija que, durante los dos últimos años, la familia ha notado una supuración en la zona de la mama izquierda de su madre. Catorce meses antes de su ingreso, comenzó a sangrar en la misma zona. Por lo demás, su estado de salud parecía normal».

Pearson volvió una página.

—Parece ser que la mujer acudió a un curandero. —Rió amargamente—. Aunque supongo que no pondría en él demasiada fe, porque al final se derrumbó y la trajeron al hospital.

—Supongo que entonces ya sería demasiado tarde.

«Esto no es coba —pensó McNeil—. El chico está realmente interesado».

—Sí —respondió Pearson—. Sí hubiese acudido a un médico en los comienzos, podría habérsele hecho una mastectomía radical, es decir, extirparle el pecho.

—Sí, señor; lo sé.

—Y en tal caso, es posible que aún estuviera viva.

Pearson arrojó limpiamente el estómago por el agujero.

Algo preocupaba a Alexander.

Preguntó:

—¿No ha dicho usted hace un momento que tenía una úlcera en el duodeno?

«Bien por el chico», pensó McNeil. Y por lo visto Pearson pensó lo mismo, porque se volvió a Bannister.

—¿Ha visto, Carl? He aquí un muchacho que abre bien los oídos. Ándese con cuidado, o pronto le pondrá en apuros. Bannister sonrió, pero McNeil sospechó en él cierta acrimonia. Lo que acababa de decir Pearson podía convertirse en una desagradable verdad.

—Pues bien, John —Pearson estaba exultante—, es posible que la hubiera afectado esa dolencia; pero también es posible que no.

—¿Quiere decir que acaso no se habría dado nunca cuenta?

McNeil pensó que había llegado el momento de intervenir.

—Es sorprendente —le dijo a Alexander— la cantidad de males que tiene la gente además del que les produce la muerte. Cosas que nunca han sospechado. Aquí verá mucho de esto.

—Es cierto —convino Pearson—. Lo más notable del cuerpo humano, John, no es lo que nos mata, sino los males que podemos llevar dentro y a pesar de los cuales seguimos viviendo. —Hizo una pausa y cambió bruscamente de tema—. ¿Es usted casado?

—Sí, señor.

—¿Está su mujer con usted?

—Todavía no. Vendrá la semana próxima. Pensé que primero tenía que buscar un sitio donde vivir.

McNeil recordó que Alexander era uno de los candidatos forasteros al empleo. Creía recordar que se había hablado de Chicago.

Alexander titubeó, y añadió después:

—Hay algo que quisiera pedirle, doctor Pearson.

—¿Qué es? —Y la voz del viejo sonó cautelosa.

—Mi mujer está embarazada, doctor, y, como venimos a una ciudad desconocida, no conocemos a nadie. —Hizo una pausa—. El niño significa mucho para nosotros. Perdimos el primero… cuando tenía un mes.

—Ya.

Pearson había dejado de trabajar y le escuchaba atentamente.

—Pensaba, doctor, si podría usted recomendarme a un ginecólogo que pudiera visitar a mi esposa.

—Esto es fácil. —Pearson pareció aliviado. Visiblemente, no había adivinado lo que el otro quería pedirle—. El doctor Dornberger es un buen médico. Tiene despacho en este mismo hospital. ¿Quiere que le llame?

—Si no es demasiada molestia…

Pearson le hizo una seña a Bannister.

—Vea si está en la casa.

Bannister tomó el teléfono y pidió un número interior.

Al cabo de un momento, dijo:

—Sí que está —y le tendió el auricular a Pearson.

—¡Sosténgalo! ¡Sosténgalo!

Bannister se acercó más y aplicó el auricular al oído de Pearson.

—¿Eres tú, Charlie? —bramó el patólogo—. Tengo un paciente para ti.

En su despacho, tres pisos más arriba, el doctor Charles Dornberger sonrió, separando un poco el aparato de la oreja. Preguntó:

—¿Y de qué puede servirles la obstetricia a tus enfermos?

Al mismo tiempo pensaba que aquella llamada había sido oportuna. Desde la reunión que O’Donnell había convocado y que se había celebrado ayer, Charles Dornberger había estado pensando en la mejor manera de abordar a Joe Pearson. Al parecer, la oportunidad se presentaba ella sola. Abajo, en Patología, Pearson trasladó el cigarro a un ángulo de su boca. Siempre le divertían las charlas con Dornberger.

—No se trata de un muerto, viejo idiota. Es una mujer viva; esposa de uno de los chicos de mi laboratorio… La señora de John Alexander. Son nuevos en la ciudad y no conocen a nadie.

Al mencionar Pearson el nombre, Dornberger abrió un fichero y sacó una tarjeta en blanco.

—Un momento. —Se colgó el teléfono en el hombro y, sosteniendo la tarjeta con la mano izquierda, trazó unos caracteres con la derecha: «Alexander, señora de John». Era típico de Dornberger hacer esto antes que nada al presentarse un cliente. Después dijo—: Tendré mucho gusto en servirles, Joe. ¿Quieres decirles que me llamen para darles hora?

—Bien. Será la próxima semana. Hasta entonces no estará en la ciudad la señora Alexander. —Le hizo un guiño a éste, y añadió, a gritos—: Y si quieren mellizos, Charlie, a ti te toca hacer que los consigan.

Pearson escuchó la respuesta de Dornberger y rió entre dientes. De pronto se le ocurrió algo.

—¡Ah, oye! ¡Otra cosa! Nada de honorarios de fantasía esta vez. No quiero que el muchacho me pida un aumento de sueldo para pagar la factura del médico.

Dornberger sonrió y dijo:

—No te preocupes. —Escribió una nota en la tarjeta: «Empleado del hospital», lo cual significaba que no le cobraría honorarios. Volvió a hablar por el teléfono—: Tengo que hablarte de algo, Joe. ¿Cuándo te parece bien que pase a verte?

—Hoy es imposible, Charlie —respondió Pearson—. Tengo todas las horas ocupadas. ¿Qué te parece mañana? Dornberger consultó su propia agenda.

—Mañana tengo yo el día lleno. Dejémoslo para pasado mañana. ¿Te va bien a eso de las diez? Pasaré yo por tu despacho.

—De acuerdo. A menos que quieras decírmelo ahora… por teléfono.

La voz de Joe tenía un matiz de curiosidad.

—No, Joe —dijo Dornberger—, prefiero que nos veamos.

—Está bien, Charlie —respondió Pearson—. Hasta pasado mañana. Adiós.

Hizo un gesto impaciente señalando el teléfono, y Bannister lo colgó.

—Todo está arreglado —díjole Pearson a Alexander—. Su esposa podrá ingresar en este hospital en el momento oportuno. Y como es usted empleado de la casa, tendrá un veinte por ciento de descuento en la factura.

Alexander dio las gracias con una inclinación de cabeza. McNeil pensó: «Bien, adelante; disfruta ahora, muchacho. El viejo está en uno de sus buenos momentos. Pero no te fíes… Vendrán otros en que no te divertirás en absoluto».

—Perdone un instante.

Dornberger sonrió a la enfermera estudiante que había entrado en su despacho mientras hablaba con Pearson. Le indicó una silla frente a la mesa.

—Gracias, doctor.

Vivian Loburton traía la historia clínica de un paciente que Dornberger deseaba consultar. Generalmente no se prestaba este servicio a los médicos, los cuales tenían que ir a la sala a consultar la historia. Pero Dornberger era el favorito de las enfermeras, siempre dispuestas a hacerle pequeños favores, y, cuando había llamado unos minutos antes a la enfermera titular, ésta le había enviado en seguida a Vivian Loburton.

—Me gusta hacer una cosa después de otra, cuando puedo. —Dornberger anotaba ahora con un lápiz en la tarjeta los pocos datos que Joe Pearson le había dado. Más adelante, cuando tuviese información directa de la paciente, borraría las notas de lápiz y las extendería completas en tinta. Sin dejar de escribir, preguntó a la joven—: Es usted nueva aquí, ¿verdad?

—Bastante, doctor —respondió Vivian—. Estoy en el cuarto mes del curso de enfermeras.

Advirtió que tenía una voz suave y cantarina, y se preguntó si ya habría dormido con algunos de los internos o residentes. ¿O tal vez habían cambiado las cosas desde sus años de estudiante? A veces sospechaba que los internos y residentes eran hoy más morigerados de lo que solían ser antaño. Una lástima. Si era verdad, no sabían lo que se perdían. Dijo en alta voz:

—Era el doctor Pearson, nuestro patólogo. ¿Lo conoce ya?

—Sí —respondió Vivian—. Nuestro curso asistió a una autopsia.

—¡Caramba! ¿Y le…? —Iba a decir «gustó», pero cambió de idea—: ¿Y qué le pareció?

Vivian meditó la respuesta:

—Al principio me impresionó un poco. Después pude soportarlo bastante bien.

Él movió la cabeza con simpatía. Había terminado de escribir y guardó la tarjeta. El día había sido más tranquilo de lo acostumbrado; eso de poder dejar lista una cosa antes de empezar otra podía considerarse un lujo. Tendió la mano para coger la historia clínica.

—Gracias. —Y añadió—: Estaré solo un momento, si quiere esperar.

—Muy bien, doctor.

Vivian pensó que, con todo el jaleo de la sala, no le vendrían mal unos minutos de respiro. Se echó atrás en su silla. Se estaba fresco allí, con el aire acondicionado. En la residencia de las enfermeras no tenían tantas comodidades.

Vivian observó a Dornberger mientras éste estudiaba la historia. Probablemente tendría la misma edad que el doctor Pearson, pero su aspecto era muy diferente. Mientras el patólogo era carirredondo y tenía cuadrada la mandíbula, el doctor Dornberger tenía la faz negra y angulosa. También contrastaba con aquél en otros aspectos, como el cabello blanco cuidadosamente partido y peinado. Advirtió que llevaba las manos muy cuidadas, y que su bata de hospital estaba bien planchada y no tenía una mancha. Dornberger le devolvió el papel.

—Gracias —dijo—; ha sido muy amable al traérmelo.

El hombre tenía atractivo, pensó Vivian. Había oído decir que sus pacientes le adoraban. No hacía falta preguntarse por qué.

—Espero que volveremos a vernos. —Dornberger se había levantado a abrirle la puerta, galantemente—. Buena suerte en sus estudios.

—Adiós, doctor.

Salió, dejando detrás de ella, según pensó Dornberger, una ráfaga de aroma. No era la primera vez que el contacto con la juventud le hacía reflexionar sobre sí mismo. Volvió a la silla giratoria y se arrellanó en ella, meditabundo. Casi instintivamente, sacó la pipa y empezó a llenarla.

Hacía casi treinta y dos años que ejercía la medicina; dentro de una semana o dos comenzaría el trigesimotercero. Eran muchos años, y habían sido provechosos. No tenía problemas económicos. Sus cuatro hijos estaban casados, y él y su mujer podían vivir cómodamente gracias a sus previsoras inversiones. Pero ¿se resignaría a retirarse y vegetar? Éste era el problema.

Durante todos los años de ejercicio de su profesión había blasonado de estar al día. Hacía tiempo que se había propuesto no dejarse adelantar, técnica ni científicamente, por ningún recién llegado. Por esta razón había leído mucho y ávidamente, y aún seguía haciéndolo. Estaba suscrito a muchas revistas médicas, que leía de cabo a rabo, y en las que a veces colaboraba con artículos propios. Asistía regularmente a los congresos médicos y participaba escrupulosamente en las sesiones de trabajo. En los primeros años de su carrera, mucho antes de que se trazaran las actuales fronteras en los campos de la medicina, había previsto la necesidad de la especialización. Había elegido la obstetricia y la ginecología.

Por esto, cuando se crearon en América las facultades de especialidades, Dornberger se hallaba ya asentado en su propio campo. Resultado de ello, y en aplicación de la llamada cláusula de los «abuelos», le habían otorgado el título sin necesidad de examen. Era algo de lo que siempre había estado orgulloso y que le había confirmado en su empeño de mantenerse siempre al día.

Y, sin embargo, nunca había sentido animadversión por los jóvenes. Cuando había encontrado alguno bien preparado y escrupuloso, había sido el primero en ofrecerle ayuda y consuelo. Admiraba y respetaba a O’Donnell. Consideraba al joven jefe de Cirugía como una de las mejores adquisiciones del Tres Condados. Los cambios y mejoras que O’Donnell había introducido contribuyeron a reforzar su propia moral.

Había hecho muchos amigos; algunos, entre sus inmediatos colegas; otros, donde menos podía esperarse. Podía decirse que Joe Pearson era uno de estos últimos. Profesionalmente, los dos hombres tenían puntos de vista distintos sobre muchas cosas. Dornberger sabía, por ejemplo, que Joe leía poco en la actualidad. Sospechaba que, en algún terreno científico, el viejo patólogo se había rezagado, y administrativamente, existía el problema que se había puesto de manifiesto en la reunión del día anterior. Y, sin embargo, con el paso de los años, los lazos de amistad entre los dos se habían reforzado. Para su propia sorpresa, se había encontrado varias veces apoyando a Pearson en las conferencias médicas, y defendiéndole ocasionalmente cuando el servicio de Patología era criticado en privado.

Algo de esto había ocurrido cuando su intervención en la conferencia de mortalidad, hacía diez días. Y suponía que otros se habían dado cuenta de la alianza existente entre él y Joe. ¿Qué había dicho Gil Bartlett? «Usted es amigo suyo; y él no tiene ninguna cuenta pendiente con los ginecólogos». Hasta este momento no había reparado en la observación, pero ahora se daba cuenta de que en ella había un matiz de resentimiento, y lo lamentó. Bartlett era un buen médico, y Dornberger tomó la resolución de mostrarle una especial cordialidad cuando volvieran a encontrarse.

Pero su propio problema persistía. ¿Dejarlo o no dejarlo? Y, si lo dejaba, ¿cuándo? En los últimos tiempos, a pesar de su buen estado físico, cuidadosamente atendido, se había sentido cansado. Y, aunque durante toda su vida había estado atendiendo llamadas nocturnas, últimamente le había venido muy cuesta arriba corresponder a ellas. Ayer, mientras almorzaban, había oído a Kersh, el dermatólogo, diciéndole a un interno: «Tiene que dedicarse a la piel, como nosotros, hijo. En quince años no me han llamado una sola noche». Dornberger se había reído con los otros, pero en su interior había experimentado un poco de envidia.

De una cosa, empero, estaba seguro: cuando se sintiese flaquear, no se empeñaría en seguir. Por ahora, se sentía tan capaz como siempre. Tenía la mente despejada, firmes las manos y agudos los ojos. Se observaba siempre minuciosamente, porque sabía que, a la primera señal de flojedad, no vacilaría. Vaciaría su escritorio y se largaría. Eran demasiados los que había visto empeñados en aguantar. Esto nunca le ocurriría a él.

Pero entretanto… Bien, tal vez dejaría pasar otros tres meses, y entonces volvería a pensar en ello.

Había acabado de apretar el tabaco en la pipa y buscó una caja de cerillas. Estaba a punto de encender una cuando llamó el teléfono. Dejando a un lado la pipa y las cerillas, respondió:

—El doctor Dornberger al habla.

Era una de sus pacientes. Hacía una hora que habían comenzado los dolores del parto. Se habían roto las membranas y fluido el agua. Era una chica joven, de poco más de veinte años, y aquél iba a ser su primer hijo. Su voz era sofocada, como si estuviera muy nerviosa y tratase de aparentar lo contrario.

Como aquello no le venía de nuevo, Dornberger dio tranquilamente las instrucciones.

—¿Está su marido en casa?

—Sí, doctor.

—Entonces empaquete sus cosas y que él la traiga al hospital. Yo la veré en cuanto llegue.

—Muy bien, doctor.

—Dígale a su esposo que conduzca el coche con cuidado y que respete todas las luces rojas. Tenemos tiempo de sobra; ya lo verá.

Podía advertir, incluso a través del teléfono, que la había tranquilizado. Era algo que solía hacer y que consideraba parte de su trabajo. En cambio, él sintió aumentar un cierto nerviosismo. Cada nuevo caso le producía el mismo efecto. Lógicamente, pensó, tendría que haberse insensibilizado con el tiempo. En medicina, se supone que, cuando uno envejece, se vuelve impermeable, mecánico e indiferente. Sin embargo, a él nunca le había ocurrido así… tal vez porque, incluso ahora, su trabajo constituía su gran pasión.

Iba a coger la pipa, pero mudó de opinión y asió el teléfono de nuevo. Tenía que avisar a Obstetricia que llegaba la nueva paciente.