Ocho

—Ni siquiera estoy seguro de que vencer a la polio sea una cosa conveniente o necesaria.

El que había hablado era Eustace Swayne, fundador de una gran cadena de almacenes, millonario filántropo y miembro del Consejo Directivo del Hospital Tres Condados. La escena, la biblioteca suavemente iluminada y de paredes cubiertas de paneles de roble, en la mansión antigua e imponente de Swayne que se erguía solitaria en medio de un parque de cincuenta acres, cerca del límite oriental de Burlington.

—Vamos, nunca puede hablar en serio —dijo Orden Brown, ligeramente.

El presidente del Consejo del hospital sonrió a las dos mujeres que se hallaban en la estancia.

Eran su propia esposa, Amelia, y la hija de Swayne, Denise Quantz.

Kent O’Donnell sorbió el coñac que un criado silencioso le había ofrecido y se arrellanó en el hondo sillón de cuero que había elegido al entrar con los otros en la biblioteca después de la comida. Se le ocurrió pensar que aquella escena parecía casi medieval. Paseó la mirada por la estancia a media luz, y sus ojos recorrieron las hileras de libros encuadernados en piel que se elevaban hasta el techo artesonado, los oscuros y pesados muebles de roble, la cavernosa chimenea provista de grandes troncos —apagados en la noche cálida de julio, pero dispuestos a estallar en llamas al contacto de la antorcha del criado—; y, frente a donde él se hallaba, Eustace Swayne, sentado mayestáticamente en un sillón tapizado de recto respaldo, mientras los otros cuatro —a guisa de cortesanos— formaban un semicírculo alrededor del viejo.

—Lo digo en serio. —Swayne dejó reposar su copa de coñac y se inclinó hacia delante para hacer más hincapié en su teoría—. ¡Oh! Reconozco que si me ponen delante un niño con poliomielitis, me sentiré conmovido como todos y echaré mano al talonario. Pero me refiero al problema general. El hecho es, y nadie se atreverá a negarlo, que nos hemos empeñado en debilitar la raza humana.

Era un argumento conocido. O’Donnell observó, cortésmente:

—¿Sugiere usted que abandonemos la investigación médica, olvidemos nuestros conocimientos y técnicas, y renunciemos a vencer nuevas enfermedades?

—No podrían hacerlo —respondió Swayne—. Sería tan imposible como impedir que el cerdo de Gadara saltara de su peñasco.

O’Donnell se echó a reír.

—No creo que me halague mucho la comparación. Pero, si es así, ¿para qué sirve el argumento?

—¿Para qué? —Swayne dio un puñetazo en el brazo del sillón—. Pues para lamentar algo que sucede, aunque nada podemos hacer para cambiar las cosas.

—Comprendo.

O’Donnell no estaba muy seguro de que le gustase proseguir aquella discusión. Además, podía ser en perjuicio de las buenas relaciones con Swayne, que eran precisamente el motivo de que Orden Brown y él se encontraran allí. Dirigió una mirada circular a los otros. Amelia Brown, a la que conocía bien a raíz de sus visitas a la casa del presidente, correspondió a su mirada y le sonrió. Como mujer que participaba en todas las actividades de su marido, estaba al corriente de la política del hospital.

La hija casada de Swayne, Denise Quantz, estaba inclinada hacia delante, escuchando con atención.

Durante la comida, O’Donnell había dirigido la mirada varias veces, inadvertidamente, a la señora Quantz. Le había resultado difícil considerarla hija del hombre tosco y áspero que se sentaba a la cabecera de la mesa. A sus setenta y ocho años, Eustace Swayne todavía conservaba gran parte de la rudeza adquirida en la vorágine de competencias del comercio al por menor en gran escala. A veces se amparaba en su edad para lanzar punzantes observaciones a sus invitados, pero O’Donnell sospechaba que casi siempre lo hacía sólo a falta de argumentos.

O’Donnell había pensado: «Al viejo aún le gusta la lucha, aunque tal vez en este caso sólo pretendía mostrarse genial».

Al observarle disimuladamente, O’Donnell sospechó que acaso el reumatismo y la gota jugaban su papel en la cuestión.

En contraste con él, Denise Quantz era amable y dulce en el hablar. Tenía la habilidad de quitar aspereza a las observaciones de su padre añadiendo una palabra o dos a lo que éste había dicho. También era hermosa, pensó O’Donnell, y tenía el raro y maduro encanto que a veces adorna a las mujeres al llegar a los cuarenta. Dedujo que venía a Burlington a visitar a su padre con bastante frecuencia. Probablemente lo hacía velando por Eustace, pues la mujer de Swayne había muerto hacía ya muchos años. De la conversación se había desprendido, sin embargo, que Denise Quantz vivía la mayor parte del tiempo en Nueva York. Se había aludido un par de veces a los niños, pero no se había mencionado al marido. Sacó la impresión de que estaba separada o divorciada. Impensadamente, O’Donnell se puso a compararla con Lucy Grainger. Entre las dos mujeres, pensó, había un mundo de diferencia: Lucy, con su carrera profesional, con la medicina y el hospital como su propio elemento, capaz de codearse con un hombre como él en un terreno que a los dos les era familiar; y Denise Quantz, una mujer desocupada e independiente, una figura de la sociedad sin duda alguna, y, sin embargo —ésta era al menos su impresión—, capaz de convertir una casa en un remanso de calor y de serenidad. O’Donnell se preguntó qué clase de mujer sería mejor para un hombre: si la más allegada a su vida de trabajo, o la más distante, con intereses alejados de la labor cotidiana.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por Denise, que se inclinó hacia él y dijo:

—Espero que no se rinda usted tan pronto, doctor O’Donnell. No deje que papá se le escape por la tangente.

El viejo rió:

—No tengo por qué escapar. La situación es perfectamente clara. Durante siglos la oscilación normal de la Naturaleza controló la población. Cuando la cifra de nacimientos aumentaba con exceso, venía el hambre a compensarla. Terció Orden Brown:

—Seguramente también habría factores políticos. No siempre fueron las fuerzas de la Naturaleza.

—Concedido, en algunos casos. —Eustace Swayne agitó una mano, con trivialidad—. Pero no intervino la política en la eliminación de los débiles.

—¿Se refiere a los débiles o a los desgraciados?

«Muy bien —pensó O’Donnell—, si quieres controversia, la tendrás».

—Me refiero a lo que he dicho: los débiles. —La voz del viejo tenía ahora un tono más cortante, pero O’Donnell comprendió que estaba disfrutando—. Cuando se producía una plaga o una epidemia los débiles eran barridos y los fuertes sobrevivían. Las otras enfermedades servían para lo mismo, y se mantenía un nivel…, el nivel de la Naturaleza. Y por esto sólo los fuertes se perpetuaban, engendrando la nueva generación.

¿Piensa realmente que nuestra Humanidad está tan degenerada, Eustace?

Amelia Brown había hecho la pregunta y O’Donnell vio que sonreía. Sabe que Swayne la está gozando, pensó.

—Corremos hacia la degeneración —respondió el viejo—, al menos en el mundo occidental. Conservamos los tullidos, los enclenques, los enfermos. Acumulamos cargas sobre la sociedad, seres que no producen, ineptos, que en nada pueden contribuir al bien común. Díganme: ¿a qué propósito obedecen los sanatorios y los hospitales para incurables? Repito que la medicina ampara a los que deberíamos dejar morir. Y no sólo les alargamos la vida, sino que les dejamos crecer y multiplicarse, transmitiendo su inutilidad a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

O’Donnell le recordó:

—La relación entre la enfermedad y la herencia está aún por demostrar.

—La salud es tanto de la mente como del cuerpo —replicó Eustace Swayne—. ¿No heredan los hijos las características mentales de sus padres… y sus debilidades?

—No siempre.

La discusión seguía ahora entre el viejo y O’Donnell, mientras los otros escuchaban, acomodados en sus butacas.

—Pero ocurre muchas veces, ¿no?

O’Donnell sonrió.

—Existen algunas pruebas en este sentido, sí.

—Y es una de las razones de que tengamos tantos hospitales para enfermos mentales —bufó Swayne—. Y de que estén llenos de pacientes. Y de que los psiquiatras tengan tanta clientela.

—También puede ser que ahora demos más importancia a nuestra salud mental.

—Y también puede ser —le remedó Swayne— que mimamos a los débiles, débiles, ¡débiles!

El viejo había casi gritado las últimas palabras, y esto le produjo un acceso de tos. «Sera mejor no irritarle —pensó O’Donnell—. Quizá tenga hipertensión sanguínea».

El viejo lo miró echando chispas, como si hubiese leído su pensamiento. Bebió un sorbo de coñac. Después, casi con encono, dijo:

—No me perdone la vida, mi joven amigo. Puedo rebatir todos sus argumentos, y más.

O’Donnell decidió seguir, pero con moderación. Dijo, tranquila y llanamente:

—Creo que olvida usted una cosa, señor Swayne. Dice usted que las enfermedades y los males actúan como niveladores naturales. Pero muchos de ellos no se han producido en el curso normal de la naturaleza, sino que son consecuencias del medio en que vive el hombre, de condiciones creadas por él mismo. La falta de higiene, los hacinamientos humanos, la contaminación del aire, no son cosas naturales, sino creación del hombre.

—Son parte de la evolución, y la evolución es parte de la naturaleza. Todo contribuye a la obtención del equilibrio final.

Sorprendido, pensó O’Donnell: «No es fácil derrotar al maldito viejo». Pero vio un fallo en el argumento de éste, y dijo:

—Si tiene usted razón, la medicina también contribuye al equilibrio.

—¿Cómo lo demuestra? —replicó Swayne.

—Porque la medicina es también parte de la evolución. —A pesar de sus buenos deseos, O’Donnell había puesto más intensidad en su voz—. Porque todo cambio en el medio ha originado problemas que atañen a la medicina y que a ésta corresponde resolver. Nunca los resolvemos enteramente. La medicina va siempre un poco atrasada, y, tan pronto como nos enfrentamos con un problema, se nos presenta ya otro nuevo.

—Pero son problemas de la medicina, no de la naturaleza. —Los ojos de Swayne tenían un brillo malicioso—. Si dejáramos sola a la naturaleza, ésta resolvería sus problemas al instante, por medio de la selección natural de los más aptos.

—Se equivoca usted, y le diré por qué. —O’Donnell había dejado de preocuparse por el efecto de sus palabras. Sentía sólo que tenía que expresar su pensamiento, tanto para sí como para los otros—. La medicina sólo tiene un problema verdadero. Siempre ha sido el mismo, y siempre lo será. Es el problema de la conservación individual del hombre. —Hizo una pausa—. Y la conservación es la ley más antigua de la naturaleza.

—¡Bravo!

Impulsivamente, Amelia Brown aplaudió. Pero O’Donnell aún no había terminado.

—Por esto hemos luchado contra la polio, señor Swayne, y contra la peste negra, y la viruela, y el tifus, y la sífilis. Por esto seguimos luchando contra el cáncer, la tuberculosis y todo lo demás. Por esto tenemos esos lugares de que hablaba usted: los sanatorios, los hospitales de incurables. Por esto curamos a la gente, a todos los que podemos, a los débiles igual que a los fuertes. Porque todo tiende al mismo objeto: la conservación. Es la norma de la medicina, la única que podemos tener.

Durante un instante esperó que el viejo se revolviera, como había hecho antes. Pero Swayne miró a su hija y dijo:

—Sirve más coñac al doctor O’Donnell, Denise.

O’Donnell alargó la copa al acercarse ella con la botella, y percibió el frufrú de su vestido y, al inclinarse ella, una suave e incitante oleada de perfume. Por un instante sintió el absurdo e infantil impulso de estirar la mano y acariciarle el cabello negro. Se contuvo, y ella se acercó a su padre. Mientras llenaba la copa del viejo, preguntó:

—Si realmente piensas lo que dices, papá, ¿qué haces en el Consejo del hospital?

Eustace Swayne rió entre dientes.

—Sigo en él, principalmente, porque Orden y algunos otros confían en que no cambie mi testamento. —Miró a Orden Brown—. En todo caso, piensan que no tendrán que esperar mucho.

—Es injusto con sus amigos, Eustace —dijo Brown, y su tono tenía la proporción exacta de chanza y de seriedad.

—Y usted es un mentiroso. —El viejo volvió a gozarla. Dijo—: Me has hecho una pregunta, Denise, y voy a contestarte. Estoy en el Consejo del hospital porque soy un hombre práctico. El mundo es como es, y yo no puedo cambiarlo, aunque comprenda sus errores. Pero un hombre como yo puede actuar de contrapeso. ¡Oh! Ya sé que algunos de ustedes piensan que soy un obstruccionista.

Orden Brown replicó, vivamente:

—¿Es que alguien ha dicho eso?

—No hacía falta. —Swayne lanzó una mirada medio divertido, medio maliciosa, al presidente del Consejo—. Pero toda máquina necesita un freno. Y esto es lo que he sido yo: un freno, un poder moderador. Cuando me haya marchado para siempre, tal vez usted y sus amigos descubrirán que necesitan otro.

—Está diciendo tonterías, Eustace, y es injusto consigo mismo. —Por lo visto Orden Brown había decidido no andarse por las ramas. Prosiguió—: Usted ha hecho tanto bien en Burlington como puede haberlo hecho el mejor.

El viejo pareció hundirse más en su sillón. Gruñó:

—¿Podemos acaso saber realmente nuestros motivos? —Y después, alzando la cabeza—: Supongo que esperan ustedes que haga un importante donativo para las obras de ampliación.

Orden Brown respondió, suavemente:

—Con franqueza, esperamos que pueda contribuir con su acostumbrada generosidad.

Inesperadamente, dijo Eustace Swayne:

—Supongo que un cuarto de millón les parecerá aceptable.

O’Donnell oyó cómo Orden Brown hacía una profunda inspiración. Aquel donativo sería algo espléndido, mucho más de lo que hubiesen podido esperar en los momentos de mayor optimismo.

—No puedo pretender tanto, Eustace —dijo Brown—. Francamente, estoy abrumado.

—No hay de qué. —El viejo hizo una pausa, dando vueltas a su copa—. Todavía no lo he decidido, aunque he estado pensando en ello. Se lo diré seguro dentro de una o dos semanas. —Bruscamente, se volvió a O’Donnell—: ¿Juega usted al ajedrez?

O’Donnell movió la cabeza.

—No he jugado desde que salí de la Universidad.

—El doctor Pearson y yo jugamos mucho al ajedrez. —Ahora miraba fijamente a O’Donnell—. Desde luego, conocerá usted a Joe Pearson.

—Sí. Mucho.

—Yo conozco al doctor Pearson desde hace muchísimos años —dijo Swayne—; lo he tratado mucho en el Tres Condados y también fuera de él.

Sus palabras habían sido lentas y deliberadas. ¿Contenían una disimulada advertencia? Era difícil saberlo con seguridad. Swayne prosiguió:

—En mi opinión el doctor Pearson es uno de los hombres más competentes del hospital. Confío en que siga al frente del servicio por muchos años. Admiro sus conocimientos y su buen criterio… sin ninguna reserva.

«Bueno —pensó O’Donnell—, traducido al lenguaje vulgar esto es un ultimátum al presidente del Consejo Directivo y al presidente de la Junta de médicos. En otras palabras, Eustace Swayne nos ha dicho: Si queréis mi cuarto de millón de dólares, ¡dejad en paz a Joe Pearson!».

Más tarde, Orden Brown, Amelia y O’Donnell —sentados los tres en el asiento delantero del «Lincoln» descapotable de los Brown— habían cruzado de nuevo la ciudad. Al principio, habían guardado silencio; después, dijo Amelia:

—¿Creen que realmente… dará un cuarto de millón? Respondió su esposo:

—Es muy capaz de darlo… si le viene en gana.

Preguntó O’Donnell:

—¿Supongo que recibió el recado?

—Sí —respondió Brown, sencillamente y eludiendo el tema.

O’Donnell pensó: «Te lo agradezco». Sabía que el problema era suyo, no del presidente.

Lo dejaron a la puerta de su casa. Al despedirse, añadió Amelia:

—A propósito, Kent; Denise está separada de su marido, pero no divorciada. Creo que hay un enigma, aunque nunca lo hemos discutido. Tiene dos hijos que estudian en el Instituto. Ella tiene treinta y nueve años.

—¿Por qué le cuentas todo eso? —le preguntó Orden Brown.

—Porque estaba rabiando por saberlo. —Le dio un golpecito en un brazo a su marido—. Nunca serás mujer, querido. Ni siquiera con ayuda de la cirugía.

Mientras miraba alejarse el «Lincoln», O’Donnell se preguntaba cómo lo había descubierto ella. Tal vez le había oído cuando se despidió de Denise Quantz. Él le había dicho, cortésmente, que esperaba que se volverían a ver. Ella había respondido: «Vivo en Nueva York con mis hijos. ¿Por qué no me llama por teléfono la próxima vez que vaya allá?». Y ahora O’Donnell pensaba que, a fin de cuentas, bien podía asistir al congreso de cirugía que debía celebrarse en Nueva York el mes siguiente, aunque una semana atrás había decidido no acudir.

De pronto su pensamiento se volvió a Lucy Grainger, y, sin ninguna razón, se sintió por un instante infiel. Se dirigía a la entrada del edificio cuando sus pensamientos se vieron interrumpidos por una voz que le decía:

—Buenas noches, doctor O’Donnell.

Volvió la cabeza y reconoció a uno de los residentes de cirugía, Seddons. Le acompañaba una linda trigueña, y su cara le pareció conocida. Por la edad, pensó, debía de ser una de las estudiantes de enfermera. Les sonrió a los dos y les dio las buenas noches. Después, abrió con su llave la puerta cristalera y entró en el ascensor.

—Parece preocupado —dijo Vivian.

Seddons respondió, alegremente:

—Lo dudo, ángel mío. Cuando se ha llegado donde está él, la mayoría de las preocupaciones han quedado atrás.

La función teatral había terminado, y ahora regresaban al Tres Condados. Había sido un buen espectáculo, una ruidosa comedia musical, y los dos se habían reído mucho, cogidos de la mano, y en un par de ocasiones Mike había pasado el brazo por encima de los hombros de Vivian, sin que ésta opusiera resistencia.

Después de comer, antes de ir al teatro, habían estado hablando de sí mismos. Vivian le había preguntado a Seddons si pensaba ejercer la cirugía, y él le había preguntado por qué estudiaba para enfermera.

—No sé si sabré explicarlo, Mike —había respondido ella—, pero, desde donde alcanza mi recuerdo, siempre deseé ser enfermera. —Había añadido que al principio sus padres se opusieron, pero que al final habían consentido—. Supongo que en realidad es que quería valerme por mí misma, y el trabajo de enfermera era el que más me gustaba. Seddons le había preguntado:

—¿Y sigues pensando igual?

—Sí —había respondido—. Claro que, de vez en cuando, cuando me siento cansada, o he visto ciertas cosas en el hospital, o me pongo a pensar en casa, me pregunto si vale la pena, si no habrán otros trabajos más sencillos que pueda hacer; pero supongo que esto le ocurre a todo el mundo. La mayoría de las veces, sin embargo, me siento segura. —Había sonreído, antes de añadir—: Soy una chica decidida, Mike, y estoy resuelta a ser enfermera.

«Sí —había pensado él—, eres una chica decidida; lo creo». Al observar disimuladamente a Vivian mientras hablaba, había podido apreciar su fuerza interior, su fortaleza de carácter, detrás de su apariencia de amable femineidad. Y una vez más, Mike Seddons había sentido reavivarse su interés, y de nuevo se había aconsejado: «¡Nada de compromisos! Recuerda que todo lo que sientes es esencialmente biológico».

Era ya casi medianoche, pero Vivian había firmado en el libro de salidas y no tenía por qué apresurarse. Algunas de las enfermeras antiguas, que habían hecho sus prácticas bajo regímenes espartanos, pensaban que hoy en día se daba demasiada libertad a las estudiantes. Pero, en la práctica, raras veces se abusaba de ella.

Mike le tocó el brazo.

—Vamos a dar una vuelta por el parque.

Vivian se echó a reír.

—Ésta es una frase muy gastada.

Pero no ofreció resistencia cuando él la condujo a una de las puertas del parque y a través de éste. En la oscuridad, podía distinguir una doble hilera de álamos, y el musgo se hundía blandamente bajo sus pies.

—Tengo toda una colección de frases gastadas. Es una de mis especialidades. —Él le asió una mano—. ¿Quieres que te diga otras?

—¿Por ejemplo?

A pesar de su aplomo, su voz tenía un ligerísimo temblor.

—Por ejemplo, ésta.

Mike se detuvo y la asió de los hombros, obligándola a volverse a él. Después la besó en los labios.

Vivian sintió que se aceleraban los latidos de su corazón, pero no lo bastante para impedirle considerar la situación. ¿Debía frenar a tiempo, o dejar que aquello continuara? Comprendía que si no reaccionaba en seguida, después sería mucho más difícil.

A Vivian le gustaba ya Mike Seddons y estaba convencida de que podía llegar a quererle mucho más. Él era físicamente atractivo, y ambos eran jóvenes. Volvió a besarla y ella le correspondió. Un segundo instinto le advertía que, si no quería llegar más lejos, tenía que romper en aquel preciso instante. Pero seguía pensando: «¡Un momento más! ¡Sólo un momento más!».

De pronto le pareció encontrarse aislada de cuanto la rodeaba. Cerrando los ojos, saboreó aquellos instantes de ternura. ¡Habían sido tan pocos en los últimos meses! Desde que había llegado a el Tres Condados, había tenido que dominarse muchas veces, ahogando sus emociones y cegando la fuente de sus lágrimas. Esto a veces era difícil, cuando una era joven, inexperta, y estaba un poco asustada. Había tantas cosas… —impresiones recibidas en la sala, enfermedades, dolores, muertes, autopsias— y, sin embargo, faltaba la válvula de seguridad que diese salida a sus impulsos interiores. Una enfermera, incluso una estudiante de enfermera, ¡tenía que ver tanto sufrimiento y derrochar cuidados y simpatía! ¿No era justo, pues, que aprovechase un momento de cariño que se le brindaba? Por un instante, entre los brazos de Mike, sintió el mismo bienestar, el mismo alivio, que cuando antaño se refugiaba en los de su madre.

Mike, que había aflojado un poco su abrazo para mirarla, le dijo:

—Eres hermosa.

Impulsivamente, ella hundió su cara en el hombro de él. Él le levantó la barbilla, y de nuevo se juntaron sus labios. Ahora supo ella que ya era demasiado tarde para detenerse.

—Vamos a la arboleda —dijo Mike, y ella ya no pensó en nada, todo parecía haber perdido su importancia.

Llegaron a un pequeño claro rodeado de árboles y arbustos. «Aquí tiene que ser», pensó ella. En realidad, Vivian había perdido ya su inocencia en el Instituto, pero esto era diferente. Esto…

—Allá, querida —dijo Mike, empujándola hacia el fondo del claro.

Y, de pronto, sintió un dolor lacerante, tan intenso que al principio no pudo localizarlo. Después comprendió que lo que le dolía era la rodilla izquierda. Lanzó un grito involuntario.

—¿Qué te pasa? Vivian, ¿qué te pasa?

Mike se volvió a mirarla, y ella comprendió que estaba intrigado y no sabía cómo interpretar aquello. Pensó: «Probablemente se figura que es un truco. Las chicas suelen emplearlos para salir de situaciones como ésta».

El primer trallazo de dolor se había mitigado un poco. Pero aún volvía a oleadas. Le dijo:

—Mike, creo que es la rodilla. ¿Hay un asiento en alguna parte? —preguntó, tambaleándose.

—Vivian —dijo él—, no tienes necesidad de hacer comedia. Si quieres volver al hospital, dilo simplemente, y yo te llevaré.

—Por favor, créeme, Mike. —Le agarró del brazo—. Es mi rodilla. Me duele de un modo horrible. Tengo que sentarme.

—Ven.

Estaba ella segura de que él no la creía, pero, sin embargo, la guió entre los árboles. Había un banco cerca de allí, y a él se dirigieron. Cuando se hubieron sentado, dijo Vivian:

—Lo siento, no lo he hecho adrede.

—¿Estás segura? —preguntó él, dubitativo.

Ella le asió una mano.

—Sí, Mike… Yo también… ¡Ay…! Ya vuelve el dolor…

—Perdona, Vivian —dijo él—; pensaba que…

—Ya sé lo que pensaste. Pero no fue esto…, ¡palabra!

—Bien. Dime dónde te duele.

Ahora volvía a ser el médico, cosa que hacía un rato había olvidado.

—En la rodilla. Ha sido de pronto… Un dolor agudísimo.

—Veamos. —Se arrodilló delante de ella—. ¿Cuál de las dos?

Ella se levantó un poco la falda y señaló la rodilla izquierda. Él la palpó cuidadosamente, deslizando los dedos. Había olvidado por el momento la escena galante anterior. Su comportamiento era ahora profesional, analítico. Según le habían enseñado a hacer, repasó mentalmente las diversas posibilidades. El nilón de las medias de Vivian entorpecía el tacto.

—Bájate la media, Vivian.

Ella lo hizo así, y sus dedos volvieron a explorar la rodilla. Observándole, pensó ella: «Es hábil; será un buen médico; la gente acudirá a él en busca de ayuda, y él se mostrará amable y hará cuanto pueda». ¿Cómo sería si pudiesen estar juntos los dos para siempre? Como enfermera, podría ayudarle mucho en su trabajo, y comprenderle. Dijo para sí: «Esto es ridículo; apenas nos conocemos». Después, de pronto, volvió el dolor y dio un respingo.

Le preguntó Mike:

—¿Te había ocurrido lo mismo alguna vez?

Por un momento, captó ella lo absurdo de la situación y rió entre dientes.

—¿Qué te ocurre, Vivian?

Mike parecía desorientado.

—Estaba pensando… Hace unos minutos tan sólo… Y ahora estás aquí… como en el consultorio.

—Oye, pequeña. —Él estaba serio—. ¿Te ha pasado esto otras veces?

—Sólo una —respondió ella—. Pero el dolor no fue tan fuerte como hoy.

—¿Cuánto tiempo hace?

Ella pensó unos instantes.

—Un mes, poco más o menos.

—¿Y no consultaste a nadie?

Ahora hablaba en tono estrictamente profesional.

—No. ¿Tenía que haberlo hecho?

—Tal vez —dijo él, simplemente. Y añadió—: De todos modos, te reconocerán mañana. Creo que la doctora Grainger es la más adecuada.

—Mike, ¿es algo grave?

Vivian sentía ahora una creciente alarma.

—Probablemente, no —la tranquilizó él—. Pero aquí hay un bultito que no debía estar. Lucy Grainger dirá la última palabra. Hablaré con ella por la mañana. Ahora voy a llevarte a casa.

Todo lo de antes había pasado. No podían resucitarlo, al menos aquella noche, y los dos lo sabían.

Mike la ayudó a levantarse. Al rodearla con el brazo experimentó el sentimiento de que quería ayudarla, protegerla. Preguntó:

—¿Crees que podrás andar?

—Sí —respondió Vivian—. Ahora ya no siento dolor.

—Iremos hasta la puerta —dijo él— y allí podremos tomar un taxi. —Y como ella pareciese preocupada, añadió alegremente—: Vaya una enfermera con poca categoría. ¡Al menos podrías haber venido en coche!