Uno

A media mañana de un día ardoroso de verano, la vida fluía y refluía en el Hospital Tres Condados como la marea en un islote alejado de la costa. Fuera del hospital, los ciudadanos de Burlington, Pennsylvania, sudaban a causa de una temperatura de 90 grados [1] a la sombra, con un 78 por ciento de humedad. Cerca de las fundiciones de acero y de los tinglados del ferrocarril, donde había menos sombra y ningún termómetro, la temperatura —si alguien se hubiese molestado en comprobarla— era aún mucho mayor. Dentro del hospital se estaba más fresco que fuera, pero no mucho. Entre los pacientes y el personal, sólo los más afortunados o influyentes se libraban un poco del calor en las habitaciones con aire acondicionado.

En el departamento de recepción, en el piso principal, no había aire acondicionado, y Magde Reynolds, después de sacar del cajón el decimoquinto «kleenex» de aquella mañana, se enjugó el sudor de la cara para aplicarse una nueva dosis de desodorante. Miss Reynolds, a sus treinta y ocho años, era oficial jefe de Recepción y, además, asidua lectora de los anuncios de productos higiénicos para la mujer. Como consecuencia de ello, experimentaba horror a no sentirse completamente «higiénica» y, en la estación calurosa, se dedicaba a hacer de lanzadera entre el despacho y el lavabo de señoras que estaba al extremo del pasillo. Sin embargo, decidió que, ante todo, debía localizar a cuatro pacientes para ingresarlos por la tarde.

Hacía unos minutos que le habían llevado de las salas las hojas de baja, con el resultado de que veintiséis pacientes serían enviados a sus Casas en vez de los veinticuatro que calculaba la señora Reynolds. Esto, sumado a dos fallecimientos que se habían producido durante la noche, significaba que cuatro nuevos nombres podían ser borrados de la larga lista de aspirantes, para su ingreso inmediato. Lo cual quería decir que en cuatro hogares de Burlington y sus aledaños, un cuarteto de pacientes que habían estado esperando aquella llamada con impaciencia o con temor harían sus bártulos con lo más indispensable y depositarían su esperanza en la medicina, tal como se practicaba en el Tres Condados. Con el decimosexto «kleenex» en la mano, miss Reynolds abrió un fichero, descolgó el teléfono que había sobre su mesa y comenzó a marcar.

Más afortunados que los empleados de Recepción en los días de calor eran los que acudían a curarse al dispensario que ocupaba el ala opuesta del piso principal y estaba ahora en plena efervescencia. Ellos al menos disfrutarían del aire acondicionado cuando les llegara el turno y entraran en uno de los seis consultorios que se abrían a la sala de espera común. En los consultorios, seis especialistas ponían gratuitamente sus conocimientos a disposición de quienes no podían, o no querían, sufragar los honorarios que a los enfermos particulares cobraban en el centro de especialidades del Medical Arts Building, en la parte baja de la ciudad.

El viejo Rudy Hermant, que trabajaba periódicamente de peón cuando su familia le obligaba a ello, estaba sentado cómoda y tranquilamente mientras el doctor McEwan, especialista de garganta, nariz y oídos, trataba de averiguar las causas de la progresiva sordera de Rudy. En realidad, a Rudy no le importaba gran cosa la sordera; a veces, cuando un capataz le mandaba hacer otra cosa o trabajar más de prisa, le resultaba ventajosa. Pero el hijo de Rudy había decidido que el viejo debía hacerse mirar los oídos, y allí estaba él.

El doctor McEwan hizo un ademán irritado al retirar el otoscopio de la oreja del viejo Rudy.

—Sería un poco más fácil si se lavara parte de la porquería que lleva —observó, agriamente.

Tales muestras de mal humor eran raras en McEwan. Sin embargo, aquella mañana su esposa había reanudado en la mesa, durante el desayuno, la discusión sobre los gastos domésticos que había iniciado la noche anterior, con el resultado de que cuando él fue a sacar el nuevo «Oldsmobile» del garaje haciendo marcha atrás, lo hizo con tal furia que abolló el guardabarros trasero de la derecha.

Rudy lo miró, inexpresivo.

—¿Qué ha dicho? —preguntó.

—He dicho que sería un poco más… ¡Oh, no se preocupe!

McEwan estaba debatiendo consigo mismo si la dolencia del viejo se debería a senilidad o a un pequeño tumor. Era un caso curioso, y su interés profesional se sobreponía a su mal humor.

—No le he oído —repitió el viejo.

McEwan levantó la voz.

—¡No era nada! ¡He dicho que no se preocupe!

En aquel momento se alegraba de la sordera del viejo Rudy y se avergonzaba ligeramente de su propio exabrupto.

En la clínica de medicina general, el obeso doctor Toynbee, internista, encendió un nuevo cigarro con la colilla del anterior y contempló al paciente que estaba al otro lado de la mesa. Al considerar el caso, sintió una ligera acidez y decidió prescindir de la comida china durante una semana o dos; al fin y al cabo, con dos banquetes nocturnos que le esperaban aquella semana y la reunión del Club de los Gourmets, el martes, la cosa sería fácil de soportar. Decidido ya su diagnóstico, fijó la mirada en el paciente y dijo con severidad:

—Tiene usted exceso de peso y voy a ponerlo a dieta. También será mejor que deje de fumar.

A un centenar de yardas del lugar en que los especialistas evacuaban sus consultas, miss Mildred, primer oficial del archivo del Tres Condados, sudaba copiosamente mientras corría por un frecuentado pasillo del piso principal. Pero, despreciando aquella molestia, se apresuró aún más al ver desaparecer una mole detrás de la próxima esquina.

—¡Doctor Pearson! ¡Doctor Pearson!

Al llegar junto a él, el patólogo del estado mayor del hospital se detuvo. Trasladó el enorme cigarro que estaba fumando a un ángulo de la boca. Después dijo, irritado:

—¿Qué pasa? ¿Qué pasa?

La pequeña miss Mildred —cincuenta y dos años, solterona, de cinco pies y un poquitín más con tacones altos— se echó a temblar ante el rugido del doctor. Pero los archivos, los impresos y los índices eran su vida. Se armó de valor.

—Tiene que firmar estas autopsias, doctor Pearson. La Sanidad ha pedido copias adicionales.

—Otro rato. Ahora tengo prisa.

Joe Pearson estaba en lo peor de su genio autoritario. Miss Mildred se mantuvo en sus trece.

—Por favor, doctor. Sólo es cuestión de un momento. Hace tres días que voy detrás de usted.

Pearson cedió a regañadientes. Tomando los papeles y el bolígrafo que miss Mildred le ofrecía, se dirigió a una mesa, gruñendo, y garrapateó unas firmas.

—No sé lo que estoy firmando. ¿Qué es?

—El caso Howden, doctor Pearson.

Pearson seguía malhumorado.

—Hay tantos casos… No me acuerdo.

Pacientemente, miss Mildred se lo recordó:

—Es el obrero que se mató al caer de un alto andamio. Los patronos dijeron que la caída debió de producirse a consecuencia de un ataque cardíaco, porque en otro caso, las medidas de seguridad que emplean lo habrían evitado.

—Ya —gruñó Pearson.

Mientras seguía firmando, miss Mildred prosiguió su resumen del caso. Cuando comenzaba algo le gustaba terminarlo.

—La autopsia, sin embargo, demostró que el hombre tenía sano el corazón y no padecía ninguna otra dolencia que hubiese podido originar la caída.

—Ya sé todo esto —la interrumpió secamente Pearson—. Dispense, doctor. Pensé que…

—Fue un accidente. Tendrán que darle una pensión a la viuda.

Pearson pareció escupir aquella observación; después sujetó el cigarro y estampó otra firma, medio rasgando el papel. Miss Mildred observó que tenía en la corbata más manchas de huevo que de costumbre, y se preguntó cuántos días haría que el patólogo no se había cepillado el cabello hirsuto y gris. El porte de Joe Pearson bordeaba la zona intermedia entre el escándalo y la burla en el Hospital Tres Condados. Desde que murió su mujer, hacía unos diez años, y vivía solo, su indumentaria había ido de mal en peor. Ahora, a sus sesenta y seis años, su atuendo era más propio de un vagabundo que del jefe de un servicio en un hospital importante. Bajo la blanca blusa de plástico, miss Mildred pudo ver un jersey de lana con los ojales deshilachados y un par de agujeros más, debidos probablemente a quemaduras de ácidos. Y unos pantalones grises y sin planchar caían sobre unos deslucidos zapatos que necesitaban el betún con urgencia.

Joe Pearson firmó la última hoja y tendió el legajo, casi con furia, a miss Mildred.

—Tal vez ahora podré trabajar un poco en serio, ¿no?

Su cigarro se balanceaba arriba y abajo, derramando parte de la ceniza sobre el propio cuerpo del médico, y parte sobre el pulido suelo de linóleo. Pearson hacía tanto tiempo que pertenecía al Tres Condados que podía permitirse brusquedades que no habrían sido toleradas a un novicio, e ignorar los letreros de «No fumar» colgados visiblemente y a intervalos en los pasillos del hospital.

—Gracias, doctor. Muchísimas gracias.

Él se despidió con un rápido movimiento de cabeza y se dirigió al vestíbulo con intención de tomar un ascensor que lo condujera al sótano. Pero ambos ascensores estaban en los pisos de arriba. Con una exclamación de fastidio echó escaleras abajo hacia su propio departamento.

En la planta destinada a cirugía, tres pisos más arriba, la atmósfera era más respirable. Con la temperatura y la humedad cuidadosamente reguladas en todo el servicio, los cirujanos, los practicantes y las enfermeras, con sólo su ropa interior debajo de las batas verdes, podían trabajar cómodamente. Algunos de los cirujanos habían terminado sus primeras operaciones de la mañana y acudían al salón de personal para tomar café antes de emprender las siguientes. De los quirófanos situados a lo largo del corredor, aislados asépticamente del resto del hospital, las enfermeras empezaban a trasladar a los pacientes, aún bajo los efectos de la anestesia, a los cuartos de recuperación. Allí permanecerían los pacientes bajo observación hasta que se hallaran en condiciones de volver a las camas que les estaban destinadas.

Entre sorbo y sorbo del hirviente café, Lucy Grainger, la cirujana ortopedista, hablaba sobre la compra de un «Wolkswagen» que había realizado el día anterior.

—Lo siento, Lucy —dijo el doctor Bartlett—; pero temo haberte pisado el lugar de aparcamiento.

—No te preocupes, Gil —respondió ella—. Ya es bastante el ejercicio que tienes que hacer para dar la vuelta a tu monstruo de «Detroit».

Gil Bartlett, del servicio de cirugía general del hospital, se hacía notar por la posesión de un «Cadillac» de color crema, casi siempre brillante e inmaculado. En realidad, era reflejo de la elegancia de su dueño, que se contaba invariablemente entre los médicos mejor vestidos del Tres Condados. Bartlett era, además, el único miembro del personal que lucía barba —una barba a lo Van Dyke, siempre cuidadosamente recortada— que oscilaba arriba y abajo cuando hablaba, proceso que Lucy gustaba mucho de observar.

Kent O’Donnell se aproximó a ellos. O’Donnell era jefe del servicio de cirugía y, además, presidente del cuerpo facultativo del hospital. Bartlett lo recibió con palmas.

—Kent, te he estado buscando. La próxima semana doy unas conferencias a las enfermeras sobre amigdalectomía de los adultos. ¿Tienes algunos Kodachromes que muestren casos de traqueitis y neumonía por aspiración?

O’Donnell repasó en su memoria algunas de las fotografías en color de su colección didáctica. Sabía a lo que Bartlett se refería: era una de las secuelas menos conocidas y que se daban algunas veces después de la extirpación de las amígdalas de un adulto. Como la mayoría de los cirujanos, sabía O’Donnell que incluso observando el mayor cuidado en la operación, una diminuta porción de la amígdala escapaba a veces a las pinzas del cirujano y era absorbida por el pulmón, donde provocaba un absceso. Recordó que tenía una serie de fotos de tráquea y pulmón que recogían aquel estado; habían sido tomadas durante una autopsia. Le dijo a Bartlett:

—Creo que sí. Las buscaré esta noche.

Lucy Granger dijo:

—Si no tienes de la tráquea, dáselas del recto. No apreciará la diferencia.

La risa corrió por la sala de cirujanos.

O’Donnell sonrió a su vez. Él y Lucy eran viejos amigos; en realidad, se preguntaba él a veces sí, con más tiempo Y oportunidades, no podrían llegar a ser algo más. Le gustaba ella por muchas cosas, y no era la menos importante la manera en que se desenvolvía en lo que generalmente se consideraba un mundo reservado a los hombres. Al mismo tiempo, empero, jamás había perdido su femineidad esencial. La bata de trabajo que llevaba ahora la hacía aparecer informe, casi anónima, como todos ellos. Pero él sabía que ocultaba una figura esbelta y delicada, que por lo común vestía seriamente, pero sin dejar de seguir la moda.

Sus pensamientos se vieron interrumpidos por una enfermera que, después de llamar, entró discretamente.

—Doctor O’Donnell, la familia de su paciente está ahí fuera.

—Dígales que saldré en seguida.

Se dirigió al ropero y empezó a quitarse la bata. Como sólo tenía una operación señalada para aquel día, había terminado su trabajo de cirujano. Después de tranquilizar a la familia que le esperaba —acababa de realizar con éxito una extracción de cálculos biliares—, iría al despacho del administrador.

En el piso de encima del destinado a cirugía, en la habitación de pago número 48, George Andrew Dunton había perdido toda sensibilidad al calor y al frío y se hallaba a quince segundos de la muerte. Mientras el doctor McMahon asía la muñeca del paciente, esperando que cesaran las pulsaciones, la enfermera Penfield aceleró el extractor de aire porque con la presencia de la familia se había cargado desagradablemente la atmósfera del cuarto. Era una buena familia —pensó—: la esposa, un hijo mayor y una hija más joven. La mujer lloraba en silencio; la hija tampoco decía nada, pero las lágrimas corrían a raudales por sus mejillas; el hijo se había vuelto de espaldas y sus hombros experimentaban fuertes sacudidas. «Cuando yo muera —pensó Elaine Penfield—, quisiera que alguien tuviera lágrimas para mí; es la mejor necrología».

El doctor McMahon dejó reposar la muñeca y se volvió a mirar a los otros. Eran inútiles las palabras, y, metódicamente, la enfermera Penfield anotó la hora de la muerte: 10,52 de la mañana.

En los pasillos, de las otras salas y habitaciones de pacientes particulares, era aquélla una de las horas más tranquilas del día. Se habían administrado los medicamentos de la mañana; se había pasado la visita, y se abría un paréntesis hasta la hora del almuerzo en que el ciclo de actividad volvería a un punto culminante. Algunas de las enfermeras habían bajado a la cafetería a tomar café; otras llenaban las hojas clínicas. «Se queja de continuos dolores abdominales», había escrito la enfermera Wilding en la hoja de una paciente, e iba a añadir otra línea cuando se interrumpió.

Por segunda vez aquella mañana, Wilding, de cabello gris, de cincuenta y seis años, y una de las enfermeras más antiguas de la plantilla, buscó algo en su uniforme y sacó una carta que ya había leído dos veces desde que la dejaran sobre su mesa junto con la correspondencia de los enfermos. Al extraer la carta, cayó una instantánea de un joven teniente de marina que llevaba del brazo a una linda muchacha, y la mujer contempló un momento el retrato antes de releer la misiva. «Querida madre —comenzaba—: ésta te sorprenderá, pero conocí a una muchacha aquí en San Francisco y nos casamos ayer. Ya sé que ello te causará una gran contrariedad, ya que siempre has dicho que querías asistir a mi boda, pero estoy seguro de que lo comprenderás cuando te explique…».

La enfermera Wilding desvió los ojos de la carta y evocó al muchacho que recordaba y al que tan poco había visto. Después del divorcio había cuidado de Adam hasta que ingresó en el colegio; luego, había tenido la temporada de Annápolis, algunos fines de semana y algunas breves vacaciones; después, la Marina, y ahora era ya un hombre que pertenecía a otra. Hoy mismo tendría que enviarle un telegrama de enhorabuena. Hacía años solía decir que, en cuanto Adam se ganara la vida, ella dejaría de hacer de enfermera; pero no lo había hecho y ahora la jubilación ya estaba próxima y no había por qué acelerarla. Volvió a meter carta y fotografía en el bolsillo del uniforme y asió la pluma que había dejado. Después, en minuciosos caracteres, añadió a lo que había escrito en la hoja: «Ligeros vómitos y diarrea. Notificado al doctor Reubens».

En Obstetricia, en el piso cuarto, no había momento alguno del día en que se pudiera pronosticar tranquilidad. Los niños, pensó el doctor Charles Dornberger, mientras se lavaba junto a otros dos tocólogos, tenían la mala costumbre de presentarse a rachas. Habría horas, e incluso días, en que las cosas se producían con orden y tranquilidad, y los alumbramientos se sucedían sin atropellos. De pronto parecía desencadenarse el infierno, y media docena se empeñaban en nacer al instante. Éste era uno de aquellos momentos.

Su propia paciente, una negra rolliza y siempre alegre, estaba a punto de dar a luz a su décimo hijo. Como había llegado tarde al hospital, iniciado ya el parto, la habían subido de la sala de Urgencia en una camilla. Mientras acababa de restregarse las manos, Dornberger pudo oír parte de su diálogo con el practicante que la había acompañado a Obstetricia.

Por lo visto, y como era normal en un caso urgente, el practicante había obligado a evacuar el ascensor destinado al público en el piso principal.

—¡Y qué amables todos al salir del ascensor para que yo pudiera subir! —Decía la negra—. ¡Oh, nunca me había sentido tan importante en mi vida! —Entonces Dornberger oyó que el practicante aconsejaba a la paciente que descansara. La respuesta fue inmediata—: ¿Descansar, hijito? ¡Si ya descanso! Ah, siempre descanso cuando tengo un niño. Entonces se acabaron los platos, la colada, la cocina. ¡Ah, me gusta venir aquí! Para mí son unas vacaciones. —Se interrumpió a causa de un acceso de dolor. Después, entre los apretados dientes, murmuró—: He tenido nueve hijos, y éste será el décimo. El mayor es tan grande como usted, hijito. Y puede esperarme dentro de un año. Le aseguro que volveré.

Dornberger oyó que reía al extinguirse su voz. Una enfermera del servicio se había hecho cargo de ella, y el practicante volvía a su puesto en la sala de Urgencia. Dornberger, lavado, aséptico, revestido de su bata y sudando por el calor, siguió a su paciente al cuarto de alumbramiento.

En las cocinas del hospital, donde el calor era menos problema porque los que trabajaban allí estaban acostumbrados a él, Hilda Straughan, jefe de Dietética, probó un pedazo de pastel de uvas y asintió aprobadoramente con la cabeza mirando al repostero mayor. Sospechaba que aquellas calorías, junto con otras, se reflejarían en su escala de peso al cabo de una semana, pero tranquilizó su conciencia diciéndose que era deber de su cargo probar lo más posible de lo que se cocinaba en el hospital. Además, era ya un poco tarde para que la señora Straughan se preocupara por las calorías. El producto acumulado de muchas pruebas anteriores había hecho subir su peso hasta unas doscientas libras, buena parte de las cuales se alojaban en sus magníficos senos: dos peñones de Gibraltar gemelos, famosos en todo el hospital, y que daban a su porte la majestad de un portaviones precedido por una escolta de dos acorazados. Pero, tanto como de la comida, gustaba la señora Straughan de su trabajo. Mirando satisfecha a su alrededor, parecía abarcar todo su imperio: los brillantes fogones de acero y las mesas de cocina, los resplandecientes utensilios, los inmaculados delantales blancos de los cocineros y los pinches. Su corazón se dilataba al contemplar todo aquello.

Era hora de mucho trabajo en las cocinas. El almuerzo era la comida más copiosa del día, puesto que, además de los pacientes, había que alimentar a todo el personal en la cafetería. Dentro de unos veinte minutos empezarían a subir las bandejas a las salas, y durante las dos horas siguientes seguiría el servicio de comida. Después, mientras los auxiliares lavaran y apilaran los platos, los cocineros empezarían a preparar la comida de la noche.

Al pensar en los platos, la señora Straughan frunció las cejas pensativa y puso rumbo a la sección de atrás de la cocina, donde estaban instaladas las dos grandes máquinas lavaplatos.

Esta parte de sus dominios era menos brillante y moderna que la otra sección, y la jefe de Dietética pensó, no por primera vez, que se sentiría feliz cuando se remozara la instalación, como se había hecho con el resto de la cocina. Era comprensible, sin embargo, que no se hiciera todo de una vez, y tenía que reconocer que había embarcado a la administración en la compra de caros y modernos avíos durante los dos años en que había desempeñado su cargo en el Tres Condados. A pesar de todo —decidió, mientras se dirigía a inspeccionar la cafetería—, tendría otra charla con el administrador, a no tardar, sobre aquellas lavadoras.

La jefe de Dietética no era la única persona en el hospital que pensaba en la comida. En Radiología, en el segundo piso, un paciente de la calle —el señor James Bladwick, vicepresidente de ventas de una de las tres grandes empresas de automóviles de Burlington— estaba, según su propia expresión, «hambriento como un diablo».

Y no le faltaba razón para estarlo. Siguiendo instrucciones de su médico, Jim Bladwick había ayunado desde la medianoche, y ahora estaba en el cuarto número 1 de rayos X, dispuesto a que le hicieran una serie de radiografías del aparato digestivo. Los rayos X confirmarían o borrarían la sospecha de que en el interior de Bladwick se estaba desarrollando una úlcera duodenal. Jim Bladwick esperaba que la sospecha fuera infundada; en realidad, ansiaba desesperadamente que ni una úlcera ni otra cosa cualquiera viniese a entorpecer su marcha ahora que su tenacidad y los sacrificios de los tres años últimos, su voluntad de trabajar más y mejor que cualquier otro en el departamento de ventas, empezaban a dar su fruto.

¡Claro que estaba preocupado! ¿Quién no lo estaría, teniendo que alcanzar un volumen determinado de ventas todos los meses? Sencillamente, no podía ser una úlcera; tenía que ser otra cosa…, algo trivial que pudiese curarse rápidamente. Hacía sólo seis semanas que era vicepresidente de ventas, pero, a pesar de lo altisonante del título, sabía mejor que nadie que su conservación dependía de su ininterrumpida habilidad para vender. Y para vender había que estar en el baile: fuerte, activo, dispuesto. Ningún certificado médico podía compensar una disminución en el volumen de ventas.

Jim Bladwick había ido demorando aquel momento desde hacía tiempo. Unos dos meses atrás había notado molestias y un dolor difuso en la región gástrica, y también había observado que regurgitaba mucho, a veces en los momentos más intempestivos, en presencia de clientes. Durante un tiempo había intentado convencerse de que no era nada fuera de lo normal, pero al fin había ido a consultar al médico, y la sesión de aquella mañana debía darle el resultado. Esperó que aquello no le llevara mucho tiempo; la operación con la casa Fowler sobre seis camiones se estaba poniendo al rojo, y tenían gran necesidad de aquella venta. ¡Dios mío, qué hambre tenía!

Para el doctor Ralph Bell, decano de los radiólogos —«Ding Dong» para la mayoría del personal [2]—, aquello no era más que una nueva serie gastro-intestinal, igual a otras cien. Pero, abandonándose a un juego mental que a veces se permitía, decidió apostar a que «sí» en aquella ocasión. El paciente parecía el tipo adecuado para una úlcera. A través de los gruesos cristales de sus gafas con monturas de concha, había observado disimuladamente al hombre. Parecía un guerrero, pensó Bell; ahora estaba visiblemente agitado. El radiólogo colocó a Bladwick en posición detrás de la pantalla y le tendió un vaso de bario.

—Cuando le avise —dijo—, bébalo de golpe.

Cuando estuvo dispuesto, ordenó: «¡Ahora!», y Bladwick apuró el vaso.

Bell observó en la pantalla el paso del bario al caer primero por el esófago, después en el estómago, y de allí, al duodeno. Revelada por el líquido opaco, la silueta de cada órgano resultaba claramente visible, y en varios momentos, Bell apretó el botón para fijar las imágenes en una película. Luego palpó el abdomen del paciente para hacer circular el bario. Y entonces pudo verlo: un verdadero cráter en el duodeno. Una úlcera, clara e inconfundible. Pensó que había ganado su apuesta consigo mismo. Dijo en voz alta:

—Ya está, señor Bladwick; gracias.

—Y bien, doctor, ¿cuál es el veredicto? ¿Viviré?

—Vivirá usted. —Casi todos querían saber lo que veía en la pantalla. Espejo mágico, ¿quién es el más sano de todos? Sin embargo, él no debía decirlo—. Su médico tendrá mañana las fotos. Supongo que él le explicará.

Y pensó: «Mala suerte, amigo mío; espero que le guste el reposo y la dieta de leche y huevos escalfados».

A doscientas yardas del cuerpo principal del hospital, en un anexo que antiguamente había sido fábrica de muebles y ahora servía de alojamiento a las enfermeras, la estudiante de enfermera Vivian Loburton luchaba con una cremallera que se resistía a deslizarse.

—¡Infierno y condenación! —dijo, dedicando a la cremallera una de las expresiones favoritas de su padre, el cual había amasado una considerable fortuna talando corpulentos árboles y no veía que hubiese razón alguna para emplear un lenguaje en el bosque y otro en casa.

Vivian, a los diecinueve años, reflejaba a veces el interesante contraste existente entre la robustez de su padre y la innata delicadeza de su madre, adquirida en Nueva Inglaterra y no alterada por el roce con las maderas de Oregón. Ahora, en su cuarto mes de prácticas de enfermera, Vivian había descubierto algo de los rasgos de ambos progenitores en sus reacciones frente al hospital y al trabajo de enfermera. Se sentía a un tiempo horrorizada y fascinada, repelida y disgustada. Presumía que el íntimo contacto con la enfermedad tenía que impresionar siempre a los novatos; pero este conocimiento no sirve de gran cosa cuando el estómago empieza a agitarse y una tiene que poner a contribución toda su fuerza de voluntad para no dar media vuelta y echar a correr.

Después de tales momentos sentía la necesidad de un cambio de ambiente, de un antídoto depurador; y hasta cierto punto lo había encontrado en un viejo arte: la música. Aunque resultaba extraño en una ciudad de su importancia, Burlington tenía una excelente orquesta sinfónica, y, al enterarse, Vivian se había convertido en uno de sus adeptos. Entonces descubrió que los golpes de batuta y el bálsamo de la buena música la tranquilizaban y le devolvían la serenidad. Había tenido un disgusto cuando los conciertos se interrumpieron en el verano, y ahora había momentos en que sentía la necesidad de algo para reemplazarlos.

Sin embargo, ahora no tenía tiempo de distraer el pensamiento; el lapso entre las clases de la mañana y el comienzo del trabajo en la sala era bastante corto. ¡Sólo faltaba aquella cremallera…! Tiró de nuevo, y, de pronto, los dientes encajaron y la cremallera se cerró. Aliviada, corrió hacia la puerta; pero se detuvo para enjugarse la cara. ¡Caray, vaya calor! Y con tantos esfuerzos sudaba como una loca.

Esto ocurría —aquella mañana como todas las mañanas— en el ámbito del hospital. En los consultorios, en los cuartos de curas, laboratorios y quirófanos; en Neurología, Psicología, Ginecología y Urología; en las salas de caridad y en el pabellón de pago; en las oficinas de servicios —administración, contabilidad, compras, materiales—; en las salas de espera, pasillos, vestíbulos, ascensores; en los cinco pisos en el sótano y en el subsótano del Hospital Tres Condados, las mareas y corrientes de humanidad y de medicina fluían y refluían.

Eran las once del quince de julio.