Cuatro

La conferencia mensual sobre mortalidad quirúrgica estaba señalada para las 2:30 de la tarde. Faltando tres minutos para la media, la doctora Lucy Grainger, apresuradamente, como si el tiempo luchara contra ella, entró en el recibidor de Administración.

—¿Llego con retraso? —preguntó a la empleada de información.

—No creo que hayan empezado, doctora Grainger. Acaban de entrar en la sala de juntas.

La muchacha había señalado la puerta de roble del fondo del pasillo y, al acercarse a ella, Lucy pudo oír un murmullo de conversación en el interior.

Al penetrar en la amplia sala, con su peluda alfombra, su larga mesa de nogal y sus sillas de madera talladas, vio muy cerca de ella a Kent O’Donnell y a otro hombre más joven al que no conocía. A su alrededor había gran algarabía, y el aire estaba turbio por el humo del tabaco. Las conferencias mensuales sobre mortalidad eran consideradas muchas veces como obligatorias, y ya habían llegado la mayoría de los cuarenta y pico de cirujanos del hospital, así como los internos y residentes.

—¡Lucy!

Lucy saludó con una sonrisa a otros dos cirujanos y se volvió a O’Donnell, que la había llamado. Éste empujaba a su acompañante.

—Lucy, quiero presentarte al doctor Roger Hilton. Acaba de ingresar en nuestro cuadro. Tal vez recuerdes que hablamos de él hace algún tiempo.

—Sí, lo recuerdo. —Le sonrió, arrugando las cejas.

—La doctora Grainger. —O’Donnell tenía el prurito de ayudar a los nuevos miembros del personal a conocerse con los otros. Añadió—: Lucy es uno de nuestros cirujanos ortopedistas.

Ella le tendió la mano a Hilton, y éste la tomó. Su apretón fue firme y su sonrisa infantil. Ella sospechó que tendría veintisiete años.

—Si no se ha cansado ya de oírlo —dijo Lucy—, ¡sea bien venido!

—En realidad, me gusta mucho. —Y parecía que era muy sincero.

—¿Es su primer destino en un hospital?

Hilton movió la cabeza, afirmando.

—Sí. Sólo he estado de cirujano residente en Michael Reese.

Ahora Lucy lo recordaba mejor. Era un hombre al que O’Donnell había tenido gran empeño en traer a Burlington. Lo cual significaba, sin duda, que Hilton tenía buenos títulos.

—¿Quieres venir un minuto, Lucy?

Kent O’Donnell se había echado atrás y le hacía señas con la mano.

Excusándose con Hilton, ella siguió al jefe de cirugía hasta una de las ventanas de la sala de juntas, apartada del bullicio inmediato de la gente.

—Esto está un poco mejor; al menos podemos oír lo que decimos —sonrió O’Donnell—. ¿Cómo estás, Lucy? Hace mucho tiempo que no te he visto, fuera de las horas de trabajo.

Ella pareció meditar la respuesta.

—Pues… tengo el pulso normal; unos treinta y seis, coma, seis, de temperatura. No me he tomado la presión desde hace tiempo.

—¿No quieres que te la tome yo? —dijo O’Donnell—. Después de comer, por ejemplo.

—¿Te parece prudente? Podría caérsete el esfignomanómetro en la sopa.

—Entonces, pensemos en la comida y olvidémonos del resto.

—Me gustaría mucho, Kent —dijo Lucy—. Pero antes tendré que consultar con mi dietario.

—Hazlo y te llamaré por teléfono. Podríamos combinarlo para la próxima semana. —O’Donnell le dio un golpecito en la espalda antes de volverse—. Será mejor que abra la sesión.

Al ver cómo se abría paso entre otros grupos, dirigiéndose al centro de la mesa, Lucy pensó, no por primera vez, que admiraba mucho a Kent O’Donnell, como colega y como hombre. La invitación a comer no era una cosa nueva. Habían pasado juntos otras veladas, y durante un tiempo había pensado ella que acaso era el comienzo de unas relaciones tácitas. Ambos eran solteros y Lucy tenía treinta y cinco años, siete menos que el jefe del servicio de cirugía. Pero O’Donnell no había dado la menor señal de que la considerara más que como a una agradable compañera.

En cuanto a ella misma, Lucy tenía la impresión de que, si no dominaba su admiración por Kent O’Donnell, podía convertirse en algo más profundo y personal. Pero no había intentado forzar las cosas, pensando que era mejor que siguieran su curso; si nada ocurría…, bien, nada se habría perdido. Ésta, al menos, era una ventaja de la madurez sobre los primeros impulsos de la juventud. Una aprendía a no precipitarse, y descubría que el final del arco iris estaba mucho más lejos que a la próxima manzana de casas.

—¿Empezamos, caballeros?

O’Donnell se había colocado en la cabecera de la mesa y levantaba la voz sobre las cabezas de los otros. También él había saboreado el breve encuentro con Lucy y se complacía pensando que volverían a encontrarse pronto. En realidad, había pensado llamarla mucho antes, pero existía una razón para sus vacilaciones. Lo cierto es que Kent O’Donnell se sentía cada vez más atraído por Lucy Grainger, y no estaba seguro de que aquello les conviniera a ninguno de los dos.

Por aquel entonces se hallaba bien asentado en su propio sistema de vida. La soledad y la independencia era algo a lo que uno acababa por acostumbrarse, y a veces dudaba de que pudiese vivir de otra manera. Sospechaba, además, que algo parecido podía ocurrirle a Lucy, y también sus carreras paralelas podían ser causa de problemas. A despecho de todo ello, se sentía mejor en su compañía que en la de cualquiera de las mujeres que había conocido en mucho tiempo. Ella tenía una fuerza espiritual —una vez la había calificado de amabilidad vigorosa— que era a un tiempo sedante y reparadora. Y sabía que en otros, principalmente en sus enfermos, producía el mismo efecto.

Lucy no carecía de atractivos: antes al contrario, poseía una belleza madura que saltaba a la vista. Al observarla ahora —ella se había detenido a hablar con uno de los internos— vio que alzaba una mano para apartar de la cara un mechón de cabellos. Llevaba el pelo corto, en suaves ondas que enmarcaban su semblante, y su color era casi dorado. Advirtió, empero, unas cuantas hebras grises. Bueno, el ejercicio de la medicina parecía producir en todos este efecto. Pero esto le recordó que los años iban pasando. ¿Hacía mal en no poner más empeño en la cuestión? ¿Había esperado ya bastante? Bien, ya vería lo que pasaba durante la comida de la semana próxima.

Como seguía la bulla, repitió en voz más alta que iba a empezar la sesión.

Bill Rufus le gritó:

—No creo que Joe Pearson haya llegado aún. —La estrafalaria corbata que O’Donnell había observado antes, hacía destacar a Rufus de todos los que le rodeaban.

—¿No está aquí Joe? —exclamó O’Donnell, sorprendido, resiguiendo la sala con los ojos—. ¿Ha visto alguien a Joe? Algunos negaron con la cabeza.

De momento, el semblante de O’Donnell reveló cierto enfado; pero lo disimuló. Se dirigió a la puerta.

—No puede celebrarse una conferencia sobre mortalidad sin el patólogo. Iré a ver qué le pasa.

Pero, al llegar al umbral, entraba Joe Pearson.

—Ahora íbamos a buscarte, Joe.

El saludo de O’Donnell era amistoso, y Lucy se preguntó si se habría equivocado al juzgar el destello de irritación de un momento antes.

—He tenido una autopsia. Me llevó más tiempo de lo que había imaginado. Después me entretuve comiendo un bocadillo.

Las palabras de Pearson brotaban confusas, principalmente porque mascaba algo entre frase y frase. Probablemente el bocadillo, pensó Lucy, y entonces vio que traía un trozo de aquél envuelto en una servilleta, junto al montón de papeles que llevaba. Sonrió: sólo Joe Pearson era capaz de comer durante una conferencia de mortalidad.

O’Donnell presentó Hilton a Pearson. Al estrecharse las manos, Pearson dejó caer un legajo y los papeles se desparramaron en el suelo.

Haciendo un guiño, Rufus los recogió y metió el legajo debajo del brazo de Pearson. Éste se lo agradeció con un movimiento de cabeza y luego le preguntó bruscamente a Hilton:

—¿Cirujano?

—Efectivamente, señor —contestó Hilton, amablemente.

«Un joven bien educado —pensó Lucy—; se muestra respetuoso con los mayores».

—Así, pues, tenemos otro recluta para la mecánica —dijo Pearson.

Lo dijo en voz alta y cortante, y se hizo un súbito silencio en la sala. Ordinariamente aquella observación habría pasado como una chunga, pero el tono de Pearson la hizo parecer agresiva, como matizada de desprecio.

Hilton se echó a reír.

—No me extraña que lo llame así.

Pero Lucy advirtió que el tono de Pearson le había sorprendido.

—No haga caso de Joe —dijo O’Donnell, bonachón—. Les tiene ojeriza a los cirujanos. Bueno, ¿empezamos?

Todos se aproximaron a la larga mesa. Algunos de los miembros antiguos ocuparon automáticamente el primer rectángulo de sillas, mientras los otros se situaban en el de atrás. Lucy estaba en el primero. O’Donnell ocupaba la presidencia y tenía a su izquierda a Pearson y sus papeles. Mientras los otros se instalaban, Lucy vio que Pearson mordía el bocadillo, sin esforzarse lo más mínimo en disimular.

Más alejado, estaba Charles Dornberger, uno de los tres ginecólogos del Tres Condados. Ahora estaba absorto en la tarea de llenar su pipa. Siempre que Lucy veía al doctor Dornberger parecía estar llenando, limpiando o encendiendo una pipa; casi nunca parecía fumarla. Junto a Dornberger estaba Gil Bartlett, y, frente a éste, «Ding Dong» Bell, de radiología, y John McEwan. McEwan debía de tener hoy interés en algún caso, pues normalmente no asistía a las conferencias sobre mortalidad quirúrgica.

—Buenas tardes, señores. —Al pasear O’Donnell la mirada por la mesa, se extinguieron los últimos rumores de conversación. Consultó sus notas—. Primer caso: Samuel Lobitz, varón, blanco, de cincuenta y tres años. Doctor Bartlett.

Gil Bartlett, impecablemente vestido como siempre, abrió una libreta de notas. Instintivamente, Lucy observó la recortada barba, esperando que se pusiera en movimiento.

Casi al punto empezó a moverse arriba y abajo. Bartlett comenzó, sin alzar la voz:

—El paciente me fue confiado el doce de mayo.

—Un poco más alto, Gil —pidió alguien, desde un punto lejano de la mesa.

Bartlett levantó la voz:

—Lo intentaré. Pero tal vez harás bien en consultar a Mac Ewan cuando termine esto.

Todos se rieron, incluso el otorrinolaringólogo.

Lucy envidió a los que estaban tan tranquilos en una sesión de aquella naturaleza. Ella nunca lo estaba, sobre todo cuando se discutía algún caso suyo. Era una dura prueba el tener que explicar el propio diagnóstico y el tratamiento aplicado a un enfermo que había muerto, para que los otros dieran su opinión, y el patólogo informara finalmente sobre el resultado de su autopsia. Y Joe Pearson no tenía compasión de nadie.

Había equivocaciones de buena fe en que cualquier médico podía incurrir; equivocaciones que, a veces, costaban la vida al paciente Pocos médicos logran escapar a errores de esta clase en el curso de sus carreras. Lo importante era sacar de ellos una lección, a fin de que no se repitieran. Por esto se celebraban las conferencias sobre mortalidad; para que, al mismo tiempo, pudieran aprender todos los asistentes.

De vez en cuando el error era inexcusable, y, cuando se trataba de él en una de las conferencias mensuales, podía olerse en el ambiente. Había un silencio tenso y un evitar mirarse los unos a los otros. Raras veces se formulaban críticas abiertas; en primer lugar, porque era innecesario, y, en segundo término, porque uno nunca sabía si un día le tocaría a él.

Lucy recordaba un incidente del que había sido protagonista un distinguido cirujano de otro hospital en el cual ella había trabajado. El cirujano operaba un supuesto cáncer de intestino. Al llegar a la zona afectada había decidido que el cáncer era inoperable y, en vez de intentar la extirpación, había seccionado y conectado el intestino para aislarlo. Tres días después moría el paciente y se le hacía la autopsia. Ésta demostró que no había existido ningún cáncer. Lo que había ocurrido en realidad era que el apéndice se había reventado y había formado un absceso. El cirujano no sabía verlo y, en consecuencia, había condenado a muerte al enfermo. Lucy recordaba el horrorizado silencio con que había sido recibido el informe del patólogo.

A casos como aquél, naturalmente, no se les daba publicidad. Era el momento en que la medicina apretaba sus filas. Pero, en un buen hospital, la cosa no terminaba allí. En el Tres Condados, por ejemplo, O’Donnell no dejaría de hablar con el culpable en privado, y, si el caso era grave, el individuo en cuestión quedaría sometido a una estrecha vigilancia durante un tiempo. Lucy no había tenido que presenciar ninguna de tales sesiones, pero había oído decir que el jefe de cirugía sabía mostrarse extraordinariamente duro a puerta cerrada.

Gil Bartlett proseguía:

—El caso me fue confiado por el doctor Cymbalist.

Lucy sabía que Cymbalist hacía medicina general y que no pertenecía al Tres Condados. A ella misma le había confiado algunos enfermos.

—El doctor Cymbalist —prosiguió Bartlett— me llamó a mi casa y me dijo que sospechaba la existencia de una úlcera perforada. Los síntomas que me explicó coincidían con su diagnóstico. El paciente estaba ya camino del hospital en una ambulancia. Llamé al cirujano residente de guardia y le avisé la llegada del enfermo. —Bartlett consultó sus notas—. Yo mismo visité al paciente una media hora más tarde. Padecía agudos dolores en la parte superior del abdomen y estaba bajo los efectos del shock. La presión sanguínea era de setenta sobre cuarenta. Su tez era cenicienta y tenía sudores fríos. Ordené una transfusión para combatir el shock, y también morfina. El abdomen estaba timpánico, y existían dolores reflejos.

Bill Rufus preguntó:

—¿Le hiciste hacer una radiografía de pecho?

—No. Pensé que el paciente estaba demasiado débil para enviarlo a Rayos X. Yo coincidía con el diagnóstico de úlcera perforada y decidí operar inmediatamente.

—¿No había ninguna duda, eh, doctor?

Esta vez la pregunta había sido formulada por Pearson. El patólogo había estado mirando sus papeles; y ahora se había vuelto de cara a Bartlett.

Bartlett vaciló un momento, y Lucy pensó: «Algo no marcha bien; el diagnóstico era equivocado y Joe Pearson está esperando el momento de cerrar la trampa». Pero entonces recordó que lo que supiera Pearson también lo sabía Bartlett por aquel entonces, por lo cual no podía sorprenderle. Incluso era probable que Bartlett hubiese asistido a la autopsia. Muchos cirujanos escrupulosos solían hacerlo cuando moría uno de sus enfermos. Después de la momentánea pausa, Bartlett prosiguió, cortésmente:

—Uno siempre tiene dudas en esos casos urgentes, doctor Pearson. Pero yo decidí que todos los síntomas aconsejaban una inmediata intervención exploratoria. —Bartlett hizo una pausa—. Sin embargo, no había ninguna úlcera perforada, y el paciente fue enviado a la sala. Llamé a consulta al doctor Toynbee, pero antes de que pudiera llegar, el paciente había muerto.

Gil Bartlett cerró su libreta y se quedó mirando la mesa. Así, pues, el diagnóstico había sido equivocado, y, a pesar de la apariencia tranquila de Bartlett, Lucy estaba convencida de que, interiormente, sentía los tormentos de la autocrítica.

A juzgar por los síntomas, empero, podía mantenerse que la intervención había estado justificada.

O’Donnell se dirigió a Joe Pearson y le preguntó delicadamente:

—¿Tiene la bondad de darnos el resultado de la autopsia? Lucy pensó que, indudablemente, el jefe de cirugía conocía ya la respuesta. Los jefes de servicio siempre veían los informes de autopsias que afectaban al personal a sus órdenes.

Pearson revolvió sus papeles y sacó uno de ellos. Recorrió toda la mesa con la mirada.

—Como el doctor Bartlett les ha indicado, no había úlcera perforada. En realidad, el abdomen era perfectamente normal. —Hizo una pausa, como buscando el efecto dramático, y prosiguió—: Lo que sí había, en el pecho, era una neumonía de desarrollo precoz. No hay duda de que ello originaría agudos dolores pleuríticos.

¡Conque era esto! Lucy repasó lo que se había dicho antes. Era cierto: externamente ambas sintomatologías debían de ser iguales.

O’Donnell preguntó:

—¿Solicita alguien que se discuta el caso?

Se produjo una pausa violenta. Se había cometido un error; sin embargo, no era un error inexcusable. La mayoría de los que estaban en la sala tenían la turbadora impresión de que lo mismo podía haberles ocurrido a ellos. Bill Rufus tomó la palabra:

—Dados los síntomas descritos, estimo que la intervención exploratoria estaba justificada.

Pearson esperaba esto. Reflexivamente, comenzó:

—Bueno…, no sé. —Y después, sencillamente, como si arrojara una bomba sin previo aviso—: Todos sabemos que el doctor Bartlett raras veces ve más allá del abdomen. —Y luego, en medio de un silencio de aturdimiento, preguntó a Bartlett directamente—: ¿Examinó siquiera el pecho por encima?

La observación y la pregunta eran ultrajantes. Incluso en el caso de que Bartlett debiera ser amonestado, la reprimenda incumbía a O’Donnell, no a Pearson, y en privado. Y no era que Bartlett tuviera fama de descuidado. Los que habían trabajado con él sabían que era un hombre cabal, inclinado más bien a un exceso de prudencia. En aquel caso saltaba a la vista que había tenido que tomar una rápida decisión. Bartlett se había puesto en pie, echando atrás la silla, encendido el semblante.

—¡Claro que examiné el pecho! —Soltó las palabras a borbotones, moviendo rápidamente la barba—. Ya he dicho que el paciente no estaba en condiciones de someterse a la radiografía, y aunque hubiera estado…

—¡Señores! ¡Señores! —dijo O’Donnell, pero Bartlett no estaba dispuesto a callarse.

—Es muy fácil ver las cosas después, como el doctor Pearson no pierde la ocasión de recordarnos.

Al otro lado de la mesa, Charles Dornberger agitó su pipa.

—No creo que el doctor Pearson haya pretendido… Bartlett le interrumpió furioso:

—¡Claro que no lo cree! Usted es amigo suyo. Y él no tiene ninguna cuenta pendiente con los ginecólogos.

—¡Basta! No estoy dispuesto a permitir esto. —O’Donnell se había puesto también en pie y golpeaba con el mazo. Tenía los hombros erguidos, y su cuerpo de atleta dominaba toda la mesa. Lucy pensó: «Es un hombre de una pieza».

—Doctor Bartlett, ¿tiene la amabilidad de sentarse? —Y esperó de pie, hasta que Bartlett se hubo sentado.

La irritación externa de O’Donnell corría pareja con su agitación interior. Joe Pearson no tenía derecho a convertir una reunión científica en un mercado de verduleras. Ahora, en vez de proseguir la discusión serena y objetivamente, O’Donnell no tenía más remedio que darla por terminada. Mucho esfuerzo le costaba no cantarle las cuarenta a Joe Pearson en el acto. Pero no lo hacía: sabía que aún empeoraría la situación.

O’Donnell no compartía la opinión de Bill Rufus de que Bartlett no tenía ninguna culpa de la muerte de su enfermo. O’Donnell se inclinaba a mostrarse más severo. La clave del asunto estaba en la falta de examen radioscópico. Si Bartlett hubiese ordenado las radiografías en el momento del ingreso del paciente, habría podido buscar indicios de gases encima del hígado y debajo del diafragma. Ésta era una señal clara de úlcera perforada, y, por tanto, su ausencia le habría dado que pensar a Bartlett. También los rayos X habrían podido revelar cierta capacidad en la base del pulmón, indicadora de la neumonía que Joe Pearson había descubierto más tarde en la autopsia. Cualquiera de estos factores habría provocado un cambio en el diagnóstico de Bartlett y aumentado las probabilidades de salvación del enfermo.

Desde luego, reflexionó O’Donnell, Bartlett había afirmado que el paciente estaba demasiado débil para ser sometido a los Rayos X. Pero, si tan débil hubiese estado, ¿habría intentado Bartlett la intervención? O’Donnell opinaba que no.

O’Donnell sabía que cuando una úlcera se perfora la intervención quirúrgica debe realizarse dentro de las veinticuatro horas. Transcurridas éstas la mortalidad era mayor con cirugía que sin ella. Ello se debe a que las primeras veinticuatro horas son las más peligrosas; después, si el enfermo ha logrado sobrevivir, actúan las defensas del cuerpo para cerrar la perforación. Dados los síntomas que Bartlett había descrito, parecía que el paciente estaba cerca del límite de las veinticuatro horas, o acaso lo había rebasado. En este caso, O’Donnell habría procurado mejorar la condición del enfermo sin recurrir a la cirugía y reservando para más tarde el hacer un diagnóstico más exacto. Por otra parte, O’Donnell sabía que en medicina es fácil ceder a un prejuicio; pero hacer un diagnóstico precipitado, cuando se juega la vida de un enfermo, es cosa completamente distinta.

Todo esto lo habría sacado a relucir el jefe de cirugía en la conferencia, a la manera que solía, tranquila y objetivamente. Probablemente habría inducido a Gil Bartlett a plantear él mismo alguno de aquellos puntos; Bartlett era un hombre de buena fe y no rehuía la autocrítica. Todos habrían comprendido el objeto de la discusión. Habrían sido innecesarios el énfasis y las recriminaciones. Bartlett habría pasado un mal rato, desde luego, pero no habría sufrido ninguna humillación. Y, lo que era aún más importante, O’Donnell habría logrado su objetivo, y todo el personal habría recordado aquella lección práctica de diagnóstico diferencial.

Ahora, nada de esto podía ocurrir. Si llegadas las cosas a tal punto, O’Donnell planteaba las cuestiones que se le habían ocurrido, parecería que defendía a Pearson y, por ende, condenaba a Bartlett. Por la propia moral del segundo, aquello no podía producirse. Hablaría con Bartlett en privado, desde luego, pero la oportunidad de una discusión franca y fecunda se había perdido. ¡Maldito Joe Pearson!

Se había calmado el tumulto. Los golpes de mazo de O’Donnell —rara ocurrencia la suya— habían producido su efecto. Bartlett se había sentado, enrojecido todavía el rostro. Pearson hojeaba unos papeles, aparentemente absorto en ellos.

—Caballeros… —O’Donnell hizo una pausa. Sabía lo que tenía que decir, pronto y al grano—. Creo que huelga decirles que ha sido éste un incidente que no debe repetirse. Las conferencias sobre mortalidad son para aprender, no para personalismos ni disputas acaloradas. Doctor Pearson, doctor Bartlett, espero haberme expresado con claridad. —O’Donnell los miró a los dos y, sin esperar respuesta, anunció—: Pasaremos al caso siguiente, por favor. Había otros cuatro casos a debatir, pero ninguno de ellos se salía de lo corriente, y la discusión prosiguió con toda tranquilidad. Mejor era así, pensó Lucy; controversias como la pasada no contribuían a mejorar la moral del cuerpo médico. Había veces en que se requería mucho valor para hacer un diagnóstico urgente; aun así, si se tenía mala suerte y se pecaba por error, uno debía esperar que lo llamaran a capítulo. Pero el insulto personal era otra cosa; ningún cirujano que no fuese un bruto incompetente podía tolerarlo. Lucy se preguntó, no por primera vez, qué papel desempeñaría en las censuras de Joe Pearson sus sentimientos personales. Hoy, con Gil Bartlett, Pearson se había mostrado más rudo que en todas las reuniones que ella recordaba. Y, sin embargo, no había sido un error escandaloso, ni Bartlett solía cometer equivocaciones. En el Tres Condados había realizado trabajos magníficos, especialmente en tipos de cáncer que hasta hacía poco habían sido considerados inoperables.

Y Pearson lo sabía, desde luego. ¿Por qué, pues, su animosidad? ¿Era acaso porque Gil Bartlett representaba algo en medicina que Pearson envidiaba porque no lo había podido alcanzar? Miró hacia donde se hallaba Bartlett. Tenía la cara contraída, pero aún resultaba elegante. Normalmente era un hombre tranquilo, agradable, amistoso… como puede ser un hombre de poco más de cuarenta años a quien le sonríe el éxito. Gil Bartlett y su esposa formaban una pareja destacada entre la buena sociedad de Burlington. Lucy lo había visto alternar en reuniones y en casas de clientes ricos. Tenía muy buena clientela. Lucy le calculaba unos ingresos anuales de cincuenta mil dólares.

¿Era esto lo que irritaba a Joe Pearson…, a Joe Pearson que nunca podría alcanzar la brillantez de la cirugía, a Joe Pearson cuyo trabajo era necesario, pero nada espectacular, que había elegido una rama de la medicina que pasa inadvertida a los ojos del público? La propia Lucy había oído preguntar a la gente: «¿Qué hacen los patólogos?». Nadie, en cambio, le había dicho: «¿Qué hacen los cirujanos?». Sabía que hay quien piensa que los patólogos son una raza de técnicos de hospital, sin saber que primero tienen que ser médicos y pasarse después varios años de prácticas hasta llegar a la especialización.

El dinero también es, a veces, un punto delicado en la plantilla del Tres Condados. Gil Bartlett figuraba como médico adjunto, que no cobraba del hospital, sino sólo de sus pacientes. La propia Lucy y los demás médicos adjuntos estaban en las mismas condiciones. En contraste con ellos, Joe Pearson era empleado del hospital y percibía una remuneración de veinticinco mil dólares al año, aproximadamente la mitad de lo que un cirujano experto —mucho más joven que él— podía ganar. Lucy había leído una vez una cínica comparación entre los cirujanos y los patólogos: «Un cirujano gana quinientos dólares por sacar un tumor; un patólogo gana cinco por examinarlo, hacer el diagnóstico, recomendar el tratamiento y pronosticar el futuro del paciente».

En cuanto a la propia Lucy, se había llevado bien con Joe Pearson. Por alguna razón que ella no conocía bien, parecía él haberle tomado simpatía, y había momentos en que ella le correspondía con la misma moneda. A veces resultaba útil cuando necesitaba hablar con él acerca de algún diagnóstico.

La discusión había terminado. O’Donnell hizo el resumen. Lucy volvió a prestar atención. Se había distraído durante la exposición del último caso: tendría que vigilarse. Los otros se levantaban ya de sus asientos. Joe Pearson había recogido sus papeles y se dirigía a la puerta. Pero O’Donnell lo alcanzó y lo detuvo, y ella vio cómo el jefe de cirugía se lo llevaba lejos de los demás.

—Entremos ahí un minuto, Joe.

O’Donnell abrió la puerta de un pequeño despacho. Era contiguo a la sala de juntas y a veces se empleaba para reuniones de comité. Ahora estaba vacío. Pearson siguió al jefe de cirugía.

Deliberadamente, O’Donnell habló en tono natural.

—Joe, pienso que deberías dejar de flagelar a la gente en esas reuniones.

—¿Por qué? —Fue la réplica directa de Pearson.

«Bueno, pensó O’Donnell, si lo quieres así…». Y en voz alta respondió:

—Porque no nos conduce a ninguna parte.

Dejó que su voz sonara agria. Generalmente, en sus tratos con el viejo, tomaba en consideración los años que los separaban. Pero en aquel momento tenía que ejercer su autoridad. Aunque, como jefe de cirugía, O’Donnell no podía intervenir directamente en las actividades de Pearson, gozaba de ciertas prerrogativas cuando la labor de Patología se relacionaba con su propio servicio.

—Señalé un diagnóstico erróneo…, esto fue todo. —Pearson ahora también se mostraba agresivo—. ¿O quieres que guarde silencio sobre estas cosas?

—Sabes que no puedes decir esto.

O’Donnell había restallado su respuesta, sin preocuparse ya de disimular el hielo de su voz. Vio que Pearson vacilaba y sospechó que el viejo se daba cuenta de que había ido demasiado lejos.

Gruñendo, concedió:

—No quise decir eso; no lo que supones.

A su pesar, O’Donnell sonrió. Las excusas no brotaban fácilmente de la boca de Pearson. Le habría costado no poco decir aquello. O’Donnell prosiguió, con más suavidad:

—Creo que existen sistemas mejores, Joe. Si no te importa, quisiera que en estas reuniones te limitaras a informar sobre los resultados de las autopsias, y luego yo conduciría la discusión. Creo que podemos hacerlo sin herir susceptibilidades.

—No sé por qué la gente tiene que enfadarse —gruño Pearson, pero O’Donnell comprendió que se batía en retirada—. De todos modos, Joe, quisiera llevar las cosas a mi manera.

«No me gusta hacerle tragar la píldora a la fuerza —pensó O’Donnell—, pero ha llegado el momento de poner las cosas en claro».

Pearson se encogió de hombros.

—Si lo quieres así…

—Gracias. Joe. —O’Donnell comprendió que había vencido; había sido más fácil de lo que esperaba. Tal vez era el momento oportuno para suscitar la otra cuestión—. Joe —dijo—, ya que estamos aquí los dos, desearía hablarle de algo más.

—Tengo mucho que hacer ¿No podrías esperar?

Mientras Pearson hablaba. O’Donnell casi podía leer su pensamiento. El patólogo le daba a entender que, aunque había cedido en un punto, no había renunciado a su independencia.

—Creo que no. Se trata de los informes de cirugía.

—¿Qué pasa con ellos?

La reacción era defensiva de un modo agresivo.

O’Donnell prosiguió, suavemente:

—He recibido quejas. Alguno de los informes han tardado mucho en salir de Patología.

—Rufus, supongo.

Pearson estaba ahora francamente amoscado. Era como si dijera: «¡Otro cirujano metiendo jaleo!».

O’Donnell decidió no dejarse provocar. Dijo, con calma:

—Rufus ha sido uno de ellos. Pero ha habido otros, y tú lo sabes, Joe.

Pearson no respondió de momento, y O’Donnell, en cierto modo, sintió compasión del viejo. Los años pasaban. Ahora Pearson tenía sesenta y seis; a lo más le quedaban otros cinco o seis años de labor activa. Había gente que se sometía a ese cambio y dejaba que otros más jóvenes se encumbraran y tomaran las riendas. Pearson no había sido así, y demostraba claramente su resentimiento. O’Donnell se preguntaba qué habría oculto detrás de su actitud. ¿Se sentía resbalar, incapaz de adaptarse a la moderna evolución de la medicina? En tal caso, no era el primero. Y, sin embargo, Joe Pearson, a pesar de sus desagradables métodos, tenía muchas cosas en su favor. Ésta era una de las razones de que O’Donnell anduviese ahora con sumo cuidado.

—Sí, lo sé.

La respuesta de Pearson tuvo un tono resignado. Luego, había reconocido el hecho. Esto era típico en él, pensó O’Donnell. Desde su ingreso en el Tres Condados había gustado de la franqueza de Pearson, y a veces se había servido de ella para elevar el nivel quirúrgico del hospital. O’Donnell recordaba que uno de los problemas con que se había enfrentado durante sus primeros meses en el hospital había sido la supresión de la cirugía innecesaria. Bajo el antiguo régimen se producía un número exagerado de histerectomías, y en muchos casos eran extirpados úteros sanos y normales por unos cuantos cirujanos de la plantilla. Eran hombres que veían en la cirugía un remedio eficaz y provechoso para cualquier dolencia de la mujer, incluso cuando ésta hubiese podido responder a la medicación interna. En tales casos, empleaban eufemismos tales como «miometritis crónica» o «fibrosis de útero», cortinas de humo con las que encubrían el informe patológico sobre el tejido extirpado. O’Donnell recordaba que le había dicho a Pearson: «En los informes sobre tejidos, llamaremos al pan, pan, y al útero sano, útero sano». Pearson le había guiñado un ojo y había colaborado plenamente. Como resultado de ello, se habían acabado las intervenciones superfluas. Para los cirujanos era muy desagradable que sus colegas supieran que habían extirpado tejidos sanos a sus pacientes.

—Oye, Kent. —Ahora Pearson parecía más conciliador—. Los últimos tiempos he estado agobiado. No tienes idea del trabajo que hay.

—Sí que la tengo, Joe. —Ahí estaba la ocasión que O’Donnell había esperado—. Somos varios los que pensamos que tienes demasiado trabajo. Y esto no está bien. —Estuvo tentado de añadir «a tu edad», pero lo pensó mejor y añadió—: ¿Qué te parecería un poco de ayuda?

La reacción fue inmediata. Pearson casi gritó:

—¿Y a mí me hablas de un poco de ayuda? ¡Hace meses que estoy pidiendo más técnicos de laboratorio! Al menos necesitamos tres, y, ¿cuántos me destinan? ¡Uno! ¡Y mecanógrafas! Ha habido informes que se han ido amontonando durante semanas; pero ¿quién iba a ponerlos a máquina? —Sin esperar respuesta, siguió tronando—: ¿Yo? Si la administración soltara la mosca, tal vez podríamos mejorar algunas cosas… incluso mejores cirujanos. ¡Dios mío! ¡Y me dices que necesito un poco de ayuda! ¡Es todo lo que me faltaba oír!

O’Donnell le había escuchado en silencio. Después, dijo:

—¿Has terminado, Joe?

—Sí.

Pearson parecía medio avergonzado de su exabrupto.

—No me refería a los técnicos ni al personal de oficina —dijo O’Donnell—, sino a otro patólogo. Alguien que pudiera ayudarte a llevar el servicio; modernizarlo, tal vez, en algunas cosas.

—¡Escucha!

Al oír la palabra «modernizar», Pearson había dado un respingo, pero O’Donnell atajó la objeción.

—Yo te he escuchado, Joe. Ahora, escúchame tú, por favor. Había pensando en algún joven despierto que pudiera relevarte de alguna de tus obligaciones.

—No necesito a ningún patólogo.

Fue una declaración llana, vehemente y firme.

—¿Por qué, Joe?

—Porque no hay bastante trabajo para dos facultativos. Puedo llevar yo sólo la patología…, sin ayuda de nadie. Además, tengo ya un residente en mi servicio.

O’Donnell insistió, sin alterarse.

—Los residentes vienen a hacer prácticas, Joe, generalmente por poco tiempo. Desde luego, un residente puede hacer parte del trabajo. Pero tú no puedes delegar en él tu responsabilidad, ni nosotros podemos emplearlo a efectos administrativos. Por esto necesitas alguien más que te ayude.

—Deja que yo sea el juez de esto. Dame unos cuantos días y los informes de cirugía serán puestos al corriente.

Era evidente que Joe Pearson no tenía intención de ceder. O’Donnell había esperado su resistencia a la entrada de un nuevo patólogo, pero se preguntaba las razones de la tenacidad del hombre. ¿Era porque no quería repartir su imperio personal, o simplemente intentaba defender su empleo… temeroso de que un hombre joven le segara la hierba bajo los pies? En realidad la idea de prescindir de Pearson ni siquiera le había pasado a O’Donnell por las mientes. En el campo de la anatomía patológica, la larga experiencia de Pearson haría difícil encontrarle un sustituto. El objetivo de O’Donnell era reforzar el servicio y, por ende, la organización del hospital.

—Joe, no se trata de introducir ningún cambio de importancia. Nadie lo pretende. Tú seguirás siendo el jefe…

—En este caso déjame llevar el servicio de Patología a mi manera.

O’Donnell sintió que se le agotaba la paciencia. Pensó que tal vez había apretado ya bastante por aquella vez. Dejaría pasar dos o tres días, y probaría de nuevo. Quería evitar una escena, si era posible. Dijo, con calma:

—Si estuviera en tu lugar, lo pensaría.

—No hay nada que pensar.

Pearson estaba ya en la puerta. Se despidió con un breve movimiento de cabeza, y salió.

«Bueno —pensó O’Donnell—, de momento, hemos situado las fuerzas en orden de batalla». Y permaneció inmóvil, reflexionando cuál debía ser la próxima maniobra.