Dieciséis

Un guardia de servicio en Main y Liberty oyó la sirena de la ambulancia a seis manzanas de distancia. Bajando de la acera, y con habilidad nacida de la larga práctica, empezó a despejar el tráfico a fin de dejar libre el cruce de calles. Al hacerse más fuerte el toque de la sirena y percibir el foco de luz intermitente que avanzaba en su dirección, el | guardia hinchó las mejillas y dio dos fuertes toques de silbato. Después, deteniendo el tráfico de las calles que cruzaba, hizo una autoritaria señal a la ambulancia para que pasara a pesar de la luz roja. Los transeúntes, al volver curiosos la cabeza, percibieron borrosamente una cara pálida de mujer en la ambulancia que pasaba. En su interior, Elizabeth sólo se daba cuenta vagamente de su avance por las calles atestadas de la ciudad. Notaba que corrían mucho, pero las casas y la gente eran sólo manchas confusas que pasaban junto a la ventanilla. De vez en cuando, entre espasmos de dolor, veía al chófer delante de ella, acariciando el volante con sus manazas, girando de prisa, ora a la derecha, ora a la izquierda, y aprovechando todos los claros que se producían en la circulación. Después volvió el dolor, y ya no pensaba más que en gritar y sufrir.

—¡Agárrese a mis muñecas! ¡Y grite cuanto quiera!

Era el enfermero de la ambulancia, que la atendía. Tenía una barba rala y hendido el mentón, y por un momento creyó Elizabeth que era su padre que había venido a consolarla. Pero su padre había muerto; ¿no lo había matado el tren? O tal vez no, y ahora estaba en la ambulancia con ella, y los llevaban a algún sitio donde pudieran curarlos a los dos. Después se aclaró su cerebro y comprendió que no era su padre, sino un desconocido de muñecas enrojecidas por las señales de sus uñas.

Tuvo tiempo de tocar esas señales antes de que volviera el dolor. Fue un simple ademán, todo lo que podía hacer.

—No se preocupe. Apriete cuanto quiera. Ya no tardaremos en llegar. El viejo Joe es el mejor chófer de ambulancia de toda la ciudad.

Y de nuevo el dolor, peor aún, acometiéndole a intervalos cada vez más breves; la sensación de que le retorcían todos los huesos más allá de lo que podía soportar, concentrándose la agonía en su espalda y estallando en una llamarada roja, amarilla y purpúrea que la cegaba. Sus uñas se hundieron más, gritó.

—¿Siente salir el niño?

Era otra vez el enfermero, que había esperado que se mitigara el último acceso de dolor y se había acercado más a ella.

Ella pudo asentir con la cabeza, y balbució:

—Sí… Creo que sí.

—Bueno. —Retiró las manos, delicadamente—. Agárrese aquí un minuto. —Le dio una toalla enrollada, y después apartó la manta de la camilla y empezó a aflojarle la ropa, mientras le hablaba amablemente—: No sería el primer parto a que asisto aquí dentro. Yo soy abuelo, ¿sabe?, y conozco bien este asunto.

Sus últimas palabras quedaron ahogadas por un grito de ella; otra vez en la espalda, desparramándose por todo el cuerpo, cegadora, aplastante, aquella agonía siempre en aumento, aniquiladora, implacable.

—¡Por favor!

Con las manos buscó las muñecas, y él se las ofreció. Débiles hilillos de sangre aparecieron al hundirse las uñas en la carne. Volviendo la cabeza, gritó:

—¿Cómo vamos, Joe?

—Acabamos de cruzar Main y Liberty. —Las manazas hicieron girar rápidamente el volante hacia la derecha—. Había allí un guardia que nos ha dado paso. Lo menos nos ha ahorrado un minuto. —Y, girando a la izquierda, echó la cabeza atrás.

—¿Ya eres padrino?

—Aún no, Joe. Pero la cosa no anda lejos, supongo.

De nuevo un golpe de volante, esta vez hacia la derecha. Y después:

—Estamos llegando a casa, chico. Prueba de aguantar el tapón un minuto más.

Todo lo que Elizabeth era capaz de pensar entre las nieblas que la envolvían, era: «¡Mi niño! ¡Nacerá demasiado pronto! ¡Y morirá! ¡Oh, Dios mío, haz que no muera! ¡Esta vez no! ¡Esta vez no!».

En Obstetricia, el doctor Dornberger se había puesto ya el delantal y los guantes. Al salir del lavabo al pasillo interior que separaba las salas de alumbramiento de las habitaciones, miró a su alrededor. Al verle a través de los cristales de su despacho, la señora Yeo, enfermera jefe, se levantó y fue a su encuentro, llevando una tablilla con un papel enganchado.

—Aquí está el análisis de sensibilización de sangre de su paciente, doctor Dornberger. Acaban de traerlo de Patotología.

Le acercó la tablilla para que pudiera leer sin tocarlo.

—¡Ya era hora! —Cosa extraña en él, había sido casi un gruñido. Después de leer el informe, dijo—: Sensibilidad negativa, ¿eh? Bueno, entonces no hay problema. ¿Está todo dispuesto?

—Sí, doctor.

La señora Yeo sonrió. Era una mujer tolerante que comprendía que todos los hombres, su marido entre ellos, tuvieran sus momentos de mal humor.

—¿Y la incubadora?

—Ahora la traen.

El doctor Dornberger se volvió a mirar, en el momento en que una enfermera abría la puerta para que pasara una ordenanza arrastrando una incubadora «Isolette». Cuidando de que la cuerda de arrastre no tocara al suelo, la ordenanza miró interrogadora a la señora Yeo.

—Al número dos, por favor.

La mujer asintió con la cabeza y tiró de la incubadora, haciéndola pasar por una segunda puerta volandera. En el momento de cerrarse ésta, una joven empleada se acercó a ellos procedente del cuarto de enfermeras.

—Perdón, señora Yeo.

—¿Sí?

—Acaban de telefonear desde Urgencia. —La joven se volvió a Dornberger—. Su paciente acaba de llegar, doctor, y ahora la están subiendo. Dicen que ya ha comenzado el parto.

A la cabecera de la camilla a la que la habían trasladado desde la ambulancia, Elizabeth podía ver el joven interno que la había recibido a su llegada. Empujando la camilla a paso regular, pero sin prisa, el hombre se abría camino, tranquilo y metódicamente, entre los grupos que llenaban el pasillo de la planta baja. «¡Urgencia…! Dejen paso, por favor». Las palabras sonaban casi con indiferencia, pero su efecto era inmediato. Los que pasaban se detenían y los grupos se arrimaban a la pared para dejar pasar la pequeña procesión —interno, camilla y enfermera—. El mozo del ascensor que estaba al final del pasillo los vio y empezó a despejar la cabina.

—Tomen el próximo, por favor. Éste es para una urgencia.

Obedientemente, salieron todos y la camilla entró en el ascensor. El mecanismo exacto y bien engrasado del hospital funcionaba sin esfuerzo para recibir a otro paciente.

Parte de aquella calma parecía transferirse a Elizabeth. Aunque el dolor era ahora continuo y crecía la presión en su útero, podía soportarlo mejor que antes. Descubrió que mordiéndose el labio inferior y agarrando el borde de la sábana que la cubría, podía dominar los gritos. Sabía, empero, que el último período del nacimiento había comenzado.

Ahora estaban ya en el ascensor, se cerraban las puertas automáticas y la enfermera se inclinaba para cogerle una mano.

—Sólo un minuto; ya no tardaremos más.

Después las puertas se abrieron de nuevo y vio al doctor Dornberger, todo enguantado, que la estaba esperando.

Como si aún esperara haber leído mal, el doctor Pearson volvió a tomar los dos telegramas. Los examinó y volvió a dejarlos, uno a uno.

—¡Maligno! ¡Benigno! Y ni sombra de duda en ninguno de los dos. Volvemos a estar como al principio.

—No igual del todo —dijo, con voz pausada, David Coleman—. Hemos perdido tres días.

—¡Ya lo sé! ¡Ya lo sé! —Joe Pearson se daba puñetazos con una mano en la palma de la otra, sumido en una nube de incertidumbre—. Si es maligno, la pierna tiene que ser amputada rápidamente si no queremos llegar tarde. —Se volvió, mirando fijamente a Coleman—. Pero la chica tiene diecinueve años. Si tuviera cincuenta, diría que es maligno y me quedaría tan tranquilo. ¡Pero son diecinueve años! Y a lo mejor se queda sin pierna sin ninguna necesidad.

A pesar de la opinión que tenía de Pearson, a pesar de su propia convicción de que el tumor era benigno, Coleman sintió nacer una nueva simpatía por Pearson. El viejo tenía la decisiva responsabilidad del caso; era comprensible que se sintiera turbado; la decisión era extraordinariamente grave. Dijo, a guisa de tanteo:

—Se necesita mucho valor para hacer esta clase de diagnósticos.

Como si hubiera acercado una cerilla a la llama, Pearson se inflamó.

—No me suelte uno de sus discursos de alta escuela. ¡He estado haciendo esto durante treinta años!

Miró a Coleman, echando chispas por los ojos, en un rebrote de la anterior hostilidad. En aquel momento sonó el teléfono.

—¿Qué? —Aunque Pearson había respondido bruscamente, al escuchar su expresión se dulcificó. Después, dijo—: Está bien, Lucy. Creo que será mejor que bajes, te espero aquí. —Colgó el aparato y se quedó mirando un punto en el centro de su mesa. Después, sin levantar la cabeza, le dijo a Coleman—: Lucy Grainger viene para acá. Puede quedarse si quiere.

Como si no le hubiese oído, Coleman dijo, reflexivamente:

—Oiga, hay otra cosa que podría dar resultado, que podría proporcionarnos algún dato más.

—¿Qué? —exclamó Joe Pearson, alzando bruscamente la cabeza.

—La radiografía. —Coleman seguía hablando lentamente, al compás de sus pensamientos—. Fue tomada hace dos semanas. Si «es» un tumor, y éste prolifera, otra radiografía podría demostrarlo.

Sin pronunciar palabra, Pearson cogió de nuevo el teléfono. Se oyó un chasquido, y luego dijo:

—Póngame con el doctor Bell, de Radiología. —Mientras esperaba, el viejo miró a Coleman de un modo extraño. Después, tapando el micrófono con la mano, dijo, con huraña admiración—: Diré una cosa en su honor: sabe usted pensar… continuamente.

En la habitación que el personal del hospital designaba humorísticamente como «el cuarto de los sudores de los futuros padres», John Alexander aplastó un cigarrillo a medio fumar en un cenicero. Después se levantó del sillón de cuero, donde había estado sentado una hora y media, levantando la cabeza cada vez que alguien entraba por la puerta del pasillo. Sin embargo, las noticias habían sido siempre para otro, y ahora, de los cinco hombres que había en el cuarto noventa minutos antes, sólo quedaban él y otro caballero.

Acercándose al ventanal que se abría sobre el atrio del hospital y frente a otros edificios del corazón industrial de Burlington, vio que los tejados y las calles estaban mojados. Debía de haber llovido desde que él entró, y no se había dado cuenta. Ahora la zona que rodeaba el hospital tenía su peor aspecto: escuálidos y míseros, los tejados de casuchas y barracas parecían arracimarse alrededor de las fábricas, mientras que las tiznadas chimeneas se alzaban a ambas márgenes del río. Al mirar a la calle, frente al hospital, vio un grupo de niños que salían corriendo de un callejón, saltando ágilmente los charcos formados por la lluvia en la maltrecha acera. Mientras los observaba, vio que uno de los chicos mayores del grupo se detenía y estiraba un pie para que tropezara la criatura que venía detrás. Era una niña muy pequeña, probablemente de cuatro o cinco años, y cayó de cara en uno de los charcos mayores, levantando un surtidor de agua sucia. Se levantó llorando, quitándose pegotes de barro de la cara y tratando desesperadamente de escurrir el agua de su sucio y empapado vestido. Los otros se detuvieron y formaron un círculo a su alrededor, bailando, y a juzgar por sus expresiones, haciéndole burla.

La voz de disgusto había sonado a su lado, y sólo entonces se dio cuenta John de que el otro ocupante del cuarto se había acercado también a la ventana. Mirándole de reojo, vio que el hombre era alto y delgado como un lápiz; sus hundidas mejillas le daban un aspecto macilento, y necesitaba un afeitado. Tendría unos veinte años más que John. Llevaba una manchada chaqueta de pana y un mono debajo de ésta. Y traía consigo olor a grasa y a cerveza rancia.

—¡Niños! ¡Todos son iguales! —El hombre se apartó de la ventana y empezó a hurgar en sus bolsillos. Al cabo de un momento sacó papel y tabaco y empezó a liar un cigarrillo. Mirando fijamente a John, le preguntó—: ¿Es su primero?

—Realmente, no. Es el segundo; pero el primero murió.

—Nosotros también perdimos uno… entre el cuarto y el quinto. —El hombre volvió a hurgar en los bolsillos y preguntó—: ¿Tiene lumbre?

John sacó un encendedor y se lo alargó.

—¿Quiere decir que éste es el sexto? —preguntó.

—No, el octavo. —El hombre flaco había encendido el pitillo—. A veces creo que tengo ocho de más. —Después añadió, vivamente—: Supongo que usted desearía el suyo, ¿no?

—¿Se refiere al niño?

—Sí.

—Pues sí, claro —respondió John, sorprendido.

—Nosotros, no. Bueno, sólo el primero. Para mí ya era bastante.

—Entonces, ¿por qué han tenido ocho? —No pudo dejar de preguntarle John, casi hipnotizado por aquella conversación.

—Mi mujer se lo podría explicar mejor que yo. Dele un par de cervezas, déjela bailar un poco, y ni siquiera puede esperar a que lleguemos a casa. —El hombre lanzó una bocanada de humo, y prosiguió, tranquilamente—: Supongo que todos nuestros hijos han sido concebidos en lugares raros. Una vez estábamos comprando en casa de Macy y nos metimos en un cuarto trasero del sótano. Supongo que de allí vino el cuarto…, de casa de Macy. Fue una mala compra.

John estuvo a punto de soltar la carcajada; pero recordó el motivo de su estancia allí y se contuvo, diciendo:

—Espero que todo le vaya bien… esta vez quiero decir.

El hombre escuálido dijo, con voz lúgubre:

—Siempre va bien, esto es lo malo. —Y se fue al otro lado del cuarto y cogió un periódico.

Al quedarse solo, John consultó de nuevo su reloj. Comprobó que había pasado una hora y tres cuartos desde que había entrado allí; sin duda no podía tardar ya en saber algo. Habría querido ver a Elizabeth antes de que entrara en la sala de partos, pero todo había sido tan rápido que no le había dado tiempo. Estaba en la cocina del hospital cuando Carl Bannister había ido a darle la noticia. John había ido a la cocina siguiendo instrucciones del doctor Pearson. Éste le había dicho que hiciera unas preparaciones a base de fuentes que hubiesen pasado por las máquinas lavadoras, y John pensó que alguien debía de sospechar que eran antihigiénicas. Pero había dejado el trabajo tan pronto como Bannister le había dicho lo de Elizabeth, y había corrido a Urgencia con la esperanza de encontrarla allí. Pero por aquel entonces ella había llegado ya y la habían subido a Obstetricia. Después había entrado directamente allí a esperar.

Volvió a abrirse la puerta del pasillo, y esta vez era el doctor Dornberger. John intentó leer las noticias en su cara, pero sin conseguirlo. El médico preguntó:

—¿«Es» usted John Alexander?

—Sí, señor.

Aunque había visto varias veces al viejo tocólogo en el hospital, era aquélla la primera que se hablaban.

—Su esposa está bien.

Dornberger tenía demasiada experiencia para gastar el tiempo en preámbulos.

La primera impresión de John fue de intenso alivio. Después preguntó:

—¿Y el niño?

—Es un varón —dijo Dornberger con voz pausada—. Ha nacido antes de tiempo, naturalmente, y tengo que decirle, John…, que está muy delicado.

—¿Vivirá?

Cuando había hecho ya la pregunta, comprendió lo mucho que dependía de la respuesta.

Dornberger había sacado la pipa y la estaba llenando. Dijo, en el mismo tono:

—Sus condiciones no son tan buenas como si hubiera nacido a su debido tiempo.

John asintió tristemente. Parecía que ya nada había que decir, nada que tuviera importancia.

El viejo hizo una pausa mientras se metía la bolsa del tabaco en el bolsillo. Luego, con la misma voz reposada, dijo:

—Según mis cálculos, tiene usted un niño de treinta y dos semanas; esto significa que ha nacido ocho semanas antes de tiempo. —Compasivamente, añadió—: Todavía no estaba preparado para venir al mundo, John; nadie lo está tan pronto.

—No; supongo que no.

John apenas se daba cuenta de que hablaba. Pensaba en Elizabeth y en lo que ese niño significaba para ellos.

El doctor Dornberger había sacado las cerillas y estaba encendiendo la pipa. Cuando lo hubo hecho, dijo:

—Su niño ha pesado tres libras y ocho onzas. Tal vez comprenderá mejor lo que quiero decir si le explico que, en el momento actual, consideramos prematuros a todos los niños que pesan menos de cinco libras y ocho onzas.

—Comprendo.

—Lo hemos puesto en la incubadora, desde luego. Y huelga decirle que haremos cuanto podamos.

John miró al tocólogo a la cara.

—Entonces, «hay» esperanza.

—Siempre hay esperanza, hijo mío —dijo Dornberger, a media voz—. Cuando ya lo hemos perdido todo, siempre nos queda la esperanza.

Hubo una pausa, y John preguntó:

—¿Puedo ver ahora a mi esposa?

—Sí —respondió Dornberger—. Le acompañaré.

Mientras salían, John vio que el hombre alto y macilento lo observaba con curiosidad.

Vivian no estaba muy segura de lo que pasaba. Todo lo que sabía era que una enfermera había entrado en la habitación y le había dicho que iban a ir a Radiología inmediatamente.

Con la ayuda de otra estudiante de enfermera, la habían tendido en una camilla y ahora la llevaban por los pasillos que hacía muy poco tiempo había recorrido a pie. Aquel trayecto parecía algo de sueño; venía a confirmar la irrealidad de todo lo ocurrido hasta aquel momento. De pronto, Vivian dejó de sentir miedo, como si todo lo que pudiera venir después no le importase, porque sería inevitable y no lo podría cambiar. Se preguntó si este sentimiento sería una forma de depresión, de renuncia a la esperanza.

Sabía ya que era el día que debía traerle el temido veredicto, un veredicto que podía hacer de ella una inválida, arrancarle de un solo tajo tantas cosas que hasta entonces había tenido por seguras. Este último pensamiento acabó con su pasividad y trajo de nuevo el miedo. Deseó desesperadamente que Mike estuviera allí en aquel momento.

Lucy Grainger salió al encuentro de la camilla en la entrada de Radiología.

—Hemos decidido hacerte otra radiografía, Vivian —le dijo—. Será cosa de poco rato. —Se volvió a un hombre vestido de blanco que estaba a su lado—. Te presento al doctor Bell.

—Hola, Vivian. —Le sonrió a través de las gafas de concha, y le dijo a la enfermera—: ¿Quiere darme la historia clínica, por favor?

Mientras la estudiaba, volviendo las páginas rápidamente, Vivian miró a su alrededor. Estaban en un pequeño recibidor con una garita de cristales para la enfermera en un rincón. Junto a una de las paredes estaban sentados otros pacientes: dos hombres en sendas sillas de ruedas, en pijama y ropas de hospital, y una mujer y un hombre en traje de calle, el último con una muñeca enyesada. Estos dos, pensó, debían de venir de Urgencia o de Transeúntes. El hombre del yeso parecía inquieto y fuera de lugar. Con la mano sana sostenía un impreso; parecía agarrarlo como si fuera un pasaporte necesario para entrar y salir de aquel país extranjero.

Bell terminó de leer la historia clínica y la devolvió. Dijo a Lucy:

—Joe Pearson me ha telefoneado. Tengo entendido que quieres nuevas radiografías para ver si hay algún cambio en el hueso.

—Sí —asintió Lucy—. Joe piensa que algo… —vaciló al pensar que Vivian oiría sus palabras— puede haberse manifestado en este tiempo.

—Es posible. —Bell se dirigió al despacho de enfermeras y redactó un pedido para los Rayos X. Después preguntó a una empleada que estaba detrás de la mesa—: ¿Qué técnicos están disponibles?

Ella consultó una lista.

—Jane o el señor Firban.

—Creo que nos valdremos de Firban para este caso. ¿Tiene la bondad de buscarle? —Se volvió a Lucy, mientras los dos volvían junto a la camilla—. Firban es uno de nuestros mejores técnicos y nos interesan buenas placas. —Sonrió a Vivian—. El doctor Pearson me pidió que me tomara un interés especial en este caso, y voy a complacerle. Ahora pasemos a este cuarto.

Con la ayuda de Bell, la enfermera condujo la camilla a una habitación más amplia, contigua a la sala de espera. La mayor parte de la estancia estaba ocupada por una mesa de Rayos X. con el tubo suspendido de unos raíles. En un pequeño departamento, detrás de un grueso cristal, Vivian pudo ver un tablero de mandos eléctricos. Casi pisándoles los talones entró en el cuarto un joven bajito, de pelo cortado al rape y vistiendo una chaqueta blanca. Sus movimientos eran bruscos y rápidos, como si quisiera terminar en seguida lo que tenía que hacer, pero con el mínimo gasto de energía. Miró primero a Vivian y luego se volvió al doctor Bell.

—Usted dirá, doctor Bell.

—Bueno, Karl, tengo que pedirle un trabajito. A propósito, ¿conoce ya a la doctora Grainger? —Y a Lucy—. Te presento a Karl Firban.

—Creo que no nos conocíamos —dijo Lucy, tendiéndole la mano.

—Encantado, doctora.

—Y nuestra paciente es Vivian Loburton. —Bell sonrió en dirección a la camilla—. Es estudiante de enfermera. Por esto armamos tanto jaleo con ella.

—Hola, Vivian. —El saludo de Firban fue tan vivo como eran todos sus movimientos. Acto seguido, bajando la mesa de su posición vertical hasta dejarla horizontal, comenzó a hablar volublemente—: A los clientes distinguidos les dejamos escoger entre la Vistavisión y el Cinemascope, en un magnífico gris y negro. —Observó la orden que Bell le había entregado—. La rodilla izquierda, ¿eh? ¿Algo especial, doctor?

—Queremos unas buenas A. P., proyecciones laterales y oblicuas, y también una radio de toda la zona de la rodilla. —Bell hizo una pausa para reflexionar—. Unas cinco o seis tomas, y luego, otras iguales de la otra extremidad.

—¿Quiere algunas de catorce por diecisiete, que abarquen la tibia anterior y el peroné?

Bell pensó un poco y asintió con la cabeza.

—Puede ser una buena idea. —Y, volviéndose a Lucy—: Si hay osteomielitis puede haber reacción de periostio más abajo en el hueso.

—Muy bien, doctor. Dentro de media hora tendré algo para usted.

Era una manera amable de decirle que prefería trabajar solo, y el radiólogo captó la indirecta.

—Iremos a tomar un café y volveremos. —Bell sonrió en la dirección de Vivian—. Te dejamos en buenas manos. —Y salió, precedido por Lucy.

—Estupendo. Manos a la obra.

El técnico hizo una señal a la enfermera, y entre los dos trasladaron a Vivian de la camilla a la mesa de Rayos X. Comparada con la relativa blandura de la camilla, la negra mesa de ebonita resultaba dura y rígida.

—¿No es muy cómoda, eh? —Firban colocaba cuidadosamente a Vivian en la posición requerida, dejando la rodilla al descubierto. Sacudiendo la cabeza, prosiguió—: Pero uno se acostumbra. Yo he dormido muchas veces en esta mesa cuando he estado de guardia por la noche y no ha habido mucho jaleo.

Hizo una señal con la cabeza a la enfermera, y ésta se situó detrás de los cristales.

Mientras Vivian le observaba, el técnico de Rayos X realizó todos los preparativos de rigor para una serie de radiografías. Siempre con su ágil brusquedad, sacó los films de un armario empotrado en la pared y los colocó diestramente en un soporte debajo de la mesa de Rayos X. Después lo corrió hasta situarlo debajo de la rodilla de Vivian. Luego, por medio de interruptores eléctricos maniobró con el pesado tubo de rayos X haciéndolo deslizarse por los raíles y hacia abajo, hasta que quedó situado directamente encima de la rodilla y a una distancia de cuatro pulgadas, según la aguja indicadora de la altura.

En contraste con tantas cosas del hospital, pensó Vivian, aquella habitación parecía casi alejada de la tierra. La brillante máquina negra y cromada, deslizándose lentamente y con un sordo murmullo, parecía algo monstruoso. En aquel lugar reinaba una atmósfera científica y abstracta, tan alejada de la medicina como el cuarto de máquinas de un gran buque parece lejos del puente soleado. Y, sin embargo, aquí, con esos instrumentos siniestros e imponentes, se realizaba una gran parte del trabajo detectivesco de la medicina. Esta idea le produjo un estremecimiento de susto. Todo aquello era terriblemente impersonal; muy poca gente intervenía en el funcionamiento de las máquinas. Todo lo que éstas podían descubrir era registrado y comunicado sin valor ni agrado, sin tristeza ni compasión. Bueno o malo, todo era lo mismo. Por un momento imaginó que el tubo suspendido sobre su cabeza era el ojo de un juez, inflexible, imparcial. ¿Cuál sería ahora su fallo? ¿Contendría una esperanza o incluso una amonestación… o sería una sentencia condenatoria sin apelación posible? De nuevo deseó que Mike estuviera allí; le llamaría tan pronto como volviera a su cuarto del hospital.

El técnico había terminado sus preparativos.

—Creo que esto está listo. —Echó una última mirada a los aparatos—. La avisaré cuando tenga que permanecer completamente quieta. Éste es el único lugar del hospital donde puede estar segura de que no sentirá nada, créame. Ahora se colocó detrás de la pantalla de grueso cristal que protegía al operador de Rayos X contra las radiaciones. Vivian podía verle en segundo término, moviéndose, comprobando una lista, accionando conmutadores.

Junto al tablero de control, Firban pensaba: «He aquí una linda muchacha. Quisiera saber lo que le pasa. Debe de ser algo grave cuando Bell se toma tanto interés. Generalmente el jefe no atiende a los enfermos hasta después de hacerse las radiografías». Comprobó dos veces los controles del tablero; en esa clase de trabajo uno tenía que acostumbrarse a no dejar nada al azar. Todo estaba en regla: 85 kilovoltios; 200 miliamperios; exposición, quince centésimas de segundo. Apretó un botón que puso en movimiento el ánodo rotatorio del tubo fotográfico. Después pronunció la fórmula acostumbrada.

—No se mueva. ¡Quieta!

Pulsó el segundo botón y supo que cuanto pudiera ver el ojo osmótico de los Rayos X había quedado grabado para que otros lo estudiaran.

En el cuarto de revelado de Radiología, que tenía bajadas las persianas para evitar la luz del exterior, los doctores Bell y Lucy Grainger esperaban. Dentro de unos minutos las radiografías obtenidas por Firban podrían ser comparadas con las tomadas dos semanas antes. El técnico había introducido ya sus negativos en la máquina automática de revelar, y, en este momento, el interior de aquélla zumbaba como un desmesurado hornillo de aceite. Luego, una a una, las radiografías reveladas empezaron a caer en una cubeta que había delante de la máquina.

A medida que aparecía cada radio, Bell la colocaba en un aparato visorio iluminado por detrás con tubos fluorescentes. En un segundo aparato igual, colocado encima de aquél, había colocado ya las radiografías antiguas.

—¿Han quedado bien? —preguntó, y en su voz había un matiz de orgullo.

—Magníficas, desde luego.

Había sido una respuesta automática; Bell estaba ya estudiando atentamente los nuevos negativos y comparando las zonas correspondientes de las dos series de radiografías. Señalando con la punta de un lápiz apoyaba su proceso mental, de modo que Lucy podía seguirle.

Cuando hubieron examinado completamente las dos series, Lucy preguntó:

—¿Ves alguna pequeña diferencia? Confieso que yo no veo ninguna.

El radiólogo sacudió la cabeza.

—Aquí hay una pequeña reacción de periostio. —Señaló con el lápiz una ligera diferencia en la sombra gris, en dos puntos—. Pero esto es probablemente consecuencia de la biopsia. Por lo demás, no ha habido ningún cambio concluyente. —Bell se quitó las gruesas gafas y se frotó el ojo derecho. Dijo, casi disculpándose—: Lo siento, Lucy; creo que tendré que devolver la pelota a Patología. ¿Quieres hablar tú con Pearson, o lo hago yo? —Y empezó a retirar las radiografías.

—Yo se lo diré —dijo Lucy, pensativa—. Se lo diré a Joe ahora mismo.