Once
El «Viscount» a reacción giró pausadamente en el aire y empezó a perder altura. Con la marcha de aterrizaje y bajos los alerones, enfiló la pista número uno del aeropuerto municipal de Burlington. Viendo acercarse al avión desde el entresuelo destinado al público justo debajo de la torre de control, O’Donnell pensó que la aviación y la medicina tienen muchas cosas en común. Ambas son producto de la ciencia; ambas hacen cambiar la vida del mundo y transforman viejos conceptos; ambas avanzan hacia horizontes desconocidos y hacia un futuro que sólo se divisa entre nieblas. También hay otra semejanza. La aviación, hoy en día, encuentra dificultades para seguir el ritmo de sus propios descubrimientos. O’Donnell recordaba que un ingeniero de aviación le había dicho hacía poco: «En cuanto un aeroplano echa a volar, ya está pasado de moda».
Con la práctica de la medicina —pensó O’Donnell, protegiéndose los ojos contra el brillante sol de la tarde— ocurría casi lo mismo. Los hospitales, la medicina, los mismos médicos, nunca podían ponerse del todo al corriente. Por mucho que se esforzaran, la experimentación, la evolución y las nuevas técnicas les llevaban un adelanto… a veces de varios años. Un hombre podía morir cuando la droga que hubiese podido salvarle estaba ya inventada o incluso era empleada con restricciones. Pero los nuevos descubrimientos necesitaban tiempo para darse a conocer y para ser aceptados. Con la cirugía pasaba lo mismo. Un cirujano, o un grupo de cirujanos podían perfeccionar un nuevo método salvador. Pero, antes de que pudiera ser empleado de un modo general, otros lo mejoraban y lo dejaban atrás. A veces el proceso era muy largo. La cirugía del corazón, por ejemplo, se había extendido bastante y podía aplicarse en beneficio de cualquiera que la necesitara con urgencia. Pero, durante largo tiempo, sólo un puñado de cirujanos estuvieron lo bastante preparados y dispuestos a intentarla. Además, siempre surgía la misma pregunta referente a las cosas nuevas: ¿era acertada la novedad? No todos los cambios significaban progreso. Muchas veces se producían en medicina pistas falsas, teorías que los hechos venían a rebatir, individuos entusiastas y fanáticos que se lanzaban a ciegas, arrastrando a otros en su error. A veces resultaba difícil mantenerse en el término medio entre la audacia y la cautela. En el Tres Condados, donde había elementos progresistas y conservadores —con hombres de mérito en ambos campos—. Constituía un problema para un hombre como O’Donnell saber con qué bando tenía que alinearse. Sus pensamientos se interrumpieron al acercarse el «Viscount», el ruido de cuyos motores ahogaba las voces de los que estaban alrededor. O’Donnell esperó hasta que los motores se hubieron parado y empezaron a descender los pasajeros. Entonces, al ver entre ellos al doctor Coleman, bajó las escaleras para recibir en el vestíbulo de llegada al nuevo director auxiliar de patología.
David Coleman se quedó sorprendido al ver el jefe de cirugía —alto, bronceado, destacándose de la gente— esperándole con la mano tendida. Dijo O’Donnell:
—Me alegro de verle. Joe Pearson no ha podido venir, y pensamos que alguien tenía que darle la bienvenida.
Lo que se guardó fue que Joe Pearson se había negado en redondo a ir, y que, como Harry Tomaselli estaba fuera de la ciudad, O’Donnell se había encargado de ir a recibirle. Mientras cruzaban el cálido y atestado vestíbulo, O’Donnell vio que Coleman miraba a su alrededor. Tuvo la impresión de que el joven trataba de captar rápidamente el ambiente. Tal vez era una costumbre… buena, en todo caso. En cuanto al propio David Coleman, su aspecto podía resistir cualquier examen. Aunque había hecho un viaje de tres horas por el aire, su traje de gabardina no presentaba una sola arruga, llevaba el pelo cuidadosamente partido y peinado, y su afeitado era reciente. No llevaba sombrero y por ello aparentaba tener menos de sus treinta y un años. Aunque menos robusto que O’Donnell, tenía las facciones correctas y bien definidas, cara larga y mandíbula agresiva. La cartera que llevaba bajo el brazo le daba un tono profesional. «La imagen del joven científico», pensó O’Donnell. Guió a Coleman al departamento de equipajes. En aquel momento descargaban una carretilla de maletas, y se unieron a la arrebatiña general de los viajeros recién llegados.
—Esto es lo único que me molesta de los viajes en avión —dijo O’Donnell.
Coleman asintió con la cabeza y sonrió débilmente. Era casi como decir: No malgastemos nuestro talento en cosas triviales.
«He aquí un hombre frío», pensó O’Donnell. Como en su primer encuentro, le llamó la atención el color gris acerado de sus ojos y se preguntó cuánto costaría penetrar detrás de ellos. Coleman permanecía inmóvil entre el gentío, mirando a su alrededor. Como obedeciendo a un mandato, un mozo se dirigió a él, ignorando a todos los demás.
Diez minutos más tarde, mientras O’Donnell conducía el «Buick» entre el tráfico del aeropuerto y en dirección a la ciudad, dijo aquél:
—Le hemos reservado habitación en el Roosevelt Hotel. Es de los más cómodos y muy tranquilo. Supongo que nuestro administrador le escribiría sobre el estado del piso.
—Sí —respondió Coleman—. Me gustaría poderlo solucionar lo antes posible.
—No tendrá ninguna dificultad —dijo O’Donnell, y añadió—: Tal vez querría tomarse un par de días para alquilar el piso antes de comenzar a trabajar, ¿no?
—No, muchas gracias. Pienso empezar mañana por la mañana.
Coleman era cortés, pero rotundo. «Ese hombre sabe tomar una resolución y exponerla llanamente», pensó O’Donnell. También parecía que debía de ser difícil hacerle mudar de opinión. O’Donnell se preguntó cómo iban a llevarse Pearson y David Coleman. A primera vista, tenían que chocar. Pero esto nunca podía afirmarse. A veces, en un hospital, los tipos más dispares hacían buenas migas y parecían haber sido amigos toda la vida.
Al mirar a su alrededor, ya en los arrabales de la ciudad, David Coleman sintió algo muy parecido a excitación por lo que vendría. Esto no era acostumbrado en él, pues casi siempre aceptaba todas las cosas con naturalidad. Pero éste era, a fin de cuentas, su primer cargo en un hospital. Díjose interiormente: «No tienes por qué avergonzarte de un poco de contacto con la humanidad prosaica, amigo mío». Después sonrió «in mente», ante la autocrítica. «Los viejos hábitos del pensamiento son difíciles de romper», pensó.
Le intrigaba O’Donnell. Todo cuanto le habían referido del jefe de cirugía del Tres Condados era bueno. ¿Cómo era posible —se preguntaba— que un hombre con las influencias y los méritos de O’Donnell eligiera un lugar como Burlington? ¿Tendría también él un motivo complejo, o sería por cualquier otra razón? Tal vez le gustaba aquello, simplemente. Coleman suponía que había gente cuyas preferencias fuesen rectilíneas y sin complicaciones.
O’Donnell desvió el coche para adelantar a un tractor. Después dijo:
—Quisiera explicarle un par de cosas, si me lo permite.
—Hágalo, se lo ruego —respondió Coleman, cortés.
—Durante los últimos años hemos introducido algunos cambios en el Tres Condados. —O’Donnell hablaba despacio, eligiendo las palabras—. Harry Tomaselli me ha dicho que ya estaba usted enterado de algunas de ellas… así como de nuestros planes.
Coleman sonrió.
—Efectivamente.
O’Donnell hizo sonar el claxon, y un coche que los precedía se apartó a un lado. Aquél dijo:
—El hecho de su incorporación significa ya un cambio importante, y supongo que, una vez haya tomado posesión de su cargo, tendrá deseos de cambiar otras cosas.
Coleman recordó el servicio de patología del hospital, que había visto durante su primera visita.
—Sí —respondió—, me propongo hacerlo.
O’Donnell guardó silencio unos momentos. Después, hablando aún con mayor lentitud, dijo:
—Siempre que hemos podido, hemos procurado hacer nuestros cambios pacíficamente. A veces no ha sido posible; y yo no soy de los que sacrifican sus principios sólo por conservar la paz. —Miró de reojo a Coleman—. Esto debe quedar bien sentado.
Coleman asintió con la cabeza, pero no respondió. Prosiguió O’Donnell:
—De todos modos, siempre que pueda, le aconsejo que actúe con prudencia. —Sonrió—. Trate de conseguir lo que pueda mediante la persuasión, y gaste sólo la pólvora en cosas que realmente valgan la pena.
—Ya —dijo Coleman, sin comprometerse.
No estaba seguro de lo que el otro quería decirle con exactitud; para ello hubiese tenido que conocer mejor a O’Donnell. ¿Se habría equivocado en su primera impresión? ¿Sería, a fin de cuentas, el jefe de cirugía un intrigante más? ¿Trataba de decirle, como nuevo que era, que no moviese demasiado la barca? Si éste era el caso, no tardarían en descubrir que habían hecho mal su elección. Tomó nota mentalmente de no contratar ningún alquiler por largo plazo en Burlington.
A su vez, O’Donnell se preguntaba si había obrado con prudencia al decir lo que había dicho. Habían tenido suerte al hallar a un hombre como Coleman, y no deseaba escamarlo desde el primer momento. Pero en lo más recóndito de su cerebro seguía latente el problema de Joe Pearson y de la reconocida influencia de Pearson cerca de Eustace Swayne. Mientras pudiera, O’Donnell quería serle fiel a Orden Brown; el presidente del Consejo había hecho mucho en apoyo del jefe de cirugía. O’Donnell sabía que Brown esperaba el cuarto de millón de dólares de Swayne, y que, indudablemente, el hospital lo necesitaba con urgencia. Si para ello había que aplacar un poco a Joe Pearson, O’Donnell estaba dispuesto a hacerlo… y con razón.
Pero ¿dónde terminaba la política y dónde empezaba la responsabilidad de O’Donnell como médico? Era una cuestión que le preocupaba; algún día tendría que determinar dónde estaba exactamente la línea divisoria. ¿Estaba haciendo política ahora mismo? Supuso que sí. En otro caso, no le habría hablado a Coleman tal como acababa de hacerlo. «La corrupción de la autoridad —pensó—; nadie puede escapar a ella». Pensó en la conveniencia de desarrollar un poco más el tema con Coleman, tal vez haciéndole algunas confidencias al joven; pero no se atrevió. Al fin y al cabo, Coleman era un recién llegado; y O’Donnell tenía la aguda impresión de que aún no había penetrado detrás de aquellos fríos ojos grises.
Ahora habían llegado ya al centro de la ciudad y corrían por las calles de Burlington, cálidas y polvorientas, brillantes las aceras al sol, y las negras calzadas humeantes por el calor. Metió el «Buick» en el atrio del Roosevelt Hotel. Un portero abrió las portezuelas del coche y empezó a descargar las maletas de Coleman. O’Donnell dijo:
—¿Quiere que le acompañe, a fin de asegurarnos de que todo está en orden?
Coleman, que había bajado ya del coche, respondió:
—Realmente, no hace falta.
Otra vez una declaración tranquila, pero tajante. O’Donnell se inclinó sobre el asiento.
—Está bien. Entonces, le esperamos mañana. Buena suerte.
—Gracias.
El portero cerró la portezuela y O’Donnell se sumió en el tráfico de la ciudad. Consultó su reloj. Eran las dos de la tarde. Decidió que iría primero a su despacho, y después al hospital.
Sentada en un banco tapizado de cuero, en la antesala del laboratorio de transeúntes del Tres Condados, Elizabeth Alexander se preguntaba por qué habrían pintado las paredes en dos tonos de castaño, en vez de algún color más alegre y brillante. Aquella parte del hospital era sombría; un poco de amarillo, o incluso de verde claro, la habría hecho mucho más alegre.
Desde donde alcanzaba su recuerdo, Elizabeth habría preferido siempre los colores chillones. Recordaba que, siendo pequeña, había confeccionado un par de cortinas para su habitación; eran de color azul con estrellas y lunas bordadas. Ahora pensaba que la confección dejaría mucho que desear, pero a su tiempo le habían parecido maravillosas. Para poder colgarlas había bajado al almacén de su padre, y él, bonachón, había buscado todo lo que necesitaba: una varilla a la medida, argollas de metal, tuercas, un destornillador. Aún le parecía verle, agachado y rebuscando entre la ferretería… siempre apilada y desordenada, hasta el punto de que casi siempre le costaba encontrar lo que le pedían los clientes.
Aquello había sido en New Richmond, Indiana, dos años antes de la muerte de su padre en accidente. ¿O no había sido allí? No hubiese podido asegurarlo; ¡el tiempo pasa tan de prisa! En cambio, sí que recordaba que había conocido a John seis meses antes de morir su padre. En cierto modo, también aquello tuvo que ver con los colores. Él estaba de vacaciones y había entrado en la tienda a comprar pintura roja. Elizabeth, a la sazón, ayudaba ya a despachar, y le había desengañado de la pintura roja, y, en su lugar, le había vendido pintura verde. ¿O tal vez había sido al revés? También esto estaba confuso.
Sabía, empero, que se había enamorado de John en el primer instante. Probablemente, si le había sugerido el cambio de colores, había sido sólo para retenerlo en la tienda. Y, al mirar ahora hacia atrás, tenía el convencimiento de que jamás había existido la menor duda sobre sus recíprocos sentimientos. Habían seguido siendo novios al pasar él del Instituto a la escuela superior, y se habían casado a los seis años de conocerse. Aunque parezca extraño, porque ninguno de los dos tenía dinero y John seguía con sus estudios, nadie les había presionado para que esperaran. Todos parecían aceptar su matrimonio como algo natural e inevitable.
A muchos, su primer año de vida en común les habría parecido erizado de dificultades. Para John y Elizabeth había sido un período de resplandeciente dicha. El año anterior, Elizabeth había asistido a unas clases nocturnas de oficinista. Y en Indianápolis donde estudiaba John, había trabajado de mecanógrafa y ganado para los dos.
Aquel año habían discutido seriamente sobre el futuro de John, sobre si debía apuntar hacia lo alto y cursar medicina, o si era mejor seguir un curso breve de tecnólogo. Elizabeth se había inclinado por la medicina. Aunque ello significara unos años sin que John empezara a ganar dinero, ella estaba dispuesta a seguir trabajando. Pero John no se mostró tan decidido. Siempre había deseado ser médico, y sus notas escolares eran buenas, pero estaba impaciente por contribuir a la manutención de la familia. Entonces Elizabeth había quedado embarazada, y esto, para John, había sido el factor decisivo. A pesar de las protestas de su esposa, se había matriculado en la escuela de tecnólogos en medicina, y se habían trasladado a Chicago.
Allí habían tenido una niña, a la que llamaron Pamela. Cuatro semanas más tarde, la criatura había muerto de bronquitis, y, durante un tiempo, el mundo pareció haberse derrumbado alrededor de Elizabeth. A pesar de su serenidad y de su sentido común, había quedado destrozada y nada parecía importarle. John había hecho cuanto había podido, se había mostrado más amable y cariñoso que nunca, pero todo había sido en vano.
A ella le había entrado el ansia de marcharse, y había vuelto a casa de su madre, en Richmond. Pero al cabo de una semana, había añorado a John y había regresado a Chicago. Desde aquel momento, la vuelta a la normalidad había sido gradual, pero constante. Seis semanas antes de que John obtuviera el título, supo que volvía a estar encinta; era lo único que le faltaba para volver a ser ella. Se sintió vigorosa, alegre de nuevo, y excitada por la idea del hijo que llevaba en su seno.
En Burlington habían encontrado un pisito pequeño, pero agradable. El alquiler era modesto. Sacándolo de sus ahorros habían pagado la entrada de los muebles, y, con el sueldo de John podrían atender los plazos mensuales. En aquel momento, todo les sonreía, salvo, pensó Elizabeth, ese horrible color castaño de las paredes.
Se abrió la puerta del laboratorio y salió una mujer que había estado esperando antes que Elizabeth. Otra con bata blanca apareció detrás de aquélla. Consultó su libreta.
—¿La señora Alexander?
—Soy yo —dijo Elizabeth, levantándose.
—Tenga la bondad de pasar.
Siguiendo a la joven, traspasó la puerta.
—Siéntese, señora Alexander. Será cuestión de un momento.
En su mesa, la enfermera consultó la hoja que había escrito el doctor Dornberger.
—Muy bien. Apoye la mano aquí y cierre el puño, por favor.
Asió la muñeca de Elizabeth, la mojó con un antiséptico y, con gran destreza, colocó un torniquete de goma. Tomó una jeringuilla de una bandeja y abrió un pequeño estuche que contenía una aguja esterilizada. La ajustó en la jeringa. Eligiendo rápidamente una vena, la joven clavó la aguja con rápido movimiento y soltó el émbolo. Absorbió la sangre hasta que llegó a la marca de los 7 cc, y seguidamente sacó la aguja y aplicó una bolita de algodón sobre el pinchazo. Para hacer todo esto había empleado menos de cinco minutos.
—Supongo que no es la primera vez que lo hace —dijo Elizabeth.
—Sólo unos centenares de veces —respondió la joven.
Elizabeth observó cómo ésta marcaba un tubo de ensayo y vertía en él la muestra de sangre.
Cuando hubo terminado colocó el tubo en un soporte y declaró:
—Esto es todo, señora Alexander.
Elizabeth señaló el tubo.
—¿Qué hacen ahora con eso?
—Lo enviamos al laboratorio de serología. Uno de los técnicos hará el análisis.
Elizabeth pensó que podía tocarle a John.
Mike Seddons, sentado solo en el salón de descanso del personal, se sentía profundamente turbado. Si un mes atrás le hubiese dicho alguien que estaría tan preocupado por una chica a la que, se mirase como se mirase, apenas conocía, habría respondido que la tal persona estaba loca. Sin embargo, hacía veinticuatro horas, desde que leyó la hoja clínica en el cuarto de enfermeras próximo a la habitación de Vivian, su inquietud y su pesar habían ido en aumento. La noche pasada apenas había dormido; había permanecido despierto horas y horas, dándole vueltas en la cabeza a las palabras escritas de puño y letra de la doctora Lucy Grainger: «Vivian Loburton. Posible sarcoma osteogénico. Hacer biopsia».
La primera vez que había visto a Vivian —el día de la autopsia— la había mirado sólo como a una linda estudiante de enfermera. Incluso en su segundo encuentro —antes del incidente del parque— la había considerado únicamente como un «plan» interesante. Mike Seddons era sincero consigo mismo, tanto en las palabras como en las intenciones. Ahora también lo era.
Por primera vez en su vida estaba real y profundamente enamorado. Y torturado por un miedo terrible y obsesivo.
La noche que le había dicho a Vivian que quería casarse con ella, no había tenido tiempo de pensar en las complicaciones que aquello suponía.
Hasta aquel momento, Mike Seddons se había dicho siempre que no tenía que pensar en el matrimonio hasta que no estuviera bien asentado en su profesión, hubieran terminado los excesos de la juventud y tuviera el futuro asegurado. Pero una vez hecha su proposición a Vivian, comprendió que había hablado en serio. Cien veces se había repetido aquellas palabras, sin sentir el menor deseo de volverse atrás.
Y ahora, esto.
A diferencia de Vivian, que no daba a su dolencia más importancia que la de un bultito debajo de la rodilla —un poco molesto, pero que desaparecería con algún tratamiento—, Mike Seddons conocía la gravedad de la frase «posible sarcoma osteogénico». Sabía que, si se confirmaba el diagnóstico, Vivian tenía un tumor maligno y virulento que podía extenderse —y acaso lo había hecho ya— por todo el cuerpo. En tal caso, sin una rápida intervención quirúrgica, sus probabilidades de salvación eran casi nulas. Y la intervención significaba la amputación de la pierna —inmediatamente, una vez confirmado el diagnóstico—, en la esperanza de contener la expansión de las células malignas antes de que se alejaran excesivamente del foco de origen. E incluso entonces, según la estadística, sólo un veinte por ciento de los enfermos se veían libres de ulteriores males después de la amputación. Los demás rodaban cuesta abajo y a veces sólo vivían unos cuantos meses más.
Pero no «tenía» que ser un sarcoma osteogénico. Podía ser un tumor de hueso inofensivo. Las posibilidades eran de un cincuenta por ciento —suertes iguales—, las mismas que cuando se echa una moneda a cara o cruz. Mike Seddons comenzó a sudar solamente al pensar en lo mucho que dependía —tanto para Vivian como para él— del resultado de la biopsia. Había pensado en visitar a Lucy Grainger y contárselo todo; pero después se había disuadido. Probablemente podría averiguar más cosas manteniéndose al margen. Si manifestaba un interés personal, podrían cerrársele algunas fuentes de información. Para no herir sus sentimientos, los otros podían mostrarse reservados. Y no lo quería. Fuese lo que fuera, ¡tenía que saberlo!
No había sido fácil hablar con Vivian y guardarse los propios pensamientos. La noche pasada, sólo con ella en la habitación del hospital —la otra enferma había sido dada de alta, y la segunda cama estaba vacía—, Vivian se había burlado de su abatimiento.
Mientras comía alegremente unas uvas que él le había llevado, había dicho:
—Ya sé lo que te pasa. Tienes miedo de que te enganche y no puedas seguir haciendo de las tuyas.
—Nunca he hecho gran cosa —dijo él, tratando de seguirle la corriente—. No creas que es tan fácil.
—Bueno, de todos modos no hay que pensar en que te me escapes, doctor Michael Seddons. No tengo la menor intención de soltarte… nunca.
Él no había podido resistir más. Había pretextado un trabajo urgente y murmurado con ternura:
—Cuando haya terminado esto, tendremos todo el tiempo que queramos.
Esto había sido ayer. Esta tarde, en el servicio de cirugía, Lucy Grainger prepararía la biopsia. Mike Seddons consultó su reloj. Eran las dos y media de la tarde. Según el horario establecido, ahora debían de estar comenzando. Si en patología trabajaban de prisa, mañana podría saberse la respuesta. Con un fervor a un tiempo incongruente y real se puso a rezar: ¡Oh, Dios! Por piedad, Dios mío… ¡Que sea benigno!
El anestesista movió la cabeza.
—Estamos a punto. Cuando quiera, Lucy.
La doctora Lucy Grainger se acercó a la cabecera de la mesa de operaciones. Se había puesto ya los guantes y la bata. Sonriendo a Vivian, le dijo, tranquilizadora:
—Esto durará poco, y no sentirás nada.
Vivian intentó devolverle su tranquila sonrisa. Sin embargo, comprendió que no lo había logrado del todo. Tal vez era a causa de que se sentía un poco aturdida. Sin duda le habían administrado algún sedante además de la raquianestesia que había insensibilizado toda la parte baja de su cuerpo.
Lucy le hizo una seña al ayudante interno. Éste levantó la pierna izquierda de Vivian, y Lucy empezó a quitar las toallas que la envolvían. Aquella mañana, antes de que Vivian fuese bajada del departamento de cirugía, la pierna había sido afeitada, lavada minuciosamente y desinfectada. Ahora Lucy repitió el pintado antiséptico y envolvió la pierna con paños estériles por encima y por debajo de la rodilla.
Al otro lado de la mesa de operaciones, una enfermera sostenía un paño de hule verde plegado. Lucy lo cogió de una punta y lo extendió sobre la mesa, de modo que un orificio que tenía en el centro coincidiera con la rodilla descubierta. El anestesista ató la punta del paño en una barra de metal que había sobre la cabeza de modo que el resto del quirófano quedó completamente oculto a su mirada. Después la animó:
—Esté tranquila, señorita Loburton. Es como si le arrancaran una muela…, pero mucho más cómodo.
—Bisturí, por favor. —Lucy extendió una mano y la enfermera le entregó el instrumento.
Con la parte curva de la hoja hizo una rápida y segura incisión justo debajo de la rodilla y de unos cuatro centímetros de longitud. Inmediatamente brotó la sangre.
—Pinzas. —La enfermera las tenía ya preparadas, y Lucy pinzó dos anteriores—. Ate, por favor.
Se apartó para que el interno hiciera las ligaduras por debajo de las pinzas.
—Ahora cortaremos el periostio.
El interno asintió con la cabeza y Lucy aplicó el bisturí al grueso tejido fibroso que recubría el hueso, haciendo una limpia incisión.
—A punto para la sierra.
La enfermera le entregó a Lucy una sierra eléctrica «Stryker». A su espalda, otra enfermera mantenía el cable eléctrico separado de la mesa de operaciones.
Dirigiéndose de nuevo al interno, dijo Lucy:
—Extraeremos una muestra de hueso en forma de cuña. De media pulgada a tres cuartos será bastante. —Miró las radiografías proyectadas sobre una pantalla al fondo de la habitación—. Tenemos que asegurarnos bien de que las sacamos del tumor y no de cualquier protuberancia que pueda tener el hueso.
Lucy hizo funcionar la sierra y la aplicó dos veces. Se oyó un ruido chirriante cada vez que mordió en el hueso. Después cortó la corriente y devolvió la sierra.
—Bueno, creo que esto servirá. ¡Pinzas!
Hábilmente extrajo el fragmento de hueso, dejándolo caer en un tarrito con solución de Zenker que sostenía la enfermera auxiliar. Ahora la muestra —identificada y acompañada de una solicitud del servicio de Cirugía— pasaría a patología.
El anestesista le preguntó a Vivian:
—¿Se encuentra bien?
Ella asintió con la cabeza.
—Ahora ya falta poco —dijo él—. Ya han sacado el trozo de hueso, y todo lo que tienen que hacer es coser la rodilla.
Lucy estaba ya cosiendo el periostio. Pensaba: «Si esto fuese todo, ¡cuán sencillo resultaría!». Pero no era más que una intervención exploratoria. Lo demás dependía del veredicto de Joe Pearson sobre el fragmento de hueso que se disponía a enviarle.
Al pensar en Joe Pearson, Lucy recordó lo que aquella mañana le había dicho Kent O’Donnell: aquel día llegaba a Burlington el nuevo auxiliar patólogo del hospital. Esperaba que todo fuese bien con el nuevo facultativo, por muchas razones, entre las que no era la menor la tranquilidad de O’Donnell.
Lucy apreciaba los esfuerzos del jefe de cirugía para introducir mejoras en el hospital sin grandes conmociones, aunque sabía por experiencia que O’Donnell era incapaz de eludir algo que creyese realmente necesario. Y he aquí, se dijo, que volvía a pensar en O’Donnell. Era extraño que, recientemente, siempre sus pensamientos giraban alrededor de él. Tal vez era debido a que trabajaban el uno cerca del otro; pocos eran los días en que no se encontraban en sus idas y venidas por el departamento. De pronto se preguntó cuánto tardaría él en invitarla de nuevo a comer. O tal vez podría dar ella una pequeña cena en su piso. Hacía algún tiempo que quería invitar a unas cuantas personas, y O’Donnell podía ser una de ellas.
Lucy dejó que el interno suturase el tejido subcutáneo y le dijo:
—Haga una sutura intermitente; ya será bastante.
Le observó atentamente. El joven trabajaba despacio, pero con cuidado. Sabía que algunos de los cirujanos del Tres Condados les dejaban hacer muy poco a los internos cuando éstos les ayudaban. Pero Lucy recordaba cuántas veces había estado ella misma junto a la mesa de operaciones, esperando que al menos le dejaran hacer un poco de práctica en atar nudos.
Había sido en Montreal… hacía trece años; había ingresado como interna en el General de Montreal, y después se había quedado para especializarse en cirugía ortopédica. A menudo había reflexionado sobre el papel que jugaba la suerte en la especialización de cada cual. A menudo ésta dependía de los casos que veía uno durante el internado. En cuanto a ella misma, su interés se había inclinado ora hacia un campo, ora hacia otro, tanto durante sus estudios preparatorios en la escuela de MacGill como después en la Facultad de Medicina de Toronto. Incluso a su regreso a Montreal, había estado indecisa entre elegir una especialidad o dedicarse a medicina general. Pero el azar había querido que trabajase una temporada bajo la tutela de un cirujano conocido en el hospital por «Viejo Huesos», a causa de su interés por la ortopedia.
Cuando Lucy trabó conocimiento con él, «Viejo Huesos» tenía sesenta y pico de años. En lo referente a trato y personalidad, era uno de los hombres más insoportables que había conocido. La mayoría de los centros de enseñanza tienen sus «divos»; «Viejo Huesos» parecía reunir en su persona las peores cualidades de todos ellos. Por lo general, insultaba a todo el mundo en el hospital —internos, residentes, colegas y enfermos— con una imparcialidad absoluta. En el quirófano, a la menor interferencia, lanzaba sobre enfermeras y ayudantes los peores epítetos que se aprenden en las tabernas y en los muelles. Si se equivocaban al darle un instrumento, casi siempre se lo arrojaba al infractor; en sus días de mejor humor, se limitaba a lanzarlo contra la pared.
Sin embargo, «Viejo Huesos» había sido un maestro de la cirugía. Se había dedicado especialmente a corregir deformidades óseas de los niños lisiados. Sus espectaculares éxitos le habían dado fama mundial. Nunca había dulcificado sus maneras, e incluso sus pequeños pacientes recibían de él el mismo rudo trato que sus padres. Pero, no obstante, los niños raras veces parecían temerle. Lucy se había preguntado a menudo si el instinto infantil no era mejor barómetro que la razón de los adultos.
Y fue la influencia de «Viejo Huesos» la que en realidad decidió el futuro de Lucy. Cuando ésta vio lo que podía realizarse con la cirugía ortopédica, quiso participar directamente en la realización. Permaneció tres años como interna en el General de Montreal, ayudando a «Viejo Huesos» siempre que le era posible. Todo lo había copiado de él, excepto sus modales. Lucy había tenido que soportarlos como los otros, pero, al final de su internado, se enorgullecía de que le había gritado mucho menos que a los demás.
Desde entonces, y desde que había empezado a ejercer, Lucy había cosechado éxitos propios. Y, en Burlington, gracias a las referencias de sus colegas, era uno de los médicos que más trabajaban en el Tres Condados. Sólo una vez había vuelto a Montreal, hacía dos años, para asistir al entierro de «Viejo Huesos»; la gente decía que había sido uno de los entierros más imponentes que recordaban.
Prácticamente, todas las personas a quienes el viejo había insultado asistieron a la iglesia.
Su mente volvió al momento actual. La intervención estaba terminando. Ante una seña de Lucy, el interno había empezado la sutura de la epidermis, también mediante puntos. Ahora estaba anudando el último. Lucy miró el reloj de pared. Toda la intervención había durado media hora. Eran las tres de la tarde.
A las cinco menos siete minutos, un botones del hospital, de dieciséis años, entró brincando y silbando en el laboratorio de serología. Generalmente entraba así porque sabía que enfurecía al viejo Bannister, con el cual hallábase en perpetuo estado de guerra. Como de costumbre, el jefe técnico del laboratorio alzó la cabeza y le gritó:
—Te digo por última vez que no hagas ese alboroto infernal cuando entres aquí.
—Celebro que sea la última vez —respondió el chico, tan fresco—. Si he de serle franco, sus quejas empezaban a atacarme los nervios. —Siguió silbando, mientras levantaba la bandeja con muestras de sangre que había recogido en el laboratorio de transeúntes—. ¿Dónde le dejo esta sangre, señor Drácula?
John Alexander sonrió. Pero a Bannister aquello no le hizo ninguna gracia.
—Ya sabes dónde tienes que ponerla, niño sabio. —Señaló un espacio vacío en una de las mesas del laboratorio—. Déjala ahí.
—Sí, mi capitán.
El jovenzuelo dejó ceremoniosamente la bandeja en su sitio y se cuadro militarmente. Después giró en redondo y se dirigió a la puerta cantando:
¡Oh! Dadme un hogar plagado de virus.
De chinches y microbios a porfía,
Con un viejo que chupa la sangre.
Y probetas que hieden todo el día.
La puerta se cerró de golpe y su voz se extinguió en el corredor.
Alexander se echó a reír, y Bannister le dijo:
—No se burle de él, porque es peor.
Se acercó a la mesa y recogió las muestras de sangre, leyendo distraídamente las inscripciones. En mitad del laboratorio se detuvo.
—Oiga, aquí hay un tubo que corresponde a una tal señora Alexander. ¿Es su esposa?
Alexander dejó la pipeta que tenía en la mano y se acercó.
—Probablemente. El doctor Dornberger mandó que se le hiciera una prueba de sensibilización. —Tomó la hoja de papel y la leyó—. Sí, es de Elizabeth.
—Dice sensibilización y tipo de sangre —dijo Bannister.
—Supongo que el doctor Dornberger habrá querido asegurarse. Elizabeth es Rh negativo. —Y, como si se le ocurriera después, añadió—: Yo soy Rh positivo.
Con aires paternales de gran conocedor, Bannister dijo:
—Bueno, la mayoría de las veces esto no causa ningún trastorno.
—Sí, ya lo sé. De todos modos, es preferible estar seguro.
—Bueno, ahí tiene la muestra. —Bannister sacó el tubo rotulado «Alexander, Sra. E.» y lo sostuvo en alto—. ¿Quiere hacer usted mismo el análisis?
—Sí, si no le importa.
A Bannister nunca le importaba que otros realizaran trabajos que, en otro caso, habrían recaído sobre él. Dijo:
—No hay inconveniente. —Después, mirando el reloj, añadió—: De todos modos, no podrá hacerlo esta noche. Es hora de marcharnos. —Volvió a dejar el tubo de ensayo y pasó la bandeja a Alexander—. Será mejor que lo guarde hasta mañana.
Alexander tomó las muestras de sangre y las metió en la cámara frigorífica del laboratorio. Después, cerrando la puerta de aquélla, se detuvo, pensativo.
—Carl, quisiera preguntarle una cosa.
Bannister estaba ocupado ordenando las cosas. Siempre le había gustado salir a las cinco en punto. Sin volver la cabeza, dijo:
—¿Y es?
—Sobre las pruebas de sensibilización que hacemos aquí… No sé…
—No sabe, ¿qué?
Alexander eligió cuidadosamente las palabras. No se le ocultaba que, debido a su título profesional, podía fácilmente herir la sensibilidad de hombres como Bannister. Trató, pues, como siempre, de eludir todo lo que pudiera producir molestia al otro.
—He observado que sólo hacemos dos pruebas: una salina y la otra proteínica.
—¿Y bien?
—Bueno… —dijo Alexander, receloso—, el hacer sólo estas dos pruebas, ¿no resulta un poco… anticuado?
Bannister había terminado de arreglar el laboratorio. Se aproximó a la mesa central, secándose las manos con una toalla de papel. Dijo, vivamente:
—¿Quiere explicarme por qué?
Alexander prescindió del tono agrio del otro. La cuestión era importante. Dijo:
—En la mayoría de los laboratorios se hace hoy día una tercera prueba: un Coombs indirecto, después de la salina.
—Un «¿qué?».
—Un Coombs indirecto.
—¿Y qué es esto?
—¿Bromea usted?
No bien había pronunciado estas palabras cuando comprendió que había cometido un grave error de táctica. Pero las había dicho impulsivamente, pensando que ningún técnico en serología podía ignorar lo que era un Coombs indirecto.
El jefe técnico dio un respingo.
—Quiere dárselas de listo, ¿no?
Tratando de reparar el daño, respondió Alexander:
—Lo siento, Carl, no pretendí molestarle.
Bannister arrugó la toalla de papel y la arrojó a un cubo de desperdicios.
—Pues lo ha parecido. —Se inclinó hacia adelante, agresivo, la luz de la bujía reflejándose en su calva—. Mire, jovencito, voy a decirle algo por su propio bien. Usted acaba de salir de la escuela y aún no se ha dado cuenta de que muchas cosas que enseñan allí no sirven en la práctica.
—Pero ¿no ha comprendido? El otro sistema no es infalible, —ahora impaciente y ya no le parecía importante la reciente plancha—. Se ha demostrado que algunos anticuerpos en la sangre de las embarazadas pueden no revelarse en la solución salina ni en la prueba proteínica.
—¿Y ocurre muy a menudo? —preguntó Bannister, afectadamente, como conociendo de antemano la respuesta.
—Muy raras veces.
—Bueno, ya lo ve.
—Pero son las bastantes para que esa tercera prueba tenga importancia. —John Alexander se mostraba ahora insistente, intentando forzar la terquedad de Bannister—. Además, es muy sencillo. Cuando se ha terminado la prueba salina se toma el mismo tubo de ensayo…
Bannister le atajó:
—Guarde su conferencia para otro caso. —Y, quitándose la chaqueta de laboratorio, cogió la americana de su traje colgada detrás de la puerta.
Aun sabiendo que perdía el tiempo, Alexander insistió:
—No es mucho trabajo. Lo haría yo mismo de buen grado. Todo lo que se necesita es suero Coombs. Cierto que el análisis resulta un poco más caro…
Éste era ya terreno conocido. Ahora Bannister podía comprender mejor lo que decía el otro.
—¡Ah, ya! —dijo sarcástico—. Esto le gustaría horrores a Pearson. Todo lo caro le entusiasma.
—Pero ¿no ha comprendido? El otro sistema no es infalible. —Alexander hablaba excitadamente, sin darse cuenta de que había levantado la voz—. Con las dos pruebas que hacemos aquí se puede obtener un resultado negativo, y la sangre de la madre puede ser peligrosa para el hijo. Este puede incluso morir.
—Bueno, esto no es cuenta suya —dijo Bannister en su tono— más rudo, casi escupiendo las palabras.
—Pero…
—¡Basta! A Pearson no le gustan las novedades, sobre todo cuando cuestan dinero. —Vaciló y su tono se hizo menos agresivo. Se había dado cuenta de que faltaba un minuto para las cinco, y deseaba terminar la discusión y largarse—. Voy a darle un consejo, muchacho. Nosotros no somos médicos, y hará bien en no hablar como si lo fuera. Sólo somos ayudantes de laboratorio y tenemos que hacer lo que nos mandan.
—Pero esto no quiere decir que no pueda pensar, ¿verdad? —Ahora era John el que gritaba—. Y pienso que me gustaría que el análisis de sangre de mi mujer se hiciera con solución salina, con proteínas y con suero Coombs. A usted puede no interesarle, pero ese niño tiene mucha importancia para nosotros.
Ya en la puerta, el viejo observó a Alexander. Ahora comprendía claramente lo que no había advertido antes: ese muchacho era capaz de armar jaleo. Y, lo que era peor, casi siempre los de su condición complican a los demás en los líos que arman. Tal vez era lo mejor dejar que ese listo graduado se hundiera por sí mismo.
—Ya le he dicho lo que pienso —declaró Bannister—. Si no le gusta, lo mejor es que hable con Pearson. Dígale que no le gustan los procedimientos que seguimos aquí. Alexander miró fijamente al jefe técnico. Después dijo, sin alzar la voz:
—Puede que lo haga.
Bannister frunció los labios.
—Como guste. Pero recuerde… que le he avisado.
Dirigió una última mirada al reloj y salió, dejando a John Alexander sólo en el laboratorio.